Buch lesen: «Innecesarios e imprescindibles»

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RUBÉN METTINI

Innecesarios e imprescindibles

Relatos basados en óleos de Edward Hopper


Innecesarios e Imprescindibles. Relatos basados en óleos de Edward Hopper

© autor Rubén Mettini

© edición 2021 Ediciones Garoé

Imagen de cubierta: Ground swell © Edward Hopper

Imágenes autor: Nieves Delgado

Portada: Graziana Masneri

Composición: María Ybaya Yste González

Maquetación Ebook: CaryCar Servicios Editoriales

Corrector: Víctor J. Sanz

España

ISBN: 978-84-124013-3-2

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Índice

  Prólogo

  Prefacio

  Reencuentro conmigo

  Añoranzas del río

  Barcas en el lago Lemán

  Crepúsculo

  Encuentro fortuito

  Nocturno en la oficina

  Un hotel en Bérgamo

  Mar de fondo

  Noches de Varsovia

  Punto de inflexión

Prólogo

por Yoly Hornes

Recordaré siempre esta habitación de hotel porque aquí comencé a olvidar...

Quienes tengan ahora mismo este libro entre sus manos son, sin duda, unos seres afortunados. Que se preparen para el viaje, con la mente abierta a lo secreto, inesperado e inhabitual. Tienen por delante unas cuantas horas o unos días pródigos en sorpresas literarias y vitales y un excelso placer lector.

Rubén Mettini es un autor que ha viajado mucho por esos mundos iridiscentes de la vida y la literatura y lleva en su mochila una vasta experiencia de escritura y de lectura que resulta patente en todos y cada uno de estos relatos. Conoce los trayectos, los atajos, los entresijos, las piedras del camino. Sabe cuándo detenerse y en qué momento cambiar de dirección. Lleva en sus alforjas todo lo necesario para el viaje. Que se entreguen a su embrujo los lectores y, confiados, se dejen guiar por él: los llevará de la mano con lucidez, con buen ritmo, a veces con dureza y a veces con ternura, casi siempre con humor. Lo hace desde la más absoluta empatía con sus personajes, hagan lo que hagan, amen a quien amen, olviden a quien olviden...Aunque odien, aunque traicionen, aunque se flagelen a sí mismos hasta hacerse sangre en el alma, aunque no se arrepientan por haber actuado mal... Todos y todas son profundamente humanos y los motivos que los impulsan justifican sus acciones y explican sus errores, el punto de convertir en verosímil incluso lo más inaudito.

Este libro es como un viaje, digo. Un viaje en el que lo exterior se entreteje --destreza narrativa mediante- con el interior de unos personajes de ficción que, seguro, conectarán con el alma de las personas reales que los leen u otras con las que todos nos hemos cruzado alguna vez. Con el exterior de países, continentes, islas, playas o carreteras y con el interior de casas urbanas y rurales, hoteles, bar cos, despachos o bares. Con los mundos oníricos infinitos y con las más prosaicas realidades. Afuera y adentro. Antes y ahora. Aquí y allí. Idas y vueltas. En suma, realidades y ficciones entrelazadas con pericia en una urdimbre poderosa que hace pensar y que estremece.

Cada uno de los cuentos que componen este libro conforma un universo en sí mismo.

Uno lee el título, el dónde y el cuándo..., ingresa allí y se olvida de todo lo demás, de modo instantáneo, porque bastan las primeras líneas de cada relato para quedar atrapados en las diversas redes del lenguaje que lo vertebran, en el tiempo que lo sitúa, en el rincón del mundo que lo enmarca y se despliega como telón de fondo, en los personajes que cobran vida inmediata y en la historia que estalla ante nuestros ojos con una fuerza arrolladora e irresistible que vuelve casi imposible abandonar la lectura antes de llegar al final. Simplemente, el buen pulso narrativo del autor hace que queramos saber, asistir a esas confesiones, comprender lo esencial, hundirnos hasta el centro del volcán que es, en última instancia, toda existencia humana.

Al mismo tiempo, si lo miramos como un todo, la suma de los relatos conforma un tapiz hecho de distintas texturas, geografías y épocas, de cultura, de arte, psicología y filosofía, pero también de esas sabidurías inefables de personas sencillas, aparentemente grises o anónimas que, intuitivamente o con la ayuda de un extraño, descubren la pluralidad del mundo, ya sea desde dentro de las murallas de prejuicios de una familia invisible, entre las paredes de una oscura oficina notarial o entre los locuaces silencios de un matrimonio aburrido donde el amor se ha ido esfumando o acartonando sin remedio.

Mettini da voz a quienes se olvidan de sí mismos para consagrar su vida a otro, a quienes de pronto descubren un brillo interior que desconocían de sí mismos, su reflejo inesperado en la mirada del otro, al verse, por vez primera, bajo la influencia del haz de luz de una perspectiva diferente.

Como en la vida real, estos personajes de ficción -en su mayoría, mujeres-se debaten entre sentimientos encontrados, disyuntivas, contradicciones.

Hay dolores enterrados que de pronto salen a la luz en un encuentro inesperado.

Hay recuerdos que, de tanto morder, van pudriéndose por dentro y minando, gota a gota, la autoestima.

Hay objetos tan pequeños como una canica de cristal, una vieja fotografía, la frase de una carta o de un antiguo diario personal, capaces tanto de obrar el milagro de la sanación como de provocar un cataclismo que hace saltar todo por los aires.

Hay amores equivocados o mal interpretados que, de todos modos, propiciaron felicidades ciertas.

Hay humillaciones y torturas físicas o psicológicas que, en algún momento, paralizaron el fluir natural de las emociones dejándolas enquistadas, hasta que afloran de modo violento o creativo cuando menos se lo espera.

Hay infidelidades intrascendentes capaces de enaltecer la lealtad y el respeto al otro o a la otra.

Hay habitaciones de hotel que, en un momento dado, devienen un hogar que nos protege y nos contiene y nos permite descubrir, en un instante que es casi una epifanía, quiénes somos de verdad.

Hay la tentación de acabar con la propia vida cuando uno la ama con locura y por esa misma razón.

Hay sentimientos de culpa que uno arrastra durante años, por mucho que haya querido taparlos o disfrazarlos de otra cosa, y, en un momento dado, pugnan por liberarse y liberarnos.

Hay sueños, hay deseos, hay miedos, hay dudas y también certezas.

Y hay el azar que algunos llaman destino que, caprichosamente, nos pone por la fuerza ante un espejo que no permite las trampas.

Al tratarse, en gran parte, de relatos narrados en primera persona, las palabras, los giros y el lenguaje mismo se convierten en fuente de información y de conocimiento que fluye directamente desde el texto al corazón de quien lee. El autor desaparece o se esconde hábilmente detrás del personaje que narra su historia o la de otros. Los recursos narrativos más variados y las técnicas literarias elegidas con acierto consiguen el efecto buscado casi sin que nos demos cuenta. No vemos «las costuras» en el reverso de los relatos. Creo que esta es una de las virtudes a destacar de estos cuentos.

Un breve apunte sobre los amores de este libro:

Diría que todos los tipos de amor, habidos y por haber, aparecen en estas historias. El amor heterosexual, bisexual, homosexual (ya sean hombres o mujeres), el amor a dos, el amor a tres, el poliamor, el amor de una noche, el de toda la vida, el amor apasionado, el amor blanco, el amor imaginado, deseado o soñado, el amor recordado con nostalgia o desapego, el amor loco, el amor tradicional y cualquier otra variante, incluso las del amor sin amor, con o sin ternura, con o sin convivencia, en la pobreza, en la riqueza, en la juventud, en la madurez, después de la muerte, el amor/ amistad, el amor por mutua conveniencia, el amor furioso, el incondicional, el egoísta, el amor romántico...

LOS CUADROS DE HOPPER

Esos óleos fascinantes, esas enigmáticas mujeres de Edward Hopper, han puesto en marcha el motor creativo de Rubén Mettini. Son como un trampolín desde donde él salta haciendo piruetas literarias que leemos conteniendo el aliento. Una vez imaginada la historia, se aleja del cuadro, lo abandona para internarse por territorios inexplorados y nos lleva con él en esos arriesgados viajes de descubrimiento hasta el fondo del abismo humano.

Prefacio

A comienzos del 2016, comencé con los primeros cuentos de este libro, pero mucho tiempo atrás vagaba por mi mente la idea de innecesarios e imprescindibles. Pensaba en gente anónima, sin ninguna importancia para nosotros, que se cruza en nuestro camino, que se roza con nuestros cuerpos, tal vez oímos sus palabras en un metro, en un avión o en una tienda donde hemos entrado a comprar. El espacio, el momento o las circunstancias nos llevan por azar a ese contacto. La vibración del desconocido, sus palabras, nuestra escucha… En definitiva, el encuentro provoca un conocimiento profundo de nosotros mismos, nos da las claves que no supimos descubrir hasta ese momento. A partir de esta iluminación, nos damos cuenta de que el ser innecesario se ha vuelto imprescindible. Jamás lo olvidaremos. Diría que en el fondo resuena aquella frase de Blanche Dubois: «Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos».

A esta idea se sumó la observación detenida de los cuadros de Edward Hopper. En muchos casos, son mujeres aisladas en una habitación de hotel o en un bar. Así los relatos dan vida a esas mujeres solitarias que, por casualidad, se cruzan con desconocidos o descubren amigos que estuvieron a su lado, hasta que en un momento se dieron cuenta de su presencia.

Aunque los óleos de Hopper están situados en Estados Unidos en unos años determinados, dejé que mi fantasía llevara los cuentos a otras geografías y a otras épocas. La pintura es solo el soporte que hace nacer la idea del personaje y la trama. El cuento se distancia del óleo y sigue sus propios senderos. Al comienzo de cada cuento, debajo del título, indico la ciudad o el país y los años en que transcurre la historia. Al final del relato indico el nombre del óleo de Hopper.

En casi todos los cuentos he utilizado una primera persona con la voz de una mujer. Hay alguna excepción, pero la idea original era dar voz a las mujeres de los óleos. Mujeres que pasan por situaciones difíciles, conflictivas, beligerantes, pero poseen una profunda confianza en el devenir de la vida. Sufren, sin duda sufren o han sufrido, aunque siempre tuvieron fe en que el futuro sería mejor. Necesitaba que ellas se lo dijeran para decírmelo a mí mismo.


Reencuentro conmigo

París, 2010

Me he caído de la cama. Durante la noche sentí calor, este calor húmedo tan habitual en agosto. Arrastrando la sábana con mi cuerpo, he llegado al suelo. El golpe me ha despertado. Aunque sigo medio entredormida, algo atontada, aquí, al pie de la cama, voy tomando conciencia. Entra una vaga luminosidad del amanecer por las persianas.

El vuelo sale dentro de unas horas. Cuando deje esta habitación, me despediré de París. Es preciso comenzar de nuevo. Fedora, mi cocker spaniel tan querida, me echará de menos, pero se acostumbrará a vivir con Julie. Le dejé, apresurada, una lista con las cosas que le gustan a Fedora. A veces, trocitos de pechuga de pavo, las manzanas verdes y, de vez en cuando, un brownie. Julie se quedó algo sorprendida con mi viaje precipitado. No quise dar demasiadas explicaciones. Un mes en San Petersburgo. Un encuentro de traductores. Largas caminatas por los lugares que recorría Anna Ajmátova cuando la ciudad se llamaba Leningrado.

Una carta para Gerard con pocas frases. Sé que no se sentirá dolido por mi partida, aunque estoy segura de que no se la espera. Con casi cincuenta años, tomar estas decisiones parece bastante raro. En un film de Bergman, una mujer de sesenta dejaba a su marido. Había llegado a la conclusión de que no se amaban. Recordé esa escena y pensé que era posible. Sé que el amor a esta edad tiene que ser más calmo, sereno, pero para mí debe tener ternura y afecto. Y eso desapareció hace tiempo con Gerard, hace diez años o quizás más. Nuestra relación se basaba en los arreglos en la casa, el cambio de muebles o cortinas, los recibos por pagar, si teníamos que llevar a Fedora al veterinario por unas diarreas, cosas así. También compartíamos los almuerzos de domingo. Durante la semana, no. Gerard tenía mucho trabajo. Su estudio de arquitectura y sus clientes. Y almorzaba cerca de allí. Siempre ocupado. Siempre volviendo tarde a casa. La convivencia se fue reduciendo a dormir juntos en la misma cama. Y yo en casa, con mis traducciones, los autores rusos, especialmente los poetas. Siempre me apasionó hacerlo. Ir desentrañando el sentido y trasladar el verso a otra lengua y luego leer el poema terminado, casi como un misterio, una epifanía de la lengua. Por ese amor a mi trabajo, no presté atención a que todo se había secado, que mi interior era una llanura árida, con poca vegetación. Contaba con la compañía de Fedora, de mis libros y mi portátil. También esos pocos amigos con quienes quedaba para ir al cine una vez cada quince días. Otras mujeres toman estas decisiones ante un engaño, una infidelidad. Yo no. Tal vez soy egoísta. Lo cierto es que ya no siento nada por él.

Si una pudiera determinar el día y la hora en que todo cambia, su una pudiera decir a partir de tal instante me volví una mujer seca, casi vacía, sin relieve. Pero no es así. La cotidianeidad lo devora todo, hasta la conciencia de mi propio yo. Gerard dejó de interesarse por mí hace diez, doce años. Las fechas no son exactas. Somos gentiles, no discutimos, los días transcurren sin sentirlo, incluso a veces me da el beso de las buenas noches, aunque yo ya esté dormida y sienta que llega desde otro mundo. Mi cuerpo… Mi cuerpo me era ajeno. Lo duchaba, le ponía leche corporal, lo vestía, peinaba mi pelo, pero casi ignoraba las sensaciones de este cuerpo fuera del frío o el calor. Ahora toco mis axilas y mi pecho y siento el sudor que despertó la noche, reconozco el tacto de la sábana húmeda, siento la aspereza de la alfombrilla en los dedos del pie.

Los detalles que nos hacen tomar conciencia de una anomalía son a veces nimios e inesperados. Todo comenzó con el pinzamiento de mis vértebras dorsales. Demasiadas horas sentada en una mala posición ante la pantalla del portátil. El traumatólogo me recomendó diez sesiones de fisioterapia y así llegué a las manos de Bruno y él no solo abrió mis ojos, sino también mis poros. Me quedaba como dormida y me dejaba llevar por sus manos sin pensar en nada. Simplemente sentir. Bruno pasaba las manos por mis hombros, presionaba las vértebras, acariciaba mi cintura con un aceite con aroma de almendras. Y trabajaba allí despertando, no deseo, sino sensibilidad. Sin quererlo, simplemente haciendo su trabajo, Bruno me devolvió el cuerpo y sus sensaciones. Había algo hacia el final de la primera sesión que me encantó. Tiró mi cabello hacia atrás y puso sus manos en mi cuello, simplemente sosteniéndolo. Como si lo sopesara, como si mi cabeza fuera una joya preciosa. Luego colocó las palmas en mi frente y dejó que el calor de sus manos penetrara allí donde estaba mi conciencia dormida. En esa primera sesión empezó el redescubrimiento: tenía una cabeza, un cuello y un cuerpo lleno de sensibilidad. ¿Dónde habían dormido esas sensaciones durante tantos años? ¿En qué lugar de mi interior se hallaban ocultas?

Después de esa primera sesión, volví a casa. No quise demorarme en la calle. Estaba sola. Una traducción esperaba en mi mesa de trabajo, pero Bruno también me había devuelto mi libertad. Todo eso podía esperar. Yo estaba primero. Me di una ducha caliente y luego me estiré en la cama. Fui reconociéndome con una crema de aloe vera que despertaba calideces y escalofríos. Me tomé toda la tarde para conocerme. Gerard no iba a volver hasta tarde. Fue la comunión con los poros, la celebración del reencuentro, el acercamiento a mi yo dormido, la reunión con mis sentidos. Me miraba como quien mira el cuerpo de una desconocida. Me lamía los brazos para identificar esa transpiración que era mía. Escuchaba las palpitaciones en mis puños, por momentos acelerados por el gozo. Olía la crema de aloe vera como Fedora olfatea un trozo de pastel dulce que nunca antes ha probado. Y sobre todo me acariciaba, cohabitaba conmigo misma, me ponía de acuerdo con mi yo después de tantos años ignorándolo. Y al final, cansada con tan poco, me fui quedando dormida con un gesto de felicidad en los labios.

Deseé cada una de esas sesiones con Bruno. Él me iba acercando a mí misma. La molestia en las vértebras desapareció, aunque esencialmente por primera vez en mucho tiempo experimenté una rara sensación de felicidad. Hasta Bruno me lo dijo. Se la ve muy recuperada. Tiene otra cara. Cuando llegamos a la décima sesión, no sabía cómo agradecerle su tratamiento. Le llevé de regalo un juego de pequeñas tazas para beber sake. Busqué algo sencillo y que pudiera gustarle. Lo agradeció sin entender quizás que yo estaba mucho más agradecida que él.

Y tal vez en la quinta o sexta sesión de fisioterapia surgió como un estallido en mi mente el recuerdo de la escena del film de Bergman y esta decisión que me tiene hoy en este hotel, esperando la hora de partir. Puedo seguir traduciendo desde allá. Dejar lo habitual —los libros, los objetos que me rodean, el paisaje conocido de la ciudad, los amigos—. Parece muy difícil, pero ahora siento que no echaré de menos todo lo que queda atrás.

Vuelvo a la tierra de mi madre y de mi abuela. Ellas huyeron de San Petersburgo durante la Segunda Guerra. Mamá despertó en mí una intensa pasión por esos grandes narradores y poetas: Dostoyevski, Tolstoi, Gogol, pero también Anna Ajmátova y Marina Tsvetáyeva, mujeres que tanto sufrieron y que me regalaron una literatura que vive dentro de mí. Repito de memoria una estrofa de Anna que siempre me acompaña:

Hay en la intimidad un límite sagrado

Que trasponer no puede aún la pasión más loca

Ni siquiera si el amor el corazón desgarra

Y en medio del silencio se funden nuestras bocas.

Después de la decisión me sentí tranquila, como esos que deciden suicidarse o recomenzar su vida. Escribí la carta a Gerard. No pude dejar de decirle que le agradecía tantos años de compañía, de justificarme por no haber podido darle un hijo y de pedirle perdón por mi abandono, pero dentro de mí la decisión estaba tomada.

Ahora me ducharé, recogeré la maleta y el portátil, dejaré el hotel y saldré a desayunar. Esta noche caminaré por la Perspectiva Nevski y seguiré el curso del río Nevá esperando la noche blanca donde siempre se ve la luminosidad del sol desde algún ángulo, porque ahora es así de luminosa mi existencia. Y sobre todo intentaré no perder este cuerpo tan mío. Desde hace unos días lo quiero con todas mis fuerzas.

Summer interior

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