Diecinueve apagones y un destello

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Diecinueve apagones y un destello
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«La oscuridad cancela pero también puede preceder un instante de fertilidad creativa. Sobre la creación en la pintura, el teatro, la literatura, la música y otras disciplinas, investiga el filósofo y profesor Valentín Roma en su último ensayo que parte, precisamente, de la noción de ‘blackout’, de apagón, para iluminar rincones poco transitados de la historia del arte.» DAVID GUZMÁN, Ciutat Maragda, junio de 2020

«Roma explora las virtudes del ‘blackout’, es decir del apagón, ya sea físico, intelectual o abstracto. Es ese momento en que a alguien se le cruzan los cables (pero bien), se le hace oscuro, y de ese instante surge una luz nueva, inesperada, a veces extraordinaria. La chispa de lucidez puede ir en direcciones muy diversas, y Roma nos da múltiples ejemplos –de artistas, músicos, escritores, militares– para cuestionarnos lo que entendemos y cómo lo interpretamos. Como Freud cuando observa la barba del Moisés de Miguel Ángel; o como los cuadros de Jan Steen, que era contemporáneo de Vermeer, casi vecinos, y pintaba tabernas llenas de músicos y borrachos. O como Francis Bacon pasando la noche a solas en el museo del Prado y saliendo de allí enloquecido.» JORDI PUNTÍ, El Periódico, julio de 2020

VALENTÍN ROMA nació en Ripollet en 1970. Doctor en Filosofía por la Universidad de Southampton, Winchester School of Art, actualmente es profesor de Teoría del Arte en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha comisariado numerosas exposiciones en museos nacionales e internacionales como la Kunstverein de Stuttgart, la Bienal de Venecia, el Museo de Bellas Artes de Bilbao, la Fundación Tàpies, el Museo Picasso de Barcelona o el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue conservador jefe del MACBA y, desde 2016, es director de La Virreina Centro de la Imagen de Barcelona. En la editorial Periférica ha publicado las novelas El enfermero de Lenin (2017) y Retrato del futbolista adolescente (2019), así como el ensayo Rostros (2011).

DIECINUEVE APAGONES Y UN DESTELLO

Un manifiesto tentativo

Valentín Roma


Con el apoyo de


y


Edición digital: julio de 2020

Primera edición: abril de 2020

© 2020, Valentín Roma Serrano, por el texto

© 2020, ATMARCADIA, SL, por la presente edición

Muntaner, 3, 1º 1ª

08011 - Barcelona

www.arcadia-editorial.com

Diseño de la cubierta: Víctor García Tur

Composición: LolaBooks

eISBN: 978-84-121215-6-8

No se permite la reproducción total o parcial de esta publicación a través de cualquier medio, en cualquier lengua, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) gestiona cualquier uso secundario de la presente publicación: www.conlicencia.com

Para Mauro, Nuno y Thiago Porta Adam,

luces con las que gobierno mi oscuridad.

Blackout

DIECINUEVE APAGONES

Los cantos de las sirenas (de guerra)

Mis privilegios son tus emociones

La escoria de la observación

Florence Delay

Cuatrocientos veintidós días sin trabajar

Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás

American Beauty

La Corte de los Milagros

El discurso fallido

Festejar es de sabios

La Leica de Prometeo

Una epifanía transformista

¡Viva el Mal, viva el Capital!

Brevísima historia de una mano

El pelícano y la garrapata

Promesas en Siena (para Pascal Quignard)

Leyendo cifras

¿Quién canta, hoy, «La Internacional»?

Cuando el sarcasmo se retira

Y UN DESTELLO

Miss Volare (Homenaje a C. K. Williams)

Hay que decir todas las frases, hay que fantasear todas las fantasías, hay que apuntar todas las realidades, hay que cruzar cuantas veces se pueda la carta del vano mundo, el mundo que morirá de un apagón.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El novelista

BLACKOUT

«De repente todo se oscureció.» Así, con este membrete de funesta cortesía, han arrancado numerosas historias a lo largo de los tiempos. Testimonios sobre guerras y hecatombes de la naturaleza, crónicas acerca de castigos humanos y miserias divinas, relatos que explicaban el horror o que tan solo describían ciertos fenómenos atmosféricos.

Y al revés, algunas de las mayores afirmaciones totalitarias también vinieron precedidas de una celebración súbita e igualmente luminosa: «De pronto se hizo la luz». Es decir, de manera imprevista se alumbraron zonas que quizá debían permanecer a oscuras, violentamente se esclarecieron los secretos más inalienables de las personas, sin pedir permiso se estigmatizó –bajo el amparo de esa misma luz– cualquier opacidad considerada improcedente.

Podría parecer, entonces, que todo se halla en el mismo sitio donde alguien lo inició, que el autoritarismo sigue aferrado a un foco de enorme potencia, mientras que la discrepancia continúa llevando brazalete negro. No obstante, entre la mística a veces sobrevalorada de la noche y la épica casi siempre marcial de las mañanas, irrumpe un fallo en el racord de lo visible que merece explorarse con detenimiento.

Me refiero a la idea de apagón, a los cortes en el suministro eléctrico que actualizan el desacuerdo entre luz y oscuridad pero, sobre todo, a los fundidos que señalan el ocaso o la aurora de los tiempos; a aquellos parpadeos de la historia y a estos guiños del destino; al abrir y cerrar las claquetas que anuncian la acción política y a sus diversas bajadas de tensión; al ronquido de los obturadores fotográficos mientras «las turbas» se sobreexponen en sus espacios íntimos; a ese ojo insomne, fascinado con el minuto decisivo y las imágenes perfectas, donde incluso la ley olvida –por fin– la tortura que significa verlo todo y verlo siempre.

Aunque muchos se empeñen en negarlo, nuestro más pomposo Apocalipsis es un sencillo blackout, y del mismo modo que el Día de la Cólera devino el Día de la Recapitulación, el momento de escrutar frente al poder aquello que fuimos y en qué estamos dispuestos a convertirnos, un apagón le restituye al mundo todas sus paradojas críticas, todos los innumerables sinsentidos que anteriormente tuvo.

No podríamos vivir cada segundo, cómo negarlo, dentro de un blackout; no querríamos estar a la espera perpetua del día ni bajo la promesa perenne de la noche. Aun así, cuando un corte lumínico detiene «los quehaceres cotidianos» se producen extraordinarios desbarajustes: las personas reorganizamos nuestras prioridades, abrimos paréntesis en el horario, tuneamos herramientas, nos impacientamos de manera distinta y pedimos la misma ayuda habitual.

Cualquier apagón trae consigo una multitud de señales venidas desde la intemperie, llamamientos para abandonar nuestra casa y concurrir en el exterior. A la vez, un blackout mide cuán eficaces pueden ser las fuerzas del orden, el empeño de sus preceptos pasajeros, la tenacidad con que obstruyen emergencias y voluptuosidades.

Se equivocan aquellos que leen un apagón de forma excéntrica, como la adecuación transitoria a los errores del sistema. Y se confunden, también, quienes vislumbran en el blackout cierta oportunidad donde desconectar de los otros para sumirse en un autismo perfecto y fugaz. Uno de los primeros pensamientos que sobrevienen cuando las luces se colapsan es saber si al resto de gente le ocurrió algo parecido, y uno de los gestos más frecuentes es salir afuera para evaluar el alcance de lo sucedido.

 

La dimensión lírica de un apagón es indiscutible, según explicaron los futuristas, el cine de catástrofes y algunos escritores apasionados con las ruinas tecnológicas, también la estética del accidente. Por otra parte, la importancia filosófica de dicho fenómeno tiene numerosos autores tópicos, entre ellos Michel Serres, Isabelle Stengers y, sobre todo, Michael Taussig, quien se ha ocupado de investigar hasta qué punto la ley gobierna a través del desastre. Finalmente, los réditos mediáticos de un blackout son muy amplios, basta hojear las hemerotecas de los diarios para cerciorarse de que un corte eléctrico global solivianta hasta al redactor más descreído, favoreciendo teorías rocambolescas, así como un manojo de castigos metafóricos o sobrenaturales.

Situado entre dos fabulosos -ismos, el esoterismo y el histerismo, un apagón cuestiona que a oscuras solo podamos quedarnos quietos, aunque también nos anuncia que, cuando las luces sean restablecidas, tendremos que asumir su perentoriedad como el efecto de unos desgastes abusivos, y no como una condena divina o imperativa.

De todas formas, el «problema» tampoco se soluciona nombrándolo, de ahí que el enigma continúe siendo qué hacer entretanto, dónde ubicarse durante esos instantes en los que ciertas disposiciones del mundo se llenan de erratas y averías. El poeta peruano José Watanabe nos ha dejado unos versos útiles para afrontar semejante disyuntiva, dicen así:

Qué rico es ir

de los pensamientos puros a una película pornográfica

y reír

del santo que vuela y de la carne que suda.

En efecto, cuando la luz se corte –igualmente cuando regrese– estaremos todos juntos y todos ahí, en el centro de las ofuscaciones y en mitad de lo inconfesable. No está demasiado claro que ello sea tan rico: habrá quien se martirice con la pureza y habrá quien desee no haber frecuentado jamás el vicio. Sin embargo, insisto, ahí nos encontraremos, es decir, aún no nos secuestraron desde las alturas, aún no nos hemos dejado sumergir en alguna opaca profundidad.

DIECINUEVE APAGONES

LOS CANTOS DE LAS SIRENAS (DE GUERRA)

El teniente serbio Zoran Veljovic pasó dieciocho meses del asedio a Sarajevo leyendo las obras completas de Susan Sontag. Lo hizo de manera metódica y por razones incomprensibles. Veljovic no era ni mucho menos un intelectual ni tampoco un aficionado a la literatura, apenas sabía desenvolverse en inglés y se expresaba de forma pueril y rudimentaria.

Sus primeras incursiones fueron las novelas de la escritora neoyorquina, aunque solo le interesaron algunos fragmentos sueltos de El amante del volcán (1992), especialmente aquellos donde se describían los uniformes militares de Lord Nelson. Siguió con las piezas teatrales, pero no entendió el mensaje de ninguna de ellas. Después pudo hacerse con un par de películas, quedando perplejo ante las imágenes de cuerpos muertos y sacos de arena que aparecían en Promised Lands (1974). Finalmente, leyó los ensayos dedicados al sida y a otras enfermedades, más tarde algunos textos en torno a narradores, cineastas y filósofos y, por último, el famoso aserto sobre fotografía.

Cuando hubo terminado su periplo lector, podría decirse que Veljovic continuaba sin tener opiniones claras sobre las ideas de aquellos libros. No obstante, entre los oficiales de su destacamento comenzó a circular un bulo cada vez más pertinaz: el teniente ya no era el mismo soldado intrépido y aguerrido, su ánimo empezaba a desfallecer tras el primer año y medio del sitio a Sarajevo, probablemente se había enamorado.

Ajena a todas estas conjeturas, Susan Sontag voló desde Manhattan hasta la capital de Bosnia-Herzegovina para representar Esperando a Godot (1952). «¿Cuáles fueron los motivos que le llevaron a elegir esta conocidísima pieza de Samuel Beckett?», preguntó un corresponsal. «Porque tiene una obvia similitud que no necesita ser explicada y porque todo el mundo sonríe cuando lo cuentas. La gente yendo hacia la muerte día tras día, mientras espera por algo que nunca llega. La gente que con un humor salvaje sigue adelante y se refiere a la vida y a la situación sin esperanza en la que se encuentra. Difícilmente podría hallarse una obra con mayor repercusión.»

El 16 de agosto de 1993, tras cinco semanas de ensayos preparatorios, se estrenó esta tragicomedia en dos actos. La escritora y el director de teatro Haris Pašović, con quien había concebido el montaje, salieron unos minutos antes para dar la bienvenida. Citaron a Gramsci y a Lope de Vega, a Alfred Jarry y Greta Ferušić, una profesora jubilada que sobrevivió a Auschwitz y que ahora también padecía el asedio a Sarajevo. Eran los tiempos en que aún se rechazaban las palabras de Bertolt Brecht, y su alocución terminó negando dos frases del dramaturgo y enarbolando una tercera: «A diferencia de lo que Brecht creyó en su día, ni la violencia ayuda allí donde la violencia reina, ni son malos tiempos para la lírica. Pero, como dijo el maestro, cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad es hora de empezar a decir verdades». Sontag cerró aquel prolegómeno con una nueva referencia brechtiana: «Las madres de los soldados muertos son los jueces de la guerra». Nadie aplaudió.

Esperando a Godot fue representada en ocho ocasiones, ayudados los actores por linternas que cada cierto tiempo descendían sus haces de luz debido al cansancio del brazo que las aguantaba. No había electricidad y todo el edificio se iluminó con velas en el suelo, sin embargo, era improbable creer que aquello fuese otro apagón.

El minúsculo teatro bombardeado que acogía las funciones dejaba ver, por un hueco en el techo, algunas nubes sucias de polvo y lluvia, así como los tejados de las viviendas cercanas, que recordaban la sonrisa mellada de un adicto a la heroína. El silencio era inquietante, de una solemnidad violenta. Tal vez por ello, aunque parezca ridículo, cuando desde el exterior se oía el bramido de algún transporte de la ONU, o los disparos de los francotiradores retumbando en los bloques de pisos, destrozando los vidrios de los vehículos abandonados, regresaba un tiempo que podía medirse y comprenderse, de súbito los personajes de Beckett se ausentaban de su carácter impalpable, adquirían una especie de rango ciudadano.

Susan Sontag permaneció siempre en la misma esquina de la platea, con las piernas cruzadas de ese modo en que se sientan los monjes budistas antes de iniciar sus oraciones, tal y como se inmolaban los bonzos contra la guerra de Vietnam. A veces miraba al público que llenaba el teatro, aproximadamente ochenta personas. Luego se volvía para escuchar las declamaciones de los actores –todos ellos bosnios, pero de etnias diferentes–, quienes leyeron el texto en sus respectivos dialectos.

Platón se quejaba del poco interés de los atenienses hacia los problemas del espíritu, algo extraño, pues entonces Grecia producía el mejor teatro y la más grande metafísica. Para confirmar dicha queja, el filósofo puso en boca de Sócrates inefables lamentos que hoy engrosarían las crónicas de opinión, asegurando en distintos pasajes de La República (380 a. C.) que a la filosofía se dedicaban, solo, «las ratas».

Este mismo argumento fue utilizado por Sontag para acusar a los intelectuales de su tiempo, a quienes repudió por sus inhibiciones públicas durante la guerra de Bosnia-Herzegovina y por su desaparición en las zonas del conflicto. Muchos tildaron a la escritora de populista, otros ensalzaron su compromiso y su radicalidad.

Beckett rechazó persistentemente las interpretaciones de sus obras, lo que le condujo a un verdadero atropello de los analistas teatrales, cuyos delirios alcanzaron cierto punto álgido con Final de partida (1957), la pieza donde aparece Clov, el sirviente que nunca puede sentarse.

«No tengo claves para solucionarles los misterios que solo ellos –quienes preguntan– se han inventado. Clov no es una metáfora inexacta del viajero ni una versión antagónica de Godot. Clov es lo que es en un lugar así y en un mundo así.» De este modo se expresaba el dramaturgo tras el estreno de su obra en el Cherry Lane Theatre de Nueva York en 1958, justo un año más tarde de que, sorprendentemente, se representase en Madrid de la mano de Alberto González Vergel.

Sontag también se revolvió contra la interpretación en aquel célebre ensayo con el mismo título, donde Beckett ocupaba un papel significativo. Decía la autora que los quebradizos dramas del escritor habían sido reducidos a burdas parábolas de la alienación humana, a alegorías estúpidas sobre los traumas contemporáneos. «La interpretación no solo es el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es la manera moderna de comprender algo», argumentaba la escritora con aquel estilo suyo tan proclive a los aforismos, previo al exabrupto, posterior a la exquisitez.

Toda la década de los sesenta fue una paulatina desaprobación –cuando no una declarada caricatura– sobre la figura del crítico. Así, auspiciados por la estela de Beckett y de otros autores, proliferaron los panegíricos al irracionalismo y se profundizó en la simbología desastrosa de cualquier exceso de teorización. No es extraño, por tanto, que cuando el artista Richard Hamilton presentó The Critic Laughs (1971-1972), donde vemos un cepillo de dientes eléctrico con una dentadura postiza encima, nadie comprendiese esta obra como un grito rebelde, sino que todos le devolvieran a la risa del crítico la sonrisa del espectador.

Contra la interpretación (1966) empieza con una cita de Willem de Kooning y otra de Oscar Wilde. En la primera el pintor dice que «todo contenido es como un encuentro, un calambre, algo minúsculo»; en la segunda el literato nos advierte que «las personas superficiales son las únicas que no juzgan por las apariencias, pues el misterio del mundo es lo visible, no lo invisible». Termina el primer ensayo del libro con una recomendación evanescente: «En lugar de una hermenéutica necesitamos una erótica para el arte».

Samuel Beckett fallecería el 22 de diciembre de 1989, ahorrándose la Navidad de ese mismo año y el decenio que clausuró el siglo XX, donde, todo sea dicho, abundaron las interpretaciones de la Historia con enorme frenesí. Por ello jamás se sabrá qué hubiese pensado al enterarse de que Esperando a Godot fue puesta en escena como respuesta a la limpieza étnica promovida por los militares serbios, como símbolo de la desesperada situación de los habitantes bosnios durante la guerra.

Siguiendo las palabras de Oscar Wilde y, sobre todo, mirando aquella fotografía tomada por Annie Leibovitz donde se observa a los actores que representaron la obra en Sarajevo, quienes miran a la cámara con semblante cansado, entre montones de escombros y muebles descompuestos, uno se pregunta acerca de las vidas de esas nueve personas; por sus diferencias de edad y por sus maneras de desafiar lo que soportaban entonces; por sus ocupaciones antes de la guerra y por lo que les ocurrió más tarde; por los motivos y el convencimiento que les condujo a secundar la idea de una escritora sexagenaria e ilustre, venida desde una casa decimonónica del Greenwich Village a la que regresaría después; por los vínculos sociales e íntimos que tenían entre ellos; por el sentido profesional y político que cada cual otorgó a aquella función.

Interpretaciones. Esto que acabo de escribir son, por supuesto, interpretaciones. Unas veces resultan innecesarias y otras se necesitan. Unas veces confirman –como decía Susan Sontag– que nunca recuperaremos la inocencia anterior a toda teoría, que a partir de ahora y hasta el final cargaremos con la tarea de proteger lo que miramos, solo pudiendo discutir sobre este u otro medio de defensa. Pero también es cierto que la interpretación no se halla colonizada por «la culpa», pues hay veces en que las interpretaciones reparan, precisamente, todo aquello que habita fuera de la culpabilidad, por ejemplo, la condición de numerosas palabras para resumir un sentimiento colectivo, la naturaleza de algunas imágenes para sustraerse de esa misma inocencia y también de su apropiación por parte de las jerarquías o del poder.

Si contra la interpretación quiso decir, en algún momento, que nada es esencialmente expresivo, que todo es una mezcla sucia –pendiente de limpiarse– entre guarismos y lugares interesados, entonces resulta sensato colocar la mirada en las antípodas del interpretar. Pero si, como ocurre con tozudez, suspender el juicio es una forma elegante de que sean los otros –los que guardan la llave del sentido o los que ejercen la brutalidad, da lo mismo– quienes regulen nuestras extravagancias, condenándonos a permanecer enjaulados como fieras en el zoológico de la irracionalidad, entonces hay que empuñar la interpretación contra todo y a pesar de todos, sabiendo que ahí se dirime algo más primordial que el grado de deslices soportables, algo menos importante que el número de pecados que seremos capaces de confesar.

 

A propósito de los errores humanos y del teniente Zoran Veljovic, conviene fijarnos en qué decía la tropa sobre aquella anómala situación: «Hay ciertas emociones que son contraproducentes durante la guerra. Hay ideas que distorsionan el ánimo del ejército y operan como un virus desmotivador».

Pero Veljovic ni siquiera estaba enamorado, mucho menos amaba a Susan Sontag. Sus problemas, por así llamarlos, no residían en la falta de una interpretación adecuada sobre aquellos libros que leyó incomprensible y metódicamente. Los pesares de Veljovic se hallaban en el polo opuesto, es decir, se encontraban en las cosas y los mensajes que comprendió.

Porque al teniente –siempre igual de despiadado, jamás se redimiría por completo– le ocurrió lo mismo que a Martin Eden, el protagonista de la novela homónima de Jack London, cuyas lecturas le descubrieron las falsedades de ciertas quimeras, la estupidez de un gusto que él creyó exquisito y que habría de revelarse como mera apariencia de clase.

Martin Eden se tiró al océano después de perder la ingenuidad y con ella el amor de una joven burguesa que personificaba otra idea del mundo, vacua y enajenante. Zoran Veljovic nunca tuvo tentaciones suicidas, tan solo fue una mala racha, un blackout existencial motivado por la duración del cerco a Sarajevo.

Pero el rumor sobre su enamoramiento y su cobardía prendieron con gran fuerza entre los altos mandos militares serbios, de modo que aquel episodio, que pudo haberse saldado de forma privada, adquirió represalias inmediatas.

Así, el 15 de agosto de 1993, un día antes de que Susan Sontag estrenase Esperando a Godot en un teatro destruido de la capital, la cúpula del destacamento 197 comunicó a Veljovic que quedaba relevado de todas sus funciones –no de su sueldo y graduación– y que ingresaría, con carácter urgente, en algo parecido a un hospital civil, un sitio apartado y discreto donde pasaría una temporada.

Durante el último recrudecimiento de la guerra de Bosnia-Herzegovina, varios meses antes de que se firmasen los Acuerdos de Dayton, las autoridades del ejército serbio evacuaron la mayoría de los psiquiátricos en los que residían los enfermos mentales de sus propias filas. A lo largo de una semana las bombas de la operación Fuerza Deliberada –promovida por la OTAN– cayeron como si alguien estuviese rallando pan desde el cielo. El octavo día, cuando los ataques aéreos empezaban a ser intermitentes, una brigada de servicio se acercó hasta el Centro de Asistencia Médica de Doboj, donde hallaron a Veljovic incomprensiblemente sereno.

«Las instalaciones hospitalarias presentan serios daños estructurales y él ni siquiera está nervioso», escribió el oficial encargado de redactar el informe correspondiente. «De vez en cuando se dirige a alguna de las puertas de salida, donde observa el paso de los vehículos militares. Da la impresión de que todo le es ajeno. En verdad, parece un perro.»

De repente, mientras los camilleros clasificaban los cadáveres por pesos y tamaños, hubo un brevísimo bombardeo que apenas duró dos o tres minutos. Después, el silencio se adueñó del hospital en ruinas, la verja de entrada emitió un chirrido suave y, a lo lejos, los naranjos que hacían las veces de jardín movieron sus copas con una delicadeza ofensiva. Por un momento el paisaje simulaba tener ciertos recursos para distanciarse de los acontecimientos, una especie de cautela personal. Entonces, al cabo serbio que elaboraba el acta de lo sucedido le asaltó una duda de gran magnitud: ¿cómo describir esta apreciación mediante la terminología burocrática de la guerra?, ¿de qué forma traducir al lenguaje administrativo del ejército este detalle pequeñísimo y poético, claramente extemporáneo y peligrosamente sentimental?

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