Historia de un alma

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La profesión religiosa
(8 de septiembre de 1890)

Empieza la preparación para este solemne acto con un retiro de diez días. Todo este tiempo lo transcurre en la más absoluta aridez, casi en el abandono. Pero Dios no se desentiende de ella. Le va inspirando insensiblemente lo que debe hacer para agradarle en todo (cf MsA 75vº). Es la manera suave de comunicarse de Dios.

Se nos ha conservado el testimonio de las notas que escribió a sus hermanas durante este retiro para informarlas sobre su estado espiritual. En ellas se refleja perfectamente lo que pasa en su interior. Nos ponen ante los ojos cómo se puede encontrar una gran santa en vísperas de dar el paso más decisivo de su vida. Fácilmente nos imaginamos a los santos con transportes de amor, con comunicaciones gozosas de Dios, casi en la gloria. Yo creo que la lectura y meditación de estos textos nos puede enseñar mucho sobre lo que es vivir en pura fe. Para el día de la ceremonia escribe un billete en el que expone sus anhelos y esperanzas. Luego lo llevará siempre sobre su pecho como testimonio de constante afirmación de su consagración a Dios (O 2). Una grafóloga que examina el autógrafo dice: «El texto está escrito con unos trazos que revelan el miedo de una niña y una decisión de guerrero».

Durante la noche, que precede a la profesión, sintió una fuerte angustia, pero llegada la mañana, nos dice: «Me sentí inundada de un río de paz, y con esta paz, que supera todo sentimiento, pronuncié mis Santos Votos» (MsA 76vº). Era la mañana del 8 de septiembre de 1890.

En esta época la profesión se celebraba en la intimidad, sin más testigos ni participantes que las religiosas de la comunidad. La ceremonia externa era la imposición del velo negro. En el caso de sor Teresa se dejó para el día 24.

Fue un día muy triste para la pobre Teresa. Todo le salió mal. Su padre no pudo asistir ni siquiera para darle la bendición al final de la ceremonia como lo habían proyectado, en secreto, la novicia y su hermana Celina. Esta ausencia oscureció el día. Bajo el velo negro, recién estrenado, de la joven consagrada, corrieron las lágrimas en abundancia. «Me hallé –dice más tarde– verdaderamente huérfana de padre en la tierra pero pudiendo mirar con confianza al cielo y decir: “Padre nuestro, que estás en el cielo”» (MsA 75vº).

Los años oscuros (1890-1893)

Después de la profesión empieza un período de dos años y medio al que algunos denominan los «años oscuros» de sor Teresa. Es cierto que durante este tiempo la joven religiosa llevó una vida monótona, sin sucesos de relieve en ningún aspecto. Pero no fueron años perdidos. Hace un gran descubrimiento: encuentra el verdadero sentido religioso de la «monotonía del sacrificio» (C 85). Ha dado con el meollo de la vida monástica.

En el exterior, la vida no cambia apenas. El padre continúa su humillante destierro en el sanatorio. Su hermana Celina, una joven inteligente y bella llama la atención de más de un joven. Pero sor Teresa está empeñada en que Dios la llama y debe consagrarse a Él en la vida religiosa. De ahí esas cartas en las que le expone las excelencias de la virginidad y de la vida consagrada (cf C 102; 104; 109). Más tarde nos recuerda cuánto le preocupó este asunto hasta que la tuvo a su lado en la clausura (cf MsA 82rº).

En su vida conventual no le faltan problemas. Por parte de las religiosas no recibe atenciones especiales. No tiene ocasión de desahogarse con sus hermanas mayores. Se siente como un «granito de arena». Todos lo pueden pisar, y no sólo pisarlo, sino olvidarlo, que es lo más duro, lo que más se siente (cf C 81; 84). Aunque sea olvidada por las criaturas, «desea ser vista por Jesús. Si las miradas de las criaturas no pueden abajarse hasta él, que por lo menos la Faz ensangrentada de Jesús se vuelva hacia él... No desea más que una mirada, una sola mirada» (C 84). Pero tampoco Jesús le atiende. Hay que amarle sin compensación. Pero la joven, ansiosa de amor, lo siente. A pesar de todo, reacciona así: «Amémosle (a Jesús) lo bastante para sufrir por él todo lo que quiera, incluso las penas del alma, las arideces, las angustias, las frialdades aparentes... ¡Ah! es gran amor amar a Jesús sin sentir la dulzura de este amor... Es un martirio. ¡Pues bien, muramos mártires!» (C 73). Aunque se muestra valiente, esa falta de respuesta sensible de Jesús llega a turbarla en algunos momentos. Le hace dudar de si verdaderamente es amada por Dios (cf MsA 78rº). Las palabras de la M. Genoveva la consuelan. Al año siguiente la noche se hace más oscura aún. «Sufría yo entonces toda clase de pruebas interiores (hasta preguntarme a veces si había un cielo)». Y es precisamente al encontrarse tan angustiada cuando aparece un mensajero providencial del cielo, un religioso franciscano, que la comprende, la anima y la «lanza a velas desplegadas sobre las olas de la confianza y del amor», y le asegura que «sus faltas no causaban pena a Dios» (MsA 80vº).

Hace también otro descubrimiento muy importante. Hasta entonces se había alimentado espiritualmente con libros de devoción, y en esta época empieza a apreciar la doctrina del Doctor del Carmelo: «Cuántas luces he sacado de las obras de san Juan de la Cruz... A la edad de diecisiete y dieciocho años no tenía otro alimento espiritual» (MsA 83rº). Algo más tarde, a partir de 1892, da con la llave del evangelio. En adelante «allí encuentra todo lo que necesita mi pobre alma» (MsA 83vº). En medio de las arideces, gracias a las luces que le llegan por estos cauces, va esbozando los rasgos fundamentales de su «caminito», de su mensaje.

Se produce un acontecimiento muy consolador. El 10 de mayo de 1892 el padre regresa a la familia. No es que se haya curado. Está agotado, sin fuerzas. Pero no deja de ser motivo de alegría para sus hijas poder tenerlo entre los suyos aunque les haga llorar, con frecuencia, su estado deplorable.

A los dos días de llegar a su hogar, le llevan al locutorio del Carmelo para que salude a sus hijas. Momento emocionante. Es la última vez que las ve y ellas lo ven en la tierra. Se despide «hasta el cielo» (C 117). Probablemente no pasó por la mente de ninguno de los presentes el pensamiento de que la primera en acudir a la cita sería la más joven, su «reinecita».

Priorato de la M. Inés
de Jesús (1893-1896)

El 20 de febrero sor Inés de Jesús (Paulina) es elegida Priora de la comunidad. Sor Teresa acoge el suceso con gran alegría. Lo considera verdaderamente providencial. La misma noche de la elección, sin esperar más, le escribe una carta donde expone los sentimientos y esperanzas que esta designación despierta en ella. Espera mucho de la actuación como Madre de su «madrecita» (C 119).

Hay novedades en su situación y oficios dentro de la comunidad. La joven sor Teresa va a asumir dos oficios. En primer lugar, la Priora la encarga ayudar a la M. María de Gonzaga en la formación de las novicias. Seguirá ejerciendo este oficio hasta el final de su vida.

En segundo lugar, va a reemplazar a la recién elegida Priora en la labor de preparar las veladas recreativas. Habrá de componer poesías y piezas de teatro para recitarlas y representarlas en los días de fiesta. La joven nunca se había puesto hasta entonces a escribir versos, pero demostró poseer cualidades nada comunes para este quehacer. Ahí quedan las cincuenta y cuatro poesías y las ocho piezas de teatro que compuso y se han conservado. Cierto que no poseen un valor literario excepcional, pero le han servido para exponer, ante la comunidad, lo que piensa, y eso sí que es importante. Desgraciadamente, en la mayoría de los casos, no entendieron las oyentes lo que les quería decir.

Al enviar algunas de sus poesías a un misionero le advierte que «al componerlas he atendido más al fondo que a la forma» (C 188).

Con estas actuaciones va adquiriendo prestigio en la comunidad. Es muy interesante la correspondencia que, durante este tiempo, mantiene con su hermana. En ella aparece cómo se va desarrollando la vida interior de la santa. Se produce un cambio trascendental en su modo de entender la realización de la obra de Dios. Comprende mejor que hasta ahora cómo actúa Dios. Lo principal que descubre es que a Dios no se le conquista. A Dios, se le acepta. Él se da. «Él se quiere reservar para sí la dulzura de dar» (C 121). A nosotros nos toca respetarle, aceptarle desde nuestra pequeñez y debilidad. Nuestra misión es la de ser sencillos e insignificantes como «una gotita de rocío». Para llenar esta misión es «necesario permanecer sencilla» (C 120). Desarrolla el pensamiento en las cartas 122 y 123. Va descubriendo lo que debe ser el abandono confiado y perfila las líneas maestras de su espiritualidad definitiva. Ella disfruta de una paz serena y gozosa.

El año 1894 compone su primera pieza teatral sobre Juana de Arco y algunas poesías de profundo contenido, como la 12.

El gran acontecimiento de este año será el fallecimiento de su venerado padre el 29 de julio. No le causa pena alguna: «La muerte de papá no me produce la impresión de una muerte, sino de una verdadera vida» (C 149). Pide al Señor una señal que le dé la seguridad de que ha ido derecho al cielo, y se la concede (cf MsA 82vº). Ya no le queda más que una preocupación, casi obsesión: el porvenir de Celina. Como ha quedado libre de su compromiso junto al padre, sor Teresa la quiere junto a sí en el Carmelo (cf MsA 81vº). Esta les descubre un secreto. El P. Pichon tenía un proyecto para el cual contaba con ella. Tenía intención de fundar un instituto apostólico en Canadá. Como conocía las cualidades y la situación de Celina le propuso ir allí para ser uno de los pilares de la empresa. Le exige la más absoluta reserva para que sus hermanas no sospechen nada. Llegado el momento no le queda más remedio que exponer el proyecto a las interesadas. Estas reaccionan inmediatamente contra tal propósito. Es sor Teresa la que actúa con más decisión. La idea de encerrar a una joven activa y emprendedora parecía a no pocos una locura. Entre ellos estaban algunos de sus familiares e, incluso, sacerdotes. La monjita escribe una carta en la que justifica y explica el valor y el sentido de una vida oculta entre los muros de un convento (cf C 148). El P. Pichon cede generosamente. Aparecieron en la comunidad del Carmelo algunos obstáculos porque parecía inconveniente la presencia de cuatro hermanas. Vencidas todas las dificultades, Celina ingresa en el monasterio el 14 de septiembre. Ya no le quedan a sor Teresa más aspiraciones. «Cuántos motivos tengo para dar gracias a Jesús que supo colmar todos mis deseos» (MsA 82vº). Puede cantar como el anciano Simeón el Nunc dimittis.

 

En su vida conventual cumple con sus obligaciones generales, atiende a las jóvenes novicias y, como labor propia, continúa su producción literaria. Se prepara para empezar su obra más importante, que redactará en el curso del año siguiente.

En su vida espiritual no hay cambio. Sigue hundida en la sequedad, pero a veces hasta las tinieblas resultan luminosas. Así constata la monjita. Esa pobreza que experimenta, la ausencia de Jesús, que permanece siempre dormido, tiene una extraordinaria fuerza purificadora. Su pensamiento religioso va madurando enormemente (cf C 144).

Año 1895: el Manuscrito «A»

El 1895 será para Teresa «un año de paz, de amor y de luz» y de valiosa producción literaria. Superadas las inquietudes interiores, que la retraían, descubierto plenamente el Dios-Amor, y Amor misericordioso, inundada de luces, que la han conducido en esta exploración y la orientan definitivamente, se puede decir que ha tocado el techo de la madurez. Se halla ya en condiciones de echar una mirada hacia atrás e interpretar, a la luz de estos últimos descubrimientos, lo que ha sido su vida, o mejor, la presencia y la obra de Dios en su carrera. En la introducción a la Historia de un alma expone en estos términos lo que va a hacer: «No es mi vida propiamente dicha la que voy a escribir sino mis “pensamientos” acerca de las gracias que Dios se ha dignado concederme» (MsA 3rº). Su obra no va a ser una simple biografía sino un mensaje. Descubre la presencia y la acción de Dios en la vida de una persona. Y esa vida es un paradigma, un modelo. Es como decir: así es Dios y actúa de esta manera.

El origen de este escrito tan interesante no se debe a un plan premeditado. Fue completamente casual. Sucedió de esta manera. Durante una conversación con sus hermanas, la menor de ellas contó algunos episodios graciosos de su infancia. Entonces, la mayor pidió a la M. Inés que le mandara poner por escrito esas historias para recuerdo familiar, pues presentían que la joven narradora no iba a vivir mucho. La M. Priora, después de pensar si semejante labor estaría justificada, le mandó ponerse a trabajar. Como obediencia a esta orden de la Priora nace la primera parte de la Historia de un alma, a la que ahora denominamos Manuscrito «A». La autora le puso un título un poco romántico: Historia primaveral de una Florecilla blanca... Trabajó en los ratos libres durante todo este año, de modo que pudo entregar su obra a la M. Priora el 20 de enero del año 1896, víspera de santa Inés.

Durante este año, además de esta obra principal, compuso varias poesías entre las que cabe destacar la 17, «Vivir de amor», fechada el 26 de febrero.

Desde las primeras páginas de la autobiografía se plantea un problema muy interesante. Ella dice que lo había pensado muchas veces, pero no sabemos desde cuándo le preocupó. Se trata de la manera de conducirse de Dios con las distintas personas. A algunas las inunda de gracias como a ella, a otras, aparentemente, no les concede ni lo más elemental, ni siquiera la fe.

A pesar de ello, Dios tiene que ser necesariamente bueno, justo y hasta generoso con todos. ¿Cómo se explica esto? Como en la naturaleza hay flores de distintas dimensiones y colores y todas, cada cual desde su condición, contribuyen a la belleza general, lo mismo ocurre en el reino de las almas. Hace falta que cada una acepte su propia condición y puesto. La obra de Dios se desarrolla en todos con la misma perfección tanto en los grandes santos como en las almas pequeñas y en los mismos salvajes que no tienen otra brújula que la ley natural. Hay que reconocer y aceptar así el plan de Dios. «La perfección consiste en ser lo que Dios quiere que seamos» (MsA 2vº). La santa se encuentra entre las almas pequeñas y quiere explicar cómo ha realizado Dios en ella su obra maravillosa. Ese va a ser el núcleo de su mensaje. Lo más admirable que encuentra en Dios es ver cómo se abaja, cómo se humilla, para amarnos en nuestra pequeñez e imperfección.

Son verdaderamente maravillosas, optimistas, las primeras páginas de este libro (cf MsA 2vº-3rº).

Así llegamos al segundo gran acontecimiento espiritual para Teresa. El primero fue la «gracia de Navidad».

Este año de 1895 recibe una gracia especialísima. El hecho ocurrió el 9 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad. Comprendió que Dios desea amar a las criaturas y necesita personas que se le ofrezcan como víctimas para aceptar ese amor y tratar de corresponderle. Hay almas que se ofrecen como víctimas a la justicia divina, pero Teresa ha comprendido que Dios tiene más deseo de descargar su amor que la justicia. Ese amor es desconocido o despreciado. Está obligado a permanecer represado en su corazón. Si hubiese quienes se ofrecieran como víctimas para recibirlo, ese amor las consumiría rápidamente (cf MsA 84rº). Esta idea la impresionó tanto que en adelante no pensará más que en ser víctima de ese amor. Esa es una concepción genial de cuál es la actitud y el proyecto de Dios para con nosotros.

Pidió permiso a la M. Priora para hacer este ofrecimiento de sí misma al Amor Misericordioso. Y esta, sin darse cuenta de lo que esto podía significar, le concedió la autorización.

Teresa no se contenta con ofrecerse ella misma; quiere comunicar a otras personas su descubrimiento y hacerlas partícipes de esta gracia. Convence inmediatamente a su hermana Celina para que se ofrezca con ella, y así, a los dos días, arrodilladas ambas ante la estatua de la Virgen, se ofrecen como víctimas al Amor Misericordioso. Para este acto, Teresa compuso una fórmula. Este texto, con algunas correcciones hechas por la misma autora, es el que actualmente viene entre sus Obras.

Durante este período le preocupa otro tema: «He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya amado más que un alma arrepentida. ¡Ah! Cuánto me gustaría desmentir estas palabras» (MsA 39vº). Ella, alma inocente, desea amar a Dios más que nadie. No quiere pensar que ella ama poco porque se le ha perdonado poco. Ve, en la conducta de Dios para con ella, motivos más que suficientes para amarle como nadie. Dios le ha perdonado previamente, no dejándola caer como ha dejado a otras almas. Pero esa manera de actuar de Dios no es menos generosa. A ella le ha perdonado no mucho sino todo. Más que a la mujer pecadora. Le ha perdonado prevenientemente, que es la manera más admirable de perdonar y la que debe despertar mayor agradecimiento (cf MsA 39rº). Insiste sobre el tema en la poesía 19, compuesta en julio de este mismo año.

El 17 de octubre la M. Inés encomienda a sor Teresa un hermano misionero todavía seminarista, el abate Mauricio Bellière, a quien escribirá once cartas muy interesantes. Ante una fotografía suya, en la que aparece vestido de militar, Teresita, ya enferma de gravedad, exclama: «A este soldado de aire marcial le doy consejos como a una niña. Le enseño el camino del amor y de la confianza» (UC 12.8.2).

El 30 de mayo del año siguiente, por mediación de la M. María de Gonzaga, se le encomienda otro misionero llamado Adolfo Roulland (cf MsC 33rº). Le dirigió siete cartas.

La fraternidad espiritual con estos dos misioneros resultó providencial para estimular el espíritu misionero de la ardiente carmelita. La M. María de Gonzaga le permitió sostener con ellos una correspondencia, que no era habitual en el convento.

Este mismo año compuso para Navidad una especie de paraliturgia titulada «El divino pequeño mendigo de Navidad pidiendo limosna a las carmelitas». Desarrolla en ella la idea que tanto le impresionaba de que Dios se muestra como un menesteroso que mendiga nuestro amor, el amor de sus pobres criaturas. Con estos descubrimientos, que aparecen en estas exposiciones de su mensaje, se puede decir que ha encontrado su «camino completamente nuevo», un verdadero atajo para llegar pronto y con seguridad a la cumbre de la montaña de la santidad. Es como un ascensor que eleva a uno. Está hecho para los niños, para los que son demasiado pequeños «para subir la ruda escalera de la perfección» (MsC 3rº).

Año 1896

Es un año decisivo, de grandes acontecimientos.

En enero entrega a su hermana el Manuscrito «A». Esta lo recibe sin darle importancia. Lo guarda, sin leerlo, en el tirador de su mesa. El 24 de febrero, su hermana sor Genoveva hace la profesión religiosa. Fue una gran satisfacción para Teresa. «El más íntimo de mis deseos, el más grande de todos, el que nunca pensé ver realizado, era la entrada de mi Celina querida en el mismo Carmelo que nosotras» (MsA 82rº). Ahora la tiene ya comprometida para siempre por sus votos religiosos. Se acabaron sus sufrimientos respecto al destino de la que amaba tanto. «Puedo decir que mi cariño por Celina desde mi entrada en el Carmelo era un amor de madre tanto como de hermana» (MsA 82rº). El mes de abril marca el inicio de lo que podíamos llamar la última etapa de su vida.

La noche del Jueves al Viernes Santo, 2-3 de abril, siente la primera hemoptisis «como dulce y lejano murmullo, anunciando la llegada del Esposo» (MsC 5rº). Es la declaración manifiesta de la enfermedad que la llevará al sepulcro. Ella contempla la muerte y su destino eterno con una gran fe diáfana: «Gozaba entonces de una fe tan viva, tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad» (MsC 5rº).

Ahora es cuando llega el tercer gran acontecimiento de su vida espiritual: la prueba de la fe. Pocos días después, a raíz de la gran fiesta de la Pascua, se oscurece su horizonte espiritual. Se siente «invadida por unas espesas tinieblas». Jesús «permitió..., que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuese ya más que un motivo de combate y de tormento» (MsC 5vº). Así empiezan las grandes y persistentes tentaciones contra la fe, que la privaron, si no de la paz, sí de todo el gozo de la fe durante el año y medio que le resta de vida. No dejará de tener algunos consuelos externos como la profesión y toma de velo negro de su querida novicia sor María de la Trinidad a primeros de mayo. Pocos días después, un sueño consolador: la visita de la venerable Madre Ana de Jesús, fundadora de los Carmelos de Francia, que le produce el sentimiento y la seguridad de que hay «un cielo y de que ese cielo está poblado de seres que me quieren» (MsB 2vº).