Buch lesen: «La política de las emociones»
LA POLÍTICA DE LAS EMOCIONES
Toni Aira
LA POLÍTICA DE LAS EMOCIONES
Cómo los sentimientos gobiernan el mundo
© del texto: Toni Aira, 2020
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
La edición de este libro ha sido posible gracias a la ayuda del Departamento de Cultura de la Generalitat de Catalunya
Primera edición: septiembre de 2020
ISBN: 978-84-17623-67-8
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Imagen de cubierta: © Trump Baby, de Matt Bonner
Maquetación: Àngel Daniel
Producción del ebook: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
SUMARIO
INTRODUCCIÓN. LA POLÍTICA ANTES Y DESPUÉS DEL CORONAVIRUS
1. ODIO. TRUMP, O LA MUTACIÓN EFECTIVA DEL MIEDO
Los datos como carretera hacia el votante
El caos como escalera
El «síndrome del emperador»
Palabras (y gestos) que funcionan
Ante la duda, tira de odio (contra «el virus chino»)
2. OPTIMISMO. JOHNSON, O MOSTRARSE INASEQUIBLE AL DESALIENTO
Sobreactuación o generación de expectativas
Cómo moverse a la acción
La obsesión por la filtración
Observar, orientarse, decidir y actuar
«Coronaboris» y la magia de la tecnología
3. INDIGNACIÓN. COLAU, O HACER POLÍTICA COMO «NO POLÍTICA»
Identificarse con los de «abajo»
No ir a ciegas
Encontrar el lugar y el momento adecuado
La capacidad de crear espacios propios
Indignación (selectiva) por la gestión de la crisis
4. AMOR. TRUDEAU, O LA ATRACCIÓN A PRIMERA VISTA
Otra forma de ser, otra forma de gobernar
La apariencia importa
Centrarse en ser positivo
La gestión de la fotografía
Confianza esculpida en piedra contra el virus
5. IMPACIENCIA. PUIGDEMONT, O LOS EFECTOS DEL TENER PRISA
No se buscan seguidores, se buscan fans
Líderes bandera
Los milagros no existen
Prender la llama con un tsunami
La impaciencia por proyectar acción frente al virus
6. EUFORIA. IGLESIAS, O EL SUBIDÓN DEL ASCENSO FULGURANTE
Saber proyectar euforia
Platós más importantes que parlamentos
Un asalto acelerado al poder
La hipótesis populista
Impulsar más allá de los números
Un vicepresidente en cuarentena
7. VENGANZA. PUTIN, O EL DESAFÍO A PECHO DESCUBIERTO
Alimentar las «granjas de troles»
Conducir operaciones en las redes sociales
Que sea miedo, entonces
Putin, en la trinchera contra el virus
8. SATISFACCIÓN. SÁNCHEZ, O LA NECESIDAD DE ANTAGONISTAS
La «futbolización» de la política
Satisfacer a la opinión pública
Vivir del «todos contra mí»
Operación «Salvar al soldado Ryan»
El «soldado Sánchez» contra la Covid-19
9. ENFADO. ABASCAL, O CÓMO VIVIR DEL CABREO
El marketing basado en datos
La «tabernización» de las cámaras legislativas
Agitar antes de usar
De jugar con los sentimientos a jugar con los muertos
10. ADMIRACIÓN. MERKEL, O LOS PRINCIPIOS CONTRA VIENTO Y MAREA
La combinación de competencia y proximidad
Con cabeza y corazón
Marcar diferencias en fondo y forma
Con Merkel, en buenas manos (salud e impuestos)
EPÍLOGO: NUESTRAS CONTRADICCIONES, NUESTRAS ESPERANZAS
INTRODUCCIÓN
LA POLÍTICA ANTES Y DESPUÉS DEL CORONAVIRUS
Durante el confinamiento forzado por el estallido de la pandemia del coronavirus, muchos ciudadanos de todo el mundo constataron con crudeza la relatividad del tiempo. Un meme de internet de aquellos días lo retrató bien. Contraponía un típico calendario semanal y sus habituales días, con otro creado para la ocasión y que básicamente contaba con tres momentos: ayer, hoy y mañana. El calendario semanal, patas arriba, como todas nuestras vidas confinadas de la noche a la mañana por culpa de la Covid-19, y a partir de ahí también con el conjunto del calendario reformulado, cuanto menos a nivel existencial, tal y como lo habíamos conocido hasta entonces. Porque si en el siglo VI, gracias a los cálculos del matemático, astrónomo y monje Dionisio el Exiguo, se empezaron a contar los años a partir del nacimiento de Jesús, antes de Cristo (a.C.) y después de Cristo (d.C.), nuestras particulares vidas como atribulados ciudadanos de principios del siglo XXI es obvio que a partir de 2020 pasamos a contarlas con un a.c. y un d.c. alternativos, antes del confinamiento y después del confinamiento. Nuestra política, sus maneras y sus líderes, por otro lado, también se dieron de bruces con sus particulares a.C. y d.C. De cuando todo fue puesto a prueba, una durísima prueba de estrés que también tensionó las costuras de los liderazgos políticos contemporáneos y que los hizo temblar de punta a punta del globo, abrazados como lo han estado desde hace tanto tiempo al imperio de unas emociones más a flor de piel que nunca.
Todo ello, para acabarlo de complicar, en tiempos de difusión masiva y veloz de fake news. Y si bien la medicina es una ciencia, es igualmente cierto que se presta a la desinformación, ya que las noticias que la acompañan no acostumbran a ser categóricas. ¿Les suena aquello de la «segunda opinión» que a menudo buscamos los ciudadanos cuando nos enfrentamos al diagnóstico de un médico? Pues eso afecta a las informaciones sobre cuestiones médicas. Partiendo de esta base, con esta tendencia presente, más en un momento crítico, angustioso y lleno de incertidumbre, en un mundo dominado por lo racional, el liderazgo institucional y político, para mirar de superar el bache, debería ayudar a superarlo aportando certidumbres y soluciones prácticas. ¿Eso es buscar héroes más que a líderes? No, si atendemos a la definición misma del concepto líder, que según el diccionario de la RAE describe en su primera acepción como la «persona que dirige o conduce un partido político, un grupo social o colectividad». Acción, dirección y confianza. No retórica vacía ni suma de desinformación o de temores. Pero eso, claro está, lo planteo sobre todo pensando en un mundo dominado por lo racional, no tanto en nuestras sociedades adictas al imperio de la emoción.
Es evidente que los canales oficiales de los gobiernos no son neutros. Pero de ahí a que la inmensa mayoría de Ejecutivos mundiales aprovecharan el estallido de la crisis del coronavirus para arrimar el ascua a su sardina, solo se explica por la política de las emociones que dirige partidos e instituciones de punta a punta del globo —con honrosas excepciones—. Esa venta de humo, de gas emocional, que se dedica a proyectar percepciones que a menudo viven fuera de la realidad.
Un popular anuncio de los años noventa del siglo pasado defendía que «la primera impresión es la que queda». En este sentido, tras el estallido mundial de la crisis del coronavirus —en marzo de 2020—¿qué impresión dieron ante millones de ciudadanos los principales líderes? Lo analizaremos en este libro que pretende dibujarlos junto con sus estrategias, sobre todo antes del coronavirus (a.c.), porque también sobre la reacción de unos y otros ante la pandemia todo tiene su origen y su explicación.
Se analizó en los medios, por ejemplo el 20 de marzo de 2020, cómo el responsable de información del Ministerio de Exteriores chino, aquellos días, se había aplicado a fondo para revertir la imagen sobre la situación y la gestión de la crisis por parte del gigante asiático. Allí los positivos por coronavirus remitían contundentemente, mientras que en Occidente parecía que no se llegaba al pico de la famosa curva de contagio, con cifras de infectados y de muertes que ponían los pelos de punta. China se plantaba entonces ante la opinión pública como quien había solucionado el problema y quien socorría al resto de países, con aviones y misiones de ayuda humanitaria, eso sí, obviando en sus explicaciones que el gobierno de Xi Jinping escondió el estallido de contagio durante las primeras semanas. Eso, y controlando las cifras bajo el manto de la censura y de la represión propias de un régimen no democrático.
La Casa Blanca, por su parte, tiró de los canales oficiales de la Administración norteamericana —por ejemplo, en redes— para proyectar desde el principio de la crisis un discurso antichino que el presidente Donald Trump personificaba, con su estilo habitual, cuando se dedicó a hablar del «virus chino» para referirse a la Covid-19, la denominación que las autoridades sanitarias y científicas habían decidido para bautizar al origen de la pandemia, precisamente para que no se produjera el efecto estigmatización de una región del mundo, como sí que había pasado por ejemplo en 1918 y la pandemia conocida como la «gripe española». La institución norteamericana adoptaba el rol, el tono y el contenido de su polémico presidente, en la línea de lo propio de la era Trump en aquel país, pero sublimándolo. Aunque como intentaré probar en este libro, eso no fue nada que no tuviera su réplica —adaptada al contexto local— de punta a punta del mapamundi.
En España, Pedro Sánchez decía que la crisis del coronavirus no iba de fronteras, pero lo defendía en pleno estallido con apelaciones a la unidad —de España— y con discursos afectados, con explícita connotación bélica y llenos de contenido patriótico. Y su réplica interna, por ejemplo en Catalunya, tampoco se abstraía de los malabares que respondían a la crisis más en clave emocional que racional, con un gobierno catalán que anunciaba medidas sobre las cuales no tenía competencias. Pero, lo dicho: nada lejos de lo que se vivía en pleno estallido de la pandemia por todas partes, de forma glocal1 como lo habría descrito el profesor —y ministro— Manuel Castells, con líderes institucionales hablando desde los atriles de sus respectivos gobiernos, del más grande al más pequeño, con un lenguaje entre poco y nada disociable del que los ciudadanos les podríamos escuchar desde los atriles de sus mítines electorales. Y eso día tras día, y en un momento tan crucial.
Los líderes mundiales parecían cantar al unísono: «¡La política ha muerto! ¡Viva la elección permanente!». La idea inquieta, ¿verdad? Por supuesto. Y ahora profundizaré en ello, aunque antes, para empezar, quería advertir que este libro es un ensayo sobre el mundo en el que vivimos, pero que a la vez funciona como una novela de terror. De todos modos, al final ofrezco escapatoria, no se asusten. Otra cosa es que aquella sea plausible en un mundo donde se impone más la afición a la victoria que al consenso. Y así es muy difícil hacer política. Sin embargo, para muchos políticos y ciudadanos resulta adictivo vivir en una vacía campaña permanente. Inquietante. Y no solo en tiempos de pandemia. Este libro, de hecho, pretende retratar la política de los últimos años a través de los sentimientos que gobiernan el mundo, con grandes líderes mundiales como estandarte en un proceder que el estallido de la crisis del coronavirus proyectó descarnadamente pero que tenía sus raíces mucho más allá, porque ellos llevan la corona, pero las emociones imperan.
NUESTRO TIEMPO ES EL PRESENTE CONTINUO
Atravesamos una época en la que podemos saber más que nunca o tan poco como siempre, según se mire y se practique. Vivimos hiperconectados y tenemos acceso a información al instante, y a la vez, esa hiperconexión nos suministra desinformación también de forma masiva. Nos intoxican, nos bombardean con titulares, con estímulos, con eslóganes. Con un lenguaje pensado, elaborado y lanzado directo a los sentimientos, al corazón. De hecho, este órgano de nuestro cuerpo —y su significado idealizado— aparece por doquier en nuestro entorno, en las conversaciones, en los discursos, e incluso gráficamente. Muchas marcas comerciales lo utilizan desde hace años y algunas marcas políticas lo han mimetizado. ¿Se han fijado en el emblema de Ciudadanos? ¿Y en el logotipo de Unidas Podemos? ¿O en el del Partido Popular Europeo? ¿No se han fijado en cómo ha mutado esa ave, el charrán, que coronaba la imagen del PP? ¿Y qué me dicen de la iconografía de las dos últimas campañas electorales de Pedro Sánchez, o de la última que protagonizó Hugo Chávez en Venezuela? ¿Qué tienen en común? El dibujo idealizado y estereotipado de un corazón. En unos casos teñido con los colores de un país; en otros, con los colores corporativos de un partido o con un color convertido en bandera, como el amarillo. Hace no tanto tiempo habríamos dicho que semejante recurso gráfico era cursi, pero ahora lo abrazan productos, empresas e incluso partidos que copan las instituciones. Son —o quieren ser— todo corazón. Sentimiento. Porque en la política, como tantas otras cosas, la película ya no va de aquello que defendía un calmoso eslogan del PP, Con cabeza y corazón, sino que todo galopa desbocado para abrazar una nueva máxima: «Menos cabeza, más corazón».
¿Por qué este reducir el debate público a la manipulación emocional? Cuando nos hacemos esta pregunta, algunas respuestas desasosiegan. La preocupación sobre el uso emocional del lenguaje no es nueva. Sabemos que el contexto actual nos condiciona más sistemáticamente que nunca. Ese mañana que fusionamos con el presente continuo en el que vivimos instalados —como mínimo, mentalmente—. El presente continuo era uno de esos tiempos verbales que estudiábamos en el colegio. Ahora, ese tiempo dirige nuestra política: es la línea temporal que describe nuestras sociedades y sus individuos. Se trata de un pez que se muerde la cola, ya que hace décadas que la publicidad y los medios de comunicación, en especial los audiovisuales, dan un extra de emoción a los contenidos que sirven a sus audiencias a modo de fast food de consumo rápido, casi compulsivo. Lo que conecta emocionalmente, de sencilla metabolización y a poder ser con una cara famosa que lo sirva en bandeja, entra mejor. Impacto emocional, simplificación y personalización: si un mensaje tiene estas tres características, propias del lenguaje publicitario y de los medios audiovisuales, se consume mejor, también en política. Un mensaje simple, un rostro con el que empatizar —o todo lo contrario— y directo al corazón, el órgano que nos mueve. Así es como el escándalo y sus sucedáneos ganan protagonismo en política, como explicó perfectamente hace años el sociólogo John B. Thompson, profesor en la Universidad de Cambridge, en su libro Escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación (2001). Cada vez más parte de los medios, a modo de trincheras, simplifican unos contenidos que se basan en el ruido y en la confrontación, cual gladiadores que salen a la arena a luchar a vida o muerte. Política de circo. No es casual ni espontáneo, por tanto, que las democracias liberales más sólidas se abonen a crear emociones y a construir su acción pública en base a audiencias cada vez más segmentadas en lo simple, confrontadas con otras visiones vecinas, con sentimientos a flor de piel.
La neurociencia, que estudia nuestro cerebro y nuestra consciencia, nos advierte desde hace años que René Descartes se dejó una parte importante de la foto neuronal cuando sentenció su mítico «Pienso, luego existo». El filósofo racionalista francés esquivó que las emociones y los sentimientos también son necesarios para tomar decisiones de forma efectiva, para construir nuestra existencia. Descartes se aproximaba a las sensaciones físicas con gran recelo. Pero su mundo, su siglo XVII, queda tan lejos de nuestro siglo XXI que hoy se nos antoja imposible limitarnos a sus principios racionales, cuando la razón se forma más que nunca a través de la emoción, del sentimiento. Ya en el siglo XX, el escritor y ensayista checo Milan Kundera defendía que no somos el Homo sapiens, sino el Homo sentimentalis, porque es evidente que las emociones y los sentimientos han sido siempre determinantes en nuestras elecciones. Pero, ¿por qué ahora más? ¿Por qué, cuando somos los ciudadanos que más acceso han tenido a la formación y a la información, a la vez somos más sensibles que nunca a que nos apelen a la razón a través de la emoción? ¿Por qué ya no funciona la división categórica entre razón y sentimiento? ¿Será porque la idea cartesiana de la mente racional e incorpórea ha muerto? ¿O porque las emociones han colonizado casi la totalidad de nuestro entorno? ¿Será porque la tecnología lo hace cada vez más posible, sistemático y eficaz?
EMOCIONES QUE LLEVAN A SENTIMIENTOS
Antes de responder a dichas preguntas en este libro necesitamos apuntar la diferencia entre dos conceptos que ya he nombrado muchas veces en pocas líneas: emoción y sentimiento. Los ha estudiado el neurocientífico Antonio Damasio, un referente en este campo y autor del libro El error de Descartes (1994): «Cuando experimentas una emoción, por la del miedo, hay un estímulo que tiene la capacidad de desencadenar una reacción automática. Y esta reacción, por supuesto, empieza en el cerebro, pero luego pasa a reflejarse en el cuerpo, ya sea en el cuerpo real o en nuestra simulación interna del cuerpo. Cuando percibimos todo eso es cuando tenemos un sentimiento». Los sentimientos, en definitiva, son el modo en el que nos relacionamos con esa vertiente emocional de nuestro cerebro, las construcciones que hacemos tras experimentar ciertas emociones. Se antoja imposible, pues, aislar las funciones racionales del cerebro de las emocionales. Las emociones son algo más químico, mientras que el sentimiento es el resultado de aplicar el filtro de la evaluación consciente. Y en ese proceso, el éxito de la inteligencia artificial, una tecnología cada vez más generalizada y que asiste ya nuestra forma de comunicarnos, ha acelerado la difuminación de la delgada línea que separaba nuestros sentimientos ante las cosas de cómo pensamos racionalmente sobre ellas.
¿Pero de qué sentimientos hablamos? Los psicólogos J.G. Carlson y E. Hatfield destacan los dieciséis que experimentamos con más frecuencia en uno de los trabajos canónicos sobre la cuestión, Psychology of Emotion (1992): amor, odio, euforia, indignación, optimismo, impaciencia, admiración, envidia, afecto, enfado, gratitud, satisfacción, tristeza, agrado, venganza, celos. ¿A que todos sabemos de qué estamos hablando cuando los nombramos? En este libro ahondamos en diez de ellos como impulsos principales.
Estos sentimientos y su importancia creciente a la hora de captar nuestra atención o de fijar nuestra dedicación, son claves para explicar por qué el gran consejo de Ted Sorensen, el gran escritor de discursos de John Fitzgerald Kennedy, ha quedado demodé. Hace más de medio siglo, Sorensen indicó a JFK que un discurso, político o de cualquier otro tipo, nunca debía exceder los veinte minutos de duración porque a partir de ese momento la atención del público decae. Pasadas las décadas, ese plazo máximo de temprana dispersión se ha acortado. Los psicólogos lo llaman «procrastinación», un diagnóstico para la facilidad creciente con la que nos distraemos de lo esencial, mientras dedicamos compulsivamente breves momentos de atención a aquello que nos reporta breves instantes de placer o de satisfacción. O, en definitiva, a algún tipo de emoción pasada por el filtro de la evaluación consciente que hacemos de esa experiencia.
Hay una anécdota que explica perfectamente este fenómeno. La XVI conferencia Yalta European Strategy (YES) se celebró en septiembre de 2019 en Kiev bajo el título «La felicidad ahora: nuevos enfoques para un mundo en crisis». Uno de los momentos álgidos del encuentro lo dejó el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, elegido tan solo cuatro meses antes con una efectiva campaña que lo jugó todo a su telegenia y a su capacidad comunicativa, entrenada durante sus años de actor, humorista y guionista. Durante la cena oficial de la conferencia, Zelenski proyectó en una gran pantalla un falso grupo de WhatsApp llamado «Grupo de Líderes Mundiales». En el vídeo satírico esos líderes parodiados «discutían» una serie de cuestiones de actualidad como las armas de Corea del Norte, el Brexit o la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014. Era casi imposible quitar la vista de la pantalla durante sus cuatro minutos hilarantes, donde el auditorio, en medio de carcajadas, esperaba uno a uno los mensajes que teóricamente colgaban los líderes mundiales en el chat. Mírenlo en YouTube y lo entenderán. Era entretenido, conectaba emocionalmente y resumía en breves frases grandes prejuicios y clichés sobre los protagonistas y sus países. Impacto emocional, simplificación y personalización.
Dedicamos horas que nos parecen minutos a mirar Twitter —aunque a través de las aplicaciones móviles leamos mucho, la percepción es que cada vez leemos menos libros—. Nos acomodamos en el asiento y nos ponemos a dar unos cuantos likes en Instagram —y a ver cuántos me gusta nos han dado—, aunque entramos en dicha red social sobre todo para repasar esas stories de quince segundos de duración que nos hipnotizan. Miramos también breves vídeos de YouTube, casi sin acabarlos, cerrando la ventana para compartir los de mayor impacto por WhatsApp con amigos y la familia. Y así con mil y un estímulos, la mayor parte con un gran componente visual que deja aquellos veinte minutos de atención que identificaba Sorensen en una horquilla de entre dos y cinco. Eso es a lo que, según los más sesudos estudios, alcanza nuestra atención antes de dispersarse.
La máxima clásica de «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», cobra especial valor e impulso en nuestra sociedad de la procrastinación. Entendiendo aquí breve por brevísimo. De hecho, no ha tenido el mismo éxito la propuesta de IGTV (Instagram TV) que sus stories. La plataforma IGTV ofrece a los usuarios la opción de colgar también vídeos, pero de mayor duración, mínimo de un minuto y máximo de diez si se sube desde un dispositivo móvil, o desde sesenta minutos si se sube desde la versión web. Diez minutos, de entrada, ya es demasiado tiempo para algunos.
A causa de esta urgencia en nuestros hábitos, al plantarnos ante un auditorio, sea para contar una anécdota o algo importante, sabemos que debemos hacer algo relevante desde el punto de vista emocional para mantener la atención del respetable unos minutos y recuperarla pasado otro tanto. Porque nos hemos acostumbrado a dedicar nuestra fragmentada atención a cosas novedosas, diferentes, intensas, sorpresivas, que nos generen algún tipo de sentimiento. Y todo ello constantemente. Encallados en el presente continuo.
Así, como individuos, hemos mutado en una versión homínida de aquel perro del experimento de Pávlov, que salivaba al oír un estímulo que relacionaba con la comida. Ahora nos abandonamos a ese carpe diem, a vivir el momento, que vinculamos automáticamente con la intensidad, con algún estímulo emocional y visual que nos atrape, que mantenga concentrada nuestra mirada unos minutos en algo que nos distraiga. «Concentrarse en algo que nos distraiga». ¿Paradoja? ¿Oxímoron, contradicción manifiesta? Quizás, también una descripción de la vida en este atropellado principio de siglo. Una sociedad donde una reconocida profesora de Literatura Comparada como Marina van Zuylen ha escrito un ensayo, A favor de la distracción (2019), en el que defiende los «efectos beneficiosos de la dispersión, de los rodeos y los desvíos», recordando de entrada que hace cinco siglos Michel de Montaigne aprendió a aceptar su defecto particular: la incapacidad de pensar en línea recta. De eso somos dignos herederos.
La tecnología, las aplicaciones, las tabletas desde las que podemos ver la serie o la película que queramos, incluso avanzando rápidamente en su metraje si la cosa se pone aburrida o de un suspense insoportable… Todo eso y más nos ancla en un presente sostenido que se va reseteando cada poco. Vivimos instalados de forma permanente en un ahora distraído. En apariencia, felizmente encallados en un agradable mundo, sobre todo el virtual. Eso sí, todo tiene consecuencias también en el mundo analógico, sobre la realidad.