Buch lesen: «Yo Soy El Emperador»
Stefano Conti
Índice
Cubierta
Yo soy el emperador
Prólogo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
Prólogo
26 de junio 363 d.C.
L a batalla entre el ejército romano y el ejército persa se vuelve más sangrienta. De pronto, el tiempo parece parar, una jabalina se clava en el estómago de Julian.
«¡Corre, han herido al emperador!»
El joven soberano se balancea sobre su caballo y cae. Ya en el piso, trata de sacarse la espada y se hiere los dedos: «Leonzio, quítame esta lanza».
«No puedo, mi señor. Moriría».
«Ya estoy muerto». La sangre sale de manera abundante. «Solo quiero terminar mis días como un guerrero, ayúdame a subir a mi caballo».
El guardia de confianza, por primera vez, no obedece: «Trae a Oribasio, ¡rápido!»
Julian entiende que es el día que ha marcado por el destino: «No quería escuchar a los arúspices, pero sabía que la estrella fugaz anunciaba mi fin».
Oribasio, el médico personal, trata de detener la hemorragia en vano.
El príncipe lo mira con benevolencia: «No te preocupes. Los dioses me esperan. Estoy listo».
El amigo médico lo abraza con fuerza: «Leonzio, ayúdame a llevarlo a campamento».
«¡No!» Julian lo detiene. «Te pido un último favor, llévame a la orilla del Tigris».
Mientras tanto llega Massimo, guía espiritual del emperador, filósofo: «Alejandro Magno es quien lo ha inspirado. Quiere tirarse al río y hacer que el cuerpo desaparezca entre las olas. Cuando su cuerpo desaparezca para siempre, diremos que ha ascendido al Olimpo en un carro de fuego. Nosotros, paganos, podremos celebrar así un nuevo dios: ¡Julian!»
Sin embargo, una centena de soldados bloquearon el acceso al río: «¡Alto! Nos cristianos no lo permitiremos. Ninguno se atreva a desaparecer el cuerpo de Apóstata, ni ahora ni nunca. Impediremos que alguien invente que ha ascendido al cielo».
Julian mira la tierra empapada de su sangre, después mira al cielo: «¡Helios, aquí estoy!»
I
Viernes 16 de julio de 2010
H oy, con este calor pegajoso no es el día adecuado para volar, pero ningún día lo es. Siempre tengo miedo cuando no soy yo quien tiene que manejar, incluso si fuese solo un trineo sobre una superficie suave de nieve. En la famosa lista de Dustin Hoffmann/ Rain man , ¿fue Turkish Airlines una de las compañías que se cayó?
Mientras tanto, espero a que dos ancianos acomoden su equipaje, un steward se acerca. Se dirige hacia la muchacha que acaba de sentarse: «Disculpe señora, no puede estar allí».
«Es el sitio de mi esposo, pero…»
«Le dejé el asiento de la ventana a mi esposa» dice su esposo de unos setenta años. «Sabe, a ella le gusta ver por la ventana».
«Entiendo señor, pero ella debe sentarse allì» insiste el joven.
«¿Por qué?» pregunta la señora, que no quiere levantarse.
«Porque», explica con gentileza el aeromozo, «aquella ventana también es una salida de emergencia y usted no sería capaz de abrirla en caso de…»
«¿Existe… esta posibilidad?» intervengo.
El aeromozo responde dirigiéndose al turista de edad avanzada: «Si sucediera, su mujer sería capaz de abrirla con fuerza. No lo creo».
«Ah, en caso de…» repito alejándome de los tres visiblemente preocupado.
Me siento. Tengo los auriculares del mp3 escondidos por mis rizos que están delante de mis orejas (estoy convencido de que es inútil apagar los aparatos electrónicos). Un clásico de Vecchioni ahoga los rumores de la fase más crítica: el despegue.
El aterrizaje en Ankara es suave. De todas formas, cuando baje, me gustaría besar el suelo, como lo hacía el Papa. No se puede respirar, la pista brilla. Todos los aeropuertos son iguales: los mismos carteles, los mostradores en los mismos lugares. ¿Encontraré mi maleta en la cinta o la habrán enviado a San Petersburgo? Increíblemente la maleta sí está y, en el segundo intento, cojo la correcta (todas las maletas son iguales: tarde o temprano tengo que decidirme y ponerme una etiqueta con mi nombre).
La cola en las aduanas es lenta. Cuando llega mi turno, haber hecho mi doctorado en Alemania es útil por primera vez.
« Sprechen Sie Deutsch?» pregunto.
« Ja» responde seco el oficial de aduanas.
Saco mi pasaporte del bolso y se lo entrego. Examina la foto con detenimiento, alza la mirada que cruza la mía y luego vuelve a mirar la foto, finalmente me pregunta si soy Francesco Speri.
Asiento con la cabeza. De hecho, no me parezco mucho a la foto que me tomé hace 5 años y 12 kilos.
La mirada del oficial de aduanas se vuelve seria de repente. « Können Sie mir folgen?» exclama con tono marcial.
Asombrado por el pedido de seguirlo, le pregunto, quizás algo grosero, por qué. El firme oficial de aduanas insiste y me veo obligado a seguirlo.
Pasamos por un largo pasillo oscuro, a los lados hay varias puertas cerradas; parece un hospital antiguo lúgubre, de esos que todavía que puede encontrar en los pueblos. Con un gesto, me invita a entrar a la última habitación de la derecha. Un hombrecito de pie con botas militares le dice algo a otro, decidido a redactar algo en una máquina de escribir antigua. El hombre debe ser un mayor, un coronel, en todo caso un pez gordo. Con una media sonrisa bajo su negro bigote, me invita a sentarme, agarrándose con sus regordetas manos al respaldo de una incómoda silla de madera. Luego, el “jefecito” habla de forma animada con el oficial que me trajo aquí. El otro empleado deja de escribir y interviene en el diálogo, silenciado por los dos de inmediato. Por primera vez, desde que me fui, me viene a la mente el profesor Barbarino, quien es el motivo de mi viaje: insistió en que aprendiera turco para cavar con el aquí. Siempre decía que no era arqueólogo, sino historiador y, en todo caso, para hacer excavaciones arqueológicas no hace falta hablar, para todo lo demás solo bastaba con que él hablara con las autoridades.
La ansiedad me arremete, mientras los minutos pasan lentos. Los oficiales de aduanas gritan en turco y supongo que están hablando de mí: de vez en cuando me señalan con un leve movimiento de cabeza. Levanto la mirada: un papel marrón está pegado lo mejor posible sobre las baldosas blancas. Detrás del general (mientras tanto lo he ascendido: parece que él es quién toma las decisiones), hay una imagen enorme de alguien con uniforme oficial de alto rango.
« Haben Sie verstanden?»
[¡Cóme puedo entender si hablan en un dialecto de las montañas del este de Anatolia!]
Me explican que harán venir a alguien de la embajada italiana y pregunto por qué. Nadie se digna a responderme. Este “general” habla poco y sonríe mucho. ¡De manera instintiva, no me inspira confianza!
El ofial de aduanas que me ha traído aquí pregunta, mejor dicho, me ordena de seguirlo de nuevo. Cuando me despido del cuadro de la pared, supongo que es el mismo general que está allí cuando era joven. Por otro lado, todos los hombres con bigote me parecen iguales.
Regresamos por el mismo pasillo y entramos a una habitación aún más oscura; sin rejas, pero parece una celda. Quizás porque no hay ventanas o porque el oficial de aduanas se para frente a la salida, como bloqueándola con su imponente complexión.
Paso una hora interminable encerrado en esa habitación. No sé qué me pasará. De repente, oigo un ruido de tacones distante, pero luego se detiene, siguen voces indistintas y se acercan los tacones…
«Buenos días, soy Francesco Speri» me levanto.
Entra una chica de 35 años, pequeña, de cabello largo: «Buenos días, me llamo Chiara Rigoni, soy la intérprete de la embajada».
Le estrecho la mano durante un buen rato, como quisiera aferrarme a ella, como una tabla de salvación: «¡No entiendo lo que ha pasado! Han hablado por mucho tiempo entre ellos e ignoro cuál es el problema, después me han encerrado aquí y…»
El oficial de aduanas me interrumpe, ahora se apoya en el marco de la puerta con una fingida naturaleza y se dirige en turco a esta Chiara.
«Dicen que no ha sido detenido, estaba esperándome aquí. De todos modos, voy a hablar con el teniente Karim» dice Chiara al salir.
¿Serà italiana o turca? La tez clara y el cabello rubio, aunque quizás no sea natural, no la hacen parecer turca, pero es muy formal, no es la típica italiana. En todo caso, ¡el del bigote negro solo es un teniente!
Mientras tanto, el oficial de aduanas se para en la entrada, una vez más. Podrá ser cierto que no me han detenido, pero todavía me siento asfixiado. Luego, me surge una duda: «Disculpe, entonces, ¿usted me entiende?»
Él lo niega en tono monótono, confirmando mi sospecha. Me había levantado para preguntarle esto y con un gesto autoritario me “recomienda” regresar a mi sitio. No hay necesidad de causar controversias; regreso.
Esa larga espera sentado, con el miedo a lo que me pueda pasar cuando me levante, me hace recordar los domingos a ver los partidos del equipo en el que jugaba de niño, con las ganas, pero también el miedo de que me llamen al campo de improviso.
Nunca me he sentido inclinado por jugar fútbol, en particular en un país como el mio, en el que admitirlo es casi una herejía: un hombre, como hombre, debe saber jugar fútbol. Intenté unirme al equipo del barrio como delantero porque todo el que juega fútbol solo tiene un propósito: hacer goles. Me di cuenta rápido que casi nunca alcanzaba ese objetivo; antes se enteró el entrenador, que me atrasó y me puso al centro del campo. Con el cambio del entrenador (lo banquillos no solo saltan en la serie A) me mandaron de inmediato a la defensa, donde aprendí una sola jugada: tirarme al suelo como en un tobogán cuando llegaba un atacante. Normalmente, fallaba el balón y, por suerte, también las piernas del oponente. Era lo único que sabía hacer, tanto así que retrocedí aún más: a la portería. Más atrás no podía ir, a no ser que me convirtiera en recogebolas. Escapé de esa humillación y me retiré lo antes posible del equipo. Pero fui el portero durante un año aproximadamente o, más bien, el segundo portero. Ahora, entre los postes de la serie A, hay jóvenes guapos, rodeados de hermosas modelos, pero, en aquel entonces nadie quería quedarse en la portería (desde allí no se podían hacer goles) y siempre ponían allí al más “torpe” del grupo. Bueno, ¡qué satisfacción, yo era el segundo!
Me levanto del “banco” de las aduanas turcas solo cuando escucho el ruido de los tacones de nuevo…
«Todo está bien, ahora lo llevo a solicitar un documento provisional para los días de estadía aquí. El lunes le devolverán el pasaporte» dice la intérprete.
«¿Pero qué pasa?»
«Solo es un control» intenta tranquilizarme, poniéndome más nervioso. «El teniente Karim debe esperar el ok de la oficina del ministerio, que abre los lunes. Mientras tanto, vayamos de prisa a la embajada. La oficina cierra en una hora».
Sigo al traje gris a rayas fuera de ese horrible lugar. Chiara llama un taxi. La chica es amable pero distante. Mientras mira distraída por la ventana, a media voz me dice que es hija de italianos, que ha nacido y vivido en Turquía, aprendió italiano con sus padres, pero ellos nunca se adaptaron al turco y abrieron una heladería en un pequeño pueblo cerca de Ankara.
«Me gustaría visitar Italia: Venecia, Padua, Jesolo, Oderzo…»
Tenemos otras ciudades decentes, en la Toscana y el resto de la península, pero intuyo que su gente es del Véneto y no replico. Incluso, en Alemania, las heladerías italianas son todas venecianas. Aquella región, por el cono, se parece a la Campania por la pizza.
En la embajada me dan un documento, en el que me debería garantizar moverme libremente, pero cómo ha comenzado el viaje…
«Me temo que no llegaré muy lejos con este pase. No estoy aquí de vacaciones, sino para traer de regreso a Italia el cuerpo de mi profesor universitario y exjefe…»
«¿Está enterrado en Ankara?» pregunta, sin haber comprendido bien el problema.
«Luigi Barbarino, así se llamaba, ha muerto hace una semana, mientras escavaba en un sitio arqueológico en Tarso. Tengo que ir hasta allá para recuperar el cuerpo…»
«Tengo un amigo que vive en Tarso… digamos que es un examigo. Puede ayudarte. Es ingeniero en una industria petroquímica. Te escribo su dirección» dice y arranca una página de un diario en el que escribe algo.
No me gustaría aprovecharme, pero: «Gracias, pero ¿cómo hago con la lengua?»
«Êl habla muy bien italiano» responde casi enfadada. «Yo le he enseñado».
«¿No tienes su número de teléfono? Así lo puedo llamar desde aquí».
«La verdad es que lo borré, pero si vas a esta dirección, seguro lo encuentras. Dile que vas de parte de Chiara».
Ella me trata como un niño. Me acompaña a la estación de autobuses, pide un boleto a mi nombre y subo al autobús. Se desprende un aroma que huele a misterio y a oriente. Me alejo de ella, pero primero le escribo mi número de teléfono en un papel.
Desde afuera, el autobús se ve bonito, con su estilo de años 60. En cuanto entro, me doy cuenta de que realmente es de esa época. Además, todos fuman: no se puede respirar. Afortunadamente, las ventanas de los años sesenta se podían abrir. Viajo durante seis horas con la cabeza fuera, como hacen los perros (quién sabe por qué). Así con la cabeza afuera, veo Ankara, hasta ahora solo había conocido sus tristes oficinas. Los edificios me recuerdan a la interminable superficie de Londres, de casas grises e indistintas, con una diferencia: ¡aquí son más decadentes! Por un instante, borro de mi vista las casas y cúpulas de las mezquitas, trato, en vano, de ver la columna que la ciudad de Ancyra (Ankara de la época romana) había erigido para honrar al emperador Flavio Claudio Julian.
¡El querido Julian!
Durante años, he tenido una obsesión con el último emperador pagano de la época romana. Cuando estaba en la universidad, escribí varios artículos y un par de libros sobre él. Apodado Apóstata porque como cristiano se convirtió al paganismo. Luego, trató, a lo largo de su corta vida, de atraer a nuevos fieles, reformando la religión tradición. La utopía era convertir de vuelta todo el imperio al paganismo, ahora inevitablemente cristianizado. El motivo de mi fascinación por él está todo aquí. El emperador Julian quería cambiar el mundo, sin darse cuenta de que el mundo ya había cambiado, pero en una dirección completamente diferente y ya no había vuelta atrás. Aún en el avión, me prometí que la columna del emperador filósofo sería lo primero que vería en Ankara, pero después de este lío burocrático…
En realidad, Julian es el verdadero motivo que me impulso a venir a Turquía. La misión oficial sería recuperar los restos del pobre Barbarino, pero estoy aquí, sobretodo, para ver la tumba del querido emperador, nunca encontrada hasta ahora. Poco antes de morir, el profesor me había escrito que ¡lo había encontrado al fin!
El autobús va muy rápido por la llanura desierta sin fin. Me quedo dormido imaginando que estoy en una de esas películas en la que el protagonista recorre estados americanos de costa a costa en autobús.
Mientras tanto, en Ankara, el teniente Karim, el de la interminable tarde en las aduanas, regresa a casa, en la que lo esperan sus dos hijos. La madre de los niños se había ido por años. Aturk, el mayor, había estado detrás de la puerta durante varios minutos y la abrió en cuanto escuchó el ruido del viejo vehículo pequeño.
«Entonces, ¿me lo dará?»
«¿Ni siquiera me saludas?» responde con brusquedad el padre.
«Bienvenido, señor teniente», dice Aturk con un tono serio fingido y vuelve a preguntar: «¿Lo tendré?»
Karim no responde, entra a la casa, deja su chaqueta de trabajo en el perchero, se sienta en su sillón marrón de la sala y su hijo lo sigue.
«No me han dicho nada».
«Pero ¿no puedes llamar tú? ¿Te das cuenta de lo importante que es?»
«Lo sé» responde él cortante. «Tráeme algo de beber».
El teniente se levanta para coger su chaqueta, saca un pequeño diario de cuero negro del bolsillo interior, vuelve a la silla maltrecha y marca el número: «Buenas tardes, soy…»
«¡No diga su nombre!»
La voz al otro lado del teléfono lo interrumpe de inmediato. «Le dije que no me llame».
«Sí… es verdad, pero, sabe…»
La misteriosa voz lo interrumpe: «¿Ha hecho lo que le pedí que hiciera?»
«Sí, el señor…»
«¡Le he dicho que no diga nombres!»
«En resumen, ese italiano: lo detuvimos retrasamos todo el tiempo que pudimos. Ahora que tiene un pase de la embajada, recuperará su pasaporte recién el lunes».
«¡Bien! Recuerde. Cuando regrese a Ankara con el ataúd haz lo que te escribimos».
«Sí, sellarlo bien y grabar las letras…»
«Siga las instrucciones» lo interrumpe la voz autoritaria.
El teniente continúa temeroso: «Por supuesto. Quisiera saber si, según lo acordado, mi hijo…»
«Puede hacer la solicitud».
«Entonces me asegura que lo obtendrá…»
De nuevo la voz autoritaria: «Le he dicho que haga la solicitud: ¡Significa que será escuchada!»
«Yo... yo, le agradezco».
«Me despido. ¡No llame más a este número!»
«Gracias una vez más, buonas tardes».
Aturk regresa de la cocina con paso lento y torpe, cuida de no derramar una gota del vaso lleno de vino blanco barato: «¿Y?»
«Puedes hacer la solicitud».
Incluso el hijo no entiende lo que le está diciendo: «Ya tengo la solicitud hace meses…»
«Te he dicho que hagas la solicitud: el puesto es tuyo».
«Gracias, gracias». Aturk se acerca a su padre como para darle un beso, pero se limita a un abrazo, que le corresponde de manera fría.
«Vamos, ahora ve y prepara la cena para ti y tu hermano».
El teniente bebe lentamente su vino antes de acostarse, satisfecho de lo que había hecho ese día.
Sábado 17 de julio
Me había quedado dormido soñando con California, me despierto con ruidos de bocina y un grito incomprensible, mientras el autobús avanza lento a la estación. Tarso se parece a Palermo, famoso, según la película Johnny Stecchino, por su tráfico caótico.
Llego a pie al centro o, al menos, supongo que lo es. Paso por una puerta monumental de época romana (¿cuál es la famosa puerta donde Antonio conoció a Cleopatra antes de la derrota de Azio?). Aquí nadie sabe alemán, solo muestro la hoja con la dirección del ingeniero a, al menos, diez personas. Entre gestos y medias palabras en inglés, me indican un camino a lo largo del río Tarsus Cayi. Las memorias clásicas me recuerdan que es el Cidno, famoso en la antigüedad por sus aguas transparentes pero gélidas, tanto que Alejandro Magno corrió el riesgo de ahogarse en él. Ahora, se ha reducido a un río negro, por los vertidos de las numerosas industrias petroleras de la zona, supongo. Toco el timbre de la casa número 60, una especie de casa sobre esteras. Abre una anciana y encorvada señora.
«Busco a Fatih Persin…» digo en mi lengua materna, un poco perdido en mis pensamientos.
«Italiano, ven italiano» sonríe la anciana mostrando un poco los dientes que le quedan y haciendo un gesto. Luego, huye por una escalera.
Esta casa es rara. Está en la mitad del río, no tiene objetos ni muebles particulares, pero es original en su género. Me acomodo en una silla roja de madera con un asiento tejido de paja. El olor a salsa de carne a fuego lento está impregnado en toda la casa.
Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, muy alto y delgado, desciende de la destartalada escalera: «Buenos días, soy Fatih» me da la mano y dice algo a la señora.
«Soy Francesco Speri, Chiara me ha dado su dirección… Chiara…» me olvidé su apellido.
«Rigoni» completa un poco sorprendido Fatih. «¿Qué puedo hacer por ti?» El ingeniero habla mi idioma con cierta dificultad, pero nos entendemos. Mientras se sienta, llega su madre, por lo menos, creo que lo es, con una bandeja y dos tazas de café. Su aspecto no es muy atractivo. Algo flota en la taza y el olo es agrio. Sí, agrío, no amargo.
Le agradezco y cojo la taza enorme. «Chiara me dijo que podía pedirle ayuda. Tengo que seguir la carretera que bordea el río en dirección al monte Tauro. En algún lugar de allí, mi profesor de arqueología estaba cavando cuando…»
«No es como el cafè italiano, ¿cierto? Tiene limón», explica Fatih, al ver mi mirada de desconfianza. Sonríe: «No hay problema, hoy es sábado, puedo ir contigo en la moto».
Acepto la ayuda, no sin antes haberme tragado esa especie de limonada caliente con sabor a café.
Salimos de inmediato, sin casco. La moto, en realidad, es un scooter. No va más de 30 km por hora, pero incluso ahora, que no estoy manejando, ¡es como si fuese un avión! El camino es largo y sinuoso. En cada curva, abrazo más fuerte al pobre conductor, me da un poco de vergüenza, pero el miedo de caerme es más fuerte. Este tipo de carretera no parece terminar nunca… de repente, Fatih frena. Notó que había señales que indicaban trabajos en curso. Dejamos el scooter y seguimos a pie hasta una colina en pendiente. Este es el sitio que el profesor estaba excavando.
Pobre Julian, sepultado en un remoto páramo de montaña, lejos de ese fabuloso mundo sobre el que había reinado. En realidad, no fue su elección. Odio a los habitantes de Antioquía, desde dónde había partido para la expedición a Persia, se había propuesto acampar en Tarso al regreso, en lugar de volver a ver a los antioqueños. No regresó vivo de esa guerra. Sus oficiales, como una forma extrema de respeto, decidieron enterrarlo donde había decidido quedarse ese invierno: un invierno largo e interminable.
No se puede acceder a la excavación, la entrada esta protegida con un rudimentario alambre de púas. Un hombre, fastidiado agarrando el sombrero de paja que tenía en la cabeza, se acerca. Parece sospechoso, pero en cuanto menciono a Luigi Barbarino se abre con nosotros y se presenta como el asistente del profesor. El sol golpea sin descanso. Hace un gesto para seguirlo hasta una especie de almacén. Veo fragmentos de jarrones antiguos, huesos de animales, incluso, ollas sucias y ropa apilada. En ese almacén, cubierto con placas de aluminio y lleno de polvo, ese extraño tipo no solo trabaja ahí, creo que incluso duerme y come ahí.
Quisiera la información sobre el increíble descubrimiento del Apóstata. Con el semblante triste, le pido a Fatih que traduzca primero noticias del profesor.
La expresión de mi “intérprete” se torna preocupada y, luego, lúgubre. Por otro lado, no había tenido tiempo de contarle sobre la salida del “queridísimo”. «Dice que encontró muerto al profesor el sábado pasado, al pie de… ¿Cómo se dice el gran descenso?»
El asistente asegura que el viernes pasado, antes de irse, vio al eminente arqueólogo realizando reconocimientos en el sector que estaba excavando y, a la mañana siguiente, lo encontró un poco más arriba, tirado en el suelo. Había tenido un ataque cardíaco y, luego, rodó por el escarpe. El turco no parece, particularmente, disgustado. Quizás trabajar con el profesor le ha dejado el mismo efecto que a mí: fastidio. El asistente, de baja estatura, pero ágil, nos lleva al lugar del desastre. Está ansioso por mostrarnos la ubicación exacta del descubrimiento.
«Eso de ahí arriba, ¿qué es? ¿Una tumba?» pregunto.
«Sí, estaba tomando fotos allí. Era muy importante. Había encontrado una piedra con una inscripción cuando sucedió» traduce Fatih.
Subo jadeando la colina arriba, seguido de los dos. Derrumbado, en el suelo, veo los restos de lo que podría ser un edificio funerario. No veo el epígrafe que debería haberse colocado en la entrada. Solo aquella piedra inscrita, que encontró el profesor la semana pasada (de la que me había contado por mail), puede confirmar que Julian está enterrado aquí.
«¿Qué pasa con el material que se ha encontrado aquí?» pregunto con una indiferencia fingida.
«Se queda en el almacén, en el que estábamos antes, por un corto tiempo. Luego, espera que venga un funcionario del gobierno y se lo lleva todo» me informa Fatih.
Tengo que acelerar los pasos. «Tengo que ir al baño» digo tocándome el estómago.
«Solo hay uno en el almacén».
«Recuerdo el camino, se pueden quedar aquí, gracias».
Voy al cobertizo de prisa y comienzo a buscar desesperadamente entre un montón de cajas. Trato de mover algunas, pero son pesadas. En cada una hay algo escrito en un marcador azul descolorido. Debe ser la fecha y el sector de excavación del que provienen los hallazgos.
¿Cuándo me escribió el profesor sobre el descubrimiento de la tumba? Miro la caja del 9 de julio, solo hay fragmentos de yeso y cerámica común. Es obvio, el descubrimiento deber haber sido un día antes de que me enviará ese mail el 9 en la mañana. Luego, esa misma noche murió.
Abro la caja del 8 de julio y, no sé si lo puedo creer, ¡encontré el epígrafe!
Un fragmento de mármol, de un poco menos de un metro de largo, grabado en griego. Tengo prisa, pero lucho por descifrar las letras mal conservadas. Tomo muy rápido algunas fotos con la inseparable Nikon.
Después, con una hoja de papel de seda sobre la mesa y un lápiz, pruebo un yeso improvisado. Es una técnica rudimentaria pero efectiva, que aprendí durante mi especialización en Alemania. Frotó el lápiz en la hoja que estaba sobre el epígrafe, las ranuras de las letras ahuecadas dejan un vacío: la hoja está totalmente gris, menos los espacios en blanco que delimitan con precisión la forma de las letras grabadas.
He perdido mucho tiempo, corro de regreso a la trágica pendiente: «Lo siento, no sé si fueron las curvas del viaje o la historia sobre la violenta muerte del profesor, pero me sentí mal. Ahora, ya estoy mejor. De todos modos ¿aquí está el profesor?»
Los dos me miran confundidos.
«Es decir, ¿puedo recoger el cuerpo del profesor? Me pidieron que lo llevara a Italia y…»
«No. Está en la morgue municipal... Sé dónde está. Si quieres, te llevo de inmediato» se ofrece Fatih de manera cortés.
Agradecemos al asistente, quien se aleja observándonos fijamente durante mucho tiempo.
Regresamos al scooter.
« Gülek Boğazi» grita Fatih poco después de haber salido.
En el ruido de la moto y el miedo no entiendo nada.
« Gülek Boğazi» insiste, mientras señala un desfiladero natural en las montañas.
Miro hacia abajo y entiendo, son las Puertas Cilicias, el único punto de paso desde la antigúedad entre la Anatolia Interior a la costa. Por aquí es por dónde pasó Alejandro Magno, un líder que fue modelo para mucho, incluso para Julian.
« Gülek Boğazi» repito, mientras que el precipicio me hace estrujar más al conductor.
El descenso, como suele suceder, es peor que el ascenso. La moto parece no tener frenos y, en cada curva, más que admirar la vista, pienso en la posibilidad de acabar abajo. Luego, al final, la moto gira y seguimos adelante.
Cuando llegamos al hospital de Tarso, mi rostro está muy pálido, tanto que corro el riesgo de que me confundan por un paciente. Fatih le pide información a una enfermera que pasa. Sigo a mi compañero de aventuras, arrastro los pies por largos pasillos subterráneos hasta una fría habitación.
El anatomopatólogo se tuerce la nariza aguileña, de manera imperceptible, cuando le muestro el pase de la embajada. De todos modos, me hace firmar una serie de papeles: quizás está ansioso por deshacerse del cuerpo. Se levanta, me entrega dos copias del informe médico y me da la mano, luego el brazo y la mano una vez más. Es una forma extraña de saludar.
«Tienes que entregar estos documentos en la aduana para llevar el cadáver a Italia», traduce Fatih. «El ataúd está en el auto y allí regresarás a Ankara», agrega.
Le agradezco por la traducción y la ayuda; y lo abrazo. Me he acostumbrado a viajar en moto. Intento poner 100 euros en su bolsillo. El ingeniero se siente ofendido por el gesto.
«No, es un places. Saluda a Chiara o mejor no. No molesto, pero si ella… este es mi número».
«En realidad, no sé cómo agradecerte por todo. Saludos a… tu madre».
Afuera, hay una ambulancia estacionada. Me imagino que es la que tiene el cuerpo. Empiezo a subir, cuando dos matones, de mal aspecto, se me acercan. Intento escapar. Los dos me siguen y, mascullando frases incomprensibles, me empujan frente a una camioneta blanca, destartalada. Ese es el medio de transporte designado. Veo el ataúd en la parte trasera que está descubierta. Los dos tipos me cargan y hacen subir atrás, junto al ataúd. Ellos se sientan adelante.
El terrible viaje de ida de anoche fue un paseo comparado con esto. Estaba lleno de fumadores y tuve que viajar con la cabeza fuera, pero aquí estoy al aire libre, ¡solo y con un muerto al lado! El ataúd, atado con sogas improvisadas, parece sacudirse con cualquier bache. Me escondo en el lado opuesto. No me atrevo a acercarme. Tengo el terror absurdo de encontrarme cara a cara con el cadáver. Después de que dejé mi trabajo en la universidad a regañadientes, no he querido volver a ver al profesor vivo y ¡muchos menos muerto!
Pienso en lo que pasó el día anterior y en el que me espera. La sola idea de volver a la aduana me da escalofríos. Por otro lado, tengo la tarea que me encomendó el decano de la Facultad de Letras: traer el cuerpo de regreso a Italia. Repito esta frase para recargarme durante el largo viaje, mientras el viento me golpea con fuerza.
Domingo 18 de julio
Son alrededor de las tres de la mañana cuando la furgoneta se detiene. Me temo que quieren dejarme aquí, en medio de la nada.
Los dos bajan y se dirigen a mí en un lenguaje oscuro.
El más pequeño, o mejor dicho, el menos grande repite la misma frase haciendo gestos exagerados con las manos. Supongo que tengo que bajarme. Los sigo hasta la choza destartalada, es una especie de zona de descanso, que va de lo familiar a lo sórdido. De inmediato, corro al baño. Esto es lo que se entiendo por un baño turco: una letrina sucia y maloliente.