Dulce enemiga

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Dulce enemiga
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Dulce enemiga

Vanessa Lorrenz


Primera edición en ebook: Marzo 2021

Título Original: Dulce Enemiga

©Vanessa Lorrenz, 2021

©Editorial Romantic Ediciones, 2021

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons - Oindiedesign

ISBN: 9788418616204

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.


Dedicado a todas aquellas que han tenido una enemiga disfrazada de amiga: una dulce enemiga.

PRÓLOGO

Londres 1838

Las ruedas del carruaje parecía que se saldrían de su eje en cualquier momento, la velocidad con la que se dirigían no era la normal. Los duques de Brentwood no sabían lo que estaba ocurriendo, habían intentado llamar al cochero, pero nunca recibieron respuesta. Venían rogando por no encontrarse con algún asaltante de caminos, pero parecía que la suerte no les había sonreído.

La duquesa sabía que ese viaje desde que había comenzado fue una completa locura, pero ahora que estaban en camino de regreso a su casa, no esperaba que los fueran a atracar. Se lamentaba haber sido tan imprudente.

—Edward, ¿qué está sucediendo? —la voz de alarma de la duquesa no pasó desapercibida para el duque, sobre todo teniendo en cuenta que entre sus brazos llevaba a su pequeña hija que tenía una semana de nacida, una niña hermosa que había heredado el mismo color de cabello que su esposo, los ojos redondos del mismo color de la miel lucían en ese instante cerrados, mientras dormía ajena a la preocupación de sus padres.

Se sobresaltaron al sentir que el carruaje giraba de manera desenfrenada, provocando que casi se voltearan, las ruedas aumentaron la velocidad, aunque eso parecía imposible, mientras el duque golpeaba de nuevo la ventanilla de comunicación sin obtener respuesta alguna. No se escuchaban más que el ruido de los cascos de los caballos galopando a una velocidad fuera de lo normal. Su esposa volvió a llamar su atención preguntando qué sucedía, pero en ese instante no tenía la menor idea, mucho se temía que nada bueno estaba pasando. No sabían qué era mejor; si detenerse y enfrentar a los asaltantes, terminar en medio de un lago, o en el mejor de los casos volteados en medio del camino.

—Pase lo que pase, Charlotte, necesito que mantengas la calma —dijo el duque tratando de parecer sereno, cuando no lo estaba en absoluto. Sus vidas estaban en peligro y si algo le pasaba a su esposa o a su hija jamás se lo podría perdonar.

—Me estás asustando, Edward —le contestó la duquesa, mientras aferraba a su hija contra su pecho en un gesto de protección.

—Cielo, no debe de ser nada, solo te lo digo para que estés prevenida por si nos llegamos a topar con forajidos.

Un jadeo escapó de los labios de la duquesa por el temor que la recorrió, eran bien conocidas las historias sobre los asaltantes; solían ser despiadados sino conseguían hacerse con el botín, de manera inconsciente se llevó la mano al collar que había pertenecido a su familia, su valor sentimental era incuantificable, pero ella daría todo lo que poseía porque los tres lograran salir de ese peligro sin un solo rasguño. Cerró los ojos rogando para que todo se tratara de una simple equivocación.

Bajó la mirada al regordete rostro de su hija y lo acarició con ternura mientras veía el brillo destellante del camafeo que llevaba ese día colgado en su pequeño pecho; el carruaje fue perdiendo velocidad y en cuestión de minutos se detenía poniéndolos más nerviosos. El duque buscó el arma que estaba siempre guardada debajo del asiento; en un compartimiento secreto, pero no la encontró. Ambos se sobresaltaron al escuchar el estruendo con el que se abrió la puerta dejando ver a un hombre corpulento con la cara cubierta, apuntándolos directamente con un arma. No les dio tiempo de decir una sola palabra, dos disparos se escucharon en aquel camino desolado, mientras el llanto de un bebé se alejaba al igual que los pasos de los forajidos.

CAPÍTULO 1

Londres 1855

El agua cristalina del lago reflejaba los intensos rayos del sol. Marian sonrió cubriéndose los ojos para contar hasta diez mientras Olivia corría a esconderse. Solo tenían una hora de juego dentro del convento que, hacía la función de orfanato, ya que después tenían que regresar para hacer sus labores. Así que trataban de disfrutar al máximo de esos momentos.

—¡¡Diez, listos o no, allá voy!! —Encontrar a Olivia no fue difícil, ya que nunca lograba estarse quieta en un solo lugar, aunque Marian trató de fingir que no la veía caminando alrededor del campo, buscando por todas partes, aunque el tenue sonido de su cantarina risa la delató, así fue como la encontró de manera rápida detrás de un árbol frondoso de manzanas, su mejor amiga estaba en cuclillas tratando de sofocar una carcajada—. ¡¡Te atrapé!! Ahora tenemos que regresar antes de que nos den unos azotes por no ayudar en la cocina.

Ese era el pan de cada día, acababan de cumplir diecisiete años, y habían llegado al convento cuando tenían unos días de nacidas, con la única diferencia que Marian llegó unas horas antes que Olivia; de ahí que todas dijeran que eran hermanas. Nadie sabía el paradero de sus padres, ni siquiera si tenían algún familiar lejano. Las hermanas del convento las recogieron dándoles la bienvenida a las dos pequeñas que se sumarían a los más de cincuenta que ya atendían. Como Marian fue la primera en llegar decidieron llamarla con el nombre de la madre superiora y, a la otra pequeña la nombraron Olivia, ya que era el nombre que traía el santoral.

—Apresúrate, Olivia, tenemos que llegar a tiempo. —Su amiga resopló, mientras ella se sacudía una mancha de tierra que se había adherido a su vestido color gris, odiaba esa vestimenta, pero no tenían más ropa que esa, y la verdad es que deberían estar muy agradecidas con las hermanas que las adoptaron pues les debían todo, les habían dado lo más parecido a un hogar.

Caminó lo más rápido que pudo, pero sus botines de cuero que eran un número más grande se le atoraron en una piedra provocando que trastabillara. Por suerte, su amiga la sostuvo del brazo evitando que cayera.

—¡¿Por qué siempre sois tan torpe, Marian?! —dijo su amiga con el ceño fruncido como si estuviera enojada—, deberían de ponerte un cartel de peligro.

—Lo siento, es culpa de estos zapatos, me quedan grandes —dijo tratando de acomodarse el botín que se había salido de su pie.

—¿Sabes?, cuando salga de este lugar, voy a buscar a un duque que me lleve a vivir a su castillo.

—Los duques no viven en castillos —dijo sonriendo, porque su amiga siempre decía lo mismo, repetía mil veces que estaba harta de vivir en ese lugar y que algún día saldría de ahí para conquistar a un caballero de armadura dorada que la rescatara de la pobreza donde estaban sumergidas.

—Pues conquistaré a un príncipe, no importa, lo único que quiero es no tener que utilizar estos vestidos tan horrendos. —Marian miró a su amiga con enfado, no le gustaba la manera en la que se expresaba de lo que les daban en ese lugar, pero las hermanas no podían hacer gran cosa por ellas, ya que vivían de la caridad de la buena sociedad londinense.

—Sabes que la madre superiora hace todo lo posible por darnos ropa y calzado, debemos estar agradecidas —dijo Marian reprendiéndola.

—Marian, pero ¿es que no has visto cuando la duquesa ha venido a dejar los víveres de este mes? —dijo Olivia refiriéndose a la duquesa de Brentwood, que cada mes se dedicaba a llevar en persona todos los apoyos del comité de beneficencia. Esa era una de las funciones de las damas de sociedad, bueno, tal vez solo de las damas más respetadas, porque había también las que se dedicaban únicamente a asistir a los bailes hasta caer el amanecer y dormir hasta que el atardecer les despertaba para asistir de nuevo a otra velada.

—Debes dejar de soñar con esas ideas, aunque encontraras a un duque dispuesto a enamorarse de ti, solo te utilizará y te dejará por no tener sangre noble.

—Tal vez si muestro el camafeo que me regalaste, pueda aspirar a tener un buen marido. Me niego a ser una criada en casa de esos ricos.

—Doncella, Olivia —la reprendió porque su amiga siempre hablaba con desprecio de las personas que servían en la casa grande—. La duquesa aún no ha mencionado a quién se llevará a su casa para que se integre al servicio, pero sería un honor que nos eligiera, nuestra vida cambiaría por completo. ¿No te ilusiona?, estaríamos todo el día trabajando, siendo parte del mundo que los rodea.

—Pues espero que no me elija a mí, yo nací para bailar a la luz de las velas, entre los brazos de un apuesto caballero —dijo Olivia, simulando que tomaba entre sus manos la tela de un vestido de fiesta y daba vueltas por el patio trasero del convento.

—Estás más loca que una cabra —dijo, mientras sonreía y comenzaba a caminar más deprisa. En cuanto pusieron un pie dentro del convento la actividad no cesó hasta que todas las huérfanas estuvieran en sus camas.

Como siempre, las castigaron por llegar tarde a la comida y tuvieron que ayudar a lavar los cacharros; lo único malo es que su amiga estaba enfadada, odiaba hacer alguna tarea. Cuando eran pequeñas, ambas solían jugar y hacer travesuras sin que les importara si las castigaban, pero conforme iban creciendo sus intereses fueron cambiando. Últimamente, Olivia vivía recluida en un sueño que jamás cumpliría.

 

Ambas amigas estaban acostadas las dos en la misma cama, cubiertas hasta la cabeza mientras platicaban de sus planes de futuro, por largas horas, hasta quedarse dormidas. No es que Marian tuviera grandes aspiraciones, pero a veces también soñaba con encontrar a un hombre honrado que la quisiera para desposarse con ella, y tener su propia casita, un hijo al cual dedicar su vida. Pero encerrada en esas cuatro paredes no lo lograría.

Tenían pocos días para practicar todo lo que les habían enseñado en esos años dentro del convento, pero si querían salir de ese lugar tenían que lograr que las eligieran.

—Marian, debes de caminar más erguida, pero con la mirada siempre, abajo no te encorves porque vas a tirar la charola, si sigues así nunca saldrás de las cocinas. Te llevarás varios tortazos si sigues de esa manera.

—Por más que lo intento no logro hacerlo.

—¡Pues inténtalo más! —le gritó su amiga. Odiaba que la tratara de esa manera porque la hacía sentir como si no sirviera para nada, pero era como la hermana que nunca tuvo, así que le perdonaba todo. Olivia tuvo que darse cuenta de que la había lastimado, porque soltó un gruñido poco femenino.

—No puedes ponerte a llorar solo porque te digo la verdad, si los duques te vieran levantando la mirada, no se tentarán el corazón para darte un azote. A lo mejor piensas que soy muy dura contigo, Marian, pero solo quiero lo mejor para ti.

Marian, muy a su pesar, sonrió, aunque su corazón sufría con cada palabra cruel de su amiga; debía pensar que, si no fuera por ella, estaría perdida.

La semana pasó sin grandes acontecimientos, excepto porque se acercaba el día en que la duquesa tendría que elegir a una de ellas para llevarla a su casa a trabajar como doncella. Aunque Olivia se negaba a salir de ahí siendo una simple doncella, Marian estaba muy emocionada esperando que la eligieran; tenía toda una vida recluida en ese lugar, y necesitaba un giro nuevo en su vida. Otro aliciente para decidirse a abandonar el convento es que, si no las elegían para trabajar en las grandes casas de Londres, debían comenzar a buscar la llamada del Señor Todopoderoso y aceptar la voluntad de él para formar parte del noviciado, algo que Marian no le gustaba. Si bien es cierto que en ese lugar se vivía una tranquilidad y una paz purificadora, no estaba segura de querer servir a Dios para toda la vida.

Marian también tenía sueños y anhelos que nunca expresaba. Cuando tenía quince años había decidido que sí, que estaba dispuesta a servir en el noviciado, y para ello le dijeron que uno de los requisitos para ingresar al servicio del Señor nuestro Dios era que tenía que despojarse de todo aquello material que poseía. Claro que eso era casi una burla, pues ella no tenía ninguna posesión que valiera la pena, apenas un viejo camafeo que las hermanas encontraron en el cesto donde la habían dejado en la puerta del convento. Suponía que era un recuerdo de su madre y, aunque le tenía un cariño especial, tenía que deshacerse de él.

Estaba segura de que si lo entregaba a las hermanas del convento estas lo venderían para pagar su manutención, así que de manera egoísta se lo regaló a Olivia, a la que consideraba su hermana. Ella sabría cuidar de él, porque sabía el importante significado que tenía para ella. Lo único malo es que después de colaborar con las novicias por un mes, se dio cuenta de que ese mundo no era el que quería para consagrar su vida; así que lo abandonó sin pensarlo dos veces.

Marian estaba nerviosa cepillando el cabello de Olivia para que estuviera lo más presentable posible, ese día alguna de ellas se iría de ahí para servir a la duquesa y sería un milagro que las elegirían a las dos, pero en su interior rogaba porque eso sucediera, nunca se habían separado y pensar en tener una vida lejos de su amiga se le antojaba imposible. El cabello castaño de Olivia relucía a la luz de las velas de la habitación, tenían grandes similitudes en su aspecto físico que para quien no conocía su historia, pensaría que eran hermanas, ambas con el cabello rizado color castaño, y de complexión idéntica, solo que Olivia siempre fue un tanto más voluptuosa, pero no era nada que el feo vestido color gris no cubriera, lo que realmente las diferenciaba era el color de ojos, mientras los de Marian eran de un castaño claro muy parecido al de la miel, los de Olivia era de un castaño un poco más oscuro.

—¿Sabes, Marian?, cuando me case con alguien de la nobleza, le pediré a mi esposo que te contrate como mi doncella personal. Me encantan las maravillas que haces con mi cabello.

—¿Por qué no mejor me invitas a tu casa como una amiga lejana?

—No seas tonta, mi esposo no debe de saber de dónde provengo. Se me ha ocurrido una idea genial, me haré pasar por una rica heredera.

—¿De dónde has sacado esa idea tan descabellada?

—Escuché el otro día que la temporada pasada una plebeya se atrevió a colarse en los bailes sin ser descubierta, y entre baile y baile, un marqués se enamoró de ella tan perdidamente que no le importó que no fuera de buena cuna. Incluso se habla de que hubo por medio una venganza, y por eso ella se hizo pasar por una dama de sociedad. Pero terminaron amándose con locura.

—Eso no pasa en la vida real, debes de tener los pies firmes, no podemos aspirar a entrar en la nobleza. No tenemos una dote que aliente a algún caballero a arriesgarse por nosotras, pero principalmente no tenemos sangre noble —dijo Marian terminando de trenzar el cabello de Olivia para hacerle el moño francés en la nuca que llevaban todas las huérfanas del convento.

—Lo voy a conseguir, te lo prometo, Marian, a como dé lugar lo conseguiré. Detesto la idea de seguir sumida en esta inmundicia, nací para vestir elegantes vestidos de noche y estar cubierta de joyas. —Marian frunció los labios en un mohín, el sueño de su amiga era demasiado ambicioso, estaba segura de que la decepción de conseguir sus propósitos la dejaría devastada, pero, aun así, no pudo evitar darle un poco de alegría.

—Si lo logras, estaré encantada de servir como tu doncella. —Eran ideas un tanto descabelladas, pero a ella lo único que le importaba era que su amiga fuera feliz.

CAPÍTULO 2

Marian sentía que de un momento a otro caería desfallecida en el frío suelo del convento. La presencia de la duquesa de Brentwood no ayudaba en nada, al fin había llegado el día de saber a quién escogerían para ir a trabajar a la casa de los principales benefactores del convento. Todas estaban con la mirada en el suelo, ya que era una falta de respeto mirar directamente a los ojos de su excelencia, todas las huérfanas vestían pulcramente con su vestido color gris, llevaban el pelo sujeto en un moño tan apretado que Marian sentía que se le saldrían los ojos de lo estirado que estaba.

En cuanto la duquesa pasó frente a ella, las manos le comenzaron a temblar de manera incontrolable, sentía un presentimiento de que nada sería igual a partir de ese instante, estaban inspeccionándolas como si fueran a ser reclutadas para enlistarse en la guardia de su majestad, desde la postura hasta la forma en que vestían.

—¿Cuál es tu nombre, muchacha? —Escuchó que preguntaba la duquesa con voz amable. Marian cerró los ojos, triste, porque ya tenía a una elegida. Algo dentro de ella se rompió pensando que ahora tenía que buscar otra salida a su vida.

—Olivia, mi lady. —Su decepción fue tan grande, una parte de su corazón se alegraba de verdad de que su amiga fuera la que tuviera una oportunidad como la que se le estaba presentando en ese instante. Pero, por otra parte, anhelaba salir de ese lugar y sentía una pizca de envidia.

—Bien, a partir de este instante te incorporarás al servicio de la casa.

Tal vez sonara raro que una duquesa estuviera eligiendo el personal que laboraba en su casa, cuando lo más lógico es que fuera el mayordomo o el ama de llaves, pero con la duquesa nunca se sabía nada certero, decían que desde que había perdido a su hija no era la misma, algunos pensaban que el dolor por la pérdida la había llevado a la locura, de eso ya habían pasado diecisiete años. Nadie sabía en qué circunstancias le había pasado aquella terrible tragedia, ya que la alta nobleza en esos temas era muy hermética. Si una debutante era secuestrada o se fugaba con algún pretendiente lo único que la familia decía era que estaba en un viaje por el viejo o nuevo continente, para pasar desapercibidos hasta que un nuevo escándalo surgía alejando las miradas de ellos. Pero la tragedia de la duquesa era diferente porque, al parecer, su hija tenía una semana de nacida cuando la perdió.

—Marian —la voz de Olivia la sacó de sus pensamientos para ver que todas hacían una impecable reverencia a la duquesa y salían desfilando rumbo a sus habitaciones. Su amiga se había quedado atrás, esperando a que ella comenzara a caminar. En cuanto estuvieron lejos de la mirada de la madre superiora, y de las hermanas del convento, se detuvieron en el pasillo y en ese instante a Marian el mundo se le vino encima, siendo consciente de que no volvería ver a su amiga.

—No puedo creer que tuvieras esa suerte, Olivia —dijo conteniendo las lágrimas, nunca se habían separado y ese era el momento definitivo donde se tenían que despedir.

—No llores, tonta, vendré a verte los domingos que me den permiso de salir a misa.

—Tendrás una vida muy ocupada en la casa grande, dudo que te quede tiempo para venir a visitarme.

—Puedes acercarte tú.

—Está bien, pero mantente en contacto conmigo —dijo, ya dejando salir las lágrimas producto de su tristeza, ahora estaría completamente sola.

—Ya, Marian, deja el llanto para otra ocasión, la que debería estar llorando debería de ser yo, que me voy a servir en la casa, no creas que me iré como protegida de la duquesa, más bien seré la nueva criada, ya verás cómo me van a cargar de trabajo.

—Cuídate, Olivia, tal vez así puedas conocer a tu príncipe.

—Siempre tan tonta —dijo Olivia resoplando—. Ahora ayúdame a preparar la maleta con mis cosas, no creo que la duquesa espere a una sirvienta.

Antes de que se diera cuenta, Olivia estaba corriendo a la parte trasera del carruaje y se montaba en el descansillo que estaba destinado para la servidumbre. Marian salió a despedirse de su amiga en la lejanía, agitando un pañuelo con el que se limpiaba las lágrimas.

A partir de ese día la vida sería difícil en ese lugar, y no tanto por el ambiente, sino porque la soledad la abrumaría. ¿Ahora cómo seguía con su vida? Esa era la gran incógnita que tenía que responder. Por suerte, al parecer las hermanas del convento pensaron que ella se vería afectada por la partida de su amiga, y comenzaron a involucrarla en el aprendizaje de las niñas que vivían ahí. Por las tardes preparaba los temas que las hermanas le enseñaban y por las mañanas daba las clases en los pequeños salones del convento. Pasaba gran parte del día en la biblioteca investigando temas, leyendo libros de etiqueta, para dar una mejor educación a las niñas. Tenía la esperanza de que si las niñas salían bien preparadas de ese lugar aspirarían a ser una institutriz y no una simple criada como decía su amiga.

Un sueño comenzó a formarse en su corazón, a lo mejor era una locura, pero al ver cómo las niñas que estaban a su cargo comenzaban a aprender nuevas cosas, se le había ocurrido que, si todo salía bien, quería abrir una escuela para todas las niñas que quisieran aprender cómo comportarse. No debía olvidar que estaba a punto de cumplir la edad máxima permitida para estar en el convento; de todas las huérfanas ella era la que llevaba más tiempo dentro de esas paredes, a veces se preguntaba por qué ella no había encontrado una familia que la adoptara, una familia que le diera el cariño que a ella tanta falta le hacía. Aunque las hermanas le habían dicho que cuando era pequeña un caballero que venía con su esposa tuvieron la intención de adoptarla, pero ella se aferró tanto a Olivia, pidiendo que también se llevaran a su hermanita. Al final el matrimonio se fue de ahí sin ninguna de las dos, ya que era muy difícil mantener a dos pequeñas. Después, fueron creciendo y la posibilidad de una adopción se fue volviendo un sueño cada vez más lejano, pero ahora Olivia había logrado seguir un camino diferente al suyo.

Pensando en su amiga recordó que ese día se cumplía dos meses desde que se había ido del convento para servir a la duquesa. Esperaba con ansias el día en que llevaran los víveres de beneficencia, rogaba porque Olivia acompañara a los criados que bajaban todas las cosas que donaban a la caridad; pero, sobre todo, tenía tantas ganas de abrazarla y de contarle las buenas nuevas.

 

Cuando vio que del carruaje únicamente descendían los lacayos, la tristeza la comenzó a invadir, caminó acercándose al carruaje para preguntarle al cochero si podía darle alguna información de su amiga. Mientras más se iba acercando, su corazón latía más frenético, el que suponía que era el cochero estaba de espaldas a ella, creía eso porque lo vio en cuanto llegó y detuvo el coche frente al convento; tenía la espalda ancha, sus manos descansaban en la cintura y tenía las piernas ligeramente separadas, todo en él destilaba autoridad, a lo mejor era un empleado de alta confianza del duque, porque si fuera su administrador no entendía por qué estaba manejando el carruaje. En la distancia se lograba apreciar su cabello negro que sobresalía por debajo del sombrero de copa. Sin saber por qué decidió que mejor no le preguntaría nada a él, caminó más despacio buscando a alguien que le diera información del paradero de su amiga; por suerte, un chico que debía de ser un mozo estaba cerca de donde ella caminaba.

—Disculpa —dijo tratando de llamar la atención del joven que en ese instante estaba tratando de cargar una pesada caja de verduras. En cuanto el joven levantó la vista al escuchar su voz, se detuvo en seco observándola con admiración y provocó que se sonrojara. Era la primera vez que alguien la miraba de esa forma—. Disculpe, ¿podría darme información sobre una doncella que trabaja en la casa de la duquesa?

—Claro que sí, señorita —dijo el muchacho, dejando la caja de verduras en el suelo y secándose las manos en un pañuelo que sacó de la bolsa de su pantalón—, ¿de quién se trata?

—Pues verá… —dijo muy nerviosa apretándose las manos, no sabía si metería en problemas a su amiga por preguntar por ella, en ese momento se dio cuenta de que tal vez no era correcto.

—Pregunte sin miedo, señorita, no delataré a su amiga.

El joven parecía honesto, así que la única manera de saber algo de Olivia era arriesgándose a confiar en él.

—Me preguntaba si puede darme alguna información de Olivia. Llegó a trabajar a la casa grande hace unas semanas, la duquesa la contrató como doncella.

—La verdad, señorita, no recuerdo haber escuchado que alguna doncella se llamara así, pero puede ser porque no estoy dentro de la casa más que para comer. Y ahora todo es un revuelo con la llegada de la hija de los duques.

¿La hija de los duques? Posiblemente por eso la duquesa había enviado los víveres en lugar de llevarlos ella personalmente como siempre lo había hecho; suspiró, pensando que si lo que decía ese hombre era cierto, tardaría en volver a ver a su amiga. La casa estaría con muchísimo trabajo. Una idea pasó por su mente: con la llegada de la hija de los duques, era seguro que necesitarían más personal en la casa, tal vez si se acercaba a hablar con el ama de llaves para preguntar si necesitaban otra doncella, conseguiría un empleo. Era feliz en el convento ayudando en el aprendizaje de los niños que vivían ahí, pero extrañaba a su amiga, y quería salir más allá de esas frías paredes de piedra. Su sueño de comenzar a abrir una escuela para niñas tendría que esperar un poco, antes necesitaba saber que Olivia estuviera bien.

Estaba a punto de dar la vuelta para regresar dentro del convento, cuando una voz masculina la dejó paralizada en el acto, todo su cuerpo se estremeció al escucharla.

—¿Qué está pasando, Richard? Por qué has dejado de entregar los víveres.

El mozo se puso en el acto a recoger la caja de verduras y emprendió camino sin siquiera decir una palabra. Comenzó a ponerse nerviosa porque sentía la presencia del hombre parado detrás de ella, lo más correcto era darse la vuelta y disculparse por entorpecer el trabajo de los demás. Se giró sobre sus pasos para quedar frente a frente con el cochero, pero nada la podría haber preparado para tener un encuentro de esa magnitud, era el hombre más guapo que sus ojos habían visto.

Aunque ahora sus ojos grises la estaban fulminando, como si fuera la culpable de todas las desdichas que aquejaban a Londres. Marian no comprendía por qué estaba tan enfadado, pero lo mejor que podía hacer era pedir una rápida disculpa y retirarse.

—Discúlpeme, no fue mi intención entretener al joven.

Caminó lo más rápido que sus pies se lo permitieron y regresó a la seguridad del convento. Ese hombre la había alterado lo suficiente como para que sus manos temblaran. Llegó a la pequeña habitación que utilizaba desde que su amiga se había marchado, y corrió a la ventana para ver cómo seguían bajando las cajas de víveres. Ese hombre daba órdenes a diestra y siniestra; sin darse cuenta, se mordió el labio en un gesto de nerviosismo, no tenía la menor idea de lo que le pasaba, veía hombres cuando llegaban los víveres o si tenía que salir al mercadillo, pero ninguno de ellos provocó que su corazón se detuviera por unos momentos. Si ponía la mano sobre su pecho podía sentir el latido desbocado, sus manos temblaban y no era precisamente por miedo. Cerró los ojos recordando su mirada penetrante, aunque parecía que quería que desapareciera de la faz de la Tierra, ella se quedó impresionada.

Era una lástima que Olivia no estuviera ahí para poder contarle lo que sentía, debía buscar la manera de llegar a la casa de la duquesa para saber de su amiga, la extrañaba tanto, pero no tenía manera de comunicarse con ella; a lo mejor si le escribía una nota, y se la enviaba con el cochero… su mirada recayó en el carruaje, pero para su mala suerte, ya estaba emprendiendo camino de regreso. De cualquier manera, no creía que el cochero hubiera querido llevar la nota para una simple doncella y ni pensar en que su respuesta tardaría muchos días en llegar.