El misterio de la fe

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El misterio de la fe
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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Prólogo

Porque esto ES MI CUERPO

I PARTE

La fe que expresa respeto

Tu participación es un camino

Como el hijo pródigo

Como telón de fondo

Cuando Dios está lo más cerca posible

II PARTE

El sacramento del momento presente

En la búsqueda del Dios escondido

La Eucaristía, engendradora de sacerdotes

III PARTE

El silencio interior

Olas embravecidas

La fe «toca» a Dios

«Maestro, ¿dónde vives?»

IV PARTE

Por contraste

Me das todo

Solo te tengo a ti

Fascinarse con ese amor

Bíografía del autor

Notas


Nihil Obstat:

Manuel Aróstegui Esnaola.

Imprimatur:

Joaquín Iniesta Calvo-Zataráin,

Vicario General de Madrid.

Madrid, 28 de mayo de 2015

© SAN PABLO 2016 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

© Padre Boleslaw Szewc, 2009

Título original: Tajemnica wiary. Rozważania o Eucharystii

Traducido por: Ana María Carrizosa de Narváez

Corrección: Mauricio Rubiano Carreño

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375

E-mail: ventas@sanpablo.es

ISBN: 9788428561952

Depósito legal: M. 10.676-2016

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Los textos citados de las Sagradas Escrituras han sido tomados de la Biblia de Jerusalén de Desclée de Brouwer, Bilbao 1976.

Prólogo

CARDENAL STANISLAW DZIWISZ, ARZOBISPO METROPOLITANO DE CRACOVIA

A diferencia de muchos otros libros sobre la Eucaristía, la temática de El misterio de la fe se concentra alrededor de la apertura del hombre a este sacramento, es decir, alrededor de la disposición para recibir las gracias que fluyen de él. La Eucaristía actúa tanto por el poder de Dios mismo (ex opere operato), como también por la cooperación del hombre (ex opere operantis).

La salvación, que ya se consumó en Jesucristo, aún tiene que actualizarse plenamente en cada uno de nosotros. Cristo nuestro Señor se hace verdaderamente presente sobre el altar precisamente para que su obra salvífica se pueda ir realizando en nosotros. El sacramento de la Eucaristía, válido y fructífero, es un acto de Cristo mismo, pero unido al acto del cristiano. Sin la cooperación con la gracia, que conduce al crecimiento de la fe, la santa Comunión no será fructífera.

En los libros que hacen referencia a la Eucaristía, se habla por lo general del acto de Cristo, de la obra que Él mismo realiza por el poder del Espíritu Santo y de las propias palabras pronunciadas por el ministro (ex opere operato). En virtud de estas palabras, Dios vivo se hace presente en el altar. Sin embargo, los frutos de su presencia redentora dependen de la disposición, tanto de aquel que preside, como también de aquel que recibe la Eucaristía (ex opere operantis). Las gracias que fluyen de la presencia real de Cristo no penetran a la fuerza en el interior del hombre. «Estoy a la puerta y llamo», dice Dios (cf Ap 3,20). Él nunca entra sin ser invitado.

Qué hemos de hacer entonces para que el Señor, que viene bajo las formas del pan y del vino, encuentre las puertas abiertas. Qué obstáculos hay que quitar. Precisamente El misterio de la fe, de una manera extraordinariamente profunda y a la vez sencilla, enseña cómo abrirse a la presencia de Dios vivo en el altar y en el sagrario; qué hacer para no oponer resistencia a la gracia.

Hay que estar vacío para ser llenado. Hay que estar hambriento para ser saciado.

El misterio de la fe permite ver si realmente tenemos hambre de Dios, hambre de la Eucaristía. Nos apremia a intentar entablar un contacto más profundo con este sacramento de Fe y Amor. De hecho, este sacramento es siempre Amor de Cristo, que actúa de manera infalible, que desea derramarse sobre el hombre. Pero es tan fácil cerrarse a este Amor. Y, entonces, además de que no recibimos la gracia, puede suceder algo peor, que –como dice san Pablo– al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, comamos y bebamos nuestro propio castigo (cf 1Cor 11, 29).

La lectura de El misterio de la fe abre un espacio más profundo de contacto con Dios vivo. Para descubrir lo extraordinario de este libro, no basta con leerlo, es necesario orar con él. Su riqueza interior asombra. Para el hombre de hoy, extraviado en la temporalidad, este libro puede convertirse en un extraordinario tesoro espiritual. Quizá sea una sacudida para aquellos cuyo contacto con el más santo de los sacramentos tal vez ya desde hace tiempo se ha vuelto algo trivial por la rutina.

«La presencia de Jesús en el sagrario –escribe Juan Pablo II1– ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón». El misterio de la fe ha de ayudar al hombre contemporáneo a relacionarse con el Santísimo Sacramento con fe creciente y, en definitiva, a enamorarse de Dios hasta tal punto que escuche el «latido» del Corazón de Jesús en la Eucaristía.

Deseo de todo corazón a los lectores que este libro –de acuerdo con el deseo del autor– pueda ayudarles a rendir un homenaje más profundo y a amar con mayor profundidad a Aquel que, en su inconcebible amor, viene todos los días al altar y permanece con nosotros en el sagrario.

Porque esto ES MI CUERPO

La Iglesia habla de la vocación universal a la santidad1, y esta vocación significa un llamamiento universal al camino de la vida interior. La vida interior y la vida sacramental están mutua y profundamente unidas y dependen la una de la otra. Por una parte, en la base de la vida interior se encuentra la vida sacramental, que nos introduce en un contacto directo y objetivo con la salvación consumada en Jesucristo. Por otra parte, no basta con participar en la santa Misa, con recibir su Cuerpo eucarístico, para alcanzar la santidad. Es necesario abarcar este acto con la vida interior, con la vida de la humildad, de la fe, con la vida de las tres virtudes teologales2.

La Eucaristía es continuamente una tierra no descubierta, un mundo desconocido. Al querer vivir de la Eucaristía, es necesario escuchar atentamente la voz de la gracia que exhorta: Coloca el pie sobre esta tierra no descubierta, da un paso, dos, tres, y Él te conducirá. Él, tu Dios, que resucitó y, por lo tanto, ha vencido todos los obstáculos y ahora quiere introducirte en la verdad asombrosa que tiene lugar sobre el altar.

Por medio del acto de fe –que de hecho es una gracia y la respuesta a esa gracia– puedo comunicarme con Dios que se acerca, que viene a mí en la Eucaristía.

Y cuando ya descubra, al menos un poco, el mundo extraordinario de la actuación de Dios sobre la tierra, su relación personal con nosotros, quizá me admire de ello y aparezca en mí una fascinación por ser Él tan maravilloso. Dijo que no nos dejaría huérfanos y de hecho se quedó de manera personal. Es como si nada hubiera cambiado, para que nada pierda por vivir en otros tiempos, en otra época, sino que reciba aún más.

 

Es fascinante que la Iglesia haya recibido el gran don de que pueda convertirme en contemporáneo de Jesús caminando por la tierra palestina. No cabe duda de que aquí, sobre el altar, algo ha cambiado, porque Jesús está aquí glorificado, pero de hecho será todavía más maravilloso el descubrimiento de su amor, que quiso permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos, para que esa Presencia salvífica, escondida a nuestra razón no iluminada por la fe, pueda comunicárseme siempre.

[El autor utiliza con frecuencia en el texto la primera persona, sin embargo su intención no es exteriorizar confidencias personales, simplemente quiere respetar al lector, no instruirlo ni aleccionarlo].

I PARTE

La fe que expresa respeto

Cruzo el umbral de la iglesia, y lo hago de manera mecánica, casi a la carrera, igual que cuando ando por la calle o me bajo del coche; de igual forma a como cruzo el umbral de la casa, de la tienda, del lugar de trabajo. Y quizá no se me ocurre pensar que estoy cruzando el umbral del templo de Dios. Cuando cruzo de esta forma el umbral de la iglesia, más bien no estoy pensando que eso ya es el resultado de una secularización más o menos grave, de una laicización que me ha penetrado más o menos. Por eso también mi preparación, esa decidida preparación para el milagro que tendrá lugar sobre el altar, debería comenzar ya cuando estoy cruzando el umbral del templo.

Al inicio de la santa Misa, a veces escapa a mi atención el acto de contrición. Suele suceder que llegue tarde y que no lo valore lo suficiente. Pero, de hecho, en este acto está presente Dios con su gracia, que quiere derramarse a la medida de mi humildad1. Porque la humildad crea el espacio para las gracias eucarísticas. Si llego tarde, ¿acaso no pierdo estos dones inestimables?

Después de los ritos iniciales comienza la liturgia de la palabra, pero ¿acaso ella me concentra? Porque tal vez conozco aquello que escucho, sobre todo los textos del Evangelio, o también puede que me parezcan difíciles los textos del Antiguo Testamento o las Cartas apostólicas; por lo tanto, quizá nuevamente la gracia no llega hasta mí. Porque si he respondido de manera mecánica «Te alabamos, Señor», probablemente no es posible que este sea un acto de fe consciente, de que lo que acabo de escuchar realmente haya llegado a ser para mí palabra de Dios. ¿Acaso esa palabra no fue escrita hace mucho tiempo? No, es una palabra que es sembrada ahora en mi corazón.

Se trata de que tome conciencia de que la celebración eucarística va ascendiendo hacia Dios de manera gradual, va ascendiendo cada vez más hacia lo que ha de suceder sobre el altar. Cuando comienza la liturgia eucarística, tal vez no tomo conciencia de que, junto con el prefacio, me voy acercando hacia ese momento central, cuando Dios en la Eucaristía se hace REALMENTE PRESENTE sobre el altar. Aparece ese momento central cuando el sacerdote se inclina y comienza a pronunciar despacio, con solemnidad, las palabras de la consagración. «Quien participe en la Eucaristía orando con fe tiene que sentirse profundamente conmovido en el instante en el que el Señor desciende y transforma el pan y el vino, de tal manera que se convierten en su Cuerpo y en su Sangre»2.

¿Acaso me doy cuenta, con una profundidad cada vez mayor, de que por el poder del Espíritu Santo y de las palabras de Cristo se realiza el mayor milagro del mundo? En ese momento me arrodillo y tal vez se escapa a mi atención el hecho de que el gesto mismo de doblar las rodillas es una forma singular de oración de adoración. De hecho, este gesto ha de hacerme físicamente pequeño, para que este signo litúrgico de ponerme de rodillas pueda hablarle a mi conciencia, engendrar un acto de fe cada vez más profundo.

Fátima no es solo una aparición mariana sino también un extraordinario mensaje incluido en las visiones eucarísticas. La gran Hostia desde la cual caen gotas de Sangre al cáliz. El ángel, potente en su poder, profundamente inclinado, todo él, ante la sacratísima Hostia, toca la tierra con la frente en un acto del más profundo respeto. Todo él es adoración. Los niños de Fátima, estremecidos por la fuerza de la presencia Divina –tan intensa, que casi los consume y aniquila por completo–, reciben el sacratísimo Cuerpo de Dios. El poder de la influencia de la majestad de Dios presente en la Eucaristía permanece por largo tiempo, y de una forma tan intensa, ¡que los niños quedan como privados del uso de sus sentidos!3.

Cuando tomo conciencia de todo esto, me faltan palabras para expresar de qué manera tan miserable rindo homenaje de alabanza –si es que rindo alguno– a la majestad de Dios, que desciende sobre el altar. Alguien REALMENTE PRESENTE, que gobierna el destino de este mundo. Alguien que es el Alfa y la Omega de la historia del hombre, que quiere comunicárseme en una medida que jamás podré comprender. Este Dios, adorado por destacamentos de ángeles, viene a mí como Amor, el Redentor, el eucarístico, para darme todo. Para cautivarme con Él de tal manera que ya no quiera, ni siquiera yo, que estoy tan sumergido en este mundo, otra cosa, solo ese Amor eucarístico.

Tu participación es un camino

Mi participación en la Eucaristía es un camino, es un proceso. Es el camino de irse abriendo a Dios, porque en la Eucaristía Dios desea comunicarme sus gracias redentoras. Este es un camino particular, porque está condicionado por mi estado psicológico, por el estado de mi alma, por mi disposición para recibir la gracia. Este camino mío está entrelazado por el camino de Dios que desciende sobre mí, no solo durante la celebración litúrgica, sino también en toda mi vida.

Hay que pasar por el camino de la conversión interior para que cambie mi visión del mundo; para que al mirar la misma imagen, la mire de manera diferente.

Parece como si este camino de fe estuviera marcado por una extraña paradoja –cuanto más necesito de esta fe, tanto menos la veo en mí; cuanto más estoy convencido de que es imprescindible para mí, tanto menos sé dónde buscarla–. Y, a decir verdad, es difícil asombrarse por ello ya que la fe es una dimensión nueva de la vida. Y es algo muy difícil porque, de hecho, no pertenece al orden de la naturaleza, es una dimensión divina en mí.

La realidad visible se me impone con una fuerza tal, como si quisiera doblegarme para que me olvide de la realidad invisible. Toda la temporalidad crea unas condiciones tales, que con dificultad se me ocurre pensar en la existencia de un mundo diferente.

Observo el mundo que tú creas incesantemente y, al mismo tiempo te escondes de una manera tan perfecta. Tu poder creador, que me parece que desde el punto de vista humano, las cosas creadas surgieron por sí mismas. Así sucedió con el pueblo elegido, al que condujiste por el desierto; lo rodeaste con el constante milagro del maná que caía para preservar del hambre a aquellos a quienes amas. Diste de beber a este pueblo con agua de una piedra, derribaste los muros de Jericó. Fuiste tú quien conquistaste para él la tierra prometida. Pero precisamente en el contexto de estos milagros que el pueblo elegido fue convenciéndose de que no te necesitaba, de que había realizado todo con su propia ingeniosidad y fuerza. A la primera ocasión te abandonó para servir a un ídolo que se encontró.

¿No ocurre de igual manera conmigo? Tú siempre actúas, pero escondiéndote de una manera tan perfecta, que a mí me parece que esa gracia no existe. Amas tanto mi libertad, es tanto lo que no soportas que se le presione, que nadie sabe esconderse mejor que tú. Con cuánta frecuencia me apropio de tu gracia, porque esta actúa de una forma tan perfecta, se esconde tan perfectamente, que no la percibo. Solo a la luz de la fe puedo ver que tú siempre actuaste y actúas.

Tú quieres –cuando los sentidos y la razón nada me dicen– que pida, incluso que suplique la gracia de la fe creciente. Quieres que gracias a esa luz, intente ver –como en Fátima– al ángel que es todo adoración ante aquello que tiene lugar en el misterio eucarístico. Algo de esa adoración suya debería llegar hasta mí, impregnarme porque, de hecho, tú, Señor, eres digno de esa gloria infinita, tú que eres la infinitud.

Si con la fe no veo a Dios sobre el altar, no puedo aceptar esa situación. Tengo que clamar: «¡Señor, que vea!». Entonces está bien. Como aquel ciego de Jericó, no puedo permanecer indiferente ante el misterio que adora con tanto respeto el ángel, como si quisiera decirme por medio de esa aparición: Intenta hacer lo mismo. Por lo menos inténtalo. De hecho nunca serás un ángel y no serás capaz de adorar así a Dios en la Eucaristía. Pero por lo menos inténtalo.

Creer es muy difícil, pero es gracias a la fe que puedo descubrir a este Dios maravilloso que se revela y al mismo tiempo se esconde de manera tan perfecta. Ama, pero yo no veo su amor. Estoy desesperanzado, pero sin fe yo sé que, no obstante, Él está a mi lado tan cerca para salvarme y que no necesito tener miedo de nada. Este camino por el que voy hacia ti es admirable. Porque tú me precedes y haces que yo siga tus huellas que, al caminar, dejaste precisamente para mí.

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