Buch lesen: «Tal vez somos eléctricos»
Tal vez somos eléctricos
Val Emmich
Traducción de Cristina Zuil
Contenido
Página de créditos
Sinopsis
El día de la tormenta
17:52
18:39
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19:31
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Unas semanas más tarde
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Agradecimientos
Sobre el autor
Página de créditos
Tal vez somos eléctricos
V.1: noviembre de 2021
Título original: Maybe We’re Electric
© Val Emmich, 2021
© de la traducción, Cristina Zuil, 2021
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021
Publicado mediante acuerdo con Folio Literary Management, LLC y con International Editors’ Co.
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: Tawatchai Khid-arn | Dreamstime.com - miniwide | Shutterstock
Corrección: Cristina de la Calle y Carmen Romero
Publicado por Wonderbooks
C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª
08009, Barcelona
www.wonderbooks.es
ISBN: 978-84-18509-30-8
THEMA: YFM
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Tal vez somos eléctricos
«No hay electricidad en ningún otro lugar. Solo aquí, entre nosotros»
Tegan Everly es una chica tímida de dieciséis años. En el instituto, solo habla con su amigo Neel, pero ahora mismo las cosas entre los dos no van bien, y no tiene a nadie con quien ser ella misma. Así que, cuando se ve obligada a enfrentarse a una verdad desagradable, huye durante una tormenta de nieve al pequeño museo local dedicado a Thomas Edison, un refugio al que suele acudir en busca de paz y tranquilidad.
Sin embargo, no está sola. Allí se encuentra con Mac Durant, el chico más popular de su instituto. Tegan no lo soporta, pero el Mac que tiene delante no se parece al futbolista magnético que conoce: es alguien que pide ayuda. Durante una noche inolvidable, Tegan y Mac dejarán a un lado las presiones y sus prejuicios y forjarán una conexión inesperadamente electrizante que cambiará sus vidas para siempre.
La novela perfecta para los amantes de Nina Lacour y David Arnold
«Una novela maravillosa y conmovedora sobre el duelo, el arrepentimiento y la soledad. La historia de Tegan es emocionalmente vívida, está escrita con una prosa hermosa y es sumamente emotiva.»
Kathleen Glasgow, autora best seller del New York Times
«Un retrato hermoso de dos adolescentes complejos que descubren sus secretos para sacar a la luz su verdadero yo a través de una conexión inesperada. Escrito con ternura y empatía, Tal vez somos eléctricos es un libro que iluminará a los lectores.»
Abdi Nazemian, autor de Like a Love Story
«Una historia de aprendizaje y crecimiento personal absorbente y llena de compasión.»
Kirkus Reviews
«Un libro adictivo lleno de amor, rabia adolescente y duras decisiones sobre la identidad de uno mismo.»
School Library Journal
#wonderlove
Estás presenciando algo que nadie ha visto nunca antes de esta noche o fuera de esta habitación.
Thomas Edison
No quieres ser un monstruo. Ya no. No quieres sentirte fea. Ni por dentro ni por fuera.
Thomas Edison dijo que el fracaso está garantizado. Lo importante es lo que haces después. Antes dudabas al respecto, pero ahora lo crees. Por eso vuelves sobre tus pasos. Porque quizá todavía haya un modo de arreglar el daño que has causado. De enfrentarte a la fealdad y conseguir un futuro más bonito.
El día de la tormenta
17:52
Estoy acurrucada en el duro suelo del museo, con la espalda pegada al rodapié que se calienta poco a poco, a la espera de que los temblores cesen. El suelo cuadriculado que hay bajo mi cuerpo está agrietado en algunas partes, lo que me duele porque me recuerda que todo es nuevo y casi perfecto al comienzo, pero, al final, se resquebraja en varios puntos.
A mi alrededor hay cientos de caras, todas en blanco y negro. La mayoría pertenecen al reputado caballero, al inventor que en el pasado convirtió este lugar cualquiera de Nueva Jersey en un destino internacional y que, luego, se ganó que el pueblo llevara su nombre. Junto a estas fotografías de Thomas Edison hay muestras de sus numerosos inventos. Bombillas incandescentes. Aparatos de sonido. Transmisores de teléfono. Algunas de las cuatrocientas patentes desarrolladas en Menlo Park cubren la pared. Expuesta en una vitrina hay una maqueta del laboratorio que hace años se erigía en este suelo. Todo se encuentra apiñado en un espacio de dimensiones similares a mi salón.
Sin embargo, es mejor que mi salón. Ahora mismo no quiero estar en ningún lugar cerca de mi casa. Solo desearía haber cogido algunos objetos imprescindibles antes de salir de allí. Sobre todo el móvil, aunque una chaqueta también habría sido una elección inteligente.
En mi mente, redacto un correo para mi padre: «Es lo peor. Lo digo en serio. Lo ha fastidiado todo. Por favor, no te pongas de su parte esta vez. No es lo que necesito». Me imagino su respuesta: «Mamá lo hace lo mejor que puede. No me estoy poniendo de su parte, lo prometo. Sí, a veces es lo peor. Le puede pasar a cualquiera».
Me abrazo las rodillas y hundo mi cara, húmeda, en el abismo que he creado entre ellas. Tiemblo en silencio durante un minuto, una hora. Hasta que un pitido familiar me sobresalta. Todos los que trabajamos aquí conocemos ese insoportable sonido. Desvía nuestra atención de lo que estemos haciendo en ese momento y nos avisa de que alguien ha entrado en el museo. Se me ha olvidado cerrar la puerta con llave.
Tal vez mi madre haya venido a buscarme, a pesar de la nieve. No puede ser Charlie, tenía un bolo y ya se ha marchado, por lo que se ha perdido el drama en casa. Si es mamá, estoy acorralada. El Thomas Edison Center tiene muchas cosas, pero espacio no es una de ellas. Consiste en una sala principal, el cuarto trasero en el que me encuentro, un baño y un diminuto armario para las herramientas. La puerta de atrás conduce al exterior, a un cobertizo y a un monumento conmemorativo, pero, si la abro, sonará otro pitido.
—¿Hola? —saluda una voz que, sin duda, no es la de mi madre.
Me quedo muy quieta con la esperanza de que la voz y su propietario, sea quien sea, se marchen tan rápido como han llegado. Una sombra se mueve por el pasillo y se adentra en el cuarto trasero. Se detiene y, cuando levanto la mirada, veo que una figura encapuchada se cierne sobre mí. La nieve cae al suelo cuando se baja la capucha.
Lo conozco. Vamos al mismo curso, otro estudiante de cuarto de secundaria. Se llama Mac Durant. Mac Durant reúne todos los atributos deseables en un chico (es guapo, inteligente, encantador, popular, estrella del deporte, el típico rompecorazones que aparece en todas las comedias románticas que hayas visto y que es demasiado bueno para ser real). Y, además, ese nombre le pega a alguien como él, Mac Durant. ¿Qué narices hace aquí?
¡Estoy hecha un desastre! Hace dos días que no me lavo el pelo. Llevo una sudadera cutre, unas mallas desgastadas y un calcetín de cada color. Tampoco es que me encante mi aspecto ni siquiera en los días en los que me esfuerzo al máximo, cuando sé que alguien me va a ver, pero calificar como trágico mi aspecto ahora mismo, junto a mis ojos rojos e hinchados, se queda corto.
Me froto la cara con la manga para limpiármela y trato de imitar lo mejor posible a una persona estable. Me mira confuso con esos enormes ojos dorados. Es probable que esté intentando recordar mi nombre. ¿Quién es esta chica junto a la que paso todos los días, pero con la que nunca he hablado? ¿Y por qué está hecha un ovillo como si fuera una pelota temblorosa en este suelo sucio y agrietado?
—Necesito usar el teléfono —dice Mac Durant—. Es una emergencia. —Esas no son las palabras para las que me había preparado ni la voz que me había imaginado que las pronunciaría. Oír la inquietud en una persona que siempre rezuma confianza me sorprende todavía más. «El museo está cerrado», quiero decir. No debería estar aquí, y yo tampoco—. Por favor —me suplica, con educación, pero con una nota de desesperación en la voz.
Levanto la mano y señalo con el dedo. Se gira a toda velocidad con su sombra a la zaga. Me pongo en pie y salgo al pasillo como una espía escondida en una esquina. Se acerca al viejo teléfono, pero no coge el auricular. En ese momento, me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada. Entonces, levanta la cabeza y me ve.
—Hazlo tú —me pide. Me cuesta hablar. Me tiende el auricular—. Necesito que hagas la llamada. Yo te diré lo que tienes que decir.
No veo maldad en sus ojos, solo apremio. Lo observo mientras presiona tres números con la mano ensangrentada. No quiero tener nada que ver con ninguna llamada que se pueda hacer con solo tres números. Estoy a punto de advertirlo de esta nueva política no escrita que me he inventado, pero me hace un gesto con un movimiento rápido de la mano y pronuncia mi nombre.
—Tegan —dice. Acaba de decir mi nombre, sabe mi nombre… Es demasiado.
Dejo que me pase el auricular. Una débil voz dice:
—911. ¿Cuál es su emergencia?
Mac me hace un gesto para que me lleve el auricular a la oreja. Es como si me enseñara a utilizar un aparato que no he visto antes, como si perteneciera a la época de Edison. Es lo que hace cualquier persona cuando llama por teléfono: colocarse la parte superior en la oreja y la inferior junto a la boca antes de hablar, pero ¿qué se dice?
—Me gustaría informar sobre algo que ha pasado —susurra Mac para indicarme lo que tengo que decirle a la operadora.
No puedo. Me he quedado muda. Me suplica con sus enormes ojos y, claro, me oigo repetir la frase palabra por palabra:
—Me gustaría informar sobre algo que ha pasado.
Mac entorna los párpados por el dolor antes de dictar la siguiente frase.
—Hay un hombre dentro de un garaje.
—Hay un hombre… —comienzo.
—Dentro de un garaje —me apremia Mac.
—Dentro de un garaje.
—Tiene el coche en marcha. Dentro del garaje.
—Tiene el coche en marcha dentro del garaje —repito.
—Creo que está intentando autolesionarse —prosigue.
Me detengo. Mac asiente. No pasa nada. No pasa absolutamente nada. Con los ojos me promete que estamos juntos en esto, por lo que le digo a la operadora:
—Puede que esté intentando autolesionarse.
Levanta los pulgares. Alejo el auricular de mi boca y le informo de que la operadora me ha pedido una dirección.
—El número 88 de Anchorage Road —contesta Mac.
Le doy la dirección a la operadora y solo entonces asimilo la información. Mac vive en Anchorage, cerca del museo, en la dirección opuesta a mi casa. El centro cultural se encuentra más o menos a medio camino.
La operadora me pregunta cómo me llamo. Al oír esto, Mac me indica mediante señas que cuelgue. Vacilo, pero me arrebata el auricular y cuelga. El museo está en silencio, tranquilo. Me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada, pero se la mete en el bolsillo del abrigo.
Mac Durant respira hondo, levanta los hombros y exhala. Toda la tensión con la que ha entrado en el museo ha desaparecido. Una transformación. Vuelve a ser el chico de siempre, con sus distendidos hoyuelos, ojos de un dorado líquido y eterna fanfarronería. Y me está mirando a mí, a mí, mientras pronuncia la palabra más directa en la situación menos directa de todas:
—Gracias.
18:39
El teléfono permanece en silencio entre ambos. Lo observamos como si se tratara de un cadáver abandonado en una fosa. Me enfrento a la idea de que acabo de participar en algo gordo y que no sé qué es.
—Ha sido raro. Iba caminando y he visto a un tipo sentado en el coche, en su garaje —comienza a explicarme Mac.
Espero a que siga contando el resto de la historia, pero se limita a sonreír como si dijera: «Bueno, ha sido divertido. ¿Qué hacemos ahora?». Un momento. Después de lo que me ha obligado a hacer, me debe una explicación seria. ¿A dónde iba en mitad de una tormenta de nieve? ¿Qué le ha hecho pensar que el tipo trataba de hacerse daño? ¿La puerta del garaje no tendría que estar cerrada? Entonces, ¿cómo lo ha visto? Además, si estaba tan cerca de casa, en su propia calle, ¿por qué no ha llamado desde allí? Ah, sí, y ¿qué le ha pasado en la mano?
Es una pena que no pueda verbalizar nada de esto. Las cosas no funcionan así. Hablar significaría romper con las reglas de nuestro universo compartido en el que él impone su voluntad y yo obedezco en silencio. Mi sorpresa aumenta todavía más cuando se mete la mano en el bolsillo del abrigo y enciende el móvil. ¡Su móvil, el que podría haber usado perfectamente para pedir ayuda! No puedo dejar pasar esto. A la porra el universo.
—Bonito teléfono —suelto.
Lo examina como si buscara qué tiene de bonito.
—Gracias —comenta y me mira como si yo fuera la rara de los dos. Acto seguido, se mete el móvil en el bolsillo y echa un vistazo a la sala—. Nunca había entrado. Paso por aquí a todas horas, pero…
Entonces, se pone en movimiento con un aspecto elegante incluso en mitad de una crisis: chinos holgados, deportivas blancas y un abrigo acolchado con la capucha de pelo artificial. Se acerca al busto de Thomas Edison que da la bienvenida a todos los visitantes cuando entran en el museo. Lo llaman «El mago de Menlo Park». A Edison, no a Mac Durant, aunque, sinceramente, el nombre sirve para ambos.
—Así que aquí está —dice Mac con el tono más neutro posible—. El hombre, el mito, la leyenda.
—El mito —repito y mi propia voz me sorprende.
Mac me muestra uno de sus profundos hoyuelos.
—¿No te gusta?
Me encojo de hombros. Como mi padre, antes admiraba a Thomas Edison, pero ahora creo que está sobrevalorado. De todas maneras, ¿de qué estamos hablando? ¿Por qué Mac sonríe como si todo esto le divirtiera? Al mismo tiempo, el miedo ante la desconocida gravedad de la situación me sacude y la gran predictibilidad de esta me desconcierta. ¿Me encuentro en peligro o solo atrapada en el mismo programa de telebasura adolescente que vivo todos los días? Porque, en cierto modo, es muy típico de los chicos como Mac Durant colarse aquí como si el lugar fuera suyo mientras todas las puertas del patio de los dioses se abren para él y todas las mujeres que cree que merecen su mirada dorada se pliegan a su mandato, incluso si eso supone implicarse en posibles actos criminales. ¿Y ahora qué? ¿Estamos pasando el rato y hablando de forma inocente?
Centro los ojos en el suelo. Junto al patrón cuadrado ahora hay una nueva imperfección: puntos rojos. Sigo la trayectoria hasta la mano de Mac, que hasta hace un momento estaba tocando el busto de Edison.
—No —digo.
—¿Qué pasa?
—No, no, no.
—¿Estás bien?
Señalo a Thomas Edison, al que ahora le sangra la nariz.
—Mierda, culpa mía —comenta Mac.
Desaparezco a toda velocidad y vuelvo con servilletas de papel y espray de limpieza. Me encargo del suelo y atiendo al señor Edison mientras Mac trata de taparse la fea herida, aunque no lo hace demasiado bien, por lo que saco un botiquín de detrás del mostrador principal. Solo se ha usado una vez (para una picadura de abeja) y, a juzgar por lo amarillentas que están las tiritas, debe de tener más años que los artilugios con los que comparte espacio. Lo coloco sobre el mostrador, abro la tapa y suelto un suspiro dramático.
—Ven —le ordeno.
Mac acerca la mano al mostrador de cristal que exhibe los artículos de regalo de Thomas Edison, como un llavero con forma de bombilla, unas pelotas antiestrés con forma de bombilla, una libreta con forma de bombilla o una bombilla con forma de bombilla, además de botellas de agua Genius por un dólar (una ganga). Hay un Edison cabezón sobre la caja. Mac le da un golpecito y la cabeza asiente. Sí, sí, sí, sí, sí.
Cuando señalo la mano, se muestra inseguro. De nuevo, es difícil entender lo que estoy presenciando. El chico que siempre flota mientras el resto camina ahora tiene los pies en la tierra. Y no me refiero a que sea más estable, sino que parece incapaz de volar con libertad. Conozco el sentimiento mejor que nadie; no hay nada más vulnerable que enseñar una mano.
—En otra circunstancia, dejaría que te desangraras todo lo que quisieras —comento—. Pero ahora no me viene bien.
Me sonríe con una expresión que rompería un átomo. Extiende los dedos y coloca la mano abierta sobre el mostrador. Utilizo las mías, las dos, para hurgar en el botiquín y sacar todo lo necesario. Vendas, tijeras, crema. Primero, alcohol. Hago una bola de algodón y presiono la parte húmeda contra la piel de Mac, que esboza una mueca.
—Esto te va a escocer un poco —advierto.
—Creo que eso se dice antes de ponerlo.
Cierto. Le palpo el cardenal rosa y púrpura, el corte interno. La realidad se filtra dentro de mí. El pensamiento de lo que estoy haciendo y con quién. ¿Me huele el aliento? ¿Cómo tengo el pelo? ¿Y las cejas? Tampoco es que importe. Cuando la gente me mira, se suele centrar en otra cosa. En el mostrador hay cuatro manos y es evidente que una de ellas no es como las demás. Solo tengo dos dedos en la mano izquierda. Estoy segura de que Mac la está mirando. Para comprobar mi teoría, aparto la mano izquierda de la acción y observo los ojos de Mac para ver si la siguen. Lo hacen.
Escondo la mano, lo pilla y trata de actuar con naturalidad. Al menos no se disculpa. Eso es lo peor, cuando la gente se excusa como si hubieran irrumpido en tu habitación mientras estabas desnuda y hubiesen visto una parte que debía estar oculta. Cojo un tubo de crema.
—Frótatela —le indico y me doy cuenta demasiado tarde de lo mal que suena. Aprieto el tubo y se oye algo similar a un pedo antes de que la crema caiga sobre su mano ilesa. No es incómodo, para nada. Ahora soy yo la que intenta actuar con naturalidad—. Diviértete.
Se ríe un poco y se aplica la crema sobre la herida. La extiende hasta que se convierte en una película fina, transparente y brillante y la piel se le vuelve resbaladiza. Se cubre el área sensible y la masajea con los dedos. Debería hacerlo en privado, sea lo que sea. Mac se lleva la mano a la nariz y la olfatea antes de acercarla a mí.
—Huele.
—No —contesto mientras me echo hacia atrás.
—¿Estas cosas caducan?
Inspecciono el tubo enrollado.
—Caducó en 2003.
Vuelve a olerla y se aparta. La curiosidad me supera.
—Bueno, deja que la huela.
Me tiende la mano. Es evidente que desprende cierto aroma, no son imaginaciones suyas. Olfateo el tubo para ver si coincide, pero la crema apenas tiene olor.
—Creo que eres tú —comento—. Es tu sangre.
—¿A qué te refieres con que es mi sangre?
—A que te has hecho mala sangre.
—Mi sangre no es mala —contesta, seguro.
—Me refiero a… En plan… Por lo que te haya pasado.
Se mira la mano y la sonrisa atómica se desvanece. Tal vez he dicho algo que no debía. Mientras tanto, la pobre herida sigue ahí, al aire.
—Deberíamos tapártela.
Comienzo a vendarla, por lo que tengo que sacar la mano izquierda y volver a colocarla sobre la mesa. Mientras lo hago, una y otra vez, mi antigua frustración regresa. Tengo preguntas y él, respuestas, pero, en lugar de llegar y formularlas, no paro de dar rodeos envuelta en la ignorancia y la cobardía. Quizá la oportunidad de romper el círculo no vuelva a presentarse, por lo que digo:
—¿Qué ha ocurrido?
Entonces, él cierra los ojos. Déjame adivinar. Estaba cortando leña para encender una hoguera. Estaba salvando a un gatito subido a un árbol. Se había ofrecido voluntario para quitar la nieve con una pala.
—He golpeado un ladrillo —responde Mac, y aleja la violencia de lo que parece un acto violento, como si fuera lo único que se podía hacer.
Trato de imaginarme el puñetazo y a Mac dándolo, pero no puedo. No entiendo lo que debe de haber ocurrido para que esta apacible persona haya perdido los nervios de ese modo. Lo que sí comprendo es cómo debe de sentirse por lo ocurrido: una confusa mezcla de vergüenza, arrepentimiento y algo parecido al orgullo. Abre los ojos y espera mi reacción.
—Bueno —digo tras reflexionar—, tu mano sigue teniendo mejor aspecto que la mía.
Sonrío ante la broma, por lo que se siente lo bastante seguro como para hacer lo mismo.