Buch lesen: «El último tatuaje»

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Sergi Garcia-Martorell

El último

tatuaje


Ilustraciones interiores:

Aitor Irimia

Ilustración portada:

Nick Dancy


Primera edición: julio de 2021

© del texto: Sergi Martorell, 2021

© Ilustraciones interiores: Aitor Irimia, (@aitoririmia)

© Ilustración portada: Nick Dancy (@nickdancytattooartist)

Editado por BubbleBooks

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editorial@bubblebooks.es

ISBN: 978-84-122982-9-1

Diseño y maquetación de interiores:

Grafime

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Capítulo 1

Diamante en Penang

La luna rielaba sobre el mar, lenta y tímidamente como si el miedo a que la terrible tormenta que acababa de amainar despertase de nuevo y se la llevase de vuelta al cielo. Pero, a pesar de sus temores, nada de eso sucedió, la calma reinó durante el resto de la noche. Incluso alguien tan poderoso como el mar necesitaba descansar después de tal esfuerzo, y fueron los surcos dejados por el paso de nuestro barco los que durante un instante rompieron ese reflejo de la luna en brillantes pedazos.

Navegábamos a bordo del Pistis Sofía, un viejo pailebote mercante de treinta y cinco metros de eslora que conservaba ese encanto de las embarcaciones de antaño, al que habían sacrificado parte de su bodega para incorporar un motor marino. Y, aunque era objeto de burla por los capataces de otros barcos más afines a los tiempos que corrían, los tumultuosos principios del siglo veinte, Matías, su capitán, jamás pensó en desprenderse de su nave. Estaba orgulloso y tenía motivos para ello, pues esa reliquia, como la llamaban despectivamente, jamás naufragó, y eso que había cruzado en más de una ocasión el peligroso Cabo de Hornos. Esta gesta dio derecho al capitán, y al resto de la tripulación, a colgarse un pendiente en la oreja, siguiendo con esa tradición tan extendida entre marineros de marcar los éxitos en el cuerpo.

Aquel fuerte temporal que se levantó esa noche en el estrecho de Malaca tampoco pudo con el Pistis Sofía, cuyos tres robustos mástiles de madera volvían a desplegar el velamen camino a Singapur. La tripulación, tras haber vencido una vez más la ira del mar, bajó a la cocina y se dispuso a celebrarlo de la mejor manera que sabía: ron jamaicano y tabaco. Nos sentamos los tres alrededor de la mesa, que por primera vez en mucho tiempo estaba totalmente vacía. Los numerosos vaivenes del barco habían tirado al suelo cuanto tenía encima: cacerolas y platos, así como alguna herramienta que poco o nada tenía que ver con la cocina. No sé qué clase de duende viajaba con nosotros, que siempre que perdíamos algo, ya fuera una llave, una sierra o un martillo, bastaba con bajar a la cocina para que sobre la mesa, como por arte de magia, apareciese el objeto en cuestión.

Matías, como buen capitán, hizo los honores. Destapó una botella y se la llevó a la boca. Los colores perdidos durante la batalla bajo la lluvia volvieron a sus mejillas. Era un tipo corpulento, pero a pesar de su tamaño, la poblada barba y el rostro severamente agrietado por el sol y la sal, su expresión era tranquila y afable. Eso, junto con su mirada, marcada por unos intensos ojos azul grisáceos, le conferían un carisma sin igual, y aunque jamás le vi vanagloriarse como hacía la mayoría de los marineros, estaba seguro de que en sus años mozos debió de haber roto unos cuantos corazones. Tras ese larguísimo trago, ofreció la botella a John el irlandés, un malcarado lobo de mar curtido en cientos de peleas tabernarias; una verdadera bomba de relojería, su poca paciencia lo encendía de tal manera que era especialista en provocar todo tipo de problemas allá donde fuera. Así lo atestiguaban todas las cicatrices que competían por hacerse un lugar entre decenas de tatuajes. Empinó el codo, mojando su barba pelirroja, y me pasó la botella a mí, al último miembro de la tripulación, un flaco marinero que contaba con mucha menos estatura, años y tatuajes.

Esa primera botella apenas duró una ronda. Abrimos otra y luego otra. Y sin darnos cuenta, entre salomas, bromas y risas, acabamos enfrascándonos en una partida de cartas.

—Subo la apuesta —dijo Matías sacando diez de sus preciados cigarrillos Players de su cajetilla para dejarlos en el centro, donde ya descansaba un interesante montoncito.

—¡Me cago en Neptuno! —exclamó John, y arrojó sus cartas contra la mesa soltando grandes improperios, lo único que salía de su boca y que constituía la base de su lenguaje.

—Pues yo sí los veo —dije con seguridad—; y subo a treinta cigarrillos, más ocho días seguidos limpiando las cacerolas… y, además, el reloj de la compañía.

—David, se te nota cuando vas de farol —sonrió Matías al tiempo que se acomodaba un rebelde mechón de pelo que se atrevía a salir de su gorra de capitán, la única parte de su indumentaria (y de todo el barco) que mantenía siempre impecable.

—Bueno, si tan claro lo ves, juégate el tuyo también —repuse dejando mi reloj en el centro de la mesa.

—¡Quién pudiera volver a tener esa insensatez de la juventud! —exclamó mientras daba un codazo a John, lo que, a juzgar por su mirada, no pareció hacerle demasiada gracia.

El capitán se arremangó entonces su chaqueta, dejando ver sus emborronados tatuajes entre los que destacaban dos cañones cruzados y una pin-up desnuda, se quitó su reloj de pulsera con gran parsimonia. Ese fue un regalo que la compañía cafetera con la cual trabajábamos nos dio una Navidad y que a todos nos encantaba, pues tanto la caja como la correa estaban bañados en oro.

—Aquí lo tienes —dijo sin mostrar el menor nerviosismo mientras dejaba su reloj al lado del mío, y reveló su juego: trío de reinas.

¿Pero cómo podía ser posible? En todos los confines del mundo se sabía que el capitán era el peor jugador de cartas de la historia, y no obstante ahí estaba con esa increíble mano, mirándome con expresión adusta.

—Vamos, grumete, ¿a qué esperas?

Todas las miradas se posaron en mí. Me negaba a desvelar mis cartas. Los demás, al ver mi cara de preocupación estallaron en sonoras risotadas.

—¡Está bien! —grité lanzando las cartas sobre la mesa—. ¡No sé mentir! ¿Contentos?

Mis compañeros siguieron riendo mientras yo no dejaba de negar con la cabeza, repitiéndome una y otra vez que era imposible que aquello me estuviera pasando a mí.

—Vamos, recoge tu reloj —dijo Matías recuperando aliento tras las carcajadas—. Si no eres bueno en el arte de la mentira, nunca debes jugártelo todo a una sola carta. Y si lo haces, aparte de tenerlos muy bien puestos, tienes que estar totalmente seguro de que esa carta no solo es buena, ¡sino buenísima!

Levantó el reloj de la mesa e hizo un gesto para que lo cogiera. Al ver que mi cabezonería me impedía aceptarlo, me lo lanzó con fuerza; mis reflejos me traicionaron: lo agarré al vuelo. Matías clavó su mirada en la mía, tal como hacía cuando me daba una orden. No me quedó otra que obedecer y volver a colocar el reloj en su sitio, recuperando la que era, junto a una fotografía de color sepia de mi padre, mi pertenencia más preciada.

—Gracias —musité en voz baja.

—De nada, ¡pero de lo de fregar las cacerolas no te libras! Ocho días, grumete, ocho días en que John y yo nos vamos a rascar a gusto las pelotas.

Volvieron las risas y continuamos bebiendo y jugando a las cartas, pero a mí, aún tocado en el orgullo, se me quitaron un poco las ganas de fiesta y cuando mis compañeros subieron a cubierta para proseguir con la celebración, preferí quedarme en la cocina. Me fumé el último cigarrillo que me quedaba, pues los demás ya estaban en el abarrotadísimo bolsillo de Matías, y empecé ya mismo a saldar la deuda. Cogí un estropajo y luchando contra el cansancio y una ya evidente borrachera me puse a limpiar los utensilios de cocina. Al terminar, me quedé dormido sobre la mesa; si alguien me buscaba, sabía perfectamente dónde encontrarme.

Un fuerte ruido me despertó. En el sobresalto, de un manotazo envié al suelo los utensilios que había a mi lado. Su sonido metálico al rebotar por la estancia acabó de espabilarme. Me incorporé, recogí las ya no tan relucientes cacerolas maldiciendo todo lo que pude y, antes de volver a limpiarlas, salí a cubierta para averiguar qué había pasado.

Acabábamos de atracar, pero no en el puerto de Singapur. Se trataba de una parada técnica para cargar combustible, pues habíamos gastado una buena cantidad para mantener la nave a flote durante la tormenta. Hasta ahí, todo dentro de la normalidad; lo que no era normal era el hecho de que durante el repostaje ni Matías bajara a proveerse de más botellas de ron, ni John fuera a alguna taberna para mejorar su colección de cicatrices. Los dos, apoyados en la barandilla, observaban con semblante serio el lugar.

—¿Qué tiene de malo este puerto? —les pregunté poniéndome a su lado—. A mí me parece bonito.

—A mí también me lo pareció —contestó Matías—, pero luego juré no volver a pisarlo nunca.

—Por todos los infiernos, a ver si se llena el jodido depósito de una vez —masculló el irlandés.

—Son solo veinte minutos, John —le tranquilizó el capitán—. Antes de que te des cuenta, estaremos lejos de aquí.

—Veinte malditos y sangrientos minutos.

Cuanto más nerviosos se ponían aquellos dos, más curiosidad sentía. Saqué medio cuerpo por la barandilla para poder ver más de cerca ese oscuro cuadro que me pintaban mis compañeros, pero lo único oscuro que había era el negro plumaje de una pareja de cormoranes que danzaban en el aire hasta que acabaron por desaparecer entre las nubes. Estábamos en Penang, una isla del sudeste asiático bajo dominio de la Corona británica, que, al menos en lo referente a la arquitectura, había sabido integrar las cuatro culturas que allí convivían: malaya, india, china e inglesa, que era la mayoritaria. Mis ojos iban de un lado a otro, maravillándose ante ese contraste asiático-europeo y, sin quererlo, se cruzaron con la mirada de una chica rubia. Ella, al verme, me dedicó una amplia sonrisa, antes de seguir su camino haciendo balancear el cesto de mimbre que llevaba colgado del brazo.

—¡Capitán, me tomo el día libre!

—¡¿Qué?! —contestaron ambos al unísono, con los ojos tan abiertos como los platos metálicos que acababa de limpiar en la cocina.

—Lo que habéis oído.

—Vamos a ver —objetó Matías—, ¿me estás diciendo que quieres gastar ese día de fiesta que te prometí… aquí?

—Así es —asentí, y sin darle tiempo a una réplica, me fui corriendo hacia mi camarote.

Cogí mi chaquetón de lana azul, regalo de mi buen amigo Jake y algo de dinero; solo iba a ser una noche, por lo que no precisaba mucho más. Salí a cubierta con el abrigo puesto, pues me confería ese aspecto de auténtico marinero que tanto me gustaba; fuera la época del año que fuese, siempre que bajaba a puerto lo hacía enfundado en él. Coloqué rápidamente el tablón de madera que nos servía de puente, pero antes de que pudiera poner un pie encima Matías me asió por el hombro.

—David, si estás seguro y quieres ir, ve —dijo con gesto de preocupación—, pero nosotros no te vamos a esperar. Hay quinientas millas hasta Singapur, y otras más de vuelta; con viento favorable, eso no debería suponer más de treinta horas. Y, como debemos pasar por aquí de vuelta a Mombasa, tu locura no va a alterar la hoja de ruta.

—Hasta mañana, pues —sonreí, y tras estas palabras bajé por el tablón.

Sentí al momento una fuerte atracción hacia ese lugar, bien fuera por el innegable encanto de esa ciudad colonial, por el nerviosismo que generaba entre mis compañeros o, ¿por qué negarlo?, por la posibilidad de conocer a la propietaria de esa dulce sonrisa. Me despedí de mis compañeros ondeando la mano, pero no me respondieron. Se me quedaron mirando con unas caras más largas que las tardes de tormenta en el mar; no les gustaba que el repostaje estuviese tardando tanto, y menos aún la perspectiva de tener que volver a recogerme. No hice ni el más mínimo caso a ese par de cascarrabias, y entusiasmado como estaba por conocer esa pequeña ciudad, me metí por una calle que, por su tamaño y la cantidad de personas que la recorrían, supuse que debía de tratarse de una de las arterias principales que me llevaría directo al corazón del lugar.

Penang estaba tomada enteramente por los británicos. La Union Jack se veía por todos lados, así como los graciosos buzones de correo rojos que coloreaban la metrópoli. La policía, con el emblema británico en la pechera, velaba por la seguridad del gran número de empresarios que había fijado su residencia en esa tierra cuyo sol era tan brillante que uno se veía obligado a entrecerrar los ojos para protegerlos de tanta luz. ¡Qué distinto clima de su Londres natal! No era de extrañar que toda la gente con la que me cruzaba me saludase con la mejor de sus sonrisas, tal como hizo la muchacha del puerto. Habían escapado de su lluviosa isla para instalarse en otra donde existía una única estación, el verano, como evidenciaban los cientos de flores que adornaban los balcones, y eso que estábamos en pleno diciembre. Ciertamente, era un lugar precioso para vivir.

Mi instinto no me falló esta vez: la calle por la que andaba desembocaba en la plaza principal, que ese día estaba invadida por puestos callejeros hechos con troncos y cubiertos con una finísima lona negra a modo de techo. Ríos de gente de todas las etnias que allí convivían llenaban el mercado, y tampoco yo tardé en zambullirme en ese torrente de música, olores y colores. Entendí entonces la prisa de la chica de la sonrisa: sin duda, debía de dirigirse aquí. Si quería encontrarla, tan solo tendría que dar con el puesto adecuado.

Comencé a buscar en todos y cada uno de ellos, pero mis curiosos ojos me boicoteaban constantemente y se detenían en cualquier cosa que encontraban: artesanías hechas con bambú y hojas de palmera seca, aceites elaborados con veneno de serpiente que aseguraban mayor vigor sexual, o instrumentos musicales fabricados con alargados huesos que recordaban tanto a los humanos que preferí no preguntar y quedarme con la duda. Pero a pesar de su exotismo, no eran esos los puestos que atraían más gente, sino los que vendían fruta.

Expuestos en cajones de madera había mangos, piñas, plátanos, y una gran cantidad de curiosas frutas tropicales de las que una se erigía como la reina indiscutible; no encontré a nadie que no llevase una en las manos, incluso había quien se peleaba para conseguir la pieza más grande. Se llamaba durián y lo que la hacía peculiar no era su aspecto, ya de por sí terrible, erizado de espinas, sino su espantoso olor. Uno de los vendedores al ver mi expresión de asco, se echó a reír mostrando unos dientes severamente enrojecidos por el beetlenut, y con ademanes para que me acercara, me animó a que probara un trozo. Me comentó que tanto su horrible forma como su penetrante olor a cebolla podrida eran estrategias del fruto para proteger su delicioso jugo. Me convenció, tomé el trozo que me ofrecía y me lo metí en la boca. Sí, el durián olía realmente mal, pero su sabor ¡era aun peor! Tuve que hacer un enorme esfuerzo para tragármelo, lo que generó grandes carcajadas entre los que se habían congregado a mi alrededor. Por entonces ya había comido escorpiones fritos en China, grillos en México e incluso ranas vivas en el sur de Camboya, pero nada de eso llegó ni por asomo al nivel de repugnancia que me produjo aquella fruta.

—Es como el alcohol —explicó el vendedor al ver mis muecas—. La primera vez que lo pruebas lo detestas, pero luego no puedes vivir sin él.

Convaleciente del golpe que recibieron mis papilas gustativas, no pude sino darle la razón y amablemente decliné el otro trozo que me ofrecía. Me marché lo más rápido que pude, escapando de ese persistente olor que tanto agradaba a sus clientes, y me quedé a la entrada del mercado, buscando desde ahí a la muchacha. De repente, algo impactó en mi cabeza. Era una pelota hecha con tiras de bambú que ya había visto en una de los puestos. Me agaché para recogerla y al momento apareció un niño con un gracioso chaleco y un lazo atado en el cuello, que, vencido por su timidez, se detuvo de golpe. Hice rodar la pelota hacia sus manos, y cuando la tuvo, salió corriendo a esconderse tras las piernas de su madre, quien, en la distancia, me regaló una sonrisa. Esa gente era encantadora, solo por cruzarse con ellos ya le alegraban el día a uno.

El sol del mediodía empezó a brillar con mucha fuerza. Me vi obligado a rendirme a su grandeza y me quité mi querido abrigo en su honor. Busqué entonces algo de sombra donde poder cobijarme, ya que, por extraño que pueda parecer en un marinero, nunca fui un gran amante del sol. Y fue justamente esta nueva búsqueda lo que me llevó, sin quererlo, a dar con aquello que buscaba desde que desembarqué. En uno de los bancos situados bajo una reconfortante sombra estaba la chica del puerto. Leía un libro y su cesto, como no, estaba lleno a rebosar de durians. Me dirigí a ella con ese aire de conquistador que, tras varios desencantos, ya dominaba casi a la perfección.

—Perdona que te moleste, pero estabas antes en el puerto, ¿verdad?

Levantó la mirada del libro y, en lugar de dedicarme la sonrisa que tanto me había cautivado, se incorporó asustada y se alejó con tanta prisa que dejó olvidado el cesto con los durians.

—¡Oye, no era mi intención molestarte! —aseguré mientras avanzaba hacia ella—. Solo quería tener una conversación contigo.

Al ver que la seguía, echó a correr como si en ello le fuese la vida. No comprendía esa reacción; había sido cortés con ella en todo momento. Miré a mi alrededor: habían desaparecido las sonrisas, y las antes afectuosas miradas se tornaron frías y llenas de menosprecio. «¡Qué extraño!» Pensé, pero no le di mayor importancia. Decidí sentarme en el banco que había dejado libre la muchacha y descansar a la sombra. Tiempo que hubiese disfrutado de lo lindo si en la huida hubiese olvidado el libro y no ese maldito cesto con los durians.

Cuando parecía que el sol iba de baja, me volví a poner mi abrigo y aproveché para visitar los lugares más emblemáticos: el fuerte con sus cañones y el faro. En todas partes me dedicaron las mismas sonrisas que recibí al llegar. Disfruté especialmente de la compañía del viejo farero, un antiguo pescador malayo de no más de metro y medio de estatura, que quiso invitarme a tomar el té de las cinco con él y un pequeño macaco que tenía como mascota. Me habló de los Hantu Luat, unos seres demoníacos, que según la tradición local, habitaban las profundidades de esos mares. Todo marinero que se precie tiene alguna historia sobrenatural que contar, situaciones vividas que al carecer de explicación lógica suelen caer en el olvido —muchas veces a propósito— tras unos cuantos tragos de ron. Ese no era el caso del farero, que no solo no quería olvidar lo que sus ojos habían visto, sino que se empeñaba en contar su experiencia con el afán de mostrar a los demás que esos demonios eran reales y no mera palabrería de los ancianos. Cuando me despedí de él, también lo hizo el sol de nosotros, lo cual me llevó a darme cuenta de algo que me había pasado por alto: no tenía lugar donde dormir.

Alrededor del puerto suelen encontrarse las mejores opciones para los delgados bolsillos de un marinero, y Penang no iba a ser la excepción. No tuve que dar muchas vueltas para descubrir un lugar que cumplía mis preferencias, una destartalada posada cuyo nombre, El Tigre Oscuro, estaba escrito en un chirriante cartel que se balanceaba por el viento del anochecer. Al entrar descubrí al momento que la elección del nombre no era casual, allí olía a ese felino y tanto las paredes como el suelo estaban llenos de mugre. Pero el sitio era barato y eso entonces pesaba más que cualquier otro aspecto.

Me acerqué al mostrador y vi que las hojas del libro de registro estaban manchadas por goterones de tinta. De repente, apareció detrás de mí una mujer, dándome un buen susto. Su blanca tez contrastaba con el negro con que vestía su cuerpo. Sin dejar de inspeccionarme tras unas diminutas gafas se situó detrás del mostrador.

—¿Hay habitaciones libres? —pedí.

—¿Para uno solo? —preguntó con poco interés.

—Sí, solo yo.

La mujer consultó el libro de registro y me acercó una pluma estilográfica.

—Habitación número cuatro —dijo señalándome una de las casillas libres de goterones para que firmase en ella.

Cogí la pluma y con ánimo de no manchar mi querido abrigo, pues a juzgar por lo sucedido con huéspedes anteriores la tinta iba a salir a chorro, me arremangué hasta el codo. La mujer cerró el libro.

—Lo siento, no quedan habitaciones.

—¿Pero no me habías dicho que sí? —pregunté confundido.

—Sí. Pero eso era antes.

—Antes… ¡¿de qué?!

—Antes de recordar que no había habitaciones libres —concluyó mientras guardaba el libro en un cajón del mostrador.

¡Era de locos! Estuve a punto de lanzarle la pluma a la cabeza, pero entonces recordé lo que me había enseñado Matías. Me dijo que debía escoger siempre la opción que menos problemas causara, a no ser que se tratase de algo que quisiera de corazón; en tal caso, era obligación elegir el camino que me llevase a lo que deseara por muchas dificultades que ello pudiera acarrear. Quedarme a dormir en aquel antro no era un sueño que ansiase cumplir, así que, apretando los dientes de rabia contenida, dejé la pluma sobre la mesa y me largué.

Fui de pensión en pensión, de taberna en taberna; pero, para mi sorpresa, todo estaba lleno. No había una sola cama libre. A las dos de la madrugada ya empezaba a hacerme a la idea de que pasaría la noche en la calle, lo cual no sería nada agradable, pues si durante el día el sol calentaba con ganas, en su ausencia el frío se metía en los huesos. Me disponía a acurrucarme en un portal y hacerme un ovillo con el abrigo, cuando un soplo de aire cálido me acarició las mejillas. Esa suave caricia me lanzó hacia el lugar de donde provenía tan agradable calor. De un oxidadísimo cubo de basura sobresalía una llama. Me acerqué y, sin importar el crepitar del fuego, extendí las manos hacia su calor.

Al poco rato llegó un andrajoso vagabundo de pelo largo cargado con una bolsa llena de restos de comida. Sin apartar la mirada de mí, echó su contenido al cubo. Me sentí como si estuviera robándole algo suyo y bajé los brazos.

—Adelante, chico —ofreció con una sonrisa—. Hay suficiente para los dos.

Alargué de nuevo las manos, y esta vez lo hice con tantas ganas que casi me quemo la yema de los dedos.

—Gracias.

—No, gracias a ti por acompañarme —replicó el vagabundo con efusividad—. Es la primera vez que tengo invitados.

Esa afirmación me hizo sonreír, y lo agradecí, pues era señal de que mi cuerpo iba recuperando el calor, tanto que incluso noté gotas de sudor resbalar por mi espalda. Me quité el abrigo.

—¡Diantres, sí que llevas tatuajes! —exclamó mi anfitrión al ver los dibujos que adornaban mis brazos.

—Es costumbre entre marineros; utilizamos la piel a modo de diario, en ella escribimos nuestros progresos y aventuras.

—Y el de esa chica, ¿qué significa? —quiso saber, y señaló el tatuaje de la pin-up que llevaba en el antebrazo, que a diferencia de la que llevaba Matías, era mucho más recatada.

—Es una larga historia —contesté bajando la voz mientras acariciaba con cariño la pin-up y la flor amarilla debajo de ella.

—¿Es tu mujer?

—Se puede decir que sí.

—¿Y dónde está ahora?

—Lejos… —pese a que habían transcurrido tres años de nuestra separación, aún se me humedecían los ojos al recordarla—. Muy lejos.

—Me parece muy interesante lo de tus tatuajes, pero está claro que debo de ser el único en todo Penang que así lo cree.

—¿A qué te refieres?

—Me apuesto la vida, que como ves es lo único que tengo —dijo extendiendo sus escuálidos brazos—, a que la razón por la que estás compartiendo esta fría noche conmigo no es otra que la de que alguien ha visto tus tatuajes.

—Pero ¿y qué tiene eso que ver?

—Mucho —sentenció—. La gente en esta ciudad está llena de prejuicios, por si no te habías dado cuenta. A todos los que no somos como ellos, nos marginan. A mí, por ejemplo, me dejaron de lado por llevar el pelo largo.

Solté una carcajada.

—Perdona, no lo he podido evitar —me disculpé.

—¡Puedes reír todo lo que quieras! Que te desprecien por ese motivo es tan estúpido que da risa. Fue por esto —dijo agarrando un mechón de pelo— por lo que no conseguí que me dieran trabajo.

—Entonces, ¿por qué no te lo cortaste?

El vagabundo me miró y, con gran seguridad en sí mismo, contestó:

—¿Y por qué diablos tendría que hacerlo?

No supe qué decir. Con orgullo, se recogió el cabello y se anudó un curioso moño en la parte superior de la cabeza que le hizo parecer uno de esos dioses hindúes cuyas estampas presidian las puertas de los negocios indios. Entendí entonces por qué el pueblo desagradaba tanto a Matías y a John el irlandés, también ellos debieron de sentirse menospreciados, obligados a pasar la noche en la calle y quién sabe cuánto más, pues, a diferencia de mí, ellos no podían esconder sus tatuajes tan fácilmente: el trébol de cuatro hojas en el cuello de John o el hold-fast en los nudillos del capitán no eran de lo más discreto que digamos. El vagabundo sacó una manta y me la ofreció.

—Cuando se apague el fuego, la vas a necesitar.

—Pero ¿y tú? —dije aceptando la manta.

—No te preocupes. Mi piel no está tatuada, pero sí curtida de tantas noches en la calle.

Acomodó sus ropas a modo de cojín y se tumbó. Ya era bien entrada la madrugada, y a decir verdad no tenía otro plan que no fuera el de dormir un poco. Extendí la manta contra el muro y me cobijé con ella. No se trataba de un lugar cómodo, pero sí barato, muchísimo más que cualquiera de las posadas donde no me habían admitido. ¡Hasta podía sacar algo positivo! Aunque a buen seguro que, al despertar, mi espalda no diría lo mismo. Debido al cansancio acumulado de ese día, y de la anterior noche luchando contra la furia del mar, me quedé dormido prácticamente al instante.

Cuando desperté estaba solo; ni rastro de mi nuevo amigo. Me levanté y, tras revisar mis músculos y articulaciones para ver su grado de deterioro, me alegró comprobar que, salvo un entumecimiento general, todo seguía en orden. Dejé la manta debajo del cubo y, al hacerlo, las mangas del abrigo se subieron y una pequeña parte de mis tatuajes quedó al descubierto. Me quedé pensativo. ¿Y si aquel hombre tenía razón y ese era el motivo por el cual la gente cambiaba tan repentinamente su actitud hacia mí? Por si acaso, me abroché bien los botones del chaquetón y estiré bien las mangas, de forma que taparan cualquier rastro de tinta. Y así, escondido bajo mi ropa de camuflaje me dirigí al mercado, pues mi estómago había empezado a lanzarme serios ataques que seguro acabarían conmigo si no los contrarrestaba con comida; cualquier cosa valdría, siempre y cuando no fuese redonda, espinosa y se llamase durián.

El sol resplandecía con más fuerza aún que el día anterior. Mi cuerpo se me derretía bajo el abrigo, al que vigilaba constantemente para que no dejara asomar ninguno de mis tatuajes. La cosa funcionó. Pese a mi gesto desencajado por el agobiante calor y a llevar el pelo pegado a la frente por el sudor, la gente volvía a mostrarme su lado más amable. Sonreí, pues aunque me estaba asando como un pollo, prefería mil veces eso al desprecio.

Una pareja, que a juzgar por su refinada manera de vestir debería de formar parte de la clase alta británica, salió de una de las casas coloniales más ostentosas. Al momento, un gran coche plateado se detuvo ante ellos. Para alguien que pasa la mayor parte del tiempo en el mar ver un vehículo semejante era todo un acontecimiento; me aproximé para memorizar sus detalles, y así luego contárselo a mis compañeros. Un alargado motor, con unas finas hendiduras en los costados que dejaban respirar al potente y ruidoso motor, ocupaba las tres cuartas partes del coche, dejando el resto para la cabina, alta y cuadrada. El conductor, que iba uniformado con gorra y guantes blancos, ayudó a los dos ricachones a subir a los asientos traseros. Al acomodarse, al caballero se le deslizó algo que acabó cayendo al suelo. Fui a avisarlos, pero las puertas se cerraron y, con una humareda, aquella joya sobre ruedas se puso en marcha. Traté de detener el vehículo haciendo aspavientos con las manos, pero así solo conseguí que se alejase a mayor velocidad. Frustrado, bajé los brazos y fui hacia el objeto caído.

Se trataba de una cajita de terciopelo verde. La curiosidad era demasiado fuerte. La abrí y su contenido me cegó. Cerré la cajita de golpe. No podía ser que lo que había allí dentro fuese real. Me froté los ojos y, preparado ante lo que me iba a encontrar, volví a abrir la cajita, pero esta vez mucho más despacio: un diamante del tamaño de una nuez volvió a aparecer ante mí.

Fui corriendo a la policía a devolverlo; pero, cuando estaba a punto de llegar a la comisaría, un pensamiento sacudió mi cuerpo: ¿Y para qué iba a devolverlo? ¿Para qué, en lugar de agradecérmelo, al ver mis tatuajes me escupieran en la cara? La idea de quedarme con él empezó a tomar forma. Deseaba volver a verlo, aunque esta vez como su nuevo propietario.

Mis dedos temblorosos recorrieron la aterciopelada cajita, la abrí y la luz inundó el lugar, nació un nuevo día dentro del mismo día. Me sentía rico, poderoso, pero tenía que ser cauto, no podía arriesgarme a que alguien lo viera y me lo arrebatase. Cerré la caja y la metí en el bolsillo interior del chaquetón. Tenía el pulso descontrolado, mi mente no paraba de darle vueltas a las miles de posibilidades que de repente se habían abierto ante mí. El diamante debía de valer una fortuna. Mi cabeza estaba a punto de estallar, y eso, unido al sofocante calor que me había obligado a soportar encarcelándome en mi abrigo, acabaría por mandarme al suelo de un desmayo si no hacía nada para evitarlo. Un estrecho callejón en sombra se abría cerca de mí, así que sin pensarlo, me metí en él, y después de lanzar una rápida mirada a mi alrededor para cerciorarme de que no había nadie, me quité el abrigo, como estaba deseando desde hacía horas. ¡Qué alivio! Hasta aproveché y me quité la camiseta a rayas azules y blancas que pesaba más del doble por el sudor absorbido.

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