Volarás a través del corazón

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Volarás a través del corazón
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Volarás a través del corazón

Rosa Castilla Díaz-Maroto

¿Quién podía imaginar que algún día iba a ser capaz de escribir una novela? Nadie. Ni mi familia, ni mis amigos, ni mis conocidos, ni siquiera yo misma. Nada hacía sospechar que algo así pudiera suceder.

Parece ser que desperté y a la vez hice despertar a Volvoreta, mi primera novela y todo un reto para mí. Sin preparación, sin vocación, ni siquiera la más mínima intención, al final lo he conseguido y he concluido y completado mi obra salida de la nada más absoluta. Para colmo de los colmos…, ¡no soy lectora! Es cierto que a lo largo de mi vida alguna novela ha caído en mis manos, pero no las suficientes; es algo que he de reconocer.

El despertar de Volvoreta fue la novela que me abrió el camino hacia el mundo de la literatura y de las letras y que me retó a seguir escribiendo. En mi cabeza aún quedaba suficiente argumento en la historia de Marian y Carlos, y el lector debía conocerlo. Tuve claro desde el principio que iba ser una trilogía.

El frágil aleteo de la inocencia me confirmó que había mucho más que contar aún y que merecía la pena seguir descubriendo más personajes y lugares idílicos para culminar este juego a tres entre Marian, Carlos y Alan, tres protagonistas muy diferentes y a la vez muy intensos.

No ha sido fácil decidir el final y acabar esta historia. Ahora el resultado está entre tus manos.

Volarás a través del corazón es la culminación de la trilogía El despertar de Volvoreta. Con esta novela cierro un ciclo y doy paso a otro. Ahora, voy a darme un tiempo y voy a prepararme para poder ofreceros todavía más.

Querido lector que tienes entre tus manos el trabajo de varios años. Al final, no solo he sido capaz de escribir una novela, sino tres, y todo gracias a vosotros que habéis confiado en mí, una autora que tan solo aspira a crear para que otros disfruten leyendo. Este es mi mayor logro y también mi mayor recompensa.

Siempre agradecida.

Volvoreta

PASIÓN DESALMADA

Me aferré a tu boca

como quien se aferra a su almohada,

haciendo que su sombra

quedara en la nada.

Me aferré a tu cuerpo

al oír su llegada,

tanto temía su regreso

que me adentré en tu alma.

Navegué en el deseo,

en la pasión desalmada,

esquivando un amor maltrecho

que enamorarme evitaba.

Busqué tu cuerpo

Para cubrir mis ganas,

para disfrazar de anhelos

mi vida en llamas.

Troté por un valle

como caballo sin dueño,

mas mi montura de antes

me venía siguiendo.

Y así me cansaba,

entre su alma y tu cuerpo,

bordeando tu cama

como quien sobrevuela un recuerdo.

Mas su aroma volvía

para calmar tu fuego,

el que tu piel desprendía

cuando invadía el deseo.

Y regresé a su cama,

la que visitaba en los sueños,

la que aniquiló mi esperanza,

nunca existiendo.

Meritxell Camats Fernández

La ventana de mis ojos

Es burlesco, ya lo sé, pero me pregunto si Alan se va a mantener al margen al saber que Carlos está aquí. No es un hombre que se rinda ante un desafío y, la verdad, no creo que lo haga. La tentación es muy atractiva y se pasea incesante por mi cabeza retándome constantemente. No sé cómo voy a salir de esta y tampoco sé si seré capaz de mantener a Alan a raya. Es tanta la atracción que ejerce sobre mí… El corazón me late desbocado cuando me pregunto si estoy enamorada de él… ¿Será cierto que lo estoy?

PRÓLOGO

Un remolino de gente comienza a agolparse a mi alrededor al comprobar que los viajeros salen por la puerta de llegadas internacionales. Todos están impacientes y nerviosos por ver a sus seres queridos. Los familiares se amontonan, según van apareciendo, al final de la cinta que marca el pasillo por donde caminan los viajeros con sus equipajes.

El corazón me va a mil por hora. Andrea y Carlos caminan juntos. Les he visto durante un instante, antes de que el tumulto de gente y los demás viajeros que iban más deprisa que ellos me impidieran seguir viéndoles. “¡Dios mío! ¡Qué voy a hacer cuando los tenga delante! ¡Me muero por verles y por abrazarles!”, pienso mientras intento hacerme hueco entre la gente inútilmente para ver por dónde van. Empiezo a desesperarme, cada vez hay más gente entorpeciéndome la visión.

Me da miedo la reacción que podamos tener los dos al vernos después de tanto tiempo. Me tiembla hasta el espíritu. Me atormenta pensar en Alan y en el momento en el que… casi me hace suya. Es extraño como en poco tiempo puede cambiar la vida, como los sentimientos te pueden sorprender sin pretenderlo, sin realmente quererlo. Alan está en mis pensamientos y casi en la necesidad de… Sujeto fuertemente entre los dedos mi medio mundo, ese donde me espera Carlos y desde el que viaja para que podamos estar juntos como tanto deseamos. Por más que intento acercarme a la cinta que nos separa de los viajeros, cada vez lo tengo peor. Necesito ver por dónde van. La ansiedad, los nervios y las ganas que tengo de verles me tienen acelerada al máximo. Entre los empujones que me dan y los que yo doy consigo acercarme un poco más.

¡Al fin! Me quedo petrificada cuando consigo verles. Andrea no deja de reír y de hablar con Carlos, que camina con la cabeza gacha y el gesto serio. Ella está preciosa con un minivestido estampado que enseña más que tapa. Él lleva unos vaqueros desgastados, una camiseta blanca con tres botones en el cuello desabrochados y unas deportivas New Balance de color gris oscuro. Estoy observándole cuando levanta la mirada al frente y veo la intensidad de esta y, a la vez, la preocupación que asoma en ella. En cambio, Andrea es toda felicidad. Sin dejar de reírse y de hablar, le da un codazo a Carlos y él, con una tímida sonrisa, asiente sin quejarse a lo que le dice mi amiga.

¡Madre mía! ¡Mi chico está para comérselo!, pero tan tenso y preocupado como lo estoy yo. Estoy segura de que a él también le inquieta nuestra primera reacción cuando nos tengamos el uno frente al otro.

Por fin, dos personas que tengo delante se apartan y dejan un hueco grande por el que puedo ver a Carlos y a Andrea sin ningún problema. Ellos me descubren enseguida. Les saludo efusivamente con la mano mientras mi alegría se desborda por completo y mis lágrimas de felicidad también lo hacen. Observar por un breve instante cómo la mirada de Carlos cambia al verme… no tiene precio.

Les indico con la mano que les espero al final del pasillo y ellos asienten con un ligero movimiento de cabeza, después de que Andrea casi chilla de júbilo al verme.

Lo más rápido que puedo, me introduzco en la corriente humana que se dirige al mismo sitio que yo. Es una locura. Son varios vuelos a la vez los que desembarcan por la misma puerta, así que el trasiego de personas es arrollador. Es imposible volver a verles.

Si me adentro en el gentío, mal, y si me desmarco de la gente y me retiro un poco, peor. ¡Joder! Estoy tan ansiosa por verles que ya no sé qué hacer ni dónde ponerme. Finalmente, decido alejarme un poco de la muchedumbre y esperar a que se desvanezca la nube humana que me imposibilita verles de nuevo. Saco un pañuelo de mi bolsito y me seco inútilmente las lágrimas. “Menuda llorona me estoy volviendo. Seré paciente y esperaré”, me digo resignada. Introduzco el clínex en el pequeño bolsito y al alzar la mirada veo como se han detenido delante de mí dos de las personas que más quiero en este mundo. No sé qué hacer, si seguir llorando o si tirarme al suelo de la emoción… Lo cierto es que las piernas ya casi ni me sostienen. No soy capaz de moverme y ante mi impotencia bajo la cabeza y me llevo la mano a la boca para tratar de contener por completo ese nudo que tengo en mi garganta. Finalmente, son ellos los que comienzan a caminar.

Yo ya no puedo más y me abalanzo sobre mi amiga Andrea. Ella suelta de golpe todo lo que lleva en las manos: bolso, maleta, revistas… y nos abrazamos olvidándonos de todo lo que nos rodea durante largos minutos, para luego besarnos y con cómplices miradas contarnos lo mucho que nos hemos echado de menos.

Cuando nuestro llanto y nuestros abrazos dejan de ser tan efusivos, Carlos nos rodea con sus cálidos brazos haciéndose partícipe del encuentro entre las dos. Nos deleita con besos en el pelo y en las mejillas. Un emocionante encuentro entre amigos en el que al final nos abrazamos las dos a él.

Pero soy consciente y él también de que aún nos queda un asunto pendiente por saldar.

—¿Estás bien? —me pregunta Andrea.

—Sí —afirmo entre lágrimas.

Andrea coge mi rostro entre sus manos y secándome las lágrimas con sus dedos me dice:

—Os dejo solos, ¿ok?

Asiento con un movimiento de cabeza.

Instintivamente, Carlos nos suelta a las dos y ella coge las maletas y el bolso que están en el suelo junto a las revistas y se aparta unos cuantos metros mientras nosotros buscamos, con timidez y con cierto miedo, un contacto íntimo con nuestras miradas, conscientes del momento que nos toca vivir. Noto como el dolor aparece espontáneamente en mi rostro sin darme un segundo de tregua. A Carlos le sucede lo mismo algo después, tal vez sobrecogido al verme así. No he sido capaz de imaginar, por mucho que lo he pensado en todo este tiempo, qué reacción iba a tener al verle. Tras unos angustiosos y eternos segundos, me abraza con todo el amor y a la vez con todo el dolor de su corazón. Sé que es así. Le conozco muy bien.

 

Me sumerjo en su abrazo y me agarro a él como si en ello me fuese la vida. En ese momento, le oigo murmullar:

—Tengo el alma partida en dos, Volvoreta. Necesito tu perdón, saber que me perteneces, volar a tu lado. Dime qué he de hacer para merecerlo y haré lo que me pidas. Iré al infierno si es necesario y volveré para estar de nuevo contigo. Volvoreta, duele ver el dolor que sientes, duele esa mirada tuya, duele… —me dice mientras casi se le quiebra la voz.

Yo también me rompo literalmente en dos.

A pesar del gran bullicio que nos rodea, estoy segura de que los dos sentimos el mismo frío y reparamos en el penetrante y extraño silencio que nos envuelve.

Pese a su intenso y efusivo abrazo, estoy totalmente destemplada. La sensación que recorre todo mi cuerpo es como si no tuviera ni una gota de sangre, como si el corazón se me hubiese parado y me faltara la respiración. No puedo hablar. Estoy ida, trastornada.

—Sé que me escuchas, pequeña. Sé que entiendes lo que te digo. Necesito que me hables para poder seguir respirando, Marian. Tu silencio…

Sigo abrazada, aferrada a él como si fuese la única manera de salvarme de esta acuciante sensación de dolor que me invade. Veo pasar el mundo ante mí sin pestañear, sin reaccionar. Necesito fortaleza para volverle a mirar a los ojos sin poner en ellos, de nuevo, el dolor que siento. Necesito que desaparezca este sentimiento de culpabilidad o me voy a morir de pena. Trato de aflojar su abrazo con suaves y lentos movimientos hasta que me libero un poco y consigo lentamente levantar la cabeza y mirarle. Paseo sin prisa mis ojos por su cuello y me detengo al ver el colgante con su medio mundo. A continuación, alzo la cabeza y contemplo su mentón… y al final me detengo en su boca. Esa boca por la que tantas veces he muerto y he resucitado al besarla. Nos miramos con la misma intensidad que un animal mira a su presa más valiosa antes de devorarla. Al final, nuestros ojos se encuentran de nuevo y se hablan de manera diferente. Ya no existe el dolor. Los sentimientos más profundos se manifiestan traspasando todo aquello que nos duele y que nos ha hecho daño. En nuestras miradas aparece lo que en el fondo de nuestros corazones sentimos el uno por el otro. Es el efecto puro, limpio y cristalino de nuestras almas.

Por fin nos vamos encontrando y recomponiendo pedacito a pedacito.

Nuestras miradas se vuelven algo más serenas, pero sin perder ni un ápice de emotividad; conscientes de que necesitamos desahogarnos y aclarar nuestra situación.

La línea de sus largas y negras pestañas retiene la excesiva humedad que sus ojos guardan. Las lágrimas están a punto de derramarse. Ver sus vidriosos ojos me hace sentir… frágil ante su debilidad.

Hago acopio de las pocas fuerzas que tengo y decido hablar. Intento tomar aire llenando mis pulmones. Necesito oxigenarme para poder decir… Necesito unos instantes más. La barbilla me tiembla y no hago carrera de ella.

—Has venido —digo finalmente en un susurro apenas audible.

Nuestros ojos siguen contemplándose inquietos e inseguros. Las emociones están a flor de piel y muestran la necesidad por romper el hielo que mi miedo interpone entre los dos.

—Eres la razón por la que estoy aquí, Marian, la razón de mi vida, casi de mi… existencia. Lamento tanto haberte hecho daño…

Cierro por un instante los ojos, consternada e impotente al no ser capaz de responder, al no poder contestarle con palabras que le alienten y que alivien su dolor. No puedo recompensar ni gratificar con un certero sentimiento su dolido corazón. No asimilo. Me cuesta mostrarle mis sentimientos, aunque sé que lo necesita. Sé que tengo que subsanar esta situación dejando caer las barreras de defensa que he levantado. La desazón y la ansiedad siguen apoderándose de mi voluntad.

Quiero despejar mi mente de una puñetera vez y dejarme llevar por los verdaderos sentimientos que se ocultan tras mi miedo. “¿Acaso temo estar con él?”, medito durante unos instantes. “Sí”, me digo súbitamente. Siento temor de enfrentarme a la realidad de su presencia y a lo que ello va a conllevar durante unos días. No puedo olvidar, no puedo eludir ciertos temas que, sin poder evitarlo, aparecen sigilosamente en mi mente recordándome que tengo que dar más de una explicación a este hombre que muere por amor y que me entrega lo más valioso de su alma: su humildad. Soy yo la que debe pedir perdón por no contar con él cuando debí hacerlo, por no explicarle la primera cena en casa de Alex con sus amigos, por desear y pensar en otro hombre, por permitir que me besara, por dejar que otras manos y otros labios recorrieran mi cuerpo y por no haber sido sincera con él.

Le miro una y otra vez. Estoy fascinada, embelesada porque me doy cuenta de que tengo delante de mí al hombre perfecto, al hombre que toda mujer desearía. Y yo muda.

Consigo esbozar una sonrisa alentada por la suya.

—Te he echado tanto de menos… —consigo decir.

—Ya estoy aquí, Volvoreta. Eso es lo único que ahora importa —me dice apartando con delicadeza un mechón de pelo que cae sobre mi rostro.

Nos miramos durante un momento más antes de seguir hablando.

—Estás preciosa —dice pasando su mano por mi cabello mientras enreda por unos instantes sus dedos en él para seguir jugando a continuación con su mirada, esa mirada tan especial que consigue ponerme el vello de punta, cuando tumbadas mis defensas comienza a sacar sus armas de seducción—. Deja que te mire.

Se aparta lo suficiente para poder observarme con detenimiento sin soltarme. Yo aprovecho y hago lo mismo.

—Te sienta de maravilla este vestido —dice con una pícara sonrisa.

—Me alegra que te guste —me atrevo a coquetear con un ligero contoneo de mis caderas.

—No sabes lo dulce y sensual que te hace este vestido.

“¡Ay madre…! ¡Ya le he puesto! Mejor será cambiar de tercio o se va a envalentonar…”, me digo.

—Temía no reconocer tu voz, ni tus gestos, ni tus palabras —le digo mirando atentamente a sus ojos—. Temía no reconocerte al verte, no sentirte mío, que no fueras el Carlos que conocí y que… abandoné sin ni siquiera decir… —los ojos se me vuelven a llenar de lágrimas— te amo. Te amo pese a todo —repito con rotundidad.

Veo como se conmueve notablemente al escuchar mis sinceras palabras. Su mano abandona mi cabello para acariciar con dulzura mi mejilla.

—Nada puede hacer que cambie, ni siquiera la distancia. Nada ni nadie me quitará de la cabeza a mi Volvoreta. No pienso perder fácilmente lo que tanto me ha costado conseguir.

—Lo sé, pero las dudas son las dudas y es inevitable sentir desconfianza.

La distancia entre los dos se va acortando sin darnos cuenta. Los pensamientos positivos dejan paso a las caricias y a las confesiones. Eso hace que sea más fácil acercarme al hombre de mi vida y favorece que tenga la necesidad de sentirle más cerca de mí. Quiero besarle, quiero acariciarle y quiero hacerle mío.

Carlos me conoce muy bien. Sabe lo que quiero y me lo confirma con una de sus seductoras miradas.

Necesito tomar un poquito de oxígeno ante lo inevitable.

Él comienza con su particular seducción poniéndome especialmente nerviosa. Deja de abrazarme para coger mi rostro entre sus manos. Pongo las mías sobre las suyas cuando el roce de sus labios, su primer tanteo o tonteo…, acaba en un dulce, entregado y apasionado beso. Me tiembla todo el cuerpo y más cuando percibo su sabor, ese sabor que mi paladar casi había olvidado. ¡Riquísimo!

CAPÍTULO 1

Olvidamos por completo donde nos encontramos mientras disfrutamos de nuestro primer beso después de nuestra “no despedida”. Parece no haber pasado el tiempo. Me encuentro sumergida en la más deliciosa situación en la que una mujer enamorada se puede encontrar. Sus expertas y controladas caricias me recuerdan todo lo que me he perdido durante estos casi dos meses. Son caricias inocentes, pero en las que plasma toda su intención y acuciante necesidad de algo más.

Me mantiene cautiva entre besos y abrazos. No quiero poner punto final a este momento, pero vamos a acabar por montar el numerito como no paremos…

Finalmente, tras recibir varios besos cortos y suaves en mis labios, es él el que decide calmar sus encendidos ánimos.

—Es mejor que no sigamos, Volvoreta —dice con su arrolladora sonrisa.

—Estoy de acuerdo. No es ni el lugar ni el momento. Además, imagino que estaréis cansados.

—No creas —dice poniendo una maliciosa mirada—. Hay cosas para las que nunca se está lo suficientemente cansado —dice haciéndome un guiño.

“¡Ya!, no está dispuesto a dejar para mañana lo que pueda hacer hoy”, pienso.

Miro el reloj de mi muñeca, aquel que Andrea me regaló por mi cumpleaños. Son las once y cinco. En ese momento, ella aprovecha para acercarse a nosotros con las maletas. Con tanto arrumaco la teníamos abandonada. Al llegar nos abraza.

—Me alegra ver que todo está bien, chicos.

—Todavía tenemos que hablar largo y tendido —digo alzando la mirada hacia Carlos mientras él asiente con un leve movimiento de cabeza.

Después de unos cuantos besos, abrazos y muestras de cariño emprendemos camino hacia la salida. Carlos no me suelta ni un segundo. Su brazo derecho rodea mi cintura sujetándome bien por si a última hora decido escaparme, mientras que con su otra mano sujeta la maleta. Andrea está feliz. No deja de hablar y de contarme cosas que le han pasado desde mi marcha. Está deseosa de conocer Washington, “una ciudad fascinante”, según ella. Le molesta haberse perdido la fiesta del Día de la Independencia. Aprovecho para preguntarles por mi madre y por mi abuela. Mi amiga me confirma que están bien, pero que me echan de menos y me cuenta que mi madre le pidió que fuera a verla para que me trajera algunos regalitos de esos que tanto me gustan: jamón Ibérico, lomo, chorizo… Por suerte, no les han hecho abrir las maletas al llegar aquí.

Antes de llegar a la salida, les comento que un chófer de la empresa nos está esperando.

—¡Qué nivel! —dice Andrea.

—Es Bryan, un buen hombre. Mi jefe, el señor Carson…

—Especifica —me interrumpe mi amiga—, ¿padre o hijo?

—Padre —puntualizo—. No quería que viniera sola y me propuso que Bryan me acompañase. Es fantástico porque así podremos charlar tranquilamente mientras nos lleva a casa.

—Buena idea —afirma Carlos.

—Sí —sentencia mi amiga.

Al traspasar las puertas y salir a la calle, miro a un lado y a otro de la acera donde taxistas y pasajeros se ponen de acuerdo para ser transportados. Al final de la larga fila de taxis veo el todoterreno negro y a Bryan de pie junto al vehículo.

—Vamos por la derecha. Bryan nos espera.

Caminamos por la acera hasta llegar a su lado. Él nos saluda con un leve movimiento de cabeza.

—Bien, chicos. Él es Bryan. Además de chófer, es un buen amigo al que le tengo que agradecer que esté hoy conmigo y que me haya cuidado después de sufrir un leve desmayo en la terminal.

—¡¿Cómo?! —pregunta Carlos consternado.

Andrea me mira boquiabierta.

—¿Estás bien? —me preguntan los dos a la vez preocupados.

—Sí, tranquilos. Ya me veis. Los nervios me han jugado una mala pasada mientras os esperaba y Bryan evitó que cayera al suelo.

—¡Vaya! Gracias por cuidar de ella, Bryan. Permítame que me presente. Soy Carlos.

El chófer le tiende su mano inmediatamente y Carlos se la estrecha con mucho gusto.

—Bienvenidos. Espero que la estancia en el país sea de su agrado.

—Estoy seguro de que así será —dice totalmente convencido Carlos.

—Y esta pelirroja es mi amiga Andrea.

—Encantado de conocerla, señorita —le dice mientras le ofrece la mano para estrechársela.

Pero mi querida amiga pasa de tantas formalidades y le da dos besos marcándole cada mejilla con carmín rojo. Yo me apresuro a sacar un clínex de mi pequeño bolso y se lo ofrezco a Bryan.

—No sé si tendrás pareja o no, Bryan. Pero… Andrea te ha dejado buena huella en las mejillas —le digo mientras sonrío.

Bryan acepta el pañuelo que le ofrezco a la vez que esboza una ligera sonrisa. No suelta prenda así que… me quedaré con la duda de si tiene pareja o no. Lo cierto es que nunca me he atrevido a preguntárselo. Pienso que no procede por mucho que yo pretenda tener una cierta amistad con él.

Tras limpiarse ambas marcas de carmín, Bryan abre el maletero y coloca el equipaje en el fondo mientras nosotros accedemos al interior del coche. Andrea se sienta junto a la ventanilla derecha, Carlos junto a la izquierda y yo en el centro para poder conversar con los dos. El cristal que nos separa de la parte delantera del vehículo está subido y nos da cierta privacidad para hablar de nuestras cosas.

 

—Este hombre es un bombonazo. Es atractivo, alto, fuerte… Vamos, como a mí me gustan —confirma mi amiga—. ¿Cuántos años tiene?

No puedo evitar reír.

—No lo sé, Andrea, nunca se lo he preguntado. Tendrá unos cuarenta…

—Un hombre experimentado como él puede hacer maravillas con una mujer como yo.

—¡Andrea, por Dios! ¡Te puede oír!

—¿Y qué? —dice sin ningún reparo mientras mira por la ventanilla—. Habla un español perfecto.

—¡Madre mía…, la que me espera contigo! Bryan es de Panamá —le confirmo a mi querida e indiscreta amiga.

Carlos ríe a sus anchas mientras yo me ruborizo ante la posibilidad de que Bryan pueda escuchar nuestra conversación.

—Te lo pido por favor, contrólate, ¿vale?

—Haré lo que pueda —dice con total indiferencia.

Miro a Carlos que no deja de reír.

—Pero ¿la estás escuchando? Tú ríe…

—¿Qué quieres que haga? Ya sabes cómo es. Si supieras las cosas que decía que iba a hacer en cuanto pisara tierra americana… — me dice mientras los dos se parten de risa.

—Tú, como siempre, riéndole las gracias.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer. ¿Quién soy yo para obligarle a nada?

—Tienes razón. Esta loquilla no tiene arreglo.

—¡Claro que no! Anda, ven aquí.

Carlos pasa su brazo por detrás de mi cintura para atraerme hacia él y darme un beso en los labios.

—¿Están todos acomodados? —pregunta Bryan a través de los altavoces del coche.

Una luz parpadeante aparece en las pantallas que están en los respaldos de los asientos delanteros. Nunca las había utilizado, así que deduzco que si pulso el botón táctil podré responder. Compruebo que los tres tengamos puestos los cinturones de seguridad y contesto:

—Sí, Bryan. Ya estamos preparados.

Un par de segundos después, el todoterreno emprende camino a casa.

Andrea comienza de nuevo a contar que si Carlos lo ha pasado fatal en mi ausencia, que menudo viaje le ha dado, que si ha tenido que aguantar sus lamentos, etc.

¡Pobre Carlos! Él calladito, sin pronunciarse y sin defenderse. Cada vez que le observo me ofrece una mirada diferente, a cuál más conmovedora, mientras escuchamos a la papagayo de Andrea que está de los más nerviosa y no puede parar de hablar. Me quiere contar en un momento todo lo que ha pasado en estos dos meses. ¡Qué loquilla! No dejo de reír con ella. Está emocionada. Es un encanto, pero me estoy cansando un poco de escucharla.

—Por favor, Andrea. Cuéntame algo más sobre mi madre y sobre mi abuela —le digo para ver si cambiamos un poco de tema.

—Están genial. Ya sabes que tu abuela tiene una salud de hierro y tu madre sigue tan activa como siempre, pese a que tiene muy presente tu ausencia… Ella me ha pedido que te diga que no te preocupes, que están bien. Que sigas con tu sueño, que no te rindas y que vivas la experiencia. No quiere que renuncies a nada como hizo ella.

—Ya, cierto… —digo con tristeza—. Hablo con ellas todos los días un par de veces… La diferencia horaria es una locura. Nos dejamos mensajes y los leemos cuando podemos…, igual que hago con vosotros.

—Y también me ha dicho que te diga que comas bien… —dice apartando mi pelo de la cara para darme un beso en la mejilla.

Me doy cuenta de que Carlos reclama un poco de atención. Su mano ha descendido hacia mi cadera y tira de mí hacia él. Andrea sigue y sigue hablando sin darme tregua. Carlos enfatiza su llamada con la incursión de su otra mano en mi escote hasta llegar a coger entre sus dedos mi medio mundo. En ese momento, desvío mi atención a su sinuosa mano. La apoya en mi pecho mientras juguetea con el colgante. Le miro de reojo. El escote de mi vestido no es generoso, al contrario del que lleva puesto mi amiga, pero a Carlos sé que le llama mucho más la atención lo que no se ve que lo que es evidente. Giro la cabeza para mirarle de nuevo y veo claramente en su rostro que quiere que esté por él. Me quedo literalmente con la boca abierta cuando veo su expresión. Demanda complicidad. Abandona mi medio mundo para pasar rozando mi pecho con la yema de los dedos y seguir descendiendo por mi cintura hasta llegar a mi muslo y acabar acariciándolo por encima del vestido. En ese instante, me doy cuenta de que el vestido se me ha subido más de la cuenta al sentarme y de que mis piernas están expuestas, cosa a la que no daría importancia si no es por lo que veo en su cara. Me inquieta pensar que cuando lleguemos a casa… Me doy cuenta de lo que quiere, pero mi timidez me hace pasar un mal trago. Andrea sigue hablando sin parar. No se da cuenta de que ya casi no presto atención a sus palabras. Todo mi interés se ha centrado en el hombre que me tiene cautivada. Sus dedos respetan a duras penas el borde de mi vestido, aunque sus ojos negros me lo dicen todo. Trato de no acelerarme, de mantener tranquila mi respiración, pero estoy… nerviosa.

Es una pena que ya sea de noche y que Andrea no se entretenga un rato mirando el paisaje.

—¡Ey! ¡Vosotros dos! ¿Me estáis escuchando?

Al ver que no contestamos…

—¿Queréis dejar de miraros de esa forma y prestarme un momento de atención? ¡¡Joder!! —levanta la voz.

Los dos la miramos al escuchar que eleva el tono.

—Vamos a ver, Carlos. ¡¿Puedes esperar un poco más y cuando estéis a solas os contáis con todo lujo de detalle lo mucho que os echáis de menos…?! ¿Y tú, Marian? —dice enfadada.

—Es que no paras de hablar, Andrea —le digo.

—No… si encima me voy a tener que callar. Me he tirado ocho horas hablando… Bueno, mejor dicho —dice arrugando la nariz y poniendo cara de fastidio—, escuchando a Carlos como se lamentaba y ahora no puedo hablar contigo. Es lo que estaba deseando hacer desde que he pisado tierra firme… ¡Un poquito de “por favor”, ¿no?!

—No me lamentaba, Andrea —puntualiza Carlos.

—Vale, de acuerdo. Estabas preocupado por la reacción de Marian, pero ya la ves. Es toda tuya como ya te he dicho en tantas y tantas ocasiones.

Le miro un instante de reojo para confirmar con la expresión de su cara lo que está apuntando mi amiga y, a continuación, miro de nuevo a Andrea con una escueta sonrisa en los labios.

—No quiero que discutáis, chicos —digo tratando de mediar entre los dos–. Estamos todos cansados. Hoy está siendo un día muy largo. Tenemos muchas cosas que contarnos y habrá tiempo de sobra para hacerlo.

—Tienes razón, Marian —confirma Andrea—. Estoy excitada y emocionada por estar aquí y… me estoy excediendo. Hablo sin ton ni son.

—Ya era hora de que te dieras cuenta, amiga. Yo no quería decírtelo, pero… sí, hablas hasta por los codos.

Los tres reímos al unísono. Parece que mi amiga entiende por fin que necesitamos que nos dé un respiro.

—Bueno, me voy a poner un poco de música y os dejo que habléis de vuestras cosas. Cuidadito con lo que hacéis o con lo que habláis… que estoy aquí, ¿ok? Y esto va por mi amigo Carlos: ¡las manos quietas! —le advierte con un movimiento de dedo.

Volvemos a reír de nuevo.

Oímos un leve sonido en el silencio del habitáculo cuando Andrea se coloca los auriculares de su iPhone y cierra los ojos. En ese momento, dirijo toda mi atención hacia Carlos.

En la intimidad de la noche y con la poca luz que tenemos, el brillo de nuestras miradas nos delata. Se me detiene el corazón al sentir sus oscuros ojos que me atrapan en un instante. Estoy a su merced. Ya tenemos ese momento de intimidad que Carlos reclamaba, pero, no contento con tenerme pegadita a él, consigue aflojar la presión del cinturón de seguridad que me sujeta y logra con destreza subir mis piernas y apoyarlas sobre su muslo derecho. Todo mi cuerpo se gira hacia él y buena parte de mi fisonomía atenta contra su pobre voluntad.