Historia reciente de la verdad

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Historia reciente de la verdad
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Título

Historia reciente de la verdad

© Roberto Blatt, 2018

De esta edición

© Turner Publicaciones, S.L., septiembre de 2018

Diego de León, 30, 28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Cubierta

Diseño Turner

ISBN: 978-84-17141-63-9

e-ISBN: 978-84-17866-38-9

DL: M-27441-2018

Impreso en España

Reservados todos los derechos en lengua castellana.

No está permitida la reproducción total o parcial de

esta obra, ni su tratamiento o trasmisión por ningún

medio o método sin la autorización por escrito de

la editorial.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

A Luis y Ángel

Índice

La verdad objetiva

La invención del pasado y del futuro

La selección de la noticia

Verdad y opinión

La necesidad de una narración

La guerra de los mundos

El interés de convencer

La moda

Los viajes

Vacaciones y turismo

El debate filosófico

La ambición global

Las grietas en la verdad

El mercado de la información

La dictadura de los gerentes

‘Sé tú mismo’, la utopía icónica del yo

Noticias y anuncios; infierno y paraíso

Internet, ¿acceso al imperio de la verdad?

La burbuja personalizada

Ciberguerra

La posverdad

El resentimiento de las clases medias

Democracia directa o tribalismo

Ciencia y ‘verdades alternativas’

La utopía en el lenguaje

Wikipedia y la necesidad universal de corregir la falsedad

Conclusión: entre dioses y robots

Notas

Verdad es lo que supera el examen de la experiencia

a. einstein (1950)

La Casa Blanca ofreció ‘hechos alternativos’ sobre las cifras de asistencia a la inauguración presidencial de Donald Trump

kellyanne conway (2017)

Los paraísos de las religiones de inspiración bíblica dejaron de ser suficientes a partir del siglo xviii y con la intención de sustituirlos surgieron ideologías proponiendo utopías universales laicas para la humanidad. Desde entonces se ha debatido acerca de cuál de ellas sería la más deseable y justa y sobre cómo alcanzarla, pero todas se situaban, incluso los nacionalismos más excluyentes, en una realidad objetiva común. En este escenario prosperó el realismo, un enfoque aplicado tanto a la ciencia como a la ficción. “La verdad es más extraña que la ficción –decía Mark Twain en 1897–, porque la ficción debe ajustarse a lo posible”. Este libro se ocupa del proceso que ha llevado al realismo a su progresiva degradación en posverdad.

En el siglo xix se fueron asentando los pilares burgueses de la Verdad ilustrada que un siglo antes ya había distinguido entre lo sagrado y lo profano. Verdad supuestamente objetiva y universal aplicada a un riguroso Más Acá terrenal, en lugar del Más Allá celestial de la verdad religiosa, aunque no por ello menos absoluta. Por primera vez en la historia, esta verdad no aspiraba a someter a la sociedad a una doctrina de una élite iluminada, sino a representar la realidad de una mayoría social creciente.

Por extraño que parezca, para garantizarla fue clave el desarrollo paralelo del poder judicial y de la policía. Los tribunales, dedicados durante el Ancien Regime a juzgar casi exclusivamente asuntos de sedición contra los intereses de la corona, o anteriormente contra la doctrina de la iglesia, comenzaron a ocuparse de los conflictos de la sociedad civil. Como señala Carlo Ginzburg, esto fue posible por

la emergencia de nuevas formas capitalistas de producción, en Inglaterra desde 1720 y casi un siglo más tarde en Europa con la introducción del código napoleónico, que dio lugar a una extensa legislación ajustada al concepto burgués de propiedad.

Los delitos contra la propiedad ampliaron el impacto del aparato judicial que ya no solo actuaba en nombre del rey y del gobierno sino que implicaba a toda la sociedad de forma individualizada, a la vez que también se fijaban los derechos ciudadanos, muy pendientes de la propiedad privada. Por su parte, la investigación policial aportaba a los tribunales las evidencias requeridas para establecer juicios a los que se exige que estén “más allá de toda duda razonable”, un procedimiento reglamentario equivalente a la investigación necesaria para confirmar o refutar una teoría científica, actividad esta que se encontraba ya en plena expansión. De esta manera los tribunales y códigos judiciales han contribuido a aportarle una certificación legal a la noción de “verdad”.

A su vez, argumenta Ginzburg, el incremento de delitos y penas que llevan a periodos largos de prisión convirtieron las cárceles en escuelas de crimen, en cierto modo garantizando la recaída.

Hasta el xviii se viajaba sin documentación; lo útil era llevar cartas de recomendación. Pero pronto el interés por registrar a los reincidentes promovió la necesidad de una identificación y localización personalizadas. Para ello se crearon archivos policiales, pero ese recurso resultó insuficiente. Era necesario probar que un detenido era la misma persona que otra previamente fichada, tarea difícil teniendo en cuenta que habían sido abolidas prácticas tan “útiles” como las mutilaciones y el marcado que aun hoy se practica en animales. De épocas anteriores, Ginzburg evoca la flor de lis tatuada que permitió a D’Artagnan reconocer a la condenada Milady, mientras que dos evadidos, igualmente literarios, Edmond Dantés y Jean Valjean, reaparecieron en sociedad con identidades falsas. El reconocimiento facial al que estamos acostumbrados es relativamente reciente y al principio se descartó por lo engorroso de su ordenación y por depender de una apreciación subjetiva de los parecidos, como lo demuestra, por ejemplo, la dificultad de reconocernos a nosotros mismos en fotos, cosa que los jóvenes hoy intentan remediar con una profusión de selfies nunca del todo satisfactoria.

En 1879 un funcionario francés de nombre Bertillon propuso detalladas mediciones corporales que lamentablemente solo servían para descartar y no para identificar a un individuo determinado. Finalmente aparecieron las huellas digitales, imágenes tan eficaces como poco informativas de nuestra persona. Para enriquecer nuestros auténticos perfiles se incluyeron anomalías y defectos, cruelmente bautizados como “señas de identidad”.

Ya en el siglo xx, con el sufragio universal, la identificación formal se convirtió en prueba decisiva de personería ciudadana.

La más que obvia y persistente singularidad individual, convenientemente recogida en los ficheros oficiales, médicos, universitarios, bancarios, artísticos, policiales, etcétera, fue contrarrestada por el agrupamiento de sujetos que presentan unas variaciones menores que un estándar predefinido, en perfiles segmentados y computados por una nueva ciencia puente entre lo particular y lo general: la estadística, alegremente aplicada tanto a lo social como a lo “natural”.

 

De esta manera la burguesía ilustrada y su contrapartida, el socialismo proletario, pudieron reafirmarse en la novedosa noción ideológica de la igualdad esencial de los individuos, todos consumidores racionales según el punto de vista de unos, o dueños de una idéntica fuerza de trabajo aplicada a la nueva producción industrial en cadena para los otros; una igualación social alcanzada a la postre gracias a la mano invisible de la oferta y la demanda del mercado o de la planificación central, asumiendo en ambos casos una perfecta transparencia informativa.

Paradoja o dialéctica: la identidad burguesa asume a la vez una irreductible individualidad, así como una subyacente igualdad humana expresada en la premisa de que todos compartimos una visión del mundo utilitaria y racional. Esta perenne contradicción parece resolverse en la figura del consumidor que, ejerciendo su singularidad, tiende no obstante a conformar, con las tendencias en boga que lo igualan a los demás, un proceso imprescindible para movilizar la demanda.

la verdad objetiva

La Verdad revelada descendió, pues, a la Tierra ya no como promesa sino como información, ciertamente ajustada a censura como lo fue anteriormente la Buena Nueva proclamada por la fe,1 y tardó más de un siglo en perder las mayúsculas.

Así como en los monasterios, con la ayuda de incienso y ayuno (o más eficazmente, con chocolate, vino y cerveza), se provocaba la elevación espiritual en el debate teológico; la teína y la cafeína animaron las sobrias e interminables tertulias de los recién estrenados cafés decimonónicos, reduciendo al máximo el improductivo sueño (tan apreciado por los místicos), con el objeto de mantener una mente literalmente más despierta y una jornada productiva más larga. Políticos, literatos y empresarios debatían, en una corte por primera vez a extramuros de palacio, las estrategias y alianzas que cimentaran el avance imparable del progreso en este mundo en toda su extensión.

De los monjes se conservó un poco de austeridad material y sobre todo una cierta continencia sexual, parte de una estricta moralidad al servicio de un objetivo mayor. Convenientemente se asumía que las mujeres no experimentaban ni deseaban el placer sexual en tanto que las prostitutas, serias profesionales, solo lo fingían. Curiosamente, y para amparar la imagen épica de un caballero, hasta la segunda mitad del siglo xx, el adulterio, la fornicación y el lesbianismo por descontado se consideraban pecado, pero solo la homosexualidad masculina, como tanto lo sufrieron de Wilde a Turing –¡póstumamente perdonado por la reina en 2013!– era además un delito.

El fútbol y la mayoría de los otros deportes de equipo fueron codificados en la Britania victoriana para organizar el ocio, solidificar el carácter y el fair play de los jóvenes (de sexo masculino, claro)2 y apartarlos de la masturbación. Pura educación para la élite. Pero demostrando su talante universalista, el deporte también se aplicó a las clases trabajadoras: el Manchester City, fundado en 1880 por Anna Connell, hija de un vicario, tenía como objetivo alejar a los trabajadores del alcohol y de las grescas. Dicho sea de paso, se trata del mismo equipo entrenado por Pep Guardiola que hoy pertenece a los jeques de Emiratos, buque insignia de la que aspira a ser una futura multinacional del fútbol.

Llama la atención, por cierto, la sublimación que en todos estos juegos inventados por los ingleses (fútbol, rugby, cricket) representa la introducción de un balón en una meta… En Francia ese espíritu deportivo ciudadano se expresó en las primeras carreras de ciclismo y en la práctica del alpinismo, eventos filmados por los hermanos Lumière.

Todas estas novedades hicieron posible el más ambicioso, hoy en día tambaleante, proceso de objetivación de la verdad de toda la historia. No olvidemos que en las eras premodernas las verdades colectivas eran de índole metafísica: arquetipos ideales, paisajes celestiales o infernales con sus dioses, ángeles, sátiros y centauros… personajes todos bastante ajenos a la realidad cotidiana, a pesar de que ocasionalmente irrumpían en ella, literalmente, por arte de magia o milagro. Para los mismos griegos, la verdad era eminentemente teórica, abstracta como la geometría; el conocimiento derivado de la experiencia de los sentidos era considerado demasiado inestable. El mundo “natural” entendido como “salvaje”, opaco y amenazante, interpretado por chamanes, brujos, curas y rabinos se fue reemplazando por uno manufacturado, urbano y “artificial”, “iluminado” por la razón práctica industrial… y sobre todo por la electricidad.

Tradicionalmente la pintura, como otras artes, estuvo al servicio de patrones y de sus doctrinas que deseaban ilustradas por temáticas alusivas. A pesar de esa subordinación aparente, a pesar de que los objetivos para los que fue contratado hayan caído en el olvido o sean desconocidos, el extraordinario genio creativo que dio lugar a pirámides, catedrales, naturalezas muertas flamencas, retratos de la realeza y frescos vaticanos ha permitido que las obras perduren y sigan inspirando nuevas interpretaciones. Y un descubrimiento liberó al arte definitivamente de esa dependencia: la invención del daguerrotipo en 1838 o 1839. Ningún pintor podía ya representar eventos con mayor objetividad. El gobierno francés compró el procedimiento para que fuese usado libremente sin tener que respetar patentes. De esta forma, el Estado burgués abría a todo el mundo un punto de vista universal considerado independiente de todo prejuicio cultural, nacional o religioso. Muchos periódicos publicaron la noticia y los detalles de una técnica de alta definición. Se realizaron demostraciones públicas en varios países y antes de llegar al año 1841 ya habían tenido lugar en Portugal, España, Brasil, Estados Unidos, México, Uruguay y Colombia. Sin embargo, un invento similar, el calotipo del británico Fox Talbot, con imágenes de menor definición sobre papel pero reproducibles, no se extendió a causa de las limitaciones de su patente.

El tiempo mismo se medía de forma local hasta el establecimiento de la red ferroviaria; cada pueblo solía tener el suyo. Los trenes, liberados de las limitaciones de la “tracción sangre”, empezaron a conectar destinos lejanos para cuyos usuarios hubo que configurar horarios fijos y comunes. La navegación ya había descubierto el espacio planetario; los trenes, y mucho después los aviones, el tiempo planetario. Para contrarrestar el inconveniente de que la rotación de la Tierra impide la simultaneidad del día o noche en todos los puntos del planeta, se inventaron los husos horarios, siendo la hora 0, ¿cuál si no?, el meridiano de Greenwich.3 Así, en 1884 la referencia universal recibió el nombre del distrito londinense que atraviesa, en justo reconocimiento de que el imperio británico ocupaba la mayor parte del planeta, surcado por sus propias rutas marítimas y controlado por su inmensa flota. Los mapas, anteriormente locales o regionales, se integraron para describir un espacio planetario único permitiendo fijar itinerarios, ubicar la posición relativa de navíos y racionalizar rutas. En el plano de la medición doméstica se estableció el metro en 1889 en la Conférence Générale des Poids et Mesures como “la distancia entre dos líneas sobre una barra estándar compuesta de una aleación de 90% de platino y 10% de iridio, medida a la temperatura de fusión del hielo”. La comunicación se revolucionó con el telégrafo, y la estandarización se extendió a ámbitos como la sanidad, el saneamiento y el alcantarillado. Mientras, las academias oficiales de las potencias europeas continuaron la unificación del lenguaje nacional, con variada incidencia internacional, y se desarrollaba la lingüística como ciencia del lenguaje en general. Las nuevas utopías igualitarias no impidieron, quizá más bien favorecieron, una cierta obsesión por la medición objetiva y cuantitativa de la “normalidad” humana y de su defecto, en general con actitud paternalista. Churchill incluso era partidario de esterilizar y aislar en campos a los “mentalmente incapaces” y encabezó el apoyo a la Mental Deficiency Act de 1913 que suplantó a la Idiots Act de 1886. “Idiotas” se consideraba a quienes requerían protección de sí mismos, “imbéciles” a aquellos de quienes la sociedad debía cuidarse y, finalmente, se identificaba a los “débiles mentales”, que necesitaban mucho entrenamiento y supervisión. Entusiasmados por las medidas “objetivas” del cociente intelectual, los norteamericanos definieron como “idiotas” a los que puntuaban por debajo de 25; “imbéciles” a los de menos de 50 y en 1910 Henry Goddard inventó un término para los que se situaban entre 51 y 70 puntos: los morons o “tontos”, un calificativo muy en uso aún.

la invención del pasado y del futuro

En el pasado la noción de universalidad no era aplicable a lo cotidiano, sino que estaba postergada a una infinita eternidad alcanzable post mortem, de tal forma que tanto el pasado como el porvenir eran míticos. Hasta el siglo xviii los cambios históricos eran muy lentos, imperceptibles desde una perspectiva individual. Hasta entonces, las únicas variaciones que se distinguían eran los avatares de las vidas personales marcados por la suerte o la desgracia, el “destino”, si se quiere, que afectaba exclusivamente al ámbito privado, biográfico o familiar.

Sirva como demostración del poco interés por la historia global que el primer “centenario” se conmemoró en Estados Unidos en 1876, el primero de la revolución de un país sin una historia anterior –la de los indígenas no contaba–, y no sin la mofa de los críticos ingleses del Daily Mail que constataban la súbita profusión de estas celebraciones en distintos puntos de América. Un siglo antes, los ingleses consideraban la historia como un elemento de interés meramente estético o como un signo de distinción, por ello construían falsas ruinas grecorromanas en sus jardines artificialmente diseñados para parecer silvestres…

El rápido desarrollo tecnológico del siglo xix, que se haría veloz en el xx y frenético en el xxi, permitió “la invención del futuro” como horizonte de proyectos utópicos realizables. A la par nació la fascinación por el pasado, relacionada con el afán por detectar los “principios” mecánico-racionales de la Historia, combinando a Feuerbach y Darwin, de forma similar a cómo, con Newton, se creía haber descubierto la naturaleza mecánica de la materia. James Gleick recoge en su libro Viajar en el tiempo (2017) las “fantasías” de Jorge Luis Borges: “Que el presente estado del universo es, en teoría, reducible a una fórmula, de la que alguien podría deducir todo el futuro y todo el pasado”.

Y una vez establecidas las conexiones con un pasado y un futuro objetivos, se entiende mejor la obsesión contagiosa de un Wells: una máquina del tiempo para no solo “deducirlo”, sino viajar en él en ambas direcciones.

La nueva utopía progresista, burguesa o proletaria, otorgó un papel fundamental a la información y a la formación o educación (Bildung), una herramienta esencial para permitir una aspiración casi imposible hasta entonces: la movilidad social. Esto encajaba perfectamente con la concepción de un mundo universal de homogénea constitución material, perfectamente descrito por un conocimiento científico y tecnológico que se tenía por casi completo, apenas y solo provisoriamente limitado por instrumentos de medición aún no lo suficientemente precisos. Así de optimista era la visión mecanicista del mundo antes de Planck, Freud y Einstein.

En una serie inglesa producida por la BBC que evoca la introducción de un nuevo programa informativo en el Reino Unido en la década de 1950, un personaje comentaba emocionado: “We are making the world look unbearably real” (“Estamos mostrando un mundo insoportablemente real”).

la selección de la noticia

Dada la centralidad de la información en el nuevo proyecto utópico burgués, la prensa, que hasta el xviii estaba apenas compuesta de pasquines y libelos mayoritariamente anónimos, se convirtió en una institución, en principio independiente: “el cuarto poder”. Quizá fuese la primera de propiedad privada con vocación de participar abiertamente en el proceso de toma de decisiones sociales y políticas, un área tradicionalmente limitada al rey y oblicuamente a la iglesia.

Prensa y democracia se retroalimentaron. La introducción del sufragio, que tardó mucho en ser universal, se inició en el Reino Unido en el siglo xviii –ya en el xvii, después de una real cabeza cortada, la revolución de Cromwell colocó el Westminster, el parlamento, por encima de la monarquía–, pero para adquirir la calidad de votante había que superar unas pruebas de solvencia accesibles a unos pocos, no muchos más que los miembros tradicionales de la élite, algo ensanchada gracias a las nuevas oportunidades abiertas a funcionarios y aventureros enriquecidos en las posesiones coloniales.

 

A continuación, la mencionada transformación de los medios de producción dio lugar a una numerosa clase media y a una consiguiente redistribución de recursos, que en conjunto concentraba más poder económico que la aristocracia hereditaria, habituada a la toma de decisiones en selectas cortes alimentadas por rumores e intrigas. Esa nueva élite masiva, arribista y anónima, pero liderada por los potentados, requería el acceso público a la máxima información para promover la correcta toma de decisiones, incluso las de pequeños inversores y ahorradores; un número creciente de ciudadanos que por primera vez disponían de algún capital. La comunicación era imprescindible para dar forma a esta emergente “opinión pública” que, una vez movilizada, exigió ampliar el derecho al voto y hacerlo secreto para evitar presiones.

La utopía socialista diseñada para el proletariado surge como un efecto secundario, pero no menos transformador, de la revolución industrial burguesa. La paulatina alfabetización promovida por las cada vez más inclusivas instituciones de educación pública, en principio, tendía a aumentar la productividad de la fuerza de trabajo operadora de máquinas cada vez más complejas (pasada la primera era de la minería y de la rudimentaria labor textil…) y, de paso, reforzaba la cultura cívica de toda la población. Esto fue aprovechado por los movimientos obreros, que también descubrieron el potencial propagandístico de la prensa, aunque fuera en formatos más económicos como la octavilla o el “volante” antes de fundar sus propios periódicos.

The Times (ambiciosamente nacido en 1785 como Daily Universal Register) comenzó el primer día de 1788, ya con su nombre definitivo, a publicar noticias comerciales y a reportar escándalos. Años más tarde adoptaría su rigurosa política de información precisa, alineada con las virtudes atribuidas a la administración británica, inspirada en un riguroso empirismo.

Si la imprenta había lanzado la Reforma con sus biblias baratas al alcance de muchos, la rotativa patentada en 1847 hizo lo propio con la prensa al permitir ediciones masivas (fenómeno que inspiró más de una historia marcada por la exclamación de “¡Paren las máquinas!”). En efecto, la tirada de The Times, por ejemplo, pasó de 5.000 ejemplares diarios en 1815 a 40.000 en 1850.

La cobertura internacional directa se inició con el envío del primer corresponsal de guerra, William Howard Russell, a la guerra de Crimea de 1853-1856. Fue tan eficaz e influyente que el gobierno británico se enteró de las propuestas de paz rusas al leerlas en el periódico.

Por su parte, Le Figaro francés, designación basada en el personaje del barbero del mismo nombre, tampoco comenzó su andadura de forma muy seria sino como periódico satírico, más cercano a la informalidad del café y al antiguo libelo que a un discurso oficialista. Hasta hoy pervive su motto, una cita de Las bodas de Fígaro de Beaumarchais: “Sans la liberté de blâmer, il n’est point d’éloge flatteur” (“Sin la libertad de culpar, no hay alabanza halagadora”). A punto de ser clausurado por incumplir las leyes en vigor que limitaban la libertad de expresión de la prensa, Le Figaro publicó en su edición del 23 de marzo de 1856 y en primera página una solicitud de gracia al príncipe imperial… ¡que cumplía apenas siete días de edad! La ocurrencia le gustó al papá, Napoleón III, y se levantó la orden de cierre. Desde entonces pocos gobernantes han mostrado un similar sentido del humor. Que lo llamaran “el pequeño Napoleón”, a pesar de ser su estatura mucho más alta que la de su eminente tío, le hacía menos gracia.

The New York Times nace en 1852 evitando toda forma de sensacionalismo. Sin embargo, solo alcanza su apogeo popular cuando publica los detalles del hundimiento del Titanic en abril de 1912. Su cobertura de las dos guerras mundiales afianzó su prestigio y dio un salto cualitativo cuando publicó en 1971 los “papeles del Pentágono”, un estudio secreto sobre la intervención de los estadounidenses en Vietnam filtrado por funcionarios del estado. El supremo de Estados Unidos decidió que primaba el derecho de libre expresión constitucional sobre el secreto de estado.

Hoy la filtración anónima se ha convertido en un recurso fundamental de la prensa en países donde está permitida por la ley. Ese no es el caso, por ejemplo, de Gran Bretaña, democracia garantista de primera hora, donde rige una estricta “ley mordaza”. Cuando The New York Times filtró en 2017 informaciones secretas conjuntas de los servicios de inteligencia americanos y británicos sobre víctimas de un atentado en Londres, los británicos indignados amenazaron con interrumpir el intercambio de información entre las agencias de los dos países. Las filtraciones, son, sin duda excelentes fuentes, por lo demás inconfirmables, y resultan más baratas que el “periodismo de investigación”. Tienden, sin embargo, a establecer vínculos clientelistas entre políticos y periodistas, cuyos diarios, por necesidad y para conservar sus respectivas fuentes, se alinean cada vez más en una dirección partidista determinada.

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