Buch lesen: «La primera sociedad»

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SCOTT HAHN

LA PRIMERA SOCIEDAD

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: The first society

© 2018 by St. Paul Center for Biblical Theology,

Emmaus Road Publishing

© 2019 by de la versión española traducida por GLORIA ESTEBAN,

EDICIONES RIALP S. A.,

Colombia 63, 8.º A, 28016 MADRID

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5200-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-5201-6

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

A Andrew Jones,

inspirador de esta nueva reflexión

sobre el modelo de una sociedad sacramental.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

INTRODUCCIÓN

1. PROHIBIDA LA NOSTALGIA

2. LA PRIMERA SOCIEDAD

3. UNA SOCIEDAD BAJO EL HECHIZO DEL MATRIMONIO

4. EL MATRIMONIO ES IMPOSIBLE

5. EL MATRIMONIO PERFECTO

6. UNA HISTORIA TURBULENTA

7. EL PENSAMIENTO SOCIAL CATÓLICO

8. SEXO Y BIEN COMÚN

9. APOCALIPSIS Y SOCIEDAD

10. LA BATALLA PERSONAL

11. LA REDENCIÓN DEL MATRIMONIO A TRAVÉS DEL SACRAMENTO

12. LA GRACIA PERFECCIONA LA NATURALEZA

13. EL PUESTO RESERVADO A LA IGLESIA

14. UNA SOCIEDAD SACRAMENTAL

15. CONCLUSIÓN: ¿UN SUEÑO IRREALIZABLE?

AUTOR

INTRODUCCIÓN

«El tema del matrimonio [...] merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: “Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser “una sola carne” en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque [...] el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz [...] Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no solo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización».

Papa Benedicto XVI

Homilía durante la Santa Misa para la apertura del Sínodo de los obispos

7 de octubre de 2012

AÚN NO ERA CATÓLICO CUANDO EMPECÉ a estudiar teología en una universidad católica. Pero fue allí, en la Marquette University de Milwaukee, donde se plantó la semilla que ha dado como fruto este libro.

Aquello sucedió un día durante un seminario de grado, «Religión y sociedad», impartido por el P. Donald J. Keefe, un magnífico sacerdote jesuita. Estoy seguro de que la clase era interesante, pero no me acuerdo de ningún detalle... excepto de una anécdota. El P. Keefe estaba hablando de The Naked Public Square, del Rvdo. Richard John Neuhaus (que por entonces tampoco era católico), cuando, de repente, se detuvo y se quedó mirando fijamente por la ventana. Recuerdo con absoluta claridad sus palabras: «Si durante una generación los católicos se limitaran a vivir el sacramento del matrimonio, seríamos testigos de la transformación de la sociedad y tendríamos una cultura cristiana».

Acto seguido, el P. Keefe salió de su ensimismamiento y retomó el hilo de la clase pidiendo disculpas por su inciso. Pero a mí no me resultó tan fácil volver a concentrarme. Por lo que a mí respecta, el P. Keefe podría haber continuado la clase en sueco. Su digresión me dejó absorto: no fui capaz de pensar en nada más.

¿Lo único que hace falta para lograr la clase de cultura que deseamos es vivir el sacramento del matrimonio durante unas cuantas décadas? ¿Hay algún diagnóstico, alguna receta más simple y que implique un reto mayor que este? Lo cierto es que la cosa tiene mucho sentido. En el matrimonio hallamos la comunidad humana fundamental, de la que emanan las demás comunidades. Si entendemos bien el matrimonio, podremos transformar no solo nuestras familias y nuestras parroquias, sino el mundo entero.

La idea me fascinó entonces y no ha dejado de fascinarme nunca, sobre todo cuando pienso en mi matrimonio. Coincidiendo con la reflexión del P. Keefe, yo estaba descubriendo la Iglesia católica, para consternación de Kimberly, mi mujer. Pasamos por momentos difíciles una vez que yo me uní a la Iglesia y ella siguió albergando dudas. Pero, pese a las dificultades, no ha habido nada —nada— en esta vida que me haya proporcionado tanta satisfacción personal y espiritual como el matrimonio y la familia.

Sí, entonces creía y sigo creyéndolo hoy —y hoy más que nunca— que en el matrimonio puede estar la clave de la clase de sociedad y de cultura que queremos construir. Pero también veo lo intimidante, lo desalentador, lo frustrante —y también lo absolutamente maravilloso— que puede ser el proyecto. Y, cuando contemplo a mi alrededor los frutos vivos de mi matrimonio, me invade el deseo de ponerme manos a la obra.

***

No sé cuándo sucedió exactamente, pero hubo un momento en que mi rol en la familia sufrió un cambio y, desde entonces, soy, fundamentalmente, abuelo. Aunque un padre no deja nunca de ocuparse de sus hijos, ahora tengo quince nietos diseminados por todo el país; y, cuando reflexiono sobre el futuro, en quienes pienso es en esos niños maravillosos.

De modo que el momento de escribir este libro lo han elegido mis nietos. Es imposible escuchar el llanto inquieto de un bebé sin pensar en el futuro. Es imposible verse rodeado de niños pequeños en Navidad sin preguntarse qué sociedad heredarán las generaciones venideras. Es imposible asistir a su bautizo o a su primera comunión sin plantearse el futuro de la Iglesia en nuestra cultura.

Normalmente todas estas inquietudes suelen resumirse en la siguiente pregunta: «¿Qué clase de sociedad vamos a dejarles a nuestros hijos y nietos?». Una pregunta que, sin duda, merece la pena plantearse, aunque no estoy seguro de que sea la primera pregunta en la que tengamos que detenernos, más aún si somos católicos que intentan salir adelante en una civilización cada vez más secularizada. Y es que es la clase de pregunta capaz de hacernos sentir indefensos y derrotados frente a las «fuerzas que mueven la historia».

Recuerdo una ocasión en la que, hablando con mi mujer, esta me comentó cuánto le preocupaba la clase de mundo que vamos a legar a nuestros hijos. Yo le respondí que nuestro deber de padres no consiste en legar a nuestros hijos un mundo, una sociedad o una cultura determinadas, sino únicamente la fe. De modo que hay que comenzar por centrarse en lo que tenemos más cerca y nos es más querido. No podemos controlar la cultura de la nación o de la civilización que heredarán nuestros hijos, pero sí podemos hacer cuanto esté en nuestra mano para asegurarnos de que nuestros hijos hereden la fe verdadera. No podemos controlar la clase de sociedad con la que tendrán que lidiar nuestros hijos, pero sí podemos influir en la clase de hijos católicos con los que tendrá que lidiar nuestra sociedad. En otras palabras: lo que estamos haciendo es transmitir hijos a nuestra sociedad, y no transmitir una sociedad a nuestros hijos.

Por eso este libro es diferente del resto de mis libros. Las páginas que encontrarás en él están, como de costumbre, orientadas al cielo y a la eternidad; pero esta vez ahondan más en las implicaciones de la doctrina católica aquí y ahora, es decir, en lo que significa vivir una vida verdaderamente católica no solo para nuestras almas, sino para nuestra sociedad; y eso, a su vez, nos exige reflexionar sobre cuál es la sociedad idónea para una forma de vida verdaderamente católica.

***

Aunque los inspiradores de este libro hayan sido mis nietos, los fundamentos de mis tesis han estado siempre presentes en todos mis textos, así como en la doctrina de la Iglesia. Hoy, sin embargo, estoy más convencido que nunca de que no podemos seguir callando sus implicaciones. Puede que el sacramento del matrimonio sea incapaz de transformar la sociedad de aquí a que me muera, pero quizá a esos niños que bailan felices alrededor del árbol de Navidad sí se les permita contemplar los inicios de una cultura más aceptable, más hermosa y más católica.

Por otra parte, si aparto la mirada de mi familia, lo que contemplo es una cultura totalmente en crisis: algo que —como veremos más adelante— no es ninguna novedad. No obstante, en los últimos años los síntomas crónicos de una sociedad degradada se han agudizado considerablemente. En las épocas dominadas por la prosperidad, la seguridad y las sensaciones positivas, la erosión social provocada por el secularismo y el liberalismo puede pasar desapercibida. Pero en las épocas dominadas por la incertidumbre y la inestabilidad, se hace patente el debilitamiento de los fundamentos de nuestra vida en común, y es precisamente entonces cuando más los necesitamos[1].

En los últimos años ha habido muchos sabios autores cristianos que han sugerido diagnósticos certeros y originales tratamientos para este malestar general. Aun así, todos ellos coinciden en que hemos descuidado el patrimonio de nuestra civilización, malgastando los tesoros de la cultura cristiana acumulados a lo largo de los siglos en costosos y errados proyectos como la revolución sexual y el consumo de masas relativista. Desde la muerte y la resurrección del Señor, este rechazo del depósito de valores cristianos es una de las grandes tragedias de la historia de la humanidad que hoy sigue desplegándose lentamente ante nuestros ojos.

Aunque este libro —así como los de los autores que acabo de mencionar— sea producto y respuesta a una época y un lugar concretos, no quiero dejar de insistir en el carácter intemporal y universal de las ideas en las que se basa. Lo que encontrarás en estas páginas no es tanto un diagnóstico de este momento como un diagnóstico de lo que se ha dado siempre en las sociedades humanas. No es tanto la propuesta de nuevas medidas como la propuesta de las medidas que podrían y deberían tomarse siempre, tanto en los buenos momentos como en los malos. No es tanto descubrir nuevos estilos de vida como redescubrir los recursos con los que hemos contado siempre para construir comunidades cristianas rectas y sostenibles: para construir sociedades enteras consagradas a Cristo, y no esos pequeños nichos que a duras penas nos permite conservar una secularización benévola.

***

Si todo esto te parece utópico, por no decir disparatado, es porque lo es. También la gracia inmerecida de nuestro Señor Jesucristo, transmitida por su esposa, la Iglesia, es utópica y disparatada desde cualquier punto de vista humano. Y no hay «solución» a los problemas de este mundo que, en último término, no empiece y acabe en la gracia.

Seamos claros: este no es un libro optimista. No sostiene que esté a la vuelta de la esquina un nuevo amanecer de la civilización cristiana. No sugiere que, entornando los ojos y con luz suficiente, descubriremos que el siglo XXI está en condiciones de ser un momento espléndido para los fieles católicos de Occidente. No trapichea con eslóganes estereotipados ni proporciona cómodas garantías para revestir la ingenuidad con el falso ropaje de una confianza engañosa.

Este libro está más bien lleno de esperanza. Trata de la gracia de Dios, del amor de Cristo y de la verdad de la Iglesia que da vida: esa verdad que perdura y que ni la situación social ni las supuestas «fuerzas de la historia» son capaces de minar. Trata del patrimonio divino que no se agotará nunca y al que, desde la llegada de la Nueva Alianza, siempre hemos tenido y siempre tendremos acceso... si elegimos conservar la amistad con Dios. Por eso este libro fija sus ojos en Dios, fuente de esperanza; porque apartar de Él la mirada significa coquetear con la desesperanza.

Esa esperanza es, en definitiva, la esperanza del cielo: una esperanza que se hace realidad cada vez que celebramos la cena de las bodas del Cordero. El reto que propone este libro consiste en aportar a nuestras familias, a nuestras comunidades, a nuestra sociedad y a nuestra civilización la sobreabundancia de gracia que se desborda de la vida sacramental de la Iglesia. El mismo poder capaz de transformar a las almas es capaz de transformar el mundo. De nosotros depende que rinda sus frutos.

[1] A lo largo de este libro, a menos que se indique claramente lo contrario, con el término «liberalismo» no me refiero a las políticas que se asocian al Partido Demócrata norteamericano o al centro izquierda en general, sino a la línea predominante en el pensamiento político occidental desde la Ilustración. El liberalismo sitúa los derechos y libertades del individuo en el centro de la constelación formada por los valores políticos, en detrimento de los deberes comunitarios y la búsqueda del bien común. Por eso el liberalismo no concibe la sociedad como un todo orgánico compuesto por distintos bienes adecuados a ese todo, sino como un conjunto de individuos autónomos que persiguen sus bienes particulares. El secularismo es un acelerador del liberalismo y erosiona el énfasis del cristianismo en la verdad, el amor y el servicio que han hecho a las sociedades liberales humanas y sostenibles.

1.

PROHIBIDA LA NOSTALGIA

TUVE UNA INFANCIA IDÍLICA. O, al menos, siempre he querido creerlo así.

Hace poco, mientras recorría en coche las calles que me vieron crecer en compañía de un amigo mío, iba enseñándole entusiasmado los colegios, los campos de béisbol, etc., y me imagino que aburriéndole con mis recuerdos. Pero, al ver que me seguía la corriente, continué hablándole de mis amigos de la infancia a medida que íbamos pasando por las casas en las que se criaron.

Mientras le contaba qué había sido de mis compañeros de clase, el halo de perfección en el que había envuelto mi niñez se desvaneció rápidamente. Uno se había hecho adicto al alcohol y a las drogas desde muy joven. Otro, según nos enteramos más adelante, había sufrido malos tratos. Otro se había suicidado.

Entonces recordé mi adolescencia. Pensé en lo terriblemente cerca que había estado de que los cálidos recuerdos que otros tenían de mí se enfriaran, y en lo afortunado que había sido de escapar de ese destino. Y comprendí que los problemas que persiguieron a esos chicos no surgieron de la nada. Bajo los cómodos ropajes de una vida de clase media, de puertas adentro y en el interior de unas mentes tan frágiles, se desarrollaron dramas y tragedias ocultas. No hubo que esperar mucho para cosechar los frutos decrépitos de una cultura profundamente corrompida.

Aunque esta constatación no acabó del todo con mi nostalgia, sí le puso algunas trabas. La comunidad y las relaciones que acompañaron mi infancia tuvieron muchas cosas buenas, y no hay nuevos datos ni reflexiones capaces de destruirlas. Aun así, tampoco existen épocas ni lugares tan perfectos como desearíamos desesperadamente que fueran.

***

Nací el mismo mes en que la CBS estrenó Leave It to Beaver[1]. Y me gradué en el instituto el año en que se estrenó Saturday Night Live[2] en la NBC. Huelga decir que mi niñez coincidió con una etapa de cambios culturales decisivos, no muy distinta de la que vivimos en la actualidad.

A día de hoy, y debido en buena parte al éxito de las reposiciones que emite la televisión, Leave It to Beaver representa el máximo exponente de la nostalgia de la época que siguió a la segunda guerra mundial. Las cercas de madera blancas, la seguridad de las calles, la honradez de fondo de las familias y del barrio (a excepción de Eddie Haskell)...: no es difícil enamorarse de la sencilla y decorosa bondad de ese mundo. ¡Qué casualidad que Hugh Beaumont, que interpretaba a Ward Cleaver, fuese, además de actor, pastor metodista!

Sabemos, por supuesto, que aquello distaba mucho de ser un retrato global de la vida norteamericana. Mientras Ward jugaba al golf en el club de ese Mayfield ficticio, la policía de Birmingham disolvía con mangueras las concentraciones de negros de carne y hueso. Mientras June Cleaver repartía guisos perfectos en tupperwares perfectos, en Estados Unidos se comercializaba por primera vez la píldora anticonceptiva. Mientras Wally y Beaver cometían amables travesuras, se recrudecía la guerra de Vietnam y crecía una generación turbulenta. Por cada familia perfecta de 1957 había otra rota por los malos tratos, el alcoholismo o el adulterio.

Todos estos problemas no anulan la sencilla bondad que existió realmente en la sociedad americana de la posguerra: no más de lo que las constataciones acerca de mi niñez anulan la bondad real que viví. Pero, si queremos aprender del pasado, hay que verlo tal cual fue. En esta época de veloces cambios sociales y culturales, de creciente inestabilidad política y económica, no nos podemos permitir enfrentarnos con ingenuidad a las lecciones que nos ofrece la historia.

***

¿A qué viene darle tantas vueltas al pasado? ¿Qué importancia tiene la nostalgia? ¿Y por qué debería preocuparnos?

La respuesta a estas preguntas coincide con los motivos que han originado este libro. No es ningún secreto que las nociones del matrimonio y la familia atraviesan una crisis generalizada. Los titulares más llamativos derivados de esta crisis son los que recogen las decisiones del Tribunal Supremo en los casos de Windsor contra U.S. y Obergefell contra Hodges, que han redefinido jurídicamente el matrimonio en todo el país. Ahora el matrimonio se define oficialmente como poco más que una unión romántica reconocida por el Estado.

Pero lo cierto es que estas leyes se han limitado a codificar una realidad cultural preexistente. La gran mayoría de norteamericanos ya veía el matrimonio como un mero contrato basado en el afecto y en el compromiso reconocido por el gobierno. Una vez que fue ganando terreno la idea del matrimonio entre personas del mismo sexo, la oposición se desvaneció tan rápidamente porque la noción generalizada del matrimonio carecía del respaldo de unos principios con los que resistirse a la innovación.

No hace falta que te recuerde los problemas de nuestra cultura del matrimonio. Basta con unas cuantas frases: el divorcio es moneda corriente; los jóvenes retrasan el matrimonio o lo evitan definitivamente; los matrimonios que no desean tener hijos están a la última; las élites mejor vistas promueven un matrimonio abierto y plural; etc., etc., etc.

Todo esto no ha sucedido de la noche a la mañana. Llevamos décadas viviendo como si esta versión hueca del matrimonio —la versión que dice que el matrimonio es una relación que se define por sí misma y está basada en las contingencias de la atracción sexual y la realización personal, con la esperanza (pero no con la expectativa) de un compromiso de por vida— fuera el amor auténtico. Eso es lo que recogen nuestras películas y nuestros programas de televisión, nuestras canciones y nuestros libros. No podemos evitarlo, igual que no podemos evitar respirar polvo. Está en nuestra atmósfera social.

Eso significa que el matrimonio entre personas del mismo sexo no es la causa, sino un síntoma. Naturalmente, este síntoma concreto, a su vez, empeorará la enfermedad latente. Los casos Windsor y Obergefell acostumbrarán a las generaciones venideras a esta noción deshidratada del matrimonio no solo en la práctica, sino con las leyes; y no solo con las leyes, sino con la propia Constitución de los Estados Unidos. (Aunque no debemos menospreciar las consecuencias derivadas de incluir el matrimonio moderno en la Constitución, tampoco deberíamos permitir que nos obsesionen. El matrimonio entre personas del mismo sexo no es el problema en sí mismo, sino que forma parte de un problema más amplio que reside en nuestra forma de entender el matrimonio).

Estamos atravesando una tormenta cultural: por eso buscamos un puerto seguro. Y, como el horizonte no parece ofrecernos ninguna tabla de salvación, es normal que volvamos los ojos al pasado: a antes de Roe contra Wade; a antes del divorcio amistoso; a antes de La mística de la feminidad; a antes de la píldora. Y desde allí, mirándonos con sus ojos sabios y cómplices, está Ward Cleaver.

Pero siento decirte que solo es un espejismo.

***

La nostalgia es un sentimiento humano, y un sentimiento incluso bueno. Pero puede ponernos unas gafas de color de rosa: gafas que filtran las realidades difíciles y dolorosas y son capaces de nublar nuestra memoria. De ahí la imposibilidad de servirnos de la nostalgia como base para un análisis riguroso de nuestras circunstancias sociales y políticas actuales, o para una propuesta de futuro.

Ya he mencionado antes el lado más oscuro de la época de Leave It to Beaver en la historia de Estados Unidos. Por otra parte, una nostalgia desordenada no solo oscurece el pasado: también puede oscurecer el presente y el futuro. Es difícil ver con claridad dónde estamos o hacia dónde vamos si idealizamos dónde hemos estado.

El objeto idealizado de nuestra nostalgia puede convertirse en un punto de partida engañoso: en un falso telón blanco sobre el que proyectar nuestros problemas de hoy. Si, por ejemplo, identificamos 1957 como el momento ideal de la sociedad norteamericana, quedan descartadas de nuestro análisis todas las tendencias anteriores a ese año, por no hablar de las contracorrientes y las corrientes de fondo de la vida de 1957.

La sociedad humana no funciona así. Cualquier época tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, y cualquier época se basa en las que la han precedido y depende de ellas. Durante la revolución francesa, los revolucionarios intentaron crear un calendario que asignaba el número uno al primer año de la república. A su modo de ver, la república francesa representaba tal ruptura con el pasado que la nueva etapa iniciada en la historia de la humanidad era totalmente distinta. La historia, sin embargo, no se mostró tan complaciente, y el calendario solo duró un poco más que la primera república: unos doce años.

La década de 1950 no puede aislarse de su contexto. Todas las características que atribuyamos a esa época dependen de corrientes que estuvieron actuando mucho tiempo antes en la política, la economía y la cultura, tales como la prosperidad y el atrincheramiento social que siguieron a la segunda guerra mundial. Frente a ese mundo respetable de Mayfield que retrataba Leave It to Beaver, al mismo tiempo se relajaban las costumbres sexuales. Hugh Hefner, por ejemplo, fundó Playboy en 1953.

Y esta búsqueda de la perfección histórica no se circunscribe a los años 50. Algunos católicos llegan a apuntar a la Edad Media como el periodo cuyo orden social se debería intentar recuperar. (Más adelante hablaré sobre esta época: ahora me limitaré a decir que fueron tiempos más complicados de lo que la arrogancia de los modernos y la ingenuidad de los tradicionalistas están dispuestas a creer). Otros piensan que, si pudiéramos detener el sonido de las campanas del movimiento progresista que acompañó el cambio de siglo, hoy disfrutaríamos de una espléndida civilización cristiana y liberal.

Estas idealizaciones del pasado no se pueden calificar estrictamente de nostalgia, porque no queda nadie que haya vivido esos momentos históricos. Pero la pulsión es la misma: identificar un orden social histórico al que se debería regresar para crear una sociedad sostenible y virtuosa.

Eso no sería un análisis riguroso, sino una forma de eludir la realidad. Buscar un momento perfecto de la historia es como buscar al monstruo del Lago Ness: no existe; y, si intentas fingir que existe, todo el mundo adivinará lo que te propones. Lo mismo ocurre con la nostalgia: no hay relatos ni recuerdos de dos personas que coincidan, y no hay dos experiencias nostálgicas que sean las mismas. La nostalgia es un sentimiento profundamente personal, de modo que no puede servir de base para un discurso político, y mucho menos para un orden político.

Entre todas las personas a las que les transmitieras tus sentimientos sobre —pongamos por caso— principios de la década de 1960, siempre habría unas cuantas que considerarían tu relato falto de credibilidad. El motivo podría estar en las diferencias de raza, clase o sexo; o en el mero hecho de que mentes distintas recuerdan las cosas de distinta manera.

Pero, incluso en caso de encontrar en la historia algún momento perfecto, la triste realidad —el aguijón típico de la nostalgia— es que no se podría regresar a él.

***

La palabra «nostalgia» procede de dos términos griegos que se combinan para designar el dolor asociado al deseo de regresar a casa. Tanto si nuestra nostalgia cultural atañe a un tiempo que hemos vivido personalmente como a un tiempo anterior a nuestro nacimiento, se trata, al fin y al cabo, de un deseo de «volver» a un tiempo y un lugar en los que nuestros valores y nuestro estilo de vida recibirían aplausos y aliento: igual que el deseo de regresar a casa.

No hay prácticamente nada más humano que el deseo de estar en casa; y este, a su vez, va unido a muchos otros deseos naturales del hombre. Queremos tener vínculos con un lugar que existía antes que nosotros y que seguirá existiendo después de nosotros. Queremos que nuestros relatos se entretejan con otros relatos más amplios —de familias, lugares, acontecimientos, etc.— que recorren el tiempo. Queremos amar y ser amados por quienes nos son más cercanos.

Pero hemos de ser conscientes de que todos esos deseos son solo el reflejo del principal deseo de toda persona humana: la comunión eterna con Dios en el cielo, nuestra verdadera casa. Solo allí veremos satisfechos todos nuestros deseos. Solo en el cielo nos sentiremos definitiva, verdadera y plenamente en casa.

La tragedia de toda nostalgia —sobre todo de la nostalgia de un tiempo y no de un lugar— es que en esta vida nunca se verá satisfecha. Podremos ver satisfechos pedacitos de nostalgia —con un antiguo programa de televisión o un aroma evocador—, pero en este mundo nunca podremos experimentar una satisfacción plena y duradera.

Eso no hace peor la nostalgia, pero sí significa que debemos situarla en el lugar que le corresponde. La nostalgia, igual que el resto de las pasiones, debe estar al servicio de la razón. Y, desde luego, no puede constituir la base de una renovación cultural, social y política: ese es un peso que la nostalgia, simplemente, no es capaz de asumir.

Por otra parte, las peculiaridades del momento de la historia que estamos viviendo hacen que recrear el pasado —incluido el reciente— se convierta en una aventura quijotesca.

***

La sociedad en la que vivimos hoy es la más secularizada de toda la historia de Occidente. Hasta la sociedad romana más tardía, por decadente y monstruosa que nos pueda parecer en muchos aspectos, valoraba la piedad pública (aunque fuera una piedad pagana y reducida a una manifestación de adhesión al imperio). La civilización actual, por su parte, no solo evita cualquier manifestación religiosa en el espacio público, sino que está dispuesta a desmantelar intencionadamente su propia herencia cristiana.

El patrimonio cristiano es, por un lado, inagotable. La Verdad no se puede acabar nunca. Es imposible gastar bienes sobrenaturales infinitos y eternos como el amor de Cristo o la gracia de Dios. Y eso es algo que no debemos olvidar nunca a la hora de reflexionar sobre la tarea de los cristianos en nuestra civilización.

Lo que sí se puede agotar es nuestro patrimonio cristiano cultural. De hecho, el pozo está a punto de secarse. Es poquísima la gente que tiene una idea de cómo debería ser una sociedad verdadera e integralmente cristiana. Y no me refiero solo a lo que solemos llamar «cultura»: el arte, la música, la arquitectura, etc. Me refiero a nociones cristianas relativas a la política y la sociedad como la primacía del bien común, el papel esencial de la Iglesia en la vida pública y la dignidad inalienable de la persona. Aunque estas verdades —como cualquiera de las que forman parte del tesoro de la enseñanza de la Iglesia— no cambian nunca, sí se pueden perder o, al menos, olvidar temporalmente.

Cualquier debate en torno a las aspiraciones de una re-forma cristiana de la sociedad debe tener en cuenta dónde nos encontramos. La Edad Media, el siglo XIX y la década de 1950 recurrieron a abundantes reservas de la cultura cristiana de las que hoy, sencillamente, no disponemos. Incluso en el caso de que alguna época anterior nos pareciera en términos generales lo suficientemente buena para servirnos de modelo, no contamos con los recursos de nuestro patrimonio cristiano que nos permitan hacerlo. Sentar unas bases destinadas no solo a recuperar ese patrimonio, sino a reunir un patrimonio nuevo para el siglo XXI en adelante, debe formar parte del núcleo del debate.

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Umfang:
190 S. 1 Illustration
ISBN:
9788432152016
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