La muerte no existe

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La muerte no existe
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LA MUERTE NO EXISTE

LA GRAN METAMORFOSIS

SIXTO PAZ WELLS


Categoría: Desarrollo espiritual

Colección: Trascendencia y muerte


Título original: La muerte no existe. La gran metamorfosis


Primera edición: Abril 2020

© 2020 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com


Autor: Sixto Paz Wells

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Foto de portada: @Shutterstock

Maquetación: Lucía Alfonsín Otero


ISBN: 978-84-18263-16-3

Impreso en España


No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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A mi amada esposa Marina, invalorable

inspiración a lo largo de mi vida.

Muerte es sinónimo de cambio y metamorfosis en un universo dinámico de transformación continua.

La muerte no existe realmente como el final último de la vida, porque es simplemente un paso más, un cambio de traje, una purificación e iniciación a manera de investidura hacia estadios superiores.

Los Guías Extraterrestres

Introducción

La energía no se destruye, solo se transforma.

Ley de Lavosier


La muerte no existe, solo existe la transformación continua. Somos emanaciones del Sol Central y debemos volver a él, como soles generando luz propia, irradiando conscientemente vida y esperanza a sistemas y galaxias.

Los guías extraterrestres

Cuando era un niño pequeño aún no existía la televisión, por lo que solía sentarme en el suelo de madera de la habitación de mi abuela Virginia, al pie de su cama, acompañándola mientras ella escuchaba música y algún que otro programa de radionovela en su vieja radio. Ella era muy culta y generosa, a pesar de su imagen siempre seria e inalterable. Nunca me besó ni me acarició, ni me dijo que me amaba o cuán orgullosa estaba de mí o lo especial que era yo para ella; sin embargo, pagó mis estudios del colegio cuando mis padres no pudieron hacerlo.

Realmente nunca me dijo mayor cosa. Solo se expresaba mediante su particular silencio, con un permanente ceño fruncido. Ciertamente ella había sufrido mucho desde pequeña como hija natural no reconocida de una familia muy pudiente. Después quedó viuda muy joven con cuatro hijos a cuestas y tuvo que soportar la muerte de uno de ellos que se llamaba igual que yo.

Ella siempre tuvo preferencia por mi hermano mayor, que se parecía mucho a su hijo desaparecido. Por ello solo se dirigía a mí cuando tenía que llamarme la atención, y siempre lo hacía de una manera hosca e hiriente. Aun así yo la amaba porque era mi abuela.

En su ropero de madera oscura guardaba algunos de los cientos de libros que había leído en su vida sobre esoterismo y espiritismo. Entre los libros de mi abuela se encontraba el Kybalion, que era uno de los que más consultaba ella y donde se encontraban las enseñanzas de Hermes Trimegistro.

Era una apasionada de los temas metafísicos. Su carácter y su temperamento tan recio y fuerte, propio de una viuda que había conocido de manera muy temprana y cercana la muerte de los que amaba, me ayudaron a templar mi forma de ser y me convirtieron en una persona decidida y valiente, aunque también necesitada decirles a los demás cuán importantes eran para mí y cuánto les agradecía su existencia, así como procurar cualquier excusa para expresar mi afecto.

Una noche, mi abuela notó que yo observaba con curiosidad la carátula del libro que tenía sobre su mesilla de noche, aunque yo no me atrevía a tocarlo sin su permiso. Inmediatamente detectó en mí la inquietud por los temas que a ella le fascinaban, por lo que sorpresivamente me apoyó financiándome una pequeña biblioteca personal de esos temas. De manera que en plena adolescencia fui leyendo esos textos esotéricos editados en Argentina y así pude entender mucho de lo que ocurre en otros planos de existencia, información que complementé con libros que pertenecían a mi padre y que eran de origen brasileño, los cuales trataban sobre la «vida en el mundo espiritual».

Vivíamos con mis padres y mis hermanos en la casa de mi abuela. Mi padre había sufrido un terrible accidente de moto que le dejó postrado en estado de coma cuatro meses, lo cual poco a poco consumió todos sus recursos y le obligó a descuidar su empresa, que finalmente quebró. Tras su recuperación le llegó una efímera época de bonanza, pero hizo pésimas inversiones que le llevaron a perder todo lo que tenía, con lo que sometió a mi madre a una vida siempre ajustada económicamente. La casa era grande y muy antigua, de comienzos de siglo, muy «cargada» o «pesada», como suelen decir cuando se registran una cantidad considerable de fenómenos paranormales (poltergeist). Mi abuela se la había comprado a los dueños originales, una familia británica, pagándola en su tiempo con libras esterlinas y remodelándola para darle un estilo más moderno y actual.

Desde muy niño recuerdo con mis hermanos haber visto sombras y siluetas antropomorfas en varios sectores de la casa, que no podían ser consecuencia del temor o la sugestión propios de la edad. Tiempo después nos enteramos de que mi abuela, mi padre y sus amistades habían realizado allí ocasionalmente sesiones de espiritismo con la intención de descubrir los secretos del mundo espiritual.

Hace miles de años, en el Antiguo Egipto, Hermes Trimegistro –Thoth, el Atlante– enseñó que existen siete leyes o principios universales que rigen este universo material de siete dimensiones, donde todos coexistimos a través de siete cuerpos que nos permiten actuar conscientemente en esas siete dimensiones. Una de esas leyes es el Principio de Correspondencia, que señala que «Así como es arriba es abajo»; esto es que las mismas leyes que regulan el macrocosmos actúan en el microcosmos y viceversa, de tal manera que podemos entender cómo funcionan las relaciones en los planos y dimensiones más elevadas y sutiles observando cómo funcionan nuestras interacciones en nuestra vida cotidiana. Y que si queremos cambiar algo a nivel universal tenemos que enfocarnos en nuestra propia vida, para generar así una reacción en cadena. No es casualidad que el propio Maestro Jesús enseñara a través de ejemplos, como el del juez y la viuda, el Hijo Pródigo, los talentos, el siervo fiel, etc.

Si trasladamos esta concepción al tema de vidas sucesivas (reencarnación) podemos hacer la siguiente reflexión: si enviamos a nuestros hijos año tras año a la escuela para afianzar lo que han aprendido y para que aprendan cosas nuevas, así también Dios, en su infinita sabiduría y misericordia, sabiendo que el ser no llega a realizarse en una sola existencia física, le concede tantas vidas como sean necesarias para pasar al plano inmediato superior. Además, es evidente para todos que dos personas no nacen en igualdad de condiciones, ni tienen las mismas oportunidades, y que una vida en sí misma es insuficiente para aprenderlo, superarlo o lograrlo todo. Si no hubiese vidas sucesivas y aprendizaje continuo, todo sería un contrasentido y nada tendría lógica, solo habría caos y casualidad.

Pero la casualidad no existe. Otra de las leyes universales es la de «Causa y Efecto», por la que podemos entender que muchas de las cosas que nos ocurren en la vida son consecuencia de decisiones que tomamos en esta encarnación o en vidas anteriores. Bajo este planteamiento podríamos pensar que todo lo que nos ocurre negativo en la vida, como desgracias, pruebas y privaciones, es injusto, ya que no recordamos lo que hicimos o dejamos de hacer en vidas anteriores.

Todo cuanto nos ocurre en la vida forma parte de una experiencia infinita continua de crecimiento interior y madurez en conciencia. Las pruebas y dificultades buscan ayudarnos a crecer en capacidad y calidad de respuesta, lo cual nos ayudará en esta encarnación y en las sucesivas, perfeccionando nuestras aptitudes. Aunque uno no recuerde al detalle sus existencias pasadas, la madurez y el aprendizaje conseguidos se mantienen de una vida a otra y nos proporcionan ventajas para enfrentar las pruebas actuales. Somos la consecuencia de nuestras vidas anteriores; nunca hemos sido mejores de lo que somos ahora, aunque lo más importante es saber que somos susceptibles de mejorar y que finalmente todo nos llevará indefectiblemente, tarde o temprano, hacia la luz, la felicidad y la evolución.

La Biblia nos enseña: «Haz con otros como quisieras que hicieran contigo; no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti», por lo que podríamos decir que el propósito de las sucesivas vidas es que aprendamos a ser solidarios y compasivos unos con otros y que activemos en todo y en todos la fuerza más poderosa del Universo, que son el amor, el respeto, la comprensión, la tolerancia y el perdón.


El autor, en representación de su creador

 

Capítulo I.

La historia

de Camila

Qué es la vida, un frenesí,

qué es la vida, una ilusión

una sombra una ficción;

que el mayor bien es pequeño,

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

Calderón de la Barca, La Vida es Sueño

Eduardo C. murió en la ciudad de Quito (Ecuador) en 1996. Dejó tras de sí una vida pletórica de realizaciones, así como una extensa y bella familia agradecida por las innumerables acciones de ese patriarca justo y amoroso. Había sido dueño de una empresa de curtiembres y desde que nacieron sus hijos sembró en ellos adecuadamente los valores del trabajo, la dedicación y la superación, que fueron creciendo en el seno de un hogar bien sustentado por el amor y los cuidados de Anita, su mujer.

Eduardo había tenido varios hijos con Anita, pero por diversas razones, Rafael, el cuarto de ellos, era su preferido. Precoz y acucioso desde niño, estaba ávido de aprender todo lo que hacía el padre y destacó rápidamente en todo lo que se proponía. Con los años llegó a graduarse como ingeniero y creó su propia empresa con máquinas que él mismo armaba y desarmaba, manteniéndolas operativas donde muchos otros se hubiesen desanimado.

Rafael se casó y llegó a tener tres hermosos y brillantes hijos, orgullo de cualquier padre.

En el año 2002, seis años después de la muerte de Eduardo, nació la hija de Mauricio, el hermano mayor de Rafael, a la que llamaron Camila. Desde que nació, la sobrina produjo una inexplicable fascinación en Rafael, a tal punto que la esposa de Mauricio le dijo a su marido que había pensado nombrar padrino a Rafael de su Camila por la extraordinaria empatía que tenía con la niña, porque era evidente que era quien, además de sus padres, más la quería.

El tío Rafael se mantuvo pendiente de Camila y la consintió desde muy pequeña, incluso pasando mucho tiempo con ella, a pesar del gran amor y atención que tributaba a sus hijos. Era algo incomprensible para todos, especialmente para el propio Rafael. Y era tanto el deseo de pasar tiempo con su sobrina que se ofrecía una y otra vez para llevarla personalmente en su coche a cuanto compromiso ella tuviera, ya fuera a la piscina, al ballet, adonde fuese. Naturalmente esto llegó a provocarle celos a Mauricio, el padre de la niña.

Una de esas veces que Rafael llevaba a la pequeña Camila en su coche, ella, que estaba sentada en la parte posterior, insistió en ponerse delante, cosa que no era adecuada por ser ella pequeña. Pero fueron tales los ruegos que el tío accedió y le colocó el cinturón de seguridad. Nada más sentarse ella en el lado del copiloto, cruzó las piernas como una persona mayor y entrelazó los dedos de las manos sobre sus rodillas como lo hacía su abuelo Eduardo. Resulta que en los últimos años de su vida don Eduardo era llevado regularmente por Rafael a sus chequeos médicos y el anciano patriarca, en cuanto se sentaba en el asiento delantero del copiloto cruzaba las piernas y colocaba las manos en la misma posición que ahora adoptaba su nieta Camila. Rafael no había relacionado la postura de la niña con la que adoptaba su padre, pues estaba concentrado en conducir el coche, cuando de pronto la niña se gira y mira a su tío Rafael y le dice:

–¿Recuerdas, Rafael, cuando yo era tu padre?

–¿Qué dices, Camila? ¿Que tú fuiste mi padre?

–¡Sí!… ¿Recuerdas cuando me llevabas en tu otro coche al médico?

Rafael comenzó a reírse nerviosamente y no atinaba a decir nada. Solo escuchaba a la niña pensando que bromeaba o fantaseaba.

Tiempo después Rafael me buscó para contarme la experiencia que había tenido con su sobrina, quien aparentemente sería la reencarnación de su padre Eduardo ya fallecido. Le pedí entonces reunirnos y también con Mauricio, su hermano y padre de la niña. Ya congregados, Mauricio nos confió lo siguiente:

–Desde que empezó a hablar, Camila, en vez de llamarme papá me decía «Mauri», como solía llamarme mi padre, lo cual me extrañó. Desde muy pequeña, a los tres años y medio, sabía cosas increíbles y anticipaba acontecimientos. También relataba cosas sobre sitios y situaciones que era imposible que hubiese conocido. Llegué a pensar que podía ser memoria genética.

»Una vez íbamos en el coche por la calle y de pronto la niña, inquieta desde atrás, me dice: «¡Mauri, quita el pie del embrague! ¿No recuerdas cuando te enseñaba a manejar?». «¡Camila, por favor!... ¿Cuándo me has enseñado tú a manejar?». «¡Antes!... ¡Cuando era tu papá!».

»Y ciertamente mi papá me enseñó a manejar. Él tenía un Volkswagen y siempre me decía lo mismo: «¡Quita el pie del embrague!».

»Más adelante, la niña señaló una casa donde mi padre y nosotros sus hijos habíamos vivido 40 años atrás. Entonces ella me dijo muy excitada: «¿Te acuerdas, Mauri, cuando vivíamos en esa casa?». «¿Cómo te puedes acordar, Camila, si tú no existías en ese tiempo?». «¡Sí! ¡Fíjate, la entrada estaba allí! Pero han bloqueado la puerta y la han abierto al otro lado» dijo ella entusiasmadísima. Ciertamente, los dueños actuales habían realizado esas modificaciones.

»Otro día, cuando la niña tenía cuatro años, salimos al parque para volar una cometa, y nada más tratar de alzarla en vuelo ella me interrumpió quitándomela de las manos y diciéndome: «Ay, Mauri, ¡no sabes volar cometas! Te voy a volver a enseñar ya que parece que has olvidado lo que te dije cuando eras chico».

Después de que Mauricio me contara esto le pedí que hiciera un experimento recordando lo que hacen los lamas tibetanos cuando fallece el Dalai Lama: después de dos años realizan un estudio astrológico evaluando dónde podría volver a nacer, y finalmente recogen objetos diversos que le pertenecieron en vida y los llevan consigo y salen a buscar a su nueva encarnación. El experimento consistía en que le llevara a Camila varios objetos bonitos y llamativos, y entre ellos colocara algún objeto que hubiera pertenecido al abuelo Eduardo. Pero tenía que ser algo muy cercano y personal.

Mauricio encontró el antiguo mango de un cuchillo que usaba don Eduardo en la curtiembre. No tenía hoja, y lo metió entre los demás objetos. Era algo tosco y feo; difícilmente podría llamar la atención de una niña pequeña. Sin embargo, ella, ante el ofrecimiento de su padre de poder escoger uno de los objetos como regalo, al ver expuestos todos sobre una mesa, algunos de ellos hermosos y atractivos juguetes, después de observarlos detenidamente escogió el viejo mango del cuchillo y se puso a jugar con él.

Cuando Mauricio le preguntó por qué había seleccionado un objeto tan feo, ella le contestó:

–¡Porque este es mío!

Este relato real que me tocó escuchar de los mismos testigos es una comprobación más allá de toda duda de la existencia de vidas sucesivas, la reencarnación, y de que cuando las relaciones son muy intensas entre las personas estas vuelven a relacionarse entre sí. En el caso de Mauricio, al ser el primogénito se había quedado con un sentimiento profundo de insatisfacción por no haber contado con la atención y el cariño de su padre, cosa que ahora se cumplía al tener en su propia hija a ese mismo espíritu que venía a compensar lo que quedó pendiente.

Capítulo II.

Ani, la amiga invisible

Se dice que los niños crean amigos invisibles

para compensar carencias afectivas y de atención;

pero teniendo ellos los ojos de la mente y del corazón abiertos, sin las limitaciones de los adultos,

¿hasta qué punto esas entidades invisibles

son realmente imaginarias?

Enseñanzas Rama

Ingrid R., natural de Yucatán (México), de dieciséis años, sufría de endometriosis, lo cual le auguraba una vida con muy pocas posibilidades de quedar embarazada y tener sus propios hijos. Con el paso de los años conoció a quien sería su esposo y nada más casarse el médico ratificó el diagnóstico: ¡no podría tener bebés!

A los veinte años se había transformado en una eficiente empresaria que viajaba de un lado a otro de la República Mexicana, y a pesar de los numerosos cuidados y tratamientos que había seguido seguía imposibilitada para tener bebés. También padecía de una ovulación inconstante, lo cual le hacía pasar por largos periodos sin regla. De pronto en un chequeo, el médico le confirmó lo que era imposible: estaba embarazada y de cinco meses. El médico estaba tan sorprendido como Ingrid de que su embarazo no se hubiese detectado antes.

Pasado el tiempo de gestación nació el pequeño Eddie y siempre fue un niño solitario que decía que su único amigo era Ani, un personaje aparentemente imaginario. El grado de importancia que alcanzó Ani en la vida de Eddie fue tal que la madre tenía que tomar en cuenta a Ani en todo, servirle de comer, invitarlo a salir con ellos, despedirse de él por las noches…

Las recomendaciones de diferentes psicólogos apuntaban a que Ingrid dejara que el tiempo pasara para que Eddie se olvidara de este personaje, que se habría originado por la soledad y la personalidad del niño, de tal manera que al interactuar con otros niños en la escuela todo esto pasaría a ser una etapa superada de su crecimiento.

Ingrid no podía tener más hijos. El nacimiento de Eddie había sido un milagro que ya había descartado que se repitiera. Pero aun así se volvió a someter a un tratamiento para ver si había posibilidades de tener un hermanito para su hijo. Los tratamientos fueron muy agresivos: biopsias, legrados y medicación para forzar la menstruación y la ovulación. Hasta se planteó una laparoscopia para que pudiera bajarle la menstruación. Los doctores utilizaron todas las técnicas conocidas y confirmaron que no había posibilidades, ni tampoco nada en camino.

Como parte del tratamiento Ingrid tenía que ser internada, y para ello viajó primero a Mérida para dejar al pequeño Eddie, por aquel entonces de cuatro años, con su abuela, y de allí marchar hacia el Distrito Federal para someterse a una cirugía. Faltaban seis días para la operación y, todavía en Mérida, una de aquellas noches, Ingrid, que estaba preparando algo de comer en la cocina, escuchó al pequeño sollozar. El niño se encontraba en el segundo piso y al escucharlo se asustó, de manera que fue rápido a su encuentro. Cuando llegó, Eddie, envuelto en un mar de lágrimas, le dijo:

–¡Mamá, Ani se fue!

La mamá, tratando de consolarlo y convencerlo de que Ani no se iba a ir y que regresaría pronto, le pregunto:

–¿Cómo que se fue? ¡No, Eddie! ¿Por qué dices eso? Ya verás que no.

–¡No, mamá, Ani no va a volver! Porque me dijo que a partir de este momento tenía que entrar a tu pancita porque va a ser mi hermanita!

En ese momento Eddie señaló el vientre de su madre. Pero Ingrid no le creía. Pensaba que podía ser la ilusión y la imaginación del niño, deseoso de tener un hermanito. Así que lo abrazó tiernamente, luego lo acostó y lo acompañó hasta que se quedó profundamente dormido.

Al bajar las escaleras Ingrid sintió como si una persona pequeña le tirara de la playera. Giró de inmediato para ver si no era su propio hijo que se había despertado, pero no había nadie. En ese momento se le puso la piel de gallina y entonces escuchó una voz como de una niña que le decía inocentemente:

–¡Mami!

Era como la afirmación de «aquí estoy». Pero lo increíble de todo es que la abuela lo escuchó también, y también lo hicieron otros familiares que estaban en el primer piso.

Desde entonces Ingrid sintió la necesidad de hacerse la prueba de embarazo, que resultó positiva, algo imposible en vista de todo lo que le habían hecho y de todos los tratamientos a los que se había sometido. A partir de ese momento y sabiendo que estaba embarazada, se angustió pensando que podría sufrir un aborto en cualquier momento o que el bebé podría nacer afectado como consecuencia de todo lo anterior.

A los seis meses nació Itzel con muchos problemas, con insuficiencia respiratoria y reflujo, lo que auguraba un panorama fatal. Los médicos decían de manera pesimista que la niña, de solo 1,6 kg, no iba a sobrevivir, y que lo único que se podía hacer era esperar el desenlace final. A Ingrid le reiteraron una y otra vez que la bebé se estaba asfixiando y que no podía comer, por lo que moriría de un momento a otro.

Todo el mundo le decía, incluyendo sus parientes y hasta su marido, que tenía que hacerse a la idea de que la niña no sobreviviría. Habían pasado seis días desde el nacimiento y la niña estaba en casa, cuando de pronto dejó de respirar. En ese momento la abuela estaba hablando por teléfono con su marido y Eddie estaba en la sala. Ingrid, pendiente de la bebé, vio que la niña dejaba de respirar y cómo moría en sus brazos. Entonces dio un grito de alarma entre sollozos que atrajo a sus familiares, que la rodearon. Alguien, de manera inoportuna, le dijo:

 

–¡Déjala ir! Si esta es la voluntad de Dios, no la podrás retener. Ya nos habían advertido los médicos que esto pasaría.

En ese instante entró el pequeño Eddie a la habitación y se arrodilló en el suelo con los brazos en alto, y a pesar de sus cuatro añitos, se puso a orar llorando.

–¡No dejes que se vaya mi hermanita, mamá! ¡No permitas que se muera!

Ingrid reaccionó con coraje, desesperación e impotencia y le dio todo tipo de masajes a la bebé y le hizo respiración boca a boca. La niña ya llevaba en ese instante más de dos minutos sin respirar y se había puesto morada y había dejado caer sus bracitos y piernas.

La abuela reiteró entonces:

–¡La niña ya murió, hija! No te aferres a ella.

En ese momento, Ingrid, cargando a su hija, la empezó a sacudir violentamente ante la sorpresa general diciendo:

–¡Dios, no vale! Me mandaste a mi hija para cuidar de ella y ahora me la quieres quitar. Me la tienes que devolver.

»¡Devuélveme a mi hija!

Y, de pronto, como si el cielo hubiese escuchado la súplica y el justo reclamo, la niña volvió a respirar alzando los brazos y moviendo sus piernitas. En ese momento, lo único que pensó su mamá fue en regularle la respiración y ayudarla.

A pesar de ser tan pequeña, mientras intentaba respirar y volver en sí, la bebé apuntó su mirada hacia Ingrid como pidiendo ayuda. Luego su mirada se fue serenando y llegó a expresar una sonrisa y un sentimiento de gratitud por haberle devuelto a la vida. Eddie abrazó las piernas de su mamá y dijo, agarrándole las manitos a su hermanita:

–¡Gracias, hermanita, por haber vuelto y no haberte terminado de ir!

Con el paso de los años, Itzel (Ani) se convirtió en una niña preciosa, de buen carácter, amada y querida por todos. Las notas del colegio desde el jardín de infancia reflejaban que era alguien sumamente inteligente y precoz, muy altruista y preocupada por sus compañeros. Siempre era la primera en actuar frente a cualquier injusticia o abuso. A Itzel le gustaban las manualidades y aprendió con una increíble facilidad el arte del origami, por ejemplo. Entre otras cosas, la niña comenzó a escribir poesía y cuentos antes de los ocho años, que es cuando su madre se enteró de esta afición. Pero lo extraño es que escribía como una persona mayor, con mucho sentimiento y en género masculino.

Ella, desde pequeña, decía:

–¡Odio a los criminales! ¡No soporto ni permitiré las injusticias!

A Ani le costó mucho venir o volver a este mundo, empezando por el embarazo de su madre, su nacimiento prematuro y hasta sus limitaciones de salud que la llevaron a varias muertes clínicas. Los médicos le auguraban una vida llena de limitaciones por todo lo sufrido y padecido; sin embargo hoy por hoy Itzel está en perfectas condiciones de salud: es inteligente y perspicaz, en todo normal, aunque esboza una madurez impropia para su juventud y muchas veces se comporta como un anciano sabio.

Habría que analizar cuántos amigos invisibles hoy son parte de nuestra familia biológica; solo estaban esperando su momento para volver o integrarse y estar a nuestro lado.

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