Buch lesen: «Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie»
WÁSHINGTON ÍRVING
Wáshington Írving nació en Nueva York el 3 de abril de 1783; murió en Súnnyside, su casa de campo cerca de Tárrytown, Nueva York, el 28 de noviembre de 1859. Era hijo de Wílliam Írving, un inglés oriundo de las islas de Órkney. Desde muy joven comenzó a trabajar y estudiar en un despacho de abogado, pero interesábale más escribir para el Morning Chronicle, bajo el seudónimo de “Jonathan Oldstyle,” que dedicarse a los estudios serios. Habiendo decaído su salud, resolvió viajar, dirigiéndose a Europa en 1804, donde pasó dos años. A su regreso a los Estados Unidos fundó el Salmagundi en sociedad con J. G. Páulding. Conquistó su fama literaria con la publicación de su History of New York, by Diedrich Knickerbocker (1809). En 1810 estableció en compañía de sus dos hermanos una casa de comercio. Desde 1815 hasta 1832 residió en Europa, siendo nombrado agregado a la legación de los Estados Unidos en Madrid en 1826, y secretario de la legación en Londres en 1829. Permaneció casi constantemente en Súnnyside desde 1832 hasta 1842, época en que fué nombrado ministro en España, volviendo a Súnnyside en 1846 y continuando allí hasta su muerte. Además del trabajo arriba mencionado dió a luz las obras siguientes: The Sketch Book (publicado por partes en 1819 y coleccionado en 1820); Bracebridge Hall, or the Humourists (1822); Tales of a Traveler (1824); Life and Voyages of Christopher Columbus (1828); Chronicle of the Conquest of Granada (1829); Voyages of the Companions of Columbus (1831); The Alhambra (1832); Crayon Miscellany (including Tour on the Prairies, 1835); Astoria, etc. (en colaboración con Pierre M. Írving, 1836); Adventures of Captain Bonneville, etc. (1837); Oliver Goldsmith (1849); Mahomet and His Successors (1850); Wolfert’s Roost (1855); Life of George Wáshington (1855-1859).
ESBOZO BIOGRÁFICO
WÁSHINGTON ÍRVING, uno de los primeros y más populares autores americanos, a quien Tháckeray, en inspirada frase, llama “el primer embajador que el mundo nuevo de las letras envió al antiguo,” nació en 1783, en la ciudad de Nueva York. Recibió su educación en las escuelas públicas, abandonando las aulas a los dieciséis años, aun cuando continuara después por largo tiempo la lectura sistemática de los mejores autores, especialmente Cháucer, Spénser y Bunyan. Desde su juventud, demostró poseer un talento natural para escribir ensayos e historietas. Como siempre detestó las matemáticas, escribía a menudo las composiciones de sus compañeros quienes, en cambio, solucionaban sus problemas. Estudió derecho por algún tiempo; pero no sintiéndose inclinado a la esclavitud de una profesión, prefirió entregarse a vagabundas correrías alrededor de la isla de Manhattan, que le familiarizaron con el magnífico paisaje que hizo después famoso con su pluma. Adquirió de esta manera el conocimiento exacto de varios puntos históricos, curiosas tradiciones y leyendas de que tan bello uso ha hecho en su Sketch-Book y en la History of New York. En 1804, amenazado de pulmonía, se embarcó para Europa y permaneció en el extranjero cerca de dos años. A su regreso intentó reasumir la práctica legal, pero sin ningún resultado. En compañía de algunos compañeros inició entonces la publicación de una obra por entregas llamada Salmagundi la cual, bien dirigida, obtuvo éxito. En 1809 publicó su Knickerbocker’s History of New York, obra única en nuestra literatura, perfectamente redondeada, y de sátira fina y sostenida. Dirigió durante dos años una revista en Filadelfia a la cual contribuía con artículos incluidos después en el Sketch-Book. En 1814 sirvió como ayudante del gobernador Tompkins, y cuando terminó la guerra, regresó de nuevo a Europa donde permaneció esta vez diecisiete años. Con motivo de la quiebra de su hermano perdió toda su fortuna y, entregado a sus propios recursos, dedicóse a la literatura para atender a su subsistencia. Publicó su Sketch-Book en 1819, el cual, debido a la influencia personal de Sir Wálter Scott, se reimprimió en Londres, quedando inmediatamente establecida la reputación de Írving como gran autor.
A continuación publicó Bracebridge Hall, en 1822, y Tales of a Traveler en 1824. Encargado de algunas traducciones del español, fué a establecerse en Madrid. A su permanencia en España debemos algunas de sus obras más encantadoras, como la Life of Columbus, Conquest of Granada, The Alhambra, Mahomet and His Successors y Spanish Papers. Regresó a América en 1832; y durante los años subsiguientes se publicaron Astoria, Adventures of Captain Bonneville y Wolfert’s Roost. En 1842 Írving fué nombrado Ministro en España. Su Life of Goldsmith vió la luz pública cuatro años más tarde, después de su vuelta a la patria. Su postrera obra, escrita con especial esmero, fué la Life of Washington, en cinco volúmenes.
Los últimos años de Írving transcurrieron en “Sunnyside,” su encantadora residencia en Tárrytown, a las orillas del Hudson, en el centro del hermoso paisaje que había inmortalizado. Írving falleció el 28 de noviembre de 1859, el mismo año que Préscott, el historiador, y que Macáulay. Un amigo que trató mucho a nuestro autor en sus últimos días, le describe así: “Tenía ojos color gris obscuro, hermosa nariz recta que casi podría decirse grande; frente ancha, alta y abierta, y boca pequeña. Era de tamaño mediano, cinco pies y nueve pulgadas más o menos, y tendía un poquillo a la obesidad. Su sonrisa era extremadamente genial, iluminándole todo el rostro y haciéndole muy atrayente; y cuando se preparaba a decir algo jocoso, brillaba en sus ojos mucho antes de que hubiera pronunciado una palabra.”
George Wílliam Curtis, en uno de sus deliciosos ensayos, Easy Chair, dice: “Írving era personaje tan exótico como su Díedrich Kníckerbocker en los anuncios preliminares de la History of New York. Hace treinta años podía vérsele en ciertas tardes de otoño, marchando a lo largo de Broadway con paso ágil y elástico, calzando zapatos bajos esmeradamente atados, y ataviado con capa Talma, prenda corta semejante a la esclavina de un abrigo. Tenía cierto aire ligero, jovial y de antigua escuela, que revelaba incontestablemente al holandés y armonizaba admirablemente con sus obras. Parecía, en realidad, escapado de alguno de sus libros; y la afabilidad cordial y agudeza de sus discursos, al detenerse para alguna charla pasajera, constituían uno de sus deliciosos rasgos característicos. Era ya por aquel tiempo uno de nuestros más famosos literatos, pero jamás demostraba vanidad alguna ni pretensiones dogmáticas.”
INTRODUCCIÓN A RIP VAN WINKLE
LA HISTORIA de Rip Van Winkle se supone escrita por Díedrich Kníckerbocker, jocosa creación de Írving, y cuyo nombre se hizo familiar al público como autor de A History of New York. Esta historia se publicó en 1809, diez años antes de que viera la luz pública el primer número de The Sketch-Book of Geoffrey Crayon, Gent. Este número, que contenía la historia de Rip Van Winkle, fué escrito por Írving en Inglaterra y enviado a América para su publicación, lo mismo que las ediciones sucesivas. Colocó la escena en Káatskill, pero describió el sitio según su fantasía y ajenos informes, habiéndolo visitado solamente en 1833. El argumento no es nuevo: el cuento de hadas de la bella durmiente en el bosque tiene el mismo tema, así como la historia de Epaminondas de Creta, que floreció en la sexta o séptima centuria antes de J. C. Se asegura que Epaminondas se quedó dormido en una cueva cuando era muchacho y despertó cincuenta y siete años después mientras su individuo había continuado su desarrollo normal. Existe también la leyenda de los siete durmientes de Éfeso, mártires cristianos emparedados en una cueva que buscaron como refugio y donde se conservaron maravillosamente durante dos siglos.
Entre las historias que tanto abundan en los montes Harz de Alemania, se refiere una de Péter Klaus, un cabrero a quien se acercó cierto día un joven que comenzó a seguirle silenciosamente y le condujo a un lugar aislado donde encontró doce caballeros que jugaban a los bolos sin pronunciar una sola palabra. El cabrero vió una cantimplora de vino fragante y bebiéndolo, quedó sumergido en profundo sueño que se prolongó durante veinte años. La historia relata los incidentes del despertar del cabrero y los cambios que encontró en su aldea a su regreso.
Esta historia, publicada con algunas otras en 1800, dió probablemente origen a la de Írving, quien hace uso casi de idéntico argumento. Las jocosas adiciones con que ha adornado su relato y la gracia de que todo el cuento está revestido han logrado que la historia de Írving suplante en la mente popular a todas las primitivas de este género, llegando Rip Van Winkle a convertirse en un personaje familiar a quien aluden frecuentemente aun personas que jamás han leído la historia de este festivo autor. La forma dramática dada posteriormente a este cuento, aunque asumiendo sólo los rasgos principales, ha contribuído en gran manera a definir la concepción del personaje. La historia despierta un sentimiento de curiosidad respecto de la vida futura, no muy alejado de aquel que se considera en general como la tendencia del espíritu humano a la inmortalidad individual. El nombre de Van Winkle fué una feliz elección de Írving, pero no ha sido inventado por él. El impresor del Sketch-Book, sin ir más lejos, llevaba el mismo nombre. El de Kníckerbocker se encuentra también entre los holandeses, pero Írving lo ha hecho típico. En The Author’s Apology, que agregó como prefacio a una nueva edición de la History of New York, dice: “He encontrado que este nombre es una palabra de orden para dar sello familiar a cualquiera cosa destinada al favor del público, como las sociedades Kníckerbocker; las compañías de seguros Kníckerbocker; los vapores Kníckerbocker; los ómnibus Kníckerbocker; el pan Kníckerbocker; el hielo Kníckerbocker; y… hasta los neoyorquinos de origen holandés tienen a gala llamarse “genuinos Kníckerbockers.”
RIP VAN WINKLE
OBRA PÓSTUMA DE DÍEDRICH KNÍCKERBOCKER
Por Woden (Odin), Dios de los sajones, de quien procede Wednesday (miércoles) que es Wodensday (día de Odin). La verdad es algo que siempre conservaré hasta el día en que me arrastre hacia la tumba.
Cártwright.1
EL CUENTO siguiente se encontró entre los papeles del difunto Díedrich Kníckerbocker, un viejo caballero de Nueva York, muy curioso respecto de la historia holandesa de la provincia y de las costumbres de los descendientes de sus primitivos colonos. Sus investigaciones históricas dirigíanse menos a los libros que a los hombres, pues que los primeros escaseaban lamentablemente en sus temas favoritos mientras que los viejos vecinos y, sobre todo sus mujeres, eran riquísimos en aquellas tradiciones y leyendas de valor inapreciable para el verídico historiador. Así, cuando le acontecía tropezar con alguna familia típica holandesa, agradablemente guarecida en su alquería de bajo techado, a la sombra del frondoso sicomoro, mirábala como un pequeño volumen de letra gótica antigua, cerrado y abrochado, y lo estudiaba y profundizaba con el celo de la polilla.
El resultado de todas estas investigaciones fué una historia de la provincia durante el dominio holandés, publicada hace algunos años. La opinión anduvo dividida con respecto del valor literario de esta obra que, a decir verdad, no vale un ápice más de lo que pudiera. Su mérito principal estriba en su exactitud, algo discutida por cierto en la época de su primera aparición, pero que ha quedado después completamente establecida y se admite ahora entre las colecciones históricas como libro de indiscutible autoridad.
El viejo caballero falleció poco tiempo después de la publicación de esta obra; y ahora que está muerto y enterrado no perjudicará mucho a su memoria el declarar que pudo emplear mejor su tiempo en labores de más peso.2 Era bastante hábil, sin embargo, para encaminar su rumbo como mejor le conviniera; y aunque de vez en cuando echara un poco de tierra a los ojos de sus prójimos y apenara el espíritu de algunos de sus amigos, a quienes profesaba sin embargo gran cariño y estimación, sus errores y locuras se recuerdan “más bien con pesar que con enojo,” y se comienza a sospechar que jamás intentó herir ni ofender a nadie. Mas como quiera que su memoria haya sido apreciada por los críticos, continúa amada por mucha gente cuya opinión es digna de tenerse en cuenta, como ciertos bizcocheros de oficio que han llegado hasta el punto de imprimir su retrato en los pasteles de Año Nuevo,3 dándole así ocasión de inmortalizarse casi tan apreciable como la de verse estampado en una medalla de Wáterloo o en un penique de la reina Ana.4
RIP VAN WINKLE
TODO aquél que haya remontado el Hudson recordará las montañas Káatskill. Son una desmembración de la gran familia de los montes Appalachian y se divisan al este del río elevándose con noble majestad y dominando toda la región circunvecina. Todos los cambios de tiempo o de estación, cada una de las horas del día, se manifiestan por medio de alguna variación en las mágicas sombras y aspecto de aquellas montañas, consideradas como el más perfecto barómetro por todas las buenas mujeres de la comarca. Cuando el tiempo está hermoso y sereno, las montañas aparecen revestidas de púrpura y azul, destacando sus líneas atrevidas sobre el claro cielo de la tarde; pero algunas veces, aun cuando el horizonte se encuentre despejado, se adornan en la cima con una caperuza de vapores grises que se iluminan e irradian como una corona de gloria a los postreros rayos del sol poniente.
Al pie de estas montañas encantadas5 puede descubrir el viajero el ligero humo rizado que se eleva de una aldea, cuyos tejados de ripia resplandecen entre los árboles cuando los tintes azules de la altura se funden en el fresco verdor del cercano panorama. Es una pequeña aldea muy antigua, fundada por algunos colonos holandeses en los primeros días de la provincia, allá por los comienzos del gobierno del buen Péter Stúyvesant6 (¡que en paz descanse!), y donde se sostenían contra los estragos del tiempo algunas casas de los primitivos pobladores, construídas de pequeños ladrillos amarillos importados de Holanda, con ventanas de celosía y frontones triangulares rematados en gallos de campanario.
En aquella misma aldea y en una de las aludidas casas que, a decir verdad, estaba lastimosamente maltratada por los años y por la intemperie, vivía hace mucho tiempo, cuando el país era todavía provincia de la Gran Bretaña, un hombre bueno y sencillo llamado Rip Van Winkle. Era descendiente de los Van Winkle que figuraron tan heroicamente en los caballerescos días de Péter Stúyvesant y le acompañaron durante el sitio del fuerte Christina.7 Había heredado muy poco, sin embargo, del carácter marcial de sus antecesores. Hice ya notar que era un hombre sencillo y de buen corazón; era además vecino atento y marido dócil, y gobernado por su mujer. A esta última circunstancia se debía probablemente aquella mansedumbre de espíritu que le valió universal popularidad; porque los hombres que están bajo la disciplina de arpías en el hogar son los mejor preparados para mostrarse obsequiosos y conciliadores en el exterior. Indudablemente su carácter se doblega y vuelve maleable en el horno ardiente de las tribulaciones domésticas; y, a decir verdad, una reprimenda de alcoba es más eficaz que todos los sermones del mundo para enseñar las virtudes de la paciencia y longanimidad. Una mujer pendenciera puede así, en cierto modo, considerarse una bendición; y a este respecto Rip Van Winkle era tres veces bendito.
Lo cierto es que era el favorito de todas las comadres de la aldea que, como las demás de su amable sexo, tomaban parte en todas las querellas domésticas y nunca dejaban de censurar a la señora Van Winkle siempre que se ocupaban de este asunto en la chismografía de sus reuniones nocturnas. Los chicos de la aldea le aclamaban también alegremente cuando se presentaba. Tomaba parte en sus diversiones, les fabricaba juguetes, les enseñaba a volar cometa y a jugar bolas, y les refería largas historias de aparecidos, brujas, e indios salvajes. Fuera donde quisiese, escabulléndose por la aldea, rodeábale una turba de pilluelos colgándose de sus faldones, encaramándose en sus espaldas y jugándole impunemente mil pasadas; y ni un sólo perro del vecindario se habría decidido a ladrarle.
El gran defecto de la índole de Rip era su aversión insuperable a toda clase de labor provechosa. No que adoleciera de falta de asiduidad o perseverancia, pues se habría sentado a pescar sin un murmullo en una roca húmeda y armado de una caña larga y pesada como la lanza de un tártaro, aun cuando no picara el anzuelo un sólo pez en todo el día para alentarle en su faena. Podía llevar por largas horas una escopeta al hombro y arrastrarse por selvas y pantanos, por colinas y cañadas para tirar a unas cuantas ardillas o palomas silvestres. Nunca rehusaba ayudar a sus vecinos aun cuando fuera en la tarea más penosa, y era el primero en todas las reuniones de la comarca para desgranar las mazorcas de maíz, o construir cercos de piedra; las mujeres de la aldea le ocupaban también para sus correrías, o para ciertos trabajillos de poca monta que sus poco amables maridos no querían desempeñar. En una palabra, Rip estaba siempre dispuesto a atender a los negocios de cualquiera de preferencia a los propios; pues cumplir con sus deberes domésticos o mirar por las necesidades de su granja le era punto menos que imposible.
Declaraba, en efecto, que resultaba inútil trabajar en su propia alquería; era el más endiablado trozo de terreno en todo el país; cualquiera cosa que se emprendiera salía mal allí y saldría siempre, a pesar de sus esfuerzos. Los cercos se caían a pedazos contínuamente; su vaca se extraviaba o se metía en las coles; la mala hierba crecía de seguro más ligero en su finca que en cualquiera otra parte; llovía justamente cuando él tenía algo que hacer a campo abierto; de manera que si su propiedad se había desmoronado acre por acre hasta quedar reducida a un pequeño trozo para el sembrío de maíz y de papas, debíase a que era la granja de peores condiciones en toda la comarca.
Sus chicos andaban tan harapientos y selváticos como si no tuvieran dueño. Su hijo Rip, un rapazuelo vaciado en su mismo molde, prometía heredar con los vestidos viejos todas las disposiciones de su padre. Veíasele ordinariamente trotando como un potrillo a los talones de su madre, ataviado con un par de polainas de desecho de su padre, que con gran dificultad procuraba mantener en alto sujetándolas con una mano, como llevan las señoras elegantes su cola en el mal tiempo.
Rip Van Winkle era, sin embargo, uno de aquellos felices mortales de disposición fácil y bobalicona que toman el mundo descuidadamente, comen con la misma indiferencia pan blanco o pan moreno a condición de evitarse la menor molestia, y preferirían morirse de hambre con un penique a trabajar por una libra. Si le hubieran dejado vivir a su manera, nada pediría a la vida, sumído en beatitud perfecta; pero su mujer andaba siempre repiqueteandole los oídos con su incuria, su pereza y la ruina que atraía sobre su familia. Mañana, tarde y noche trabajaba su lengua sin cesar, y cada cosa que él decía o hacía provocaba seguramente un torrente de doméstica elocuencia. Rip tenía solamente una manera de contestar a estas reprimendas que, en razón del continuo uso, había llegado a convertirse en hábito. Encogía los hombros, sacudía la cabeza y levantaba los ojos al cielo sin pronunciar una palabra. Esta mímica daba siempre lugar a una nueva andanada de parte de su mujer; de modo que se veía constreñido a reunir sus fuerzas y tomar el portante, único recurso que queda, en verdad, al marido maltratado por su mujer.
El único aliado con que contaba Rip en la familia era su perro Wolf (lobo), tan maltratado como su amo, pues la señora Van Winkle juzgaba a ambos compañeros de ociosidad, y aun miraba a Wolf con malos ojos considerándole culpable de los frecuentes extravíos de su dueño. La verdad es que bajo todo punto de vista era Wolf un perro honorable, y valeroso como el que más para corretear en los bosques; pero ¿qué valor puede afrontar el continuo y siempre renovado terror de una lengua de mujer? Apenas entraba Wolf en la casa decaía su ánimo y con la cola arrastrando por el suelo o enroscada entre las piernas deslizábase con aire de ajusticiado mirando de reojo a la señora Van Winkle, y al menor blandir de la dama un palo de escoba o un cucharón volaba a la puerta con quejumbrosa precipitación.
Las cosas iban de mal en peor para Rip Van Winkle a medida que transcurrían los años de matrimonio. El carácter desapacible nunca se suaviza con la edad, y una lengua afilada es el único instrumento cortante que se aguza más y más con el uso continuo. Por algún tiempo trató de consolarse en sus escapadas fuera de la casa, frecuentando una especie de club perpetuo de los sabios, filósofos y otros personajes ociosos del pueblo, que celebraba sus sesiones en un banco a la puerta de un pequeño mesón que ostentaba como muestra un rubicundo retrato de su majestad Jorge III. Acostumbraban sentarse allí a la sombra durante los largos y soñolientos días de verano, repitiendo indolentemente la chismografía del vecindario o relatando inacabables historias sobre cualquier friolera. Pero habría representado cualquier capital para los estadistas escuchar las profundas discusiones que a menudo tenían lugar cuando por casualidad algún viejo periódico tirado por cualquier transeúnte caía entre sus manos. ¡Cuán solemnemente atendían a su contenido conforme iba desentrañándolo el maestro de escuela, Dérrick Van Búmmel, docto y vivaracho hombrecillo que no se amedrentaba por la palabra más altisonante del diccionario! Y ¡cuán sabiamente deliberaban sobre los acontecimientos públicos algunos meses después de realizados!
Las opiniones de esta junta se sometían completamente al criterio de Nicholas Védder, patriarca de la aldea y propietario del mesón, a cuya puerta sentábase de la mañana a la noche, cambiando de sitio lo justamente indispensable para evitar el sol, y aprovechar la sombra de un gran árbol que allí junto crecía; de manera que los vecinos podían decir la hora por sus movimientos con tanta exactitud como por un cuadrante. Verdad es que rara vez se le oía hablar, pero en cambio fumaba su pipa constantemente. Sus admiradores (¿qué grande hombre carece de ellos?) le comprendían perfectamente y sabían la manera de interpretar sus opiniones. Cuando le disgustaba algo de lo que se leía o refería, podía observarse que fumaba con vehemencia lanzando frecuentes y furiosas bocanadas; pero cuando estaba satisfecho arrancaba suaves y tranquilas inhalaciones, emitiendo el humo en nubes plácidas y ligeras; y aun algunas veces, separando la pipa de sus labios y dejando que el humo fragante se ondulara a la extremidad de su nariz, movía gravemente la cabeza en señal de perfecta aprobación.
Pero aun de esta fortaleza se vió desalojado el infortunado Rip por su agresiva mujer, quien atacó repentinamente la paz de la asamblea volviendo polvo a todos sus miembros; y ni la augusta persona de Nicholas Védder quedó a salvo de la atrevida lengua de la terrible arpía que le acusó de alentar a su marido en sus hábitos de ociosidad.
El pobre Rip vióse al fin en los umbrales de la desesperación; siendo su única alternativa para escapar del trabajo de la alquería y de los clamores de su mujer, coger su fusil e internarse entre los bosques. Sentábase allí a veces al pie de un árbol y compartía el goce de sus alforjas con Wolf, con quien simpatizaba como compañero de miserias. “¡Pobre Wolf,” acostumbraba decir, “tu ama te da una vida de perros; pero no te importe, compañero, que mientras yo viva no te faltará un fiel amigo!” Wolf movía la cola, miraba de hito en hito al rostro de su dueño y, si los perros pudieran sentir piedad, creería yo verdaderamente que experimentaba en el fondo de su corazón un sentimiento recíproco al que expresaba su amo.
En un hermoso día de otoño en que llevaba a cabo una de sus largas correrías, trepó Rip inconscientemente a uno de los puntos más elevados de las montañas Káatskill. Perseguía su distracción favorita, la caza de ardillas, y aquellas soledades habían retumbado varias veces al eco de su fusil. Fatigado y jadeante, echóse hacia la tarde a descansar en la cima de un verde montecillo cubierto de vegetación silvestre y que coronaba el borde de un precipicio. A través de un claro entre los árboles podía dominar toda la parte baja del terreno en muchas millas de rica arboleda. Veía a la distancia, lejos, muy lejos, el majestuoso Hudson deslizándose en curso potente y silencioso, reflejando aquí y allá ya una nube de púrpura, ya la vela de alguna barquilla remolona adormilada entre su seno cristalino, y perdiéndose al fin entre las azules montañas.
Por el otro lado hundía sus miradas en un valle profundo, salvaje, escabroso y desolado, cuyo fondo estaba sembrado de fragmentos amenazadores de rocas alumbradas apenas por la refracción de los rayos del sol poniente. Por algún tiempo reposó Rip absorto en la contemplación de esta escena. La noche caía gradualmente; las montañas comenzaban a tender sus grandes sombras azules sobre el valle; Rip comprendió que reinaría la obscuridad mucho antes de que pudiera regresar a la aldea y lanzó un hondo suspiro al pensamiento de afrontar la temida presencia de la señora Van Winkle.
Cuando se preparaba a descender, oyó una voz que gritaba a la distancia: “¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!” Miró en torno suyo, pero sólo pudo descubrir un cuervo cruzando la montaña en vuelo solitario. Creyó que hubiera sido una ilusión de su fantasía e iniciaba de nuevo el descenso, cuando llegó hasta él idéntico grito atravesando el ambiente tranquilo de la tarde: “¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!” al mismo tiempo que Wolf, erizando el lomo y lanzando un ladrido concentrado, refugiábase al lado de su amo, mirando temerosamente al valle. Rip sintió que una vaga aprensión se apoderaba de su espíritu; miró ansiosamente en la misma dirección y advirtió una figura extraña que avanzaba con dificultad en medio de las rocas, inclinándose bajo el peso de cierto bulto que llevaba en sus espaldas. Sorprendióse Rip de ver un ser humano en aquel lugar desierto y aislado; pero juzgando que pudiera ser alguien del vecindario necesitado de su ayuda, se apresuró a brindarle su asistencia.
Conforme se aproximaba sorprendíase más y más ante el aspecto singular del desconocido. Era un viejo pequeño y cuadrado, de barba gris y cabellos ásperos y enmarañados. Vestía a la antigua usanza holandesa: coleto de paño recogido a la cintura y varios pares de calzones, el de encima muy ancho y adornado de hileras de botones a los costados y borlas en las rodillas. Llevaba al hombro un barril que parecía lleno de licor y hacía señas a Rip para que se acercara y le ayudase a llevar su carga. A pesar de sentirse tímido y desconfiado con respecto de su nuevo conocido, obedeció Rip a su celo acostumbrado; y sosteniéndose mutuamente treparon ambos por una estrecha garganta que parecía el lecho desecado de algún torrente. Mientras subían, oía Rip de vez en cuando ruidos que retumbaban en ondulaciones como truenos lejanos y que parecían brotar de una profunda hondonada, o hendedura mejor dicho, entre inmensas rocas hacia las cuales conducía el áspero sendero que seguían. Detúvose Rip por un momento; mas prosiguió luego su camino imaginando que el rumor provendría de alguna de aquellas pasajeras tempestades de lluvia y truenos que a menudo estallan en la altura. Introduciéndose por la hendedura llegaron a una cavidad semejante a un pequeño anfiteatro rodeado de precipicios perpendiculares, sobre cuyas orillas tendían grandes árboles sus ramas colgantes, de manera que sólo podía vislumbrarse a trozos el cielo azul y las brillantes nubes de la tarde. Rip y su compañero, habían marchado en silencio durante todo el trayecto, pues aun cuando el primero se maravillaba grandemente al conjeturar el objeto de acarrear un barril de licor en aquellas montañas agrestes, había algo extraño e incomprensible en el desconocido que inspiraba temor y cortaba toda familiaridad.
Al penetrar en el anfiteatro aparecieron nuevos motivos de admiración. En el centro de una planicie veíase un grupo de extraños personajes jugando a los bolos. Vestían de fantástica y exótica manera; algunos llevaban casaca corta, otros coleto con gran daga al cinto, y la mayor parte ostentaban calzas enormes de estilo semejante a las del guía. Su aspecto era también peculiar: uno tenía larga barba, rostro ancho y ojos pequeñitos de cerdo; la cara de otro parecía constar únicamente de nariz y estaba coronada por un sombrero blanco pan de azúcar adornado de una pequeña cola de gallo encarnada. Todos llevaban barba, de diversas formas y colores. Había uno que aparentaba ser el jefe. Era un viejo y robusto gentilhombre de aspecto curtido por la intemperie; llevaba casaca, chorrera de encaje, cinturón ancho y alfanje, sombrero de copa alta adornado de una pluma, medias rojas y zapatos con rosetas. El conjunto del grupo recordaba a Rip las figuras de cierto cuadro antiguo flamenco, traído de Holanda en tiempo de la colonización y que se conservaba en el salón de Dominie Van Shaick, el párroco de la aldea.
Lo que encontraba Rip más extraño era que aun cuando indudablemente todos aquellos personajes trataban de divertirse, conservaran tanta gravedad en su semblante, un silencio tan misterioso, y formaran, en una palabra, la partida de placer más melancólica que pudiera presenciarse. Sólo interrumpía el silencio el ruido de los bolos, cuyo rodar repercutían los ecos a través de la montaña semejando el rumor ondulante de los truenos.
Cuando Rip y su compañero se aproximaron, los jugadores abandonaron súbitamente el juego y fijaron en el primero una mirada tan persistente, tan sepulcral, con tan singular y apagado continente, que sus rodillas se entrechocaron y el corazón le dió un vuelco dentro del pecho. Su compañero vaciaba entretanto el contenido del barril en grandes frascos, haciéndole señas de que sirviera a la compañía. Rip obedeció trémulo y asustado; bebieron ellos el licor en profundo silencio, volviendo luego a su juego.
“Llenos de ardor y coles.”
Véase la History of New York, libro VI, capítulo VIII.