Buch lesen: «Cartas de Gabriel»

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Rosa María Soriano Reus

Cartas de Gabriel


Primera edición: junio de 2020

© Grupo Editorial Insólitas

© Rosa María Soriano Reus

ISBN: 978-84-17300-66-1

ISBN Digital: 978-84-17300-67-8

Ediciones Lacre

Ramiro II, 6

28003 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

La Masía

La visita

La verbena

La llamada

El sueño

La espera

Éxtasis

La merienda

La despedida

El viaje

El reencuentro

La aventura

Final del viaje

Regreso a Tortosa

La noticia

Viaje a Inca

Final del Trayecto

El duelo

Emprender el futuro

La Masía

El tórrido mes de agosto se mitigaba en La Masía, un caserón antiguo construido a principios del siglo XIX a las afueras de Inca. Rodeada de árboles frondosos y espesa vegetación, se divisaba la gran casa, majestuosa y blanca, presidiendo aquel lugar impenetrable. Era un paraje idílico que deleitaba los sentidos y atrapaba al visitante para sucumbir en la curiosidad de lo enigmático. El acceso a la entrada presentaba cierta dificultad, como si de una fortaleza se tratase, debiendo superar algunos obstáculos que aparecían en el camino, una valla medio derribada, matorrales salvajes y un montículo de tierra que había que sortear con pericia y habilidad.

Se podía decir que La Masía, llamada así por su dueña Dª María Ripoll March, mallorquina de pura cepa, había sido una casa de labranza donde se criaban animales (puercos, gallinas, conejos, etc.) y se hacía la matanza. El corral, ahora cerrado, aún tenía impregnado el olor y el calor de los mismos. La Masía era como un museo donde se podía encontrar de todo (muebles antiguos, objetos inservibles, cuadros de gran valor, alfombras de la India, cerámica de Teruel, pintura rupestre, etc.). Sus cimientos, sólidos y fuertes, y su construcción austera, le imprimían un sello especial en una época dura, ya que había salido indemne y victoriosa de los bombardeos sufridos durante la guerra civil.

Dª María gozaba de gran respeto. Su carácter fuerte y enérgico le otorgaba una distinción particular que no poseía el resto. Era valiente, decidida y no tenía miedo a nada. Estaba acostumbrada a vivir sola en un piso céntrico de Palma y cuando acechaba el calor del verano, se refugiaba en el monte con el sosiego de la naturaleza. Su vitalidad y energía arrolladora eran inusuales en una octogenaria que había llevado una vida marcada por acontecimientos traumáticos como la pérdida de su primer marido y de su hermano a consecuencia de la guerra. El tiempo era su aliado más fiel, permaneciendo impertérrito en su rostro. Su mirada penetrante y viva resurgía cada día con nuevo brío. El interés por su imagen y por el cuidado externo de su cuerpo era una constante y una prioridad. Sabía disfrutar la vida al máximo, exprimiendo cada instante y saboreando bien su jugo hasta la última gota. El mundo estaba a nuestro servicio y había que aprovecharse. Le gustaba ser la primera en todas partes y por las buenas o por las malas lo conseguía. No había que mirar hacia atrás, siempre la mirada al frente, la cabeza bien alta y los pasos firmes.

Su lema era: si otro lo podía conseguir, tú también. Siempre dispuesta para el ocio y el placer. Le gustaba viajar y comer bien, su apetito no tenía límites, era capaz de comerse dos kilos de naranjas casi sin pestañear o repetir el postre dos o tres veces si sentía esa necesidad. La comida era un placer más y, como tal, requería regodearse en el manjar y saborearlo bien. La vista jugaba un papel importante en este oficio, mucho más que el apetito; el estómago saciado no era un obstáculo para seguir engullendo si el deseo lo exigía. El sacrificio y la contención tendrían lugar cuando el cuerpo ensanchase demasiado y distorsionase su figura.

María Ripoll tenía un sentido práctico de la vida. No se preocupaba por los problemas ajenos, decía que cada uno ya tenía bastante con los suyos como para tener que solucionar los de los demás.

Tanto tiempo viviendo sola, no podía soportar la idea de compartir su vivienda con nadie, ni siquiera por unos días, excepto con Teresa, su única nieta a la que quería con locura. Teresa admiraba a su abuela y en parte deseaba ser como ella. Comerse el mundo y disfrutar la vida intensamente.

Teresa era una joven extrovertida y espontánea que conseguía de su abuela lo que nadie había logrado. Todos los veranos pasaba los meses de julio y agosto en la Masía. La compenetración entre abuela y nieta era casi perfecta. Resultaba curioso que caracteres tan distintos pudiesen congeniar hasta el punto de fundirse en una sola persona.

El verano en La Masía era monótono y tranquilo. Para cualquier joven de su edad pasar el verano en aquel lugar tan alejado de la civilización hubiese sido un suplicio. Sin embargo, para ella, era relajante, porque salía de la rutina de Palma, se adentraba en el monte infranqueable y en la apasionante vida de su abuela.

Le encantaba escuchar historias intrépidas donde siempre la protagonista resultaba victoriosa, prototipo de mujer independiente y luchadora, que no se rendía ante la adversidad, fuerte y segura de sí misma, con una vitalidad inusual que derrochaba sin límites. Como la protagonista de la película de aventuras que tanto le gustaba, su abuela encarnaba el mito de la mujer audaz y moderna que no se regía por normas preconcebidas ni convencionalismos. Preconizaba la libertad y la felicidad en este mundo. Vivía intensamente y dejaba vivir. El placer era un lujo al alcance de quien lo supiese aprovechar y ella estaba siempre dispuesta a disfrutarlo.

Teresa era valiente, sin ser arriesgada, y pensaba mucho las consecuencias de sus actos. Aquel verano presentía que iba a ser especial. Su corazón palpitaba con fuerza al imaginar las noches frescas y apacibles que pasaría en La Masía. En Palma, el calor era muy agobiante en el mes de agosto. Acababa de cumplir veinte años, una cifra redonda y mágica. Se sentía como una niña a la que se le concede un deseo, pasar otro verano con su abuela, la persona que más quería en este mundo, su mejor regalo de aniversario. No se planteaba nada extraordinario, solo quería estar con su abuela y conocerla mejor.

—¿Qué haces, Teresa? ¿Dónde te escondes? ¿Ya estás en el desván? Mira que te gusta curiosear, no sé qué buscas, todo es viejo.

—No te preocupes, ya voy —el chirrido de la mecedora retumbaba como un disco rayado en la cabeza de Teresa.

—Abuela, ¿no te apetece pasear?

—Estoy esperando a mi amiga Catalina para ir a jugar al parchís a su casa. ¿Qué vas a hacer tú?

—Yo quiero hacer unas fotografías. Iré a dar una vuelta y veré si me gusta algo.

—Entonces nos vemos a la hora de cenar, ya sabes, a las nueve —musitó en un tono contundente.

Teresa conocía bien a su abuela e intentaba cumplir sus normas. Al escuchar el portazo de la puerta, se colocó la máquina de fotos al cuello y cogió un bolso grande por si en el camino encontraba algo interesante que le pudiera servir. La tarde invitaba a la melancolía. El cielo plomizo presagiaba la típica tormenta de verano donde la lluvia escampa pronto. El aire azotaba con fuerza los árboles y barría la arenilla de un lugar a otro, sin rumbo fijo. Nada permanecía en su sitio, todo cambiaba y la naturaleza de pronto se transformaba y se volvía loca.

¿Qué leyes regían tanto movimiento? ¿Quería mostrar su poder?

Teresa, detrás de la ventana, miraba con ojos expectantes semejante espectáculo. Al final decidió salir, aunque la tarde pedía permanecer en casa. El monte desierto la sedujo. Sentía la necesidad de estar en contacto con la naturaleza, sola y desarmada, tan solo con su vieja cámara para plasmar todo lo que le llamara la atención, o quizá lo imperceptible, e impregnarlo para siempre en la retina. El viento la arrastraba por el sendero viejo y ella, como hipnotizada, seguía el camino casi a ciegas sin oponerse. Sin embargo, rugía cada vez con más intensidad y el cielo rojizo resplandecía su figura, que se movía sin rumbo fijo entre las fuerzas de la naturaleza. Al llegar a una bifurcación, se dirigió a la derecha donde se estrechaba el camino y se hacía más abrupto. Por un momento pensó que se iba a caer al tropezar con un arbusto, para recobrar inmediatamente el equilibrio. Apenas podía divisar el paisaje. Los párpados se le cerraban para protegerse de la ventisca y el cabello se le enredaba en la cara como un manto negro sobre su tez pálida. En el horizonte un cartel señalaba el término de una propiedad y unos pasos hacia delante se veía la entrada de una especie de cueva medio derruida. Teresa sintió curiosidad por aquel lugar y no dudó en refugiarse, extenuada por el esfuerzo de la subida. El acceso a la misma resultaba difícil, sin embargo, la furia del viento la empujó con fuerza haciendo que se adentrase súbitamente en el interior. Asustada y exhausta permaneció un buen rato inmóvil hasta que recobró las fuerzas suficientes para pensar y tranquilizarse. Estaba todo oscuro y apenas podía moverse en un espacio tan reducido. Cerró los ojos mientras que la tormenta arreciaba. Sintió que su cuerpo se estremecía de frío por la humedad. A los pocos segundos un sol radiante se empezaba a vislumbrar por el resquicio de la entrada. «Las tormentas de verano son pasajeras y remiten pronto», murmuraba en su interior.

Cuando llegó a casa se encontraba mareada y sin fuerzas para realizar ninguna tarea, solo le apetecía subir al desván para curiosear en el baúl y entre los recuerdos de su abuela; quizás pudiera conocerla mejor a través de sus objetos más personales. Se sentó en una silla vieja y desvencijada. Todos los muebles se encontraban en muy mal estado debido al paso de los años. En aquel desván todo permanecía igual, como si el tiempo se hubiese parado en un momento determinado: los recuerdos dormitaban, pendientes de ser rescatados, los enseres envejecían sin que nadie retirase el polvo ni que un rayo de luz iluminase de vez en cuando la estancia. Las cortinas sucias y descoloridas eran un buen refugio para las telarañas. La mecedora, de madera de roble, era pasto de la carcoma. Sin embargo, aquella habitación era el lugar preferido de Teresa. El silencio, la oscuridad, lo enigmático, lo oculto y prohibido. Sentía que allí era libre. Su abuela no veía con buenos ojos que pasase tanto tiempo en aquel cuchitril, por eso aprovechaba sus salidas para poder disfrutar de unos momentos de intimidad.

El baúl era de madera maciza, que provenía de África, forrado de terciopelo, regalo de un comerciante que viajó por aquellas tierras en época del padre de su abuela, marinero que murió en alta mar en uno de sus viajes por tierras gallegas en el peligroso cabo de la muerte. En su interior se podía encontrar de todo: lámparas, velas, cuerdas y todo tipo de objetos que parecían inservibles a simple vista. Estaba intrigada por encontrar algo que le fuese útil para conocer mejor la vida de su abuela y, de pronto, un sobre amarillento y medio roto se vislumbró en el fondo del baúl. La curiosidad la invadió y la corroyó hasta el punto de estremecerla, una corazonada le decía que dentro iba a encontrar la respuesta que estaba buscando desde hacía tanto tiempo. En el sobre con letras mayúsculas se podía leer: CARTAS DE GABRIEL. Era evidente que su abuela guardaba celosamente aquellas cartas de su amado esposo y que en ese lugar tan recóndito de la casa nadie las iba a encontrar. En ese instante, cuando se disponía a abrir el sobre para ver lo que contenía, escuchó la voz grave de su abuela y bajó deprisa las escaleras dejando el sobre en su sitio.

—¿Dónde estás?

—En la cocina, preparando la cena —musitó Teresa con voz entrecortada.

—He ganado la partida, como siempre. Tendré que buscar otra compañera de juego para que me resulte más gratificante jugar. Si tú quisieras jugar conmigo... Ya sé que no te gusta el parchís, con lo divertido que es.

—A mí no me lo parece. Lo encuentro aburrido y poco estimulante.

—Los jóvenes no sabéis valorar las cosas de los mayores —dijo con tono molesto.

—Bueno, abuela, no nos vamos a enfadar por una tontería.

—¿Qué tal te ha ido a ti el paseo? —preguntó distraídamente.

—He pasado un poco de apuro por el viento y me he refugiado en una cueva.

—No tenías que ir tan lejos, esta zona tiene muchos lugares que aún no conoces.

—No te preocupes, aunque no soy tan valiente como tú, sé cuidarme. Me gustaría que me hablases del abuelo Gabriel y de las cosas que hay en el baúl — dijo, mientras servía a su abuela la cena.

—En este momento estamos cenando y estoy cansada para remover los recuerdos —dijo con gesto desairado—. Seguro que en mi ausencia has estado inspeccionando todo como si fueses una detective.

—Me intereso por tu vida, pienso que como nieta es lógico que quiera conocer la historia de mi familia. Puede ser que no sea el momento más adecuado, pero he sentido la necesidad de expresarlo ahora.

—Lo siento, tienes todo el derecho a conocer la historia de tus abuelos.

—Está bien, cenemos tranquilas —dijo Teresa, intentando que su abuela se sintiese cómoda.

María Ripoll tenía unas costumbres muy estrictas y rígidas. No convenía contradecirla para que reinase la armonía en la casa, por eso Teresa decidió cambiar de tema y hablar de las cosas que le gustaban a su abuela. Era necesario encontrar el momento adecuado para los recuerdos y tener paciencia.

La vida en La Masía transcurría tranquila y los acontecimientos externos no preocupaban a sus ocupantes, abuela y nieta intentaban llevar una vida relajada.

Al día siguiente, su abuela se despertó muy temprano, algo poco habitual en ella. Estaba muy nerviosa y hablaba con rapidez sin apenas pensar lo que decía. Daba la impresión de que estaba pensando en voz alta y no podía parar de hablar. A los pocos minutos se escuchó el teléfono y su abuela contestó con voz resuelta: «A las nueve en el paseo del Borne». De repente, se escuchó el ruido de la puerta y los pasos firmes de su abuela que se alejaban de La Masía.

Teresa se levantó súbitamente de la cama y se acercó a la ventana para ver a lo lejos su sombra.

¿Qué pasaba? ¿Por qué su abuela había salido de casa tan pronto y sin decir nada? ¿Qué ocultaba?

Todas sus preguntas vagaban por su mente sin rumbo fijo y no sabía qué pensar. La curiosidad la corroía por dentro y el corazón le latía con fuerza.

Decidió acudir al trastero para poder leer con tranquilidad el contenido del sobre que había encontrado el día anterior. Se encontraba nerviosa y un poco asustada, nadie antes había irrumpido en aquella habitación y arrebatado el sosiego de aquellos recuerdos que, aletargados, reposaban durante tantos años. Sabía que su abuela no aprobaba esos encuentros furtivos al desván, pero era algo más fuerte que ella. Necesitaba saber más cosas sobre sus antepasados para comprender en el fondo quién era y por qué era tan rebelde y le gustaba tanto la libertad. La herencia es tan caprichosa que a veces coquetea con parientes lejanos a los que apenas podemos conocer. Era tanta la curiosidad por indagar en la vida de sus abuelos que se cegó en el empeño de descubrir hasta el más insignificante de los detalles. Para ella, era todo un reto y una aventura aquel verano de 1986. Empezó por abrir aquel sobre para averiguar su contenido. El papel descolorido, amarillento y manchado indicaba que las cartas que se encontraban en el interior del sobre se habían escrito hacía mucho tiempo y que al principio la letra era más clara y recta para finalizar más inclinada y con el pulso menos firme. Era evidente que durante la ocupación de Palma de Mallorca en plena guerra civil, su abuelo escribió esas cartas desde el frente y su abuela las guardaba como su más preciado tesoro. Al contemplar por primera vez la letra de su abuelo, la invadió un escalofrío que la estremeció y tuvo la sensación de que alguien la estaba observando, los fantasmas del pasado se habían despertado para ver la luz. Pudo intuir que su abuelo era muy sensible y que había sufrido mucho en la guerra. La impresionó la historia de amor tan apasionada y desgarradora, pensó que era muy difícil encontrar un amor así. ¡Qué romántico! ¡Es una pena que finalizase tan pronto! ¡Eran tan jóvenes cuando estalló la guerra! ¡Tenían tantos sueños y proyectos!

El destino puede llegar a ser tan cruel y arrebatarte de golpe la felicidad cuando te encuentras en el momento de mayor esplendor. Aquellas cartas contenían una gran revelación, la personalidad de un hombre con grandes ideales y que amaba profundamente a su mujer hasta el punto de arriesgar su vida por volver junto a ella. Eran la prueba que había dejado su abuelo de su gran carisma, de su nobleza de espíritu y de su entusiasmo por vivir.

Aquellas cartas le produjeron auténtico dolor y estremecimiento, hablaban de sufrimiento y de desgarro, de horror; en definitiva, describían con todo detalle la guerra desde primera línea de fuego y con gran objetividad. Poco a poco pudo vislumbrar alguna muestra del carácter de su abuelo, cuando al finalizar reconocía que no servía para atender a los heridos y que era muy escrupuloso.

Se encontraba inmersa en esos pensamientos cuando la alertó el sonido de la puerta y la voz de su abuela, e intentó reponerse emocionalmente para no mostrar sus verdaderos sentimientos. Le apetecía estar sola para reflexionar sobre aquellas cartas, sin embargo, el regreso de su abuela interrumpió sus propósitos y debía bajar al salón para ver cómo se encontraba e intentar clarificar dónde había ido y qué ocultaba.

Bajó deprisa las escaleras para salir a su encuentro y descubrió que su rostro manifestaba gran preocupación y desconsuelo. Parecía una autómata y se movía muy deprisa por la casa sin argüir ninguna palabra. No era habitual esta actitud, su abuela siempre le contaba las cosas y no había secretos entre ellas.

Le preguntó si le ocurría algo, sin embargo, su abuela se encontraba como ausente y apenas articuló una palabra. Decidió comportarse de forma natural y no darle demasiada importancia. De ella había aprendido que no había que magnificar los problemas y que no hay nada tan relevante como para que te quite el sueño y te haga sucumbir en la tristeza. Aquella máxima era una filosofía para ella e intentaba practicarla siempre que podía.

El verano despertaba y el sol irrumpía por la ventana al alba, se adueñaba de la habitación e invitaba a embriagarse de todo su esplendor. Le encantaba poder disfrutar de aquella brisa fresca, del olor a campo, del paisaje verde y del silencio de La Masía. Era todo un espectáculo para los sentidos y una inyección de vitalidad que la hacía sentirse unida con la naturaleza.

Le gustaba pasear cada día por el campo y apreciar de cerca la belleza de aquel entorno único y salvaje. Acompañada por su vieja cámara de fotos y una pequeña mochila, recorría senderos nuevos y exploraba aquel terreno que poseía su abuela desde hacía tantos años. El tiempo pasaba raudo, hipnotizada por plasmar las imágenes y retenerlas en instantes mágicos, el clic de la cámara se disparaba de un rincón a otro como poseída por la belleza de aquel paraíso de luz y color. Ensimismada en su tarea no se percató de la presencia de un forastero que la observaba hacía un buen rato desde arriba de un árbol.

—¡Cuidado con el arbusto!

—¿Quién anda ahí?

—Perdona, soy Ramón —de forma estrepitosa se precipitó junto a ella con una gran sonrisa.

—Yo soy Teresa —Musitó con voz entrecortada.

—Te he visto hacer fotos a todo bicho viviente y parece que disfrutas mucho.

—¿Llevas en el árbol mucho tiempo? —preguntó con tono molesto.

—Lo suficiente para observarte minuciosamente.

—Lo siento, se me ha hecho muy tarde y me tengo que ir.

—Puede ser que nos veamos otro día, ya que yo estoy residiendo con mi abuelo en…

—Encantada y adiós.

—Hasta pronto

Teresa se marchó corriendo del lugar y apenas se despidió del joven al que acaba de conocer de una manera tan insólita. No le gustaba que la observasen y se sentía asustada e intimidada por aquel extraño. En ese momento sintió rabia y malhumor por no haberse dado cuenta antes de que alguien la observaba en el bosque.

Llegó a La Masía empapada en sudor y agotada por la carrera, pero resuelta a olvidar pronto aquel incidente. No deseaba preocupar a su abuela y menos por una tontería, sin embargo, estaba intrigada por saber quién era el joven del árbol y qué hacía en el bosque.

Cuando llegó su abuela, se apresuró por ayudarla en sus menesteres y aprovechar para indagar sobre los vecinos más cercanos. A pesar de ser muy despistada y no interesarse mucho por las habladurías de la gente, en esa ocasión se encontraba ávida de información.

—¿Qué tal te ha ido, abuela?

—Muy bien, he estado en el pueblo visitando a mi prima Antonia.

—Me parece que el otro día llamó por teléfono para hablar contigo.

—No me lo habías comentado —dijo con nerviosismo.

—Solo quería hablar contigo, aunque añadió que era muy urgente. Lo siento, se me olvidó.

—Espero que sea la última vez que no me avisas de un recado — dijo con tono alterado.

—No volverá a ocurrir.

—¿Qué has hecho hoy?

—He salido a pasear. Por cierto, me podías hablar de los vecinos más próximos a La Masía.

—Veo que muestras mucho interés de repente.

—Sí abuela, hay que ser sociable y necesito estar informada de nuestros vecinos.

—Me parece muy bien. El vecino más próximo es el Sr. Antonio, un cascarrabias octogenario que se vanagloria de ser republicano y ateo.

—No lo he visto nunca.

—No sale mucho y este verano ha recibido la visita de su nieto Ramón que parece que va a pasar todo el verano con él. El nieto estudia botánica y le interesa realizar una investigación en plena naturaleza.

—Parece interesante, la verdad no sabía nada.

—Siempre dices que no te interesa la vida de los demás y te aburren los chismes.

—Pero esto es distinto, hay que ser amables con los vecinos.

—Tienes razón, y por eso te propongo que aceptemos la invitación de su abuelo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con ademán de sorpresa.

—Que nos han invitado a merendar mañana en su casa.

—¿Con qué motivo?

—Por cortesía y para contarnos su batalla en la guerra civil.

—Cómo eres abuela... — dijo en tono cariñoso.

—¿Te apetece ir?

—Está bien, te acompañaré.

Parecía que todo en La Masía volvía a ser como antes y que su abuela se había tranquilizado, aunque, en el fondo, algo le decía que estaba preocupada y que no le quería decir lo que pasaba.

Intentó olvidarse de ese asunto y centrarse en lo que importaba. Se había propuesto adentrarse en la vida de su abuelo para descubrir aquel romance que la tenía fascinada. En el fondo era una romántica, aunque no lo quería reconocer y se envolvía de aquella máscara de frialdad e indiferencia. Era evidente que no le gustaba que invadiesen su espacio y que tenía muy acusado el sentimiento de libertad y el derecho a su intimidad.

El sol intenso invitaba a permanecer dentro de La Masía. En aquel mes de agosto el calor se imponía con fuerza y los grillos cantaban sin descanso como un sonsonete continuo que resonaba en el silencio de aquel paraje perdido y solitario.

La poca brisa que soplaba mitigaba en parte el sol abrasador e insuflaba la fuerza para poder emprender una nueva jornada. Aquel verano todo era diferente y Teresa sentía que su vida iba a cambiar a raíz de su estancia en La Masía, aquel lugar era especial y mágico.

Era más madura y reflexiva y ya no le apetecían las mismas cosas que antes, se daba cuenta de que se estaba haciendo mayor y tenía otras motivaciones, ya no la podían engañar como cuando era niña. Su interés se centraba en la investigación de su familia y de aquellas cartas misteriosas que, de repente, habían aparecido como por arte de magia.

¿Qué ocultaba su abuela? ¿Por qué no quería hablar del pasado? Teresa estaba muy intrigada y confusa, necesitaba saber más de aquella historia familiar y se había propuesto indagar sobre el tema.

Sentía que poco a poco recibía señales que la dirigían hacía el camino correcto y sabía que su instinto luchador le haría obtener la información para ahondar en la personalidad de su abuelo.

Estaba tranquila y centrada en su misión y no quería que nadie ni nada la importunase, necesitaba sosiego y lucidez para pensar con claridad sobre todo lo que considerara relevante para escribir un diario.

La Masía era el lugar idóneo para poder tener tranquilidad y tan solo necesitaba tiempo para conocer bien todos los recovecos de la casa y a través de sus objetos descubrir a sus habitantes. Aquel lugar era la clave de todo, sin embargo, su abuela no se lo iba a poner fácil y tendría que ser astuta y hábil para poder sortear sus preguntas y al mismo tiempo no importunarla. Su abuela sentía debilidad por ella y no le podía negar casi nada.

María Ripoll era muy organizada y puntual, le gustaba llegar muy pronto a los sitios y acicalarse con sus mejores joyas. Era muy presumida y estaba muy orgullosa de llevar collares y pulseras de oro o diamantes de gran tamaño para que luciesen bien y no pasar desapercibida a los ojos de los demás.

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