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Contrafactuales

¿Y si todo hubiera sido diferente?

Richard J. Evans

traducción de Guillem Usandizaga


Título:

Contrafactuales. ¿Y si todo hubiera sido diferente?

© Richard J. Evans, 2014

Edición original en inglés: Altered Pasts. Counterfactuals in History,

Little, Brown, 2014

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2018

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: junio de 2018

De la traducción: © Guillem Usandizaga, 2018

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está

permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su

tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin

la autorización por escrito de la editorial.

eISBN: 978-84-17866-34-1

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER

Depósito Legal: M-16529-2018

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

ÍNDICE

prólogo

i La expresión de un deseo

ii la historia virtual

iii ficciones futuristas

iv mundos posibles

Para Christine

Si no nos hubiéramos conocido…

El historiador […] siempre debe mantener hacia su tema una perspectiva indeterminista. Debe situarse continuamente en un momento del pasado en que los factores conocidos todavía parecen permitir distintos resultados. Si habla de Salamina, tiene que ser como si todavía pudieran ganar los persas; si habla del golpe de estado de brumario, entonces aún hay que ver si Bonaparte será rechazado de forma humillante... [Pero] el historiador intenta descubrir algún sentido en los vestigios de un periodo determinado de la sociedad humana […]. El contexto histórico que proponemos, una creación de nuestra mente, solo tiene sentido en la medida que le atribuimos un objetivo, o más bien un camino hacia un resultado concreto […]. Por lo tanto, el pensamiento histórico siempre es teleológico […]. Para la historia, la pregunta siempre es ‘¿Hacia dónde?’. Hay que reconocer que la historia es la disciplina teleológica por antonomasia.

Johan Huizinga, citado en Fritz Stern, ed.,

The Varieties of History: From Voltaire to the Present

prólogo

Este libro es un breve ensayo sobre el uso de acontecimientos contrafactuales en la investigación y la escritura de la historia. Por acontecimientos contrafactuales entiendo versiones alternativas del pasado en las que una alteración en la serie de sucesos conduce a un resultado distinto del que realmente ocurrió. En los capítulos que siguen, se abordan en detalle entre otros ejemplos qué habría pasado si Gran Bretaña no hubiera participado en la Primera Guerra Mundial y se hubiera mantenido al margen como no beligerante neutral; cuál habría sido el resultado si Gran Bretaña hubiera firmado un acuerdo de paz por separado con la Alemania nazi en 1940 o 1941; o cómo se habrían comportado los británicos si hubieran perdido la batalla de Inglaterra y las fuerzas armadas del Tercer Reich de Hitler hubieran conquistado y ocupado el país. El capítulo introductorio revisa el desarrollo de la historia contrafactual desde sus inicios en el siglo xix e intenta explicar su resurgimiento y boga, especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos en las décadas de 1990 y 2000. El segundo examina los argumentos a favor y en contra del uso de acontecimientos contrafactuales y analiza algunas de las contribuciones más destacadas al género y su implicación para lo que muchos de sus autores llaman determinismo histórico. El tercer capítulo considera las distintas formas de reinvención interesada del pasado de los escritores de historia y de ficción, incluyendo la construcción de historias “alternativas” paralelas y representaciones imaginarias del futuro basadas en alteraciones del pasado. El capítulo cuarto y último intenta conectar todo lo anterior y alcanzar algún tipo de conclusión sobre si los acontecimientos contrafactuales son una herramienta útil para el historiador y, si lo son, de qué forma, hasta qué punto y con qué limitaciones.

Me interesé por primera vez por los acontecimientos contrafactuales en 1998, cuando participé en un debate televisado en el programa de Robin Day’s Book Talk, de bbc News 24, junto a Antonia Fraser y Niall Ferguson, que había publicado un libro pionero en el campo, Historia virtual. Acababa de salir a la luz mi libro In Defence of History [En defensa de la historia] y la idea de la historia contrafactual parecía plantear de una manera nueva cuestiones fundamentales sobre las fronteras entre los hechos y la ficción con las que ese libro intentaba lidiar. De modo que cuando me pidieron que pronunciara la Conferencia Butterfield en la Queen’s University de Belfast, en octubre de 2002, me pareció una buena oportunidad para abordar esas cuestiones con más detenimiento. Una versión corregida de la conferencia se publicó con el título “Telling It Like It Wasn’t” [Contándolo como no fue] en la bbc History Magazine, número 3 (2002), pp. 2-4; y luego se reimprimió en la revista estadounidense Historically Speaking, número 5/4 (marzo de 2004), donde fue objeto de extensas y animadas reacciones, a las que pude responder en el mismo número (pp. 28-31); todo el intercambio se reimprimió en Recent Themes in Historical Thinking: Historians in Conversation de Donald A. Yerxa, Columbia, University of South Carolina Press, 2008, pp. 120-130.

La respuesta de Geoffrey Parker y Philip Tetlock en Historically Speaking y los argumentos más elaborados que desplegaron en la introducción y la conclusión del volumen de ensayos contrafactuales que editaron, Unmaking the West [El desmontaje de Occidente], publicado dos años después, hicieron que me diera cuenta de que tenía que repensar mi reacción inicial, algo alérgica, a las afirmaciones hechas por los contrafactualistas, y la aparición en los años siguientes de más contribuciones al género me dio más motivos para reconsiderar mi postura. Además, en la actualidad contamos con varias consideraciones teóricas y reflexivas sobre los problemas que plantea la historia contrafactual, que van desde las muy críticas a las detalladamente justificativas. Estas aproximaciones han contribuido a llevar el debate a otro nivel. De modo que cuando la Sociedad Histórica de Israel, una organización independiente cuya historia se remonta a la década de 1930, me pidió que pronunciara las Conferencias Menahem Stern de Jerusalén para el año 2013 sobre algún tema de interés histórico, con un énfasis especial en los aspectos metodológicos y teóricos, celebré la oportunidad de revisitar el tema de los acontecimientos contrafactuales y pensar sobre él con más detenimiento. El resultado es el presente libro. En él se reimprimen las conferencias más o menos como las impartí, excepto por el hecho de que los capítulos iii y iv estaban fusionados y abreviados en la tercera y última conferencia de la serie, y algunos materiales y argumentos se han añadido al texto con posterioridad.

Mi primera expresión de agradecimiento se dirige a la Sociedad Histórica de Israel, a su presidente, el profesor Israel Bartel, a su secretario general, el señor Zvi Yekutiel, y a su consejo directivo por haberme hecho el honor de invitarme a dar esas conferencias. Seguir los pasos de historiadores como Carlo Ginzburg, Anthony Grafton, Emmanuel Le Roy Ladurie, Fergus Millar, Natalie Zemon Davis, Anthony Smith, Peter Brown, Jürgen Kocka, Keith Thomas, Heinz Schlling, Hans-Ulrich Wehler y Patrick Geary es una tarea abrumadora, pero me la facilitó Maayan Avineri-Rebhun, la secretaria académica de la sociedad, que lo organizó todo con una cortesía y eficiencia ejemplares. Tovi Weiss me brindó una ayuda crucial, y el personal de Mishkenot Sha’ananim, la casa de huéspedes y centro cultural en la colina que da a las imponentes murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, fue siempre de gran ayuda. El público que escuchó pacientemente las conferencias contribuyó a mejorar los argumentos del libro con sus preguntas, mientras que Otto Dov Kulka no solo me dirigió hacia las ideas de Johan Huizinga sobre este tema, sino que también resultó un anfitrión jovial y estimulante en nuestros paseos por los alrededores de la ciudad y por la propia Jerusalén, donde Ya’ad Biran me hizo de experto cicerone por los siempre fascinantes yacimientos que se encuentran dentro de las murallas. El profesor Yosef Kaplan, redactor jefe de la colección de Conferencias Stern, me ayudó a que las mías llegaran a la imprenta. Mi agente, Andrew Wylie, y sus colaboradores, especialmente James Pullen de la sucursal londinense de la agencia, trabajaron duro para asegurarse de que el libro se publicara en condiciones que esperemos que le garanticen una amplia distribución. El personal de Brandeis University Press fue concienzudo y profesional, y estoy especialmente agradecido a Richard Pult y Susan Abel, por supervisar el proceso de producción, a Cannon Labrie por su experta corrección del manuscrito, y a Tim Whiting de Little, Brown, por su trabajo en la edición del Reino Unido y la Commonwealth. Simon Blackburn, Christian Goeschel, Rachel Hoffman, David Motadel, Pernille Røge y Astrid Swenson leyeron el manuscrito en poco tiempo y propusieron muchas mejoras. Christine L. Corton aportó una mirada experta a las pruebas de imprenta. A todos les estoy agradecido, aunque ninguno tiene responsabilidad alguna en lo que sigue.

 

Richard J. Evans

Cambridge, julio de 2013

i

LA EXPRESIÓN DE UN DESEO

¿Y si…? ¿Y si Hitler hubiera muerto en un accidente de coche en 1930? ¿Habrían llegado al poder los nazis, se habría producido la Segunda Guerra Mundial, se habría exterminado a seis millones de judíos? ¿Y si no hubiera habido revolución estadounidense en el siglo xviii? ¿Se habría abolido antes la esclavitud y se habría evitado la guerra civil de 1860-1865? ¿Y si Balfour no hubiera firmado su declaración? ¿Habría llegado a fundarse el estado de Israel? ¿Y si Lenin no hubiera muerto a los cincuenta y pocos, y hubiera sobrevivido veinte años más? ¿Se habría evitado la crueldad mortífera de lo que acabaría siendo la época de Stalin? ¿Y si la Armada Invencible hubiera conseguido invadir y conquistar Inglaterra? ¿Habría vuelto el país al catolicismo y, en caso afirmativo, cuáles habrían sido las consecuencias para el arte, la cultura, la sociedad, la ciencia y la economía? ¿Y si Al Gore hubiera ganado las elecciones presidenciales estadounidenses del 2000? ¿Habría habido una segunda guerra del Golfo? ¿Y si –como especuló por extenso Victor Hugo en su extensa novela Los miserables– Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo? De hecho, ¿cómo pudo perder?, se preguntó perplejo el novelista.1 Las cosas que han ocurrido, como escribió Joyce en Ulises, no se pueden “suprimir con el pensamiento. El tiempo las ha marcado y, encadenadas, residen en el espacio de las infinitas posibilidades que han desalojado. Pero ¿pueden estas haber sido posibles, visto que nunca han sido? ¿O era posible solamente lo que pasó?”.2

La pregunta por lo que habría pasado siempre ha fascinado a los historiadores, pero durante mucho tiempo les fascinó, como observó E. H. Carr en ¿Qué es la historia?, las Conferencias Trevelyan que dio en Cambridge en 1961, como poco más que un entretenido juego de salón, una divertida especulación del tipo que memorablemente satirizó Pascal cuando se preguntó qué habría pasado si Cleopatra hubiera tenido una nariz más pequeña y por lo tanto no hubiera sido hermosa, y de ese modo no hubiera resultado una atracción fatal para Marco Antonio cuando este debía prepararse para vencer a Octavio, lo que provocó su derrota en la batalla de Accio. ¿Se habría fundado el imperio romano?3 Lo más probable es que sí, aunque de forma distinta y seguramente en un momento algo distinto. Intervenían fuerzas más amplias que el capricho de un hombre. Una intención satírica parecida puede encontrarse en el siglo xviii, en relatos muy leídos como Les aventures de Monsieur Robert Chevalier, publicado en 1732 en París y enseguida traducido al inglés, que imaginó que los indios americanos descubrían Europa antes de los viajes de Colón.4 Y Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, se burló de forma célebre de la universidad en la que según él pasó los años más ociosos e inútiles de su vida al sugerir que si Carlos Martel no hubiera derrotado a los sarracenos en el año 733, el Islam habría dominado Europa y “quizá la interpretación del Corán se enseñaría en las facultades de Oxford, y sus púlpitos demostrarían a un pueblo circunciso la santidad y la verdad de la revelación de Mahoma”.5 Queda claro que Gibbon pensaba que, al fin y al cabo, como mínimo en lo que se refiere a Oxford, las cosas habrían sido bastante parecidas a como eran.

Encontramos breves alusiones a posibles alternativas a lo realmente ocurrido esparcidas por las obras de una gran variedad de autores a través de los siglos, desde la especulación del historiador romano Livio sobre qué habría pasado si Alejandro Magno hubiera conquistado Roma a la novela Tirante el Blanco de Joanot Martorell i Martí Joan de Galba, publicada en 1490, que imaginó un mundo en que el imperio bizantino derrotaba al imperio otomano y no al revés. Escrita al cabo de pocas décadas de la caída de Constantinopla a manos de los turcos, fue la primera aproximación a una historia de fantasía que vio la luz y resulta evidente que en parte expresó un deseo. Sin embargo, durante mucho tiempo no tuvo seguidores. Una aproximación racionalista a la historia como la de Gibbon, que sustituía a la visión del pasado humano como el despliegue de la divina providen­cia en el mundo, era un requisito fundamental para especular detenidamente sobre posibles alternativas a lo ocurrido al escribir historia y no ficción. Como señaló Isaac D’Israeli en 1835 al tratar por primera vez la cuestión en un breve ensayo titulado “Of a History of Events Which Have Not Happened” [De una historia de los acontecimientos no ocurridos], el concepto de divina providencia no podía convencer a un observador imparcial cuando tanto católicos como protestantes lo reivindicaban para sí. Esta idea no era nueva, aunque D’Israeli intentó respaldarla mencionando una serie de textos históricos que especulaban, si bien brevemente, sobre qué habría ocurrido, por ejemplo, si a Carlos Martel lo hubieran derrotado los árabes, si la Armada Inven­cible hubiera desembarcado en Inglaterra o si a Carlos I no lo hubieran ejecutado. Lo que D’Israeli quería defender era que los historiadores debían sustituir la idea de “providencia” por los conceptos de “fatalidad”, tal como él lo llamaba, y “accidente”.6 Sin embargo, se necesitaba un paso más antes de que esas especulaciones pudieran desarrollarse por extenso. Gibbon, como otros historiadores de la Ilustración, todavía consideraba que el tiempo era inalterable y que la sociedad humana era estática: no cuesta imaginarse a sus senadores romanos como caballeros ingleses empelucados que debaten en la cámara de los comunes, y las cualidades morales que muestran son bastante parecidas a las que Gibbon encontró entre sus contemporáneos. Se necesitaba la nueva visión romántica del pasado como esencialmente distinto del presente, en la que cada época poseía su carácter particular, como creían el novelista Walter Scott y su discípulo historiador Leopold von Ranke, para que se planteara la cuestión de cómo podrían haber cambiado drásticamente las características principales de una era si la historia hubiera tomado otro camino.7

Previsiblemente, el primero en desarrollar esta idea por extenso fue un admirador francés del emperador Napoleón, Louis Geoffroy. De hecho, el propio emperador pasó buena parte de su estancia en la isla de Santa Elena, donde se había exiliado tras su derrota en Waterloo, imaginando cómo podría haber derrotado a sus enemigos. Si los rusos no hubieran prendido fuego a Moscú al acercarse la Grande Armée a sus puertas en 1812, suspiraba Napoleón, sus fuerzas habrían podido pasar el invierno en la ciudad, y luego, “enseguida que hubiera vuelto el buen tiempo, habría dado alcance a mis enemigos; los habría derrotado; me habría convertido en señor de su imperio […] ya que habría luchado contra hombres y armas, y no contra la naturaleza”. Había nacido la leyenda de la derrota de Napoleón a manos del “General Invierno”.8 A Geoffroy no le pareció necesario apagar las llamas de Moscú; en lugar de ello, en su panfleto de 1836 Napoléon et la conquête du monde [Napoleón y la conquista del mundo] hace que el emperador marche hacia el norte rumbo a San Petersburgo, inflija una severa derrota al ejército ruso, capture al zar Alejandro I y ocupe Suecia. Después de resucitar el reino de Polonia y completar la conquista de España, hace desembarcar un ejército en la costa de Anglia Oriental, al norte de Yarmouth, y pulveriza a un ejército británico de 230.000 hombres a las órdenes del duque de York en la batalla de Cambridge. Inglaterra se incorpora a Francia y se divide en veintidós départements franceses. En 1817 Napoleón ha borrado a Prusia del mapa, y cuatro años después derrota a un gran ejército musulmán en Palestina, ocupa Jerusalén, destruye todas las mezquitas de la ciudad y vuelve a París con la piedra negra que ha sacado de entre los escombros de la Cúpula de la Roca.9

Pero aquí no terminan sus proezas, ni mucho menos, porque al poco tiempo Napoleón conquista Asia, incluida China y Japón, destruye todos los lugares santos de las otras religiones, establece su hegemonía sobre África y somete América al control de Francia, después de una petición en ese sentido por parte de todos los jefes de estado de América del Norte y del Sur en un congreso celebrado en Panamá en 1827. En su discurso de coro­nación como “Soberano del mundo”, Napoleón proclama que su monarquía universal “es hereditaria en mi raza, de ahora en adelante hasta el fin de los tiempos solo habrá una nación y un poder en el mundo […] la Cristiandad es la única religión sobre la faz de la tierra”. Provisto de un nuevo título otorgado por el Papa, Sa Toute-Puissance, incluso vuelve a encontrar la felicidad conyugal, ya que la muerte de su esposa austríaca, con la que se había casado exclusivamente por razones políticas, le permite volver a casarse con su amada Josefina.

Finalmente, en 1832 Napoleón muere, tras haber conseguido más logros que cualquier otro estadista o general en toda la historia. Lejos de ser un dictador despiadado, ha conservado la asamblea legislativa y se ha demostrado un monarca liberal y pacífico. Como sugiere el vínculo entre la victoria de Francia y la victoria de la cristiandad, todo esto se debe ante todo a los designios de la divina providencia y como mínimo en este sentido, la aproximación de Geoffroy es bastante tradicional. También incorpora un elemento muy fuerte de inevitabilidad histórica, o quizá habría que decir pseudohistórica: un cambio en el curso de la historia, en Moscú, conduce inexorablemente a toda una larga cadena de acontecimientos que se siguen sin ninguna posibilidad de sufrir una desviación o un revés, de hecho, conduce al fin de la historia, tal como proclama Napoleón en su discurso de coronación como Soberano del Mundo. Ni Victor Hugo llegó tan lejos, ya que en Los miserables sostuvo que la Divina Providencia había decretado que ya no había lugar en la historia para un coloso como Napoleón, de modo que Waterloo, donde la naturaleza prosaica y poco imaginativa de un aburrido militar de corte técnico como Wellington se impuso al genio de Napoleón, marcó un punto de inflexión claro en la historia mundial en un sentido más amplio que el mero hecho de señalar el fin de la gloria militar francesa.10

Desde luego, como Geoffroy sabía perfectamente, la providencia decidió que Napoleón no debía gobernar el mundo, y en varios momentos el escritor recuerda la realidad a los lectores a través de la mención de una calumniosa historia alternativa dentro de su propio relato alternativo, que presenta a Napoleón derrotado en la batalla de Waterloo y exiliado en Santa Elena, o haciendo que Napoleón, a bordo de un barco en el sur del Atlántico después de conquistar Asia, divise Santa Elena en el hori­zonte, una visión que lo estremece y hace que levante un momento la vista más allá de su existencia ficticia hacia la realidad que de hecho le rodea. Los lectores sabían que Napoleón había sido derrotado antes de Moscú y que los rusos habían vencido en 1812 precisamente porque habían rechazado enfrentarse al emperador francés en una batalla campal. No obstante, a pesar de todas sus debilidades, la obra de Geoffroy es la primera historia alternativa extensa, reconocible y especulativa, y apareció en un momento, a mediados de la década de 1830, en que la leyenda napoleónica estaba en boga, a una década y media de su triunfo con los acontecimientos que siguieron a la revolución de 1848, sobre todo el golpe de estado de Luis Napoleón y su asunción del título de emperador Napoleón III. El capricho de Pascal o Gibbon había dado paso a una intención política seria. El propio Geoffroy estaba apadrinado por Napoleón I, que se había hecho cargo de él después de que su padre muriera en la batalla de Austerlitz, y su nombre completo no era Louis sino Louis-Napoléon. En cualquier caso, la fascinación y atracción que despertó el libro siguieron a través del siglo xix hasta el xx, y se reimprimió a menudo como recordatorio a los franceses de lo que hubiera podido ser, hasta el punto de que en 1937 el escritor Robert Aron contraatacó con un relato en el que Napoleón gana la batalla de Waterloo pero decide que la guerra y la conquista están mal, abdica y se exilia, aunque voluntariamente, en Santa Elena, mostrando su “grandeza interior” y su “comprensión de la necesidad”.11

 

Es evidente que el relato de Geoffroy era la expresión de un deseo a la mayor escala imaginable. Su premisa metodológica fue adoptada y sistematizada dos décadas después, en 1857, en una serie de artículos del filósofo Charles Renouvier que luego se publicaron en forma de libro. Renouvier le dio un título por el que desde entonces se ha conocido a este tipo de supuestos en francés y alemán: Uchronie. “El escritor compone una uchronie, una utopía del pasado. Escribe la historia, no como fue, sino como pudo haber sido”.12 Renouvier habría sido más sincero si hubiera dicho debería haber sido. Su aproximación era explícitamente política. Describió su método mediante un diagrama que mostraba una serie de fases, empezando por el momento inicial en que la historia imaginaria se desvía de la historia real, el point de scission que provoca la première déviation. Pero mientras la trajectoire imaginaire es una única línea que se extiende sin desviarse hacia el futuro imaginario, la trajectoire réelle se va bifurcando en líneas cortas que no llevan a ninguna parte, que solo se pueden unir conduciéndolas de vuelta a la línea principal de lo imaginario. El punto clave es el ángulo en que la trayectoria imaginaria se separa de lo real y Renouvier afirma que eso depende de la intención del escritor.13 En el caso de Renouvier se trata de impulsar la causa de la libertad haciéndola realidad a través de un pasado imaginario, un caso que ilustra repasando la historia de la religión desde los romanos con la vista puesta en el principio de tolerancia.

Después de describir la situación inicial (la intolerancia romana hacia el judaísmo, que el autor justifica de un modo que recuerda a los antisemitas franceses de mediados del siglo xix, califi­cando a los judíos de fanáticos religiosos que soñaban con “dominar el mundo”; y una intolerancia comparable hacia el primer cristianismo), emprende la première déviation haciendo que se dé erróneamente por muerto en una de sus campañas al emperador Marco Aurelio y que lo sustituya el general Avidio Casio, partidario de la república romana. Más adelante, junto a Marco Aurelio, que vuelve al trono, Casio inicia un programa de reformas que crea un campesinado libre en lugar de una clase de esclavos y finalmente, a través de muchas idas y venidas, conduce al imperio de occidente a una religión de estado basada en los dioses propios junto a la tolerancia de otras religiones. En el este triunfa un fanático cristianismo ortodoxo, que lleva a las cruzadas, no contra Jerusalén, sino contra Roma, a cuyos habitantes un ejército de cuatrocientos mil cruzados del este, rabiosamente intolerantes, intenta convertir a lo que creen las verdaderas enseñanzas de Jesús, y afortunadamente no lo consiguen ya que empiezan a pelearse entre sí por cuáles son exactamente esas enseñanzas. En el este, la intolerancia conduce al caos político y a la derrota a manos de los bárbaros, mientras que el estoicismo tolerante del imperio de occidente sobrevive a la declaración de independencia de galos, británicos, hispanos y otros que, libres de conflictos religiosos, crean una federación de estados europeos independientes. De forma parecida, en el este, los bárbaros victoriosos vuelven a introducir el cristianismo, pero un cristianismo reformado, sin confesión, sin purgatorio, sin monasterios y en general sin ninguno de los símbolos del catolicismo o la fe ortodoxa. La ciencia y el estudio florecen en todas partes y Renouvier termina con un llamamiento a la humanidad para que forme una liga de naciones con una corte internacional. Al contrastar esta historia feliz en una serie de apéndices con lo que le parecían las depredaciones inhumanas y coercitivas del catolicismo a través de las distintas épocas, Renouvier puso de manifiesto el contraste entre la historia ideal y la historia real; esta última debe su significado a la primera, y efectivamente el libro se presenta como la traducción de un viejo manuscrito, que una familia de inconformistas religiosos sometidos a persecución conservó para recordar que las cosas podrían haber sido distintas, y fácilmente habrían sido mejores.14

Ni el breve ensayo de D’Israeli, publicado en una oscura edición que ni siquiera apareció en Inglaterra, ni la fantasía vertiginosa de Geoffroy, por mucho éxito que tuviera entre ciertos lectores franceses, ni el difícil y densamente argumentado tratado filosófico anticlerical de Renouvier, dieron inicio a ningún tipo de moda consistente en especular sobre los distintos caminos que habría podido tomar la historia. Las contribuciones al género solo aparecieron de forma esporádica, como es el caso del ensayo del historiador británico G. M. Trevelyan “If Napoleon Had Won the Battle of Waterloo” [Si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo], escrito para un certamen celebrado en 1907 por la Westminster Gazette. Trevelyan retomó las especulaciones de Victor Hugo para sugerir que si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo, los británicos se habrían visto forzados a firmar la paz y las condiciones económicas y sociales se habrían deteriorado bajo el liderazgo del archiconservador lord Castle­reagh (a pesar de una rebelión de los trabajadores encabezada por lord Byron, que se habría sofocado y habría supuesto la ejecución del noble poeta). Los liberales británicos habrían huido a América Latina, donde un gobierno británico reaccionario habría unido esfuerzos con España en la lucha por la conservación de las colonias españolas, mientras que en Europa, a pesar de la influencia de Napoleón, el ancien régime habría seguido más o menos como antes con sus formas oscurantistas de siempre. Lejos de lanzarse a la conquista del mundo, Napoleón, enfrentado a una Francia y de hecho a una Europa agotadas por más de dos décadas de guerra casi ininterrumpida, habría decidido que ya era suficiente y habría optado por una vejez pacífica. En este escenario, Napoleón finalmente muere mientras se plantea una nueva guerra para unificar Italia, una guerra que no ocurrió.15 Trevelyan era un entusiasta de la unificación italiana, escribió tres enjundiosos volúmenes sobre su héroe, Giuseppe Garibaldi, y desde el punto de vista político era un liberal comprometido, formaba parte de una tradición whig que incluía a su tío abuelo lord Macaulay, uno de los más acérrimos defensores de la extensión del derecho de voto en 1832. Su relato de los acontecimientos que seguirían a una supuesta victoria de Napoleón está todo lo alejado que se puede de la expresión de un deseo; es más bien una historia negativa, que ilustra lo mal que habrían podido ir las cosas y por lo tanto, implícitamente, el hecho de que Waterloo, a pesar de una oleada temporal de represión política y dificultades económicas en Gran Bretaña, sentó las bases para los múltiples triunfos del liberalismo en el siglo xix al destruir la tiranía del emperador francés. De hecho, claro está, y Trevelyan lo sabía perfectamente, nada de esto era muy plausible, ya que la derrota de las fuerzas dirigidas por el duque de Wellington en 1815 no habría significado necesariamente el final de la guerra; los Aliados se podrían haber reagrupado y seguido luchando hasta una eventual victoria; al fin y al cabo, en aquel momento sus recursos superaban ampliamente a los de los agotados franceses. También en este caso estamos, por tanto, ante una historia alternativa impulsada principalmente por creencias y motivos políticos.16

Sin embargo, la función de la historia contrafactual como entretenimiento no estaba ni mucho menos agotada. En 1932 apareció la primera colección de ensayos del género, editada por sir John Collings Squire con el título de If It Had Happened Otherwise [Si hubiera sido distinto] y con una reimpresión del texto de Trevelyan sobre Waterloo. Squire era crítico literario y poeta, un personaje reaccionario que en la década de 1930 simpatizó con la Unión de Fascistas Británicos y que era furiosamente hostil a la modernidad literaria. Le gustaba proyectar una imagen de gentleman inglés amante de la cerveza y el críquet –de hecho, Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury solían referirse a él y a su círculo como “los hacendados” por el significado de su apellido, squire– y muchas de sus publicaciones eran desenfadadas y humorísticas. If It Had Happened Otherwise (publicado en Estados Unidos como If: Or History Rewritten) forma parte de esta categoría de libros.17 Los colaboradores eran en su mayor parte literatos (no había ninguna mujer entre sus filas). Muchos invirtieron el curso de la historia para entretener e impresionar: el divulgador histórico Philip Guedalla se divirtió de lo lindo imaginando el papel del Islam en Europa si los moriscos hubieran frenado el intento de expulsarlos de España en 1492,18 como se lo pasó en grande Harold Nicolson al especular sobre lord Byron como rey de Grecia. Más política era la contribución de monseñor Ronald Knox, que pintó un cuadro muy negro de cómo habría sido Gran Bretaña si la huelga general de 1926 hubiera triunfado; gobernado por los sindicatos y los socialistas de izquierda, el país se habría convertido en algo parecido a la Rusia soviética, con la libertad de educación y expresión abolidas y todo bajo el control del estado. Se trata de otro ejemplo de la versión distópica de la historia alternativa, tal como la había practicado Trevelyan muchos años antes.