Buch lesen: «Vida plena, vida buena»
Vida plena, vida buena
Pensamiento y creatividad desde la libertad,
la ética de la duda y la compasión
Santi Vila
Vida plena, vida buena
Pensamiento y creatividad desde la libertad,
la ética de la duda y la compasión
A Joan Margarit,
como yo, animal de bosque.
A Lluís Coromina, amigo y
protector de animales singulares.
Índice
Presentación
Pensamiento y creatividad Vida plena, vida buena
Capítulo 1 El yo y el nosotros
Ciudadanos libres o prisioneros de la democracia
Universalistas o multiculturales: el nacionalismo es pecado
Capítulo 2 Reverenciar la vida
¿Dueños de la propia vida?
¿Amos del propio cuerpo?
Capítulo 3 ¿Condicionados o determinados?
El problema de las discriminaciones positivas
Somos responsables
Capítulo 4 La ética de lo que es debido
Jugando con la ‘libertad’
Ante el desafío de la pandemia
Capítulo 5 La ética de la duda
Dignos de memoria
Vacunas contra el populismo
Humildad
Compasión
Capítulo 6 Ciudadanos
¡A las armas, ciudadanos!
¿Democracia sin demócratas?
Cómodos solo con los (aparentemente) iguales
Para terminar Pensamiento y creatividad
Sobre el autor
Sobre el libro
Créditos
Presentación
¡Yo no soy periodista, yo vengo de Homero!
Peter Handke
Desde mi traumática salida de la actividad política, en octubre del 2017 –de la mano de las Universitat Ramon Llull y del centro universitario NEXT que la Universitat de Lleida tiene en Madrid–, he podido reanudar mi añorada actividad académica. A pesar de las circunstancias penosas que nos tocó vivir durante aquel desdichado bienio negro (2016–2017), buenos amigos del Campus Universitario de La Salle me propusieron integrarme en un proyecto ambicioso e interdisciplinar, que sigue el camino abierto hace unos años en las mejores universidades anglosajonas y que consiste en incorporar asignaturas de humanidades, y en especial de filosofía moral, de antropología y de filosofía política y sociología, entre estudiantes de carreras técnicas.
Así, futuros empresarios, arquitectos, ingenieros y animadores digitales han visto añadir en sus diseños curriculares créditos humanísticos, con el propósito que les ayuden a ser buenos profesionales pero también mejores personas. Porque, a diferencia de las generaciones que nos precedieron, crecidos y educados en el entorno de las seguridades propias del Estado de bienestar surgido al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial, los nacidos a partir de los noventa saben que muy posiblemente a lo largo de la vida tendrán más de una profesión, iniciarán y cerrarán más de una relación sentimental aparentemente sólida y cambiarán de domicilio postal un montón de veces. La vida es muy corta y al mismo tiempo muy larga, han aprendido a trompicones los hombres y mujeres de nuestros tiempos posmodernos. Es el precio de la libertad, remacharán algunos. Así las cosas, es bueno prepararse para intentar salir mínimamente airoso de un presente y de un futuro tan apasionante como inquietante y quizá disruptivo.
Aparte de esta razón sociológica y generacional, sin embargo, también se abre camino una razón moral, que a los occidentales nos interpela a diario, de una forma insoslayable al menos desde la recesión del 2007 y que nos invita a revisar si hacemos todo lo que hace falta para llevar una vida buena, dotada de sentido, es decir, feliz e, igual de importante, si nos empleamos a fondo intentando formar parte de una sociedad buena, es decir, fraterna, justa. Porque “nulla aesthetica sine ethica. Ergo apaga y vámonos”, suspiró José María Valverde, en 1965, en unos tiempos seguramente más difíciles que los nuestros. Y porque, como ha escrito con sabiduría Jordi Llovet, “es la política y la sociedad, tomada en toda su complejidad, aquello que da sentido pleno a la formación de un hombre o de una mujer de ciencias o de letras del futuro, al servicio de la sociedad a que pertenece”. Y al de su propia autorrealización personal, añado yo.1
En esta línea, Michael Sandel, catedrático de Filosofía en Harvard, nos ha advertido que la universidad no debe tener la exclusiva de la formación para el éxito y que, en todo caso, si lo pretende, es imprescindible que no se conforme con dotar a sus estudiantes de una buena pericia técnica.2 Hace falta que, de las facultades, salga adelante con valores útiles para la carrera personal y también para el conjunto de la sociedad. Porque como ha hecho evidente la pandemia, no es seguro que cualquier titulado universitario sea necesariamente más importante –y feliz– que una persona sin formación superior. En palabras de Sandel, “hoy sabemos que un camionero es más necesario que un economista”.3
Teniendo en cuenta que, como señalan todas las encuestas desde hace años, un 70% de los británicos están convencidos de que el mundo va a peor y que entre gran parte de la población occidental ha cuajado el convencimiento que durante este siglo nuestro modelo social, nuestra idea moderna de progreso, implosionarán definitivamente, el tema merece ser tenido en cuenta.4 La lectura de las meditaciones sobre el estado del mundo propuestas a mis alumnos durante el otoño del 2019 –justo antes de la crisis sanitaria realmente aterradora impuesta por la covid– acreditaron cualitativamente este malestar undergrown: empatía con personajes como el oscarizado Joaquin Phoenix en su papel en Joker, con sus crímenes y cambios en el estado de ánimo (Oscar al mejor actor y a la mejor banda sonora, 2020); desconfianza absoluta en los políticos y en los ricos, en las instituciones democráticas y en la economía social de mercado. Y peor todavía, absoluto convencimiento de que el futuro que nos espera será infinitamente peor que el pasado que vivieron sus padres.
No en balde, en Years and years –la serie distópica de HBO, de moda durante el 2020– todos empiezan acomodadamente y todos acaban viviendo refugiados en casa de la abuela. Es en esta sensibilidad generacional donde hay que inscribir los gritos llenos de angustia de grupos de éxito como Carolina Durante cuando nos habla de una “generación vacía” que hace suyos los versos “Mi respuesta a todo es: joder, no sé”, o que se lamenta sobre “¿Cómo cojones hemos llegado aquí?”. Markus Gabriel, el catedrático de filosofía más mediático de Alemania, nacido el año 1980 y por lo tanto un tipo más de la estresada generación milenial, ha hablado de nuestros tiempos modernos como “tiempos oscuros”.5 Por su parte, Emilio Santiago Muiño, nacido en Ferrol también en los ochenta y experto en procesos de transición hacia la sostenibilidad, ha augurado que:
Tras el pinchazo de la burbuja fósil, la humanidad descubrirá que el relato del progreso ya no puede apuntar hacia la terraformación de Marte o las utopías transhumanistas, sino, en el mejor de los casos, en democratizar las posibilidades de felicidad que conocimos en algunos lugares del mundo en el último tercio del siglo XX.6
Por si todo eso fuera poco, la irrupción de la pandemia ha reabierto la veda contra los defensores de la idea clásica de progreso, hasta ahora tan convencidos de que seguramente no vivíamos en el mejor de los mundos posibles –como sí que creía ingenuamente el Pangloss del Cándido–, como implacables a la hora de defender que gracias al avance de la ciencia y la tecnología formábamos parte del mejor de los mundos que ha conocido nunca la humanidad. Desde mediados de siglo XVIII, esa había sido la convicción íntima, casi religiosa, de los hombres y las mujeres modernos, incluso a pesar del sanguinario siglo XX. Lo ha sido hasta constatar, primero con la recesión del 2007 y después con la pandemia, que no es seguro que progreso material y progreso moral conjuguen siempre en sintonía. Los avances propios de la revolución digital, la acumulación de datos personales en manos de poderosos empresarios y gobernantes, la laminación de las clases medias, así como una insensibilidad aterradora con el impacto del estilo de vida occidental sobre el medio ambiente, dibujan un panorama dantesco, que anuncia involuciones sociales y democráticas.7
A los ojos de hoy, qué chocantes nos resultan las tesis de aquellos nuevos abanderados del libertarismo, con Johan Norberg y Rutger Bregman a la cabeza, que no hace ni tres años nos sorprendieron con defensas encendidas del progreso de la humanidad y con unos decálogos tonificantes de razones y reformas para mirar al futuro con optimismo.8
Justo cuando incluso la RAE ha incorporado la palabra distopía a su actualización anual del diccionario virtual de la lengua, una pregunta desgarradora asoma: ¿la tragedia humanitaria de la covid, los cambios sociales, tecnológicos e incluso políticos que ha precipitado, acelerado y consolidado, son un tropiezo en el camino o, al contrario, marcan un punto de inflexión, un cambio disruptivo en nuestra evolución antropológica y social? ¿Las renuncias que habremos hecho a libertades civiles fundamentales, a nuestra intimidad violentada cuando entramos en la facultad, en el teatro o en el gimnasio y nos miden la temperatura corporal; las restricciones a nuestros derechos de libre circulación, reunión, manifestación y participación política cuando nos decretan toques de queda o confinamientos perimetrales, habrán sido solo temporales? ¿O, como pasó con muchas de las medidas adoptadas al día siguiente de los atentados del 11-S en Nueva York, han venido para quedarse? Económicamente, especialmente en términos de consumo energético, a pesar de las advertencias catastrofistas cada vez más irrefutables que inundan la literatura académica y de divulgación, pasada la tormenta ¿reanudaremos el camino allí donde lo dejamos? Las colas kilométricas en la AP-7 los domingos de verano por la tarde o el colapso de la calle València de Barcelona los viernes al mediodía dan que pensar. La encendida e ideologizada discusión sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat, con todo lo que comporta sobre el modelo de sociedad que queremos, tampoco parece acreditar demasiada predisposición a los cambios.
Para dirimir estas cuestiones, es seguro que la evolución de la demografía, lejos de serenarnos, nos generará más inquietud. Porque la nuestra es una sociedad avanzada y madura, casi gerontocrática, y es sabido que para la mayoría de los ancianos, en especial si viven confortablemente, el sacrificio de la libertad en la pira de las ofrendas a la seguridad es siempre un mal menor, cuya factura no acaban pagando ellos sino sus nietos. Que en Catalunya cronifiquemos un 40% de paro juvenil, un 17% de abandono escolar, una tasa de emancipación entre las personas de 16 a 29 años de un 19%, y que no pase nada, lo certifica con crudeza.9
En honor a la verdad, hay que reconocer que los viejos valores de la libertad, la igualdad (cuando menos de oportunidades y ante la ley) y la fraternidad, que hasta ahora habían actuado como motores de progreso, también parecen haberse vaciado de su sentido primigenio. Lo confirma que todos los partidos del arco parlamentario, e incluso los extraparlamentarios, desde los de extrema derecha hasta los radicales de izquierdas, se reivindican por doquier como sus máximos avaladores. Es sabido que cuando Vox y Podemos se reconocen a un tiempo como garantes del mismo valor, cuando lo hacen al unísono Salvini y Draghi o Le Pen y Macron... no es que compartan un mismo tipo de exigencia moral, reconocida universalmente, sino simplemente que las palabras se han banalizado, han perdido su significado radical.
Pienso que la apuesta académica por las humanidades en todas las disciplinas forma parte de las contribuciones cualitativamente significativas para la superación de este momento agónico del mundo que nos ha tocado vivir. A males nuevos, recetas clásicas. Y el mejor remedio contra el derrumbe, o cuando menos la degradación de la calidad de nuestras democracias, solo puede ser el compromiso con una ciudadanía educada y culta, capaz de hacer uso autónomo de su capacidad de razonar, de mantener bien vivo el espíritu crítico, es decir, la propia libertad. Y eso nos lleva al tema central de este libro: la pregunta sobre cómo podemos aspirar a llevar una vida buena.
¡En este punto ya avanzo que este es un libro militante! Militante, porque no podremos aspirar a llevar una vida buena, a ser realmente felices, si este propósito no se desarrolla en un entorno responsable y fraternal, que consecuentemente promueva una sociedad justa, o sea, moralmente aceptable. Que la vida buena deba ser un asunto estrictamente vinculado a la esfera privada de la vida es falso, por simplificador. Y lo escribe un liberal. ¿O es que quizá podremos aspirar a nuestra propia autorrealización personal si no hemos reflexionado antes sobre quiénes somos, sobre qué hacemos en el mundo o sobre por qué hemos nacido? Siéntete bien contigo mismo, y podrás sentirte bien con los demás, ciertamente. Afianzado el yo, sin embargo, ¿podemos plantearnos una vida insensible a la suerte de los demás? ¿O con respecto al planeta que dejaremos a las próximas generaciones?
En estos nuestros tiempos posmodernos, de grandes y acelerados avances científicos, si creyéndonos semidioses osamos cruzar todas las barreras del sonido, ¿no ha llegado también la hora de preguntarnos, como nos espolean a hacer los teóricos del posthumanismo, por qué tenemos que envejecer y hacernos mayores hasta morir? ¿Dónde está escrito que las cosas tengan que ser así? Porque ¿de verdad somos solo depositarios de una vida que en el fondo no nos pertenece? Y mirado al revés, mientras lo tengamos que hacer, ¿hasta qué punto no debe resultar tan legítimo defender el derecho a la vida, como el derecho a la muerte? ¿La vida y la muerte no tendrían que resultar indisociables de la dignidad con que son ejercidas? En nuestros días, ¿cuántas personas mayores no miran a los ojos de sus nietos para preguntarles, honestamente y con desconsuelo, por qué los obligan a seguir viviendo en un mundo que ya no es el suyo?
Sin el esposo, sin los amigos, casi totalmente analfabetos tecnológicos y cada vez más dependientes físicamente de los que tienen su custodia, muchos ancianos contemplan con impotencia cómo los hijos malgastan todo el patrimonio material y moral que ellos habían forjado a lo largo de su vida, y soportan, humillados, tener que seguir arrastrando los pies por una vida dependiente e indigna, con mil y una disfunciones físicas y cognitivas, entre gasas, sondas y curas paliativas, que encima solo pueden agradecer –o quizá tendríamos que decir reprochar– a anónimas cuidadoras latinoamericanas, en las que en el fondo encuentran las únicas pírricas y rutilantes muestras de afecto. Hoy, cerca de medio millón de personas mayores viven solas en Catalunya sin desearlo. Su vida longeva es tanto la historia de un éxito de la humanidad como la renovación de la exigencia urgente de encontrarle un sentido. Su presencia nos recuerda, con un silencio tan discreto como ensordecedor, que no es posible disociar individuo y comunidad, progreso material y progreso moral.
Porque, salvada la dignidad del yo, sigue interpelándonos la urgencia de dar respuesta a cómo podemos construir un proyecto de vida propio, dedicarnos a aquello que nos interesa, nuestra familia, nuestros amigos, nuestro ocio y (neg)ocio si permanecemos indiferentes o simplemente al margen de la sociedad, que es nuestra propia geografía, la propia historia, la comunión con el resto de hombres y mujeres, con el resto de seres vivos, que coexisten con nosotros. ¿Nos será realmente posible, como pregonan algunos, aspirar a la felicidad personal, ser buenos profesionales, buenos maridos, buenas madres, padres o amigos, si no somos capaces de compartir cívicamente ningún tipo de aspiración colectiva de progreso? ¿Podremos aspirar a la vida plena, refugiados solo en el cultivo de nuestro propio huertecillo? ¿En el consuelo y confort de las pequeñas cosas, en el amable cuidado de los otros? ¿La gesta protagonizada por el multimillonario fundador de Amazon Jeff Bezos, el 20 de julio del 2021, acompañado de la octogenaria Wally Funk y dos astronautas más a bordo de la New Shepard, más allá de lo que supone de impresionante hito personal, puede ser vivida como una consecución colectiva?
Max Weber creyó siempre que ciencia y política eran incompatibles. Tan cierto como que siempre mostró un gran interés por reflexionar sobre la acción política. Como advirtió Raymond Aron, en Max Weber, aunque académico brillante, como antes en Jeremy Bentham, en John Stuart Mill y en tantos otros, siempre encontraremos un punto de nostalgia de la política, como si la finalidad última de su pensamiento hubiera radicado en las ganas de salir del aula y pasar a la acción transformadora. No acabo de estar seguro, sin quererme comparar con ellos, que personalmente no ande cojo de la misma dolencia, añorado como sigo de la cosa pública y atormentado ante la posibilidad de que mis preocupaciones, miedos y esperanzas puedan no ser realmente transformadores, más allá de la semilla que ahora siembran en la conciencia cívica de mis alumnos o de mis lectores habituales de La Vanguardia.
En todo caso, estoy absolutamente seguro que serán las humanidades y no la ciencia ni la técnica las que nos sacarán de la barra del desengaño en que nos hemos apoyado, confusos y desorientados como el que se queda solo, entre desconocidos, en un bar de memoria infausta, una noche absurda. Será nuestra propia humanidad y no los avances científicos y tecnológicos, ni todavía menos la inteligencia artificial, la que nos brindará nuevas y mejores oportunidades. Porque las máquinas pensarán más y mejor que nosotros, pero solo los hombres y las mujeres sabremos apreciar el valor de la libertad que nos permite la vida plena y sentiremos la curiosidad infinita que desde Prometeo nos espolea a progresar, la belleza que nos reconforta y el amor que nos define, que nos hace tolerantes, compasivos y con sentido y necesidades de trascendencia. Personalmente, yo que ahora soy como aquellos oficiales de guante blanco que enseñan el arte de la guerra a los jóvenes cachorros de la academia, pero desde la autoridad que da haber estado en el frente y haber perdido en él una pierna, solo querría que el último día de curso para los alumnos o la última página de este libro para el lector, transformen el desengaño, la desconfianza y la apatía que corroe el corazón de muchos de nosotros en una variación alegre y renovada del inconformismo que en su día encarnó para mi generación Winona Ryder en Reality bites. Para el icono de la generación X, por mucho asco que le generara el mundo de sus padres, la pregunta correcta no era la que buscaba culpables sino la que se preguntaba “¿Cómo podemos enderezar el desastre que hemos heredado?”.
En su día, de la mano de los profesores de filosofía Josep Maria Esquirol y David Redon, las materias de humanidades impartidas en el Campus Universitario de La Salle se estructuraron en tres asignaturas anuales, bajo el título de Pensamiento y creatividad. En la primera, de corte estrictamente ético, el reto es preguntarnos ¿cómo podemos llevar una vida buena, es decir, feliz y amistosa? En segundo, los alumnos tienen que enfrentarse al tema desde una mirada antropológica. ¿Podemos aspirar a nuestra propia autorrealización personal si no hemos reflexionado antes sobre quiénes somos, sobre qué hacemos aquí? Finalmente, en tercero, la asignatura plantea el problema de cómo podemos construir un proyecto de vida propio, dedicarnos a aquello que nos interesa, a nuestra familia, a nuestros amigos, a divertirnos y ganar dinero o simplemente a contemplar las estrellas y los rosales, si permanecemos indiferentes o simplemente al margen de la comunidad en donde vivimos. ¿Es posible vivir entretenidos y echados en el sofá de casa, ir a esquiar a la Masella en invierno y a navegar por Es Vedrà los atardeceres de agosto si en el rellano de casa tropezamos con nuestro vecino que no tiene trabajo o si sabemos que aunque lo tiene no llega a fin de mes? Y al revés, ¿cómo podemos reforzar el sentido de comunidad sin lesionar nuestro propio yo, la libertad y la obligación moral de ser nosotros mismos, únicos e irrepetibles hombres y mujeres libres? Si concedemos a este animal que es el hombre el carácter de social, de político, ¿hasta dónde estaremos dispuestos a tolerar que el Estado se inmiscuya en su vida? Para quien escribe, el verso de Vicenç Villatoro recordando que la primera persona del plural es mentira siempre ha iluminado sus preocupaciones. Como la incitación de Wilde a crearte a ti mismo, a ser tu propio poema. Tan cierto como que pocas especies como la humana necesitamos, ya desde nuestra más primigenia brizna de vida, tanto y tanto de los otros, de sus acciones y de su reconocimiento, para poder llegar a ser, algún día, nosotros mismos, un hombre, una mujer, con pleno significado de todas y cada una de sus letras.
Ese es el perfume de las clases que imparto. Unos días con aromas sabrosos y florales, otros con regusto amargo, siempre, sin embargo, procurando que respiren humanidad, o sea, duda, contradicción, compasión, predisposición al cambio. Porque nos importan los hombres y las mujeres, no lo que hacen. Odia el delito, compadece al delincuente, escribió Concepción Arenal. Porque sea virtud o defecto, el caso es que cuando las circunstancias cambian, también lo hacen las opiniones. Es la sangre y es el espíritu. La acción y la reflexión. La fuerza indómita de la juventud, la mirada matizada de la madurez. La alegría franciscana de vivir reverenciando al hermano Sol y la hermana Luna, y la angustia de saber que hemos de morir, como lo hemos aprendido desde Kierkegaard y con Sartre, que en el fondo es la peor y más despiadada de las noticias que nos atormentan.
Acabo. Las páginas que vienen a continuación pretenden ser rigurosas e inspiracionales; balsámicas y provocadoras; académicas y útiles para el gran público. ¡Todo un manual de ética para la supervivencia en una vida que tiene que valer la pena ser vivida! No rehúyen las nubes negras que nos amenazan pero saben que siempre, después de una fuerte tramontana, regresa la calma. Y que aunque el vendaval haya sido demoledor, en las actuales circunstancias nuestra capacidad restauradora puede ser más potente y sólida que nunca. Lo escribió Josep Pallach, como yo nacido en Figueres y finalmente residente en Barcelona, también como yo político y académico. Para este socialista liberal, lo único realmente importante era que “no te desanimes nunca y que nada te desanime. La vida es un eterno recomenzar. Es el mito de Sísifo, si quieres. Pero es su dignidad”. Sísifo es el viaje a Ítaca de Kavafis, el camino que se hace caminando de Machado. Encontrándome como me encuentro ya en el ecuador de mi vida, es decir, llevando ya a mis espaldas tantas experiencias amargas como felices, cada uno de los capítulos que se presentan en este librito incorporan también alguna vivencia personal que creo ilustrativa de lo que pretendo explicar, confío que con un ánimo más aleccionador que impúdico o indiscreto. Lo escribo para mí, pero todavía más para tantos y tantos jóvenes amigos, alumnos y conciudadanos a los que quiero y a los que debo la alegría de vivir. ¡Ya veis, que mi propósito no es moco de pavo!
1. Jordi Llovet, “Universitat i política”, Marginàlia, 21 de noviembre del 2019.
2. Michael Sandel, La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, Debate, Madrid, 2020.
3. Michael Sandel, entrevista en La Contra, La Vanguardia, 8 de febrero del 2021.
4. Además de las aportaciones ya clásicas de autores como Robert Kurz, con su archicitado El colapso de la modernización, publicado por primera vez el 1991, en Brasil, o de los trabajos de divulgación de Naomi Klein, traducidos a todas las lenguas, destaquemos tan solo a modo de ejemplo de la reciente literatura catastrofista los libros de Santiago Niño Becerra, Capitalismo (1679-2065), Ariel, Barcelona, 2020; Samuel Alexander y Rupert Read, Esta civilización está acabada, Nola Editores, Madrid, 2021 o, por no aburrir, Daniel Closa, Antropocè: la fi d’un món, Angle Editorial, Barcelona, 2021.
5. Markus Gabriel, Ética para tiempos oscuros. Valores universales para el siglo XXI, Pasado & Presente, Barcelona, 2020.
6. Emilio Santiago Muiño, “Vida buena y crisis ecológica”, La Maleta de Portbou, n.º 47, pág. 43.
7. Carl Amery, Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor, Turner, Madrid, 2002.
8. Johan Norberg, Progreso. 10 razones para mirar el futuro con optimismo, Deusto-Planeta, Barcelona, 2017; R. Bregman, Utopía para realistas, Salamandra, Barcelona, 2016.
9. Observatorio Catalán de la Juventud.