Buch lesen: «Subida del monte Carmelo»
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Biblioteca Clásicos Cristianos
Subida del Monte Carmelo
Juan de la cruz
Introducción
1. Apuntes biográficos de Juan de la Cruz
Su nombre de pila era Juan de Yepes Álvarez. Nace en Fontiveros (Ávila) en 1542. Sus padres Gonzalo y Catalina eran naturales del reino de Toledo; él, de la villa de Yepes; ella, de Toledo mismo, según parece. Tienen montado en Fontiveros, en la Moraña abulense, un pequeño telar de buratos. «Soy hijo de un pobre tejedorcillo», dirá Juan años más tarde en Granada. A poco de nacer el pequeño Juan, muere su padre; la pobreza más negra se apodera del hogar y la familia, compuesta por Catalina, Francisco, el hijo mayor y el pequeño Juan, emigra a Medina del Campo, habiendo tentado acaso fortuna anteriormente en tierras de Toledo y en Arévalo. Luis, el hermanillo intermedio, ha muerto en Fontiveros y allí se enseña hasta ahora su tumba junto con la del padre en la iglesia parroquial.
En Medina del Campo vivirá Juan trece años, probablemente desde 1551 a 1564; primero, como educando en los Doctrinos, después como alumno externo del colegio de los jesuitas donde se forma en humanidades. Trabaja también de enfermero de uno de los catorce hospitales de la villa: el de las bubas. Así aprende a hermanar el trabajo con el estudio. Y no saliendo de su pobreza sabrá lo que es también andar pidiendo por las calles, primeramente para los Doctrinos y después para los enfermos del hospital.
Codiciado por algunas órdenes religiosas y requerido a que se ordene y funja de capellán del hospital, se decide a entrar en el Carmen, allí mismo, en el convento de Santa Ana en 1563, emitiendo su profesión religiosa en 1564. De 1564 a 1568 estudia en la Universidad de Salamanca: tres años de Artes o Filosofía y uno de Teología, habiendo sido con toda probabilidad, fray Luis de León uno de sus maestros, junto a otros también ilustres.
Ordenado sacerdote en Salamanca en 1567, en el verano de ese mismo año se encuentra por primera vez con santa Teresa en Medina del Campo. Encuentro providencial que hace que fray Juan de Santo Matía (así se llamaba entonces en la Orden) cambie de idea y abandone la resolución de pasarse a la Cartuja y acepte la propuesta hecha por la Santa de iniciar la reforma o renovación del Carmelo entre los frailes, como Teresa la ha comenzado entre las monjas de la Orden en 1562. Es la Santa quien ha contado la entrevista de estos dos gigantes de la santidad y de las letras; ambos quedaron fascinados y su aprecio mutuo fue aumentando[1].
La primera casa de los descalzos carmelitas se abre en noviembre de 1568 en el lugarejo de Duruelo (Ávila) en una pequeña alquería, adaptada por fray Juan en persona, que entendía no poco de albañilería, a conventito, tan pequeño que santa Teresa lo llamará «portalico de Belén»[2].
Vive Juan de la Cruz –este es su nuevo nombre sugerido o impuesto por santa Teresa– entre los descalzos veintitrés años. La madre Teresa le reclama pronto desde su puesto de rector de Alcalá y le lleva a Ávila para que le ayude en la buena marcha espiritual del numeroso monasterio de La Encarnación de Ávila. Aquí se detiene varios años (1572-1577), acompañando a la Madre en algunos de sus viajes fundacionales.
Víctima de malentendidos y de pequeñeces humanas, a primeros de diciembre, el 2 ó el 3, de 1577 es detenido violentamente por frailes de la Orden y llevado a la cárcel conventual de Toledo. Comentará más tarde haber pasado en aquella cárcel nueve meses, tantos como los que pasa el niño en el seno materno; de modo que salió renacido de la cárcel, fugándose de ella en agosto de 1578.
En ese mismo año, octubre-noviembre, llega a Andalucía y allí vivirá diez años seguidos, y de nuevo volverá a tierras andaluzas en agosto de 1591, después de haber pasado tres años en Segovia (1588-1591). Querido y venerado por la mayoría, sufre, no obstante, una persecución ignominiosa por parte de uno de los superiores de la Orden resentido contra él. Bien firme en la virtud y dando ejemplos de caridad y amor heroicos, muere en Úbeda a medianoche del 13 al 14 de diciembre de 1591, a los 49 años. Su cuerpo es trasladado a Segovia en 1593.
Se sospecha, por parte de algunos cervantistas, que Miguel de Cervantes se pueda referir al traslado del cuerpo de fray Juan de Úbeda a Segovia, cuando en Don Quijote habla de «la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto»[3]. Sus restos reposan en el Carmen de Segovia, en la iglesia del convento que él había comenzado a levantar, junto al santuario mariano de La Fuencisla.
Las copias de sus escritos se multiplicaron. La primera edición de sus Obras es de 1618 en Alcalá de Henares; falta el Cántico espiritual. Canonizado por Benedicto XIII en 1726, fue declarado doctor de la Iglesia en 1926; patrono de los poetas españoles en 1952, y patrono de todos los poetas de lengua española en 1993.
2. Su misión dentro del Carmelo
Juan de la Cruz fue el orientador y el padre espiritual de la nueva familia del Carmelo desde su puesto de iniciador, y desde sus cargos de responsabilidad: maestro de novicios en Duruelo y Mancera (1568-1570); rector de sus colegios de Alcalá (1571-1572), de Baeza (1579-1581); Superior en El Calvario, en la provincia de Jaén (1578-1579); Superior en Granada (1582-1585; 1587-1588); Superior en Segovia (1588-1591); desde su puesto de Vicario Provincial de Andalucía (1585-1587), y desde su participación en el gobierno general de la Orden (1588-1591).
También adoctrinó a los hijos e hijas del nuevo Carmelo con sus cartas y otros escritos de poca mole, pero de mucha sustancia; lo mismo que con la Subida-Noche y Cántico que dedicó a miembros de la Orden. Abundantísimo fue su magisterio oral o de viva voz entre los suyos[4].
3. Sus escritos
La pervivencia de Juan de la Cruz en el mundo de la cultura, del arte y del espíritu la debe más que nada a sus escritos, sin olvidar tampoco las biografías antiguas y modernas que han contribuido también al lanzamiento de su figura.
Juan de la Cruz tenía más vocación de enseñar de viva voz que de escribir. Su magisterio oral se entremezclaba con su magisterio escrito, completándose mutuamente.
Si tomamos una edición de sus Obras completas nos sorprende, ante todo, la brevedad, real y relativa, de sus escritos, si los comparamos con los de otros doctores de la Iglesia: Agustín, Jerónimo, Tomás de Aquino, Alberto Magno, etc.
Entre su producción nos encontramos con escritos brevísimos (dos, tres, cuatro páginas), junto a otros más largos y sistemáticos. Encontramos páginas escritas todas en verso; páginas todas en prosa y otras escritas en poesía y prosa. Advertimos también que algunas obras están escritas o redactadas dos veces, y otras están sin terminar.
Subida del Monte Carmelo, Noche oscura del alma, Cántico espiritual, Llama de amor viva, son sus obras mayores. Escritos breves o menores o escritos cortos, que son todos los demás, abarcan: Poesías (quince composiciones que van desde los cuatro versos que tienen las más cortas hasta los trescientos diez que tiene la más larga); Cautelas, Avisos a un religioso, Dichos de Luz y Amor, Cartas, Censura y Parecer, Ordenanzas.
A esta división más práctica y manual que técnica hay que añadir el diseño de El Monte, del que hablaremos más adelante.
El dibujo o diseño que más fama le ha dado es el de Cristo crucificado hecho por fray Juan durante su estancia con santa Teresa en Ávila (1572-1577). En este diseño se inspiró Salvador Dalí para pintar su obra El Cristo de san Juan de la Cruz. Expuesto el cuadro en Nueva York en 1951 y en Roma en 1954 se encuentra actualmente en la Galería de Arte de Glasgow. Dalí hablaba de «mi Cristo de san Juan de la Cruz». Alguien acaba de llamar a este diseño el símbolo originario de Juan de la Cruz[5].
4. Geografía de Juan de la Cruz
Juan de la Cruz tuvo poca geografía: vivió sólo en España y algunos días en 1585 en Portugal. El punto más alto que tocó en el mapa de la península Ibérica fue Valladolid, adonde acompañó a santa Teresa en 1568 y adonde volvió en 1574 a declarar ante el tribunal de la Inquisición sobre su intervención en el caso de la posesa de Ávila, María de Olivares Guillamas, y una última vez llegó a la ciudad castellana en 1587 en un capítulo o reunión de religiosos de la Orden. El punto sur más extremo en que estuvo varias veces fue la ciudad de Málaga; en el oeste, la ciudad de Lisboa en 1585, negándose entonces a ir a visitar a la famosa monja de las llagas y falsa estigmatizada del convento de la Annunziata. La villa murciana de Caravaca es el punto extremo al este en que estuvo no pocas veces.
Dentro de esta geografía tan reducida recorrió 27.000 kilómetros, caminando más que nada a pie o a lomos de un humilde borriquillo, y llenando los aires de salmos y coplas, y de la recitación del capítulo 17 del evangelio de san Juan que le encantaba[6]. No le faltaron aventuras de todas clases en ventas y mesones, al vadear ríos, al subir colinas, al internarse en el bosque, al bajar pendientes. Sus delicias en estos desplazamientos era hacer su oración contemplando la corriente de los ríos, el manar de alguna fuentecilla, extasiarse ante la música de las estrellas, conversar con la gente humilde. Martín de la Asunción, algo así como el escudero de Juan de la Cruz en tantos viajes, certifica: «Y por los caminos a los arrieros y gente que encontraba les daba siempre documentos y modos de vivir en servicio de Dios nuestro Señor y les daba buenos consejos; y en las ventas y mesones donde estaba cuando caminaba, si había algunos que juraban o votaban, les reprendía, y se solían componer y enfrenarse con mucha humildad» (BMC = Biblioteca Mística Carmelitana 14, p. 88).
5. Su mundo histórico
Su geografía fue poco extensa. Los años de su vida y de su historia no fueron tampoco tantos: 49; y la totalidad de ellos se desenvolvió en el Siglo de Oro español; y todos ellos, menos los ocho primeros, en la segunda parte del XVI.
Juan de la Cruz no es un autor intemporal ni ahistórico, aunque no es tampoco ningún cronista o historiador de acontecimientos. «Fray Juan ni quiso ni pudo eludir su mundo. La impresión de un evadido, ante una lectura superficial de sus escritos, se enmienda tan pronto como se engarzan los hilos que sustentan la trama. Abundan en sus páginas ecos del ambiente circundante; la biografía recoge datos y episodios que testimonian protagonismo directo»[7].
Esto se verifica particularmente en su labor renovadora del Carmelo, como dejamos dicho al configurar su misión en el seno de su Orden religiosa.
Cualquier lector puede identificar en sus libros alusiones claras a hechos históricos de sus días; tales como el descubrimiento de América (CB 14-15,8); su confesión expresa y tan decidida de copernicanismo a favor del movimiento de la tierra, cuando aún se discutían por científicos y teólogos las tesis de Copérnico y su sistema heliocéntrico (LB B 4,4; LA 4); la ruptura de la cristiandad por el protestantismo y la dura crítica a alguna de sus doctrinas (3S 5,2); un tremendo alegato, dentro del momento reformista de la Iglesia, contra los obispos remisos en predicar la palabra de Dios, a quienes emplaza, por esta dejadez y por la quiebra en las buenas costumbres, ante el tribunal de Dios (2S 7,12). Alude también, como a algo conocido por él y por sus lectores, a quienes «para servir al demonio» han procurado «haber las cosas sagradas y aun lo que no se puede decir sin temblar, las divinas, como ya se ha visto haber sido usurpado el tremendo (=digno de respeto y reverencia) Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo para uso de sus maldades y abominaciones» (3S 31,5). En un paso de Llama alude al fenómeno del Alumbradismo, ironizando de esta manera: «Y vendrá un maestro espiritual que no sabe sino martillar y macear con las potencias como herrero, y porque él no enseña más que aquello y no sabe más que meditar, dirá: andá, dejaos de esos reposos, que es ociosidad y perder tiempo, sino tomá y meditá y haced actos interiores porque es menester que hagáis de vuestra parte lo que en vos es, que esotros son alumbramientos y cosas de bausanes» (LB 3,43).
Aunque en sus páginas se puedan rastrear otras alusiones de tipo histórico bien claras, tiene una sensibilidad particular por los problemas de orden más directamente espiritual y religioso, que son los que mejor le sitúan en su cuadro histórico y en su acción reformadora y renovadora del Carmelo y en su actividad de guía de almas.
En este su universo mental se puede configurar un mapa bastante preciso de temas que vienen a ser al mismo tiempo las denuncias proféticas bien pensadas de un místico:
a) Espíritu milagrero y visionario de muchas personas (3S 31,3.8-9). En este orden de cosas vibra de un modo incandescente y juntamente cargado de ironía: «Y espántome yo mucho de lo que pasa en estos tiempos y es que cualquiera alma de por ahí con cuatro maravedís de consideración, si siente algunas locuciones de éstas en algún recogimiento, luego lo bautizan todo por de Dios, y suponen que es así, diciendo: “Díjome Dios”, “respondióme Dios”; y no será así, sino que..., ellos las más veces se lo dicen» (2S 29,4).
b) Una denunciada gran carencia de guías idóneos y un exceso de inexpertos y presuntuosos (Subida del Monte Carmelo, prólogo; LB 3,30-62).
c) Superficialidad en el itinerario de tantas personas que no saben arriesgar ni morir a sí mismas y andan buscándose en Dios, en lugar de buscar a Dios en sí (2S 7,5); gente que se anda por las ramas y no aprovecha, aunque tenga «tan altas consideraciones y comunicaciones como los ángeles» (2S 7,8).
d) Ignorancia de tantos que se cargan de «extraordinarias penitencias y de otros muchos voluntarios ejercicios» y no saben negarse a sí mismos y deshacerse de sus apetitos desordenados (1S 8,4).
e) Un mundo variopinto en el tema de la religiosidad popular que Juan de la Cruz valora, pero que quiere verla libre y purificada de tantas adherencias extrañas (3S cc. 35-44).
f) Degradación sucesiva de quienes se dejan llevar por la avaricia (3S 19,2-11). Aquí su gran denuncia de la simonía, de «aquellos que no dudan de ordenar las cosas divinas y sobrenaturales a las temporales como a su dios» y puntualiza: «Y de este cuarto grado en otras muchas maneras hay muchos al día de hoy que, allá con sus razones oscurecidas con la codicia en las cosas espirituales, sirven al dinero y no a Dios y se mueven por el dinero y no por Dios, poniendo delante el precio y no el divino valor y premio, haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios» (3S 19,9).
g) Asco por los pobres y falta de caridad para con ellos (3S 25,4-5).
h) Desmantelamiento de posturas mentales y prácticas de quienes no entienden la vida religiosa y el beneficio de lo contemplativo en el seno de la Iglesia y de la humanidad (LB 3, 62; LA 3,53; CB 29,2-4).
Este mundo de denuncias no se queda en algo puramente negativo sino que, frente a ellas, fundamenta y eleva Juan de la Cruz su evangelio teologal que atraviesa, prácticamente, todo el libro, muy en concreto desde 2S c.6 hasta el final de la obra: 3S c.45. La solidez de la doctrina sanjuanista, no sólo en este libro de la Subida sino en todos los demás, es de un carácter teologal y cristologal insobornable (1S 13,3-4; 14,1; 2S c.6; 2N c.21).
6. Audiencia de Juan de la Cruz
Con tan poca geografía y con tan poca historia es seguramente fray Juan el doctor de la Iglesia más leído en la actualidad, existiendo traducciones de sus obras en todas las lenguas de Oriente y de Occidente, y multiplicándose continuamente las ediciones de sus libros en la lengua original, especialmente de sus poesías, de las que habrá actualmente una veintena de ediciones en el mercado.
Como poeta disfruta de una audiencia permanente y sin par en las letras españolas. «San Juan de la Cruz consigue la poesía que lo es todo: iluminación y perfección»[8]; «pero la poesía no llegó a ser nunca la tarea eminente sino algo superabundante, surgido de una vida consagrada al afán religioso, cuyo nombre pleno no es otro que “santidad”. A la cumbre más alta de la poesía española no asciende un artista principalmente artista, sino un santo, y por el más riguroso camino de su perfección; y la Noche oscura, el Cántico espiritual, la Llama de amor viva se deben a quien jamás escribe el vocablo poesía»[9].
Su prosa es también admirada como la de un escritor clásico y eximio. Se trata de uno de los más destacados prosistas de nuestro siglo XVI, que hace autoridad. «Su mérito principal radica en haber sabido dotar a nuestra lengua de un amplio caudal de lenguaje místico. Antes de él, la prosa española contaba con buen número de escritores ascéticos, pero en la mística, con la relativa excepción de fray Francisco de Osuna y fray Bernardino de Laredo, apenas existían escritores dignos de nota. Todos ellos, además, eran teorizantes que reproducían noticias adquiridas en lecturas de obras ajenas. Fray Juan, por el contrario –al igual que Teresa de Ávila–, es un místico experimental, y ello le permite escribir desde vivencias personales, con la segura originalidad de un verdadero creador... Su lucha por la expresión le convierte, en consecuencia, en un gran potenciador de signos lingüísticos, que se concentran, matizan y estructuran de formas siempre nuevas. A partir de él, la prosa mística adquiere una andadura, un tono emotivo y una textura que enriquecerán para siempre el género, dándole un perfil que le define inconfundiblemente»[10].
El propio Juan de la Cruz ya en las últimas líneas de la Subida rompe una lanza en favor del buen decir, «pues el buen término y estilo aun las cosas caídas y estragadas levanta y reedifica, así como el mal término a las buenas estraga y pierde» (3S 45,5). Buen término el suyo, buen odre el de su prosa, y vino excelente el de su poesía.
Muy significativo es su magisterio en el mundo de la teología y en el de la dirección espiritual. Se han ido cumpliendo las ilusiones y los deseos de quienes clamaban porque se le declarase doctor de la Iglesia para que su palabra iluminadora de maestro y mistagogo sirviese de luz y guía en el camino. En el Breve del Doctorado se dice solemnemente: «Aunque la Subida del Monte Carmelo, Noche oscura, Llama de amor viva y otros opúsculos y cartas suyos tratan de materias difíciles y recónditas, encierran, sin embargo, tan copiosa doctrina y se adaptan tan bien a la inteligencia de los lectores, que con razón pueden ser considerados como el código y la escuela de toda alma fiel deseosa de emprender una vida más perfecta...; los escritores de teología y varones santos han visto sin cesar en él al maestro de santidad y piedad, y han acudido a su doctrina y escritos como a la límpida fuente del sentido cristiano y espíritu de la Iglesia, al tratar de las cosas espirituales»[11]. Gran parentesco el existente entre los escritos de Juan de la Cruz y la Biblia que, de un modo tan parecido, es llamada en el Concilio «alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (DV 21).
7. Subida del Monte Carmelo
Agavilladas estas noticias bio-bibliográficas, geográficas e históricas, y recordados, de un modo general, los valores de su poesía, de su prosa y su capacidad de audiencia y la calidad de su magisterio, pasamos ahora al libro objeto de esta publicación.
San Juan de la Cruz es el gran testigo y maestro de la experiencia mística. Vertió en sus escritos las vivencias que él tuvo lo mismo que no pocas de las ajenas, que le eran conocidas.
En sus poemas dejó encerrada más que nada su experiencia propia. Personas conocedoras de sus versos y cautivadas por su belleza comenzaron a instarle para que desvelara los secretos allí encerrados, y fue accediendo poco a poco.
A algunos de esos grandes poemas se acercó, después, en un segundo tiempo o momento con ánimo de explicarlos o comentarlos y glosarlos en prosa. Lo hizo en desigual medida, quedando siempre con la sensación y el convencimiento proclamado de no haber acertado a desvelar todo lo que encerraba su palabra poética.
Sufrió siempre esa gran desazón, que, por otra parte, convirtió en criterio hermenéutico para el lector, asegurándole que, aunque había explicado algo de sus dichos de luz y amor, o dichos en inteligencia mística, no había que atarse a dicha interpretación, porque es mucho más y mejor lo que queda por decir que lo que se ha dicho. Por eso hay que acercarse a ellos y dejarlos en su anchura y amplitud nativas, más que reducirlos a una explicación exclusiva o excluyente (CB, prólogo 1-2).
8. Fábrica de la Subida
Las Canciones: En una Noche oscura
El libro de la Subida tiene como base los cuarenta versos de las ocho canciones que comienzan: en una noche oscura.
¿Cuándo fue compuesto el poema?
En mi opinión, dentro de la cárcel de Toledo (1577-1578). María de San José, monja de Segovia que le conocía muy bien y le trató mucho, declara: «Y dice esta testigo que ella misma oyó decir al venerable padre fray Juan de la Cruz que las dichas canciones de la Noche oscura las había escrito él en el tiempo que le tuvieron preso en Toledo» (BMC 14, p. 442).
Hay quien cree que lo escribió después de fugarse de la cárcel. Sea de ello lo que fuere, es claro que en el poema hay alusiones a su fuga del calabozo: 1S 15,1-2; 2N 1,1. Parece una descripción de la fuga ya realizada salí sin ser notada, pero la preparación cuidadosa y detallada de la huida, la elección de la hora nocturna, esperando a que todos los de casa duerman profundamente, etc., en la mente del encarcelado es muy suficiente para provocar la inspiración poética y cuasi descriptiva de la fuga, de la salida. Y la inspiración asociada al ansia desiderativa de evadirse no necesita del hecho consumado para dejar en esas canciones constancia de la evasión como ya sucedida[12].
Función del poema
Las canciones vienen a ser algo así como la estructura poética del libro, su trama poética. Lo deja dicho en sus primeras intenciones de autor: «Toda la doctrina que entiendo tratar en esta Subida del Monte Carmelo está incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir hasta la cumbre del Monte, que es el alto estado de la perfección, que aquí llamamos unión del alma con Dios» (Subida-argumento).
Se ponen todas juntas y al principio como una síntesis, como esencia que irá desenvolviéndose y perfumeando a lo largo y ancho de todo el libro. Esta es la intención inicial y a ella se atiene en el libro primero, aunque ya de un modo irregular en ese mismo libro. En los siguientes parece olvidarse de sus versos que se van viendo enterrados o sepultados por la sistematización propia de un tratado que va tomando la obra.
Cuenta, pues, esta obra con su esquema, o mejor, síntesis poética.
Precisando un poco más, tenemos el estilo que se propone seguir y que es el siguiente: «Al tiempo de la declaración convendrá poner cada canción de por sí y, ni más ni menos, los versos de cada una, según lo pidiere la materia y declaración» (Subida-argumento).
Transcribe la primera canción y la comenta de un modo general o global. A continuación el comentario del primer verso: en una noche oscura abarca 12 capítulos (2-13); la del segundo verso, uno solo (c. 14); y la de los tres últimos uno solo también (c. 15).
El libro segundo se abre con la trascripción de la segunda canción: A oscuras y segura...; a continuación hace la declaración general y no vuelven a aparecer los versos en todo el libro ni en el siguiente.
9. El monte
Al esquema o guión poético hay que añadir otro esquema del propio autor, que podemos llamar pictórico, constituido por un diseño del Monte Carmelo. Diseño o papel exento del que se servirá pedagógicamente en diversos monasterios de monjas y frailes del Carmen para enseñar a subir a la perfección. Diseñó un gran número de esos montes, y lo fue perfeccionando sucesivamente. Recibía varios nombres: Monte de Perfección, El Monte simplemente y también el mismo nombre del libro: Subida del Monte Carmelo.
Al presente no conocemos ninguno de esos originales autógrafos. Tenemos sólo uno, apógrafo, sacado del que entregó a Magdalena del Espíritu Santo, carmelita descalza en Beas y que es el que vamos a comentar a continuación y reproducimos al comienzo del texto sanjuanista, conforme al ms. 6296 de la Biblioteca Nacional de Madrid.
Uno de los discípulos de Juan de la Cruz recuerda: «Entre los demás escritos que él escribió, hizo un papel que él llamó Monte de Perfección, por el cual enseñaba que para subir a la perfección ni se habían de querer bienes del suelo, ni del cielo, sino sólo no querer ni buscar nada sino buscar y querer en todo la gloria y honra de Dios nuestro Señor, con cosas particulares a este propósito, el cual Monte de Perfección se lo declaró a este testigo dicho santo Padre, siendo su prelado en el dicho convento de Granada» (BMC 14,14). Podemos, de hecho, identificar todos estos elementos en las varias secciones del dibujo.
Para hacer una lectura pertinente, lo mejor es comenzar por la parte superior del Monte. El punto central de la cima está señalado por un círculo, símbolo de Dios. Este círculo está formado por un texto bíblico del profeta Jeremías: Introduxi vos in terram Carmeli ut comederetis fructum eius et bona illius, es decir, «Os introduje en la tierra del Carmelo para comer su fruto y sus bienes» (Jer 2,7). Dentro del círculo la gran sentencia, que orienta y gobierna los pasos de quienes se apresten a la escalada: Sólo mora en este monte honra y gloria de Dios[13].
Se sube para encontrarse con Dios y para intimar con él, honrándole y glorificándole y para «hacer de sí mismo altar en él, en que ofrezca a Dios sacrificio de amor puro y alabanza y reverencia pura» (1S 5,7). Por la cima del monte se encuentran repartidos los frutos y los bienes de la tierra del Carmelo, a la que se ha llegado: paz, gozo, alegría, deleite, sabiduría, justicia, fortaleza, caridad, piedad. El escalador manifiesta sus experiencias o sensaciones actuales con estas frases: no me da pena nada; no me da gloria nada. Hecha esta comprobación acerca de la nada, se pronuncia también acerca del todo, diciendo: cuando ya no lo quería, téngolo todo sin querer; cuando menos lo quería, téngolo todo sin querer. En lo más alto de la figura bordeando la línea o arco final se puede leer: ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley; él para sí se es ley. Es palabra bíblica formada de dos textos de san Pablo: 1Tim 1,9 y Rom 2,14. Es como el ideal alcanzado de libertad plena a que se aspiraba llegando a amar a Dios. «Las tablas de la ley han dejado de ser tablas. Han dejado paso a la libertad más auténtica de los hijos de Dios, para quienes la verdadera ley es el Espíritu Santo»[14].
Si dejamos ahora la cima del Monte y nos ponemos en el llano, podemos ver tres caminos: dos de ellos, laterales, etiquetados ambos de camino de espíritu de imperfección; el uno, el de la izquierda de quien mira, añade: del cielo gloria, gozo, saber, consuelo, descanso; el de la derecha de quien mira: del suelo, poseer, gozo, saber, consuelo, descanso.
Coronando con corona de desencanto el callejón sin salida en que se convierten ambos caminos hay dos lamentos, uno a la izquierda: cuanto más tenerlo quise, con tanto menos me hallé; otro a la derecha: cuanto más buscarlo quise con tanto menos me hallé.
El camino del medio se llama: senda del Monte Carmelo, espíritu de perfección, y como empedrando la senda corre una serie de preceptos que suenan a negación cruda y dura: nada-nada-nada-nada-nada-nada. Seis nadas descompuestas a derecha e izquierda en otros seis: ni eso-ni eso-ni eso-ni eso-ni eso-ni eso, y en esos, también seis: ni esotro-ni esotro-ni esotro-ni esotro-ni esotro-ni esotro.
Queda todavía un «nada», y aun en el monte nada, que es la clave interpretativa de tanta negación o renuncia evangélica a diestra y a siniestra, porque esa nada en el Monte significa paradójicamente, con las paradojas de las bienaventuranzas evangélicas, el todo que es Dios. Y donde está ese todo no hace falta nada, ni hay que angustiarse por nada, pues el Todo poseído y disfrutado hace inútil la nada, hace innecesaria cualquier otra cosa. No hay enigma ninguno en esta sentencia, sino plenitud de perspectivas alentadoras, horizontes infinitos y frutos y bienes sin cuento en lo más alto y más limpio del monte.
Mirando el bloque central erguido con todos esos preceptos grabados en él da la impresión de encontrarnos ante las tablas de la ley. Ley necesaria para ir subiendo y perseverar en la ascensión y llegar a la cumbre. Debajo de las tablas y como apoyándolas corren unas consignas o normas para escalar, el manual del escalador en su ascensión[15]. Escritas al pie del diseño verticalmente, de izquierda a derecha de quien lea, figuran once sentencias solemnes, en las que se barajan los sustantivos todo y nada, y los verbos gustar, saber, poseer y ser. Bastará ahora citar la primera: