El señor de las cruzadas

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—Es que yo fui tocado por un guerrero negro —explicaba Ségnegas—. Esperaba que pudieras ayudarme.

—Ya veo. Pero qué hacíais en el camino de un guerrero negro.

—Peleaba contra cinco de ellos.

—Bromeáis, ningún humano puede siquiera con uno de ellos.

—Este chico sí que puede —dijo Arfil—, es el elegido para vencer a los dioses negros.

—Oh, ya veo, la profecía.

—¿La conoces? —dijo Ségnegas.

—Claro que sí —dijo Güendolin—. Por defender esa profecía estoy aquí.

—¿Quién te trajo aquí? —preguntó Arfil.

—El dios Ernak.

—Tenía que ser —replicó Ségnegas—. ¿No has podido salir?

—No puedo hacerlo... —dijo el viejo quedándose pensativo—… recuerdo aquel día —empezó a explicar mientras veía en su memoria todo—. Yo estaba en la aldea hace muchos años cuando Ernak y sus tropas atacaron buscando al elegido y matando a todo opositor de su voluntad. Yo era joven y lo ataqué de sorpresa y provoqué una herida en su pecho con una flecha, furioso, él me condenó a vivir aquí por siempre.

—¿No hay forma de escapar?

—No. Si pusiera un pie fuera de aquí, moriría. Solo si él muere podré volver a casa.

—Nos haremos cargo —dijo Ségnegas—. ¡Ahh! ¡Ohh!—Ségnegas cayó desmayado.

—Traedlo dentro —dijo Güendolin—. Si este chico acabará con Ernak, entonces os daré toda mi ayuda.

—¡Sí! —replicó Arfil, llevando a Ségnegas dentro de la choza. Una vez dentro, pusieron en un camastro.

—Escucha —dijo Güendolin—, para curar el toque de la muerte harán falta tres cosas: una flor de Aginaría.

—¿La flor del fuego? ¿Existe en verdad?

—Si, así es. Además, un poco del cáliz de Sigma, la planta para el té de los dioses, que solo lo hallaréis en el mundo del agua.

—¿Mundo del agua?

—Sí, hay una entrada mágica en el fondo del pantano que te llevará allá. Dile a Ótheron, dios de los océanos, que Güendolin te envía, si lo olvidáis, estarás en problemas. Toma, aquí tienes mi anillo para probar que yo te envío y esta nota.

—¿Cuál es el último ingrediente?

—Una uña de ulrogg.

—¡Qué! ¿Cómo esperas que le quite una uña?

—No lo sé, yo no iré, por eso te envió.

—Bien... todo sea por Ségnegas. ¿Qué debo hacer primero?

—Busca el cáliz de Sigma.

—Como digas. —Ambos salieron y el viejo le enseñó el sendero a Arfil. Se lanzó y luego de varios instantes en el oscuro pantano vio una luz en unas rocas, casi sin oxígeno, se precipitó a la luz, la atravesó y cayó en unas rocas, todo era normal, pero miró a miles de metros hacia arriba y casi se cae, estaba bajo el mar, pero no había agua a su alrededor. Caminó por las rocas hasta divisar un castillo en lo alto de un acantilado, luego miró hacia abajo y vio las murallas de una ciudad. Se dirigió hasta allá y al llegar a la entrada dos guardias cuidaban. Parecían humanos, pero sus piernas dejaban ver tras sus pantorrillas aletas y también tras sus antebrazos, por lo demás, eran totalmente humanos.

—¿Qué quieres, humano? —dijo uno de ellos apuntando con una espada.

—Ver a Ótheron —dijo Arfil.

—Un humano que quiere ver a Ótheron, y dime, ¿quién eres?

—Me llamo Arfil.

—Bueno, Arfil, no puedes entrar.

—Oye, debo hacerlo —Arfil se precipitó y el segundo guardia lo atacó, Arfil tomó su espada y comenzó a combatirlos, Arfil hábilmente y con el poder de aquellas armas sagradas los tuvo a su merced. Corrió por la ciudad y los habitantes al verlo se asustaron, llegaron más guardias y se formó todo un espectáculo, las tiendas eran destruidas. Finalmente, Arfil fue derrotado por un extraño guerrero que sobresalía de los demás por ser más fuerte.

—Estás vencido —dijo con la punta de su espada en la garganta de Arfil, que era sujetado por los guardias—. Ahora morirás, invasor.

—No soy un invasor.

—¡Silencio! Yo soy quien habla aquí.—Se disponía atravesar la garganta de Arfil cuando. —¡Alto! —Una voz femenina detuvo el destino de Arfil—. ¿Qué pasa aquí?

—¿Princesa Yhámel? —dijo el extraño.

—Lotus, ¿quién es ese hombre? ¿Y por qué ibas a matarlo?

—Es un invasor humano.

—¿Un humano has dicho?

—Así es.

—Dime, humano. ¿Cómo te llamas? —la bella joven de pelo rubio mostró cierto interés en Arfil.

—Princesa —dijo Lotus—, no creo que debas hablarle, déjemelo y le sacaré la verdad.

—¡Basta! —dijo la chica—. Contesta.

—Arfil. Me llamo Arfil.

—¿Y qué buscas en Yhamelia?

—Necesito ver a Ótheron.

—¿Qué quieres con mi padre?

—Podrías hacer que me suelten, me duelen los brazos.

—No estás en condiciones de exigir —dijo Lotus.

—Háganlo —dijo Yhámel.

—¿Pero princesa? —dijo Lotus—. Es peligroso y podría dañarte.

—No lo creo. Libérenlo.

—Ya oyeron —dijo Lotus furioso para sí.

—Así está mejor —dijo Arfil.

—¡Hablad! —dijo Yhámel.

—Está bien. Vine porque necesito el cáliz de Sigma, pues un amigo fue tocado por un guerrero negro.

—Está mintiendo —dijo Lotus.

—¡Basta, Lotus! Vamos al palacio.

—Como ordenes, princesa. ¡Guardias! —Montaron en un carruaje con la insignia de un tridente. Subieron por los acantilados hasta llegar al inmenso castillo. Una vez dentro, fueron al salón principal en donde el dios Ótheron estaba sentado en un trono plateado.

—Padre...

—Hija. ¿Quién es él? —dijo refiriéndose a Arfil.

—Es un mortal y busca el cáliz de Sigma para su amigo, que padece el toque de la muerte.

—¿Y cómo sabes que no miente?

—Lo sé.

—Señor —dijo Arfil—, Güendolin me envía.

—¿Güendolin? Sabes que puedo matarte por invasor y mentiroso.

—No miento, mi señor.

—Pruébalo

—Aquí tiene —sacando de un bolso el anillo.

—A ver —dijo Ótheron—. Ya veo, es un anillo, ¿y cómo sé que no lo mataste?

—Aquí tiene —enseñó la carta.

—Ya veo. Siendo así, déjame ofrecerte albergue.

—Mi señor, necesito el cáliz lo más pronto posible.

—Ten calma —dijo Yhámel—, el cáliz no se encuentra en el palacio.

—¿Y dónde está?

—En el jardín sagrado.

—Debo ir ahí.

—Solo los dioses del mar pueden ir ahí, por desgracia —dijo Ótheron.

—Padre —reclamó Yhámel con voz triste.

—Está bien —dijo Ótheron—. Pueden ir. Será lo mejor.

—Gracias, señor.

—De nada— dijo el dios de pelo claro y ojos verdes. Era alto y fuerte y vestía una túnica plateada. Tras el inmenso castillo, un jardín de rosas y corales daba un tono distinto al reino del mar, en donde la luz del salón casi no llegaba lo que hacía que el día se viera como un eterno atardecer y la noche llegaba muy pronto, pero este jardín siempre estaba iluminado por el brillo del tridente del rey Ótheron.

—Qué lugar tan impresionante —dijo Arfil fascinado por la belleza del lugar.

—¿Te gusta? —preguntó la princesa Yhámel.

—Sí, así es.

—¿Quisieras quedarte?

—La verdad, sí...

—¿Pero? —dijo la joven entristecida.

—... pero si no vuelvo, mi amigo morirá, y con él la única esperanza de detener a los dioses negros.

—Entiendo. Sabes, una vez, hace muchos años antes de que la cruzada de los dioses empezara y todos éramos amigos, mi familiar, la diosa Arcana, diosa de los enigmas, dijo que la princesa del mar se enamoraría de un mortal y él de ella, y luego los dos regirían el mar.

—¿Crees que ese mortal llegue algún día?

—No. Él ya está aquí.

—¿Qué?

—Escucha bien: esta princesa se ha enamorado de ti desde que te vio.

—Vaya... eso...

—¿No te gusto?

—No es eso.

—Y qué es entonces.

—Bueno, piénsalo. No pertenezco aquí, además, debo detener a los dioses negros.

—Cuando todo terminé puedes venir... —Ella se quedó esperando alguna palabra que alentar a su ferviente amor, pero Arfil sabía que no debía esperanzar a Yhámel, pues la palabra que iba a librar podría llevarle a las garras de la muerte; así mientras caminaban trató de cuidar el doloroso tema, doloroso, pues él se había enamorado de una diosa y no podía estar junto a tal hermosa flor.

—No has respondido —dijo la princesa del mar.

—Oye, ¿estamos cerca del cáliz?

—Sí —ella entendió y señaló con sus manos unas flores rojas con extraños trazos amarillentos. Arfil se acercó y tomó una de ellas y, al levantarse y voltear, vio a la bella Yhámel cabizbaja, pudo notar que lloraba, entonces se acercó a ella y levantó su rostro por la barbilla suavemente, al ver aquellos ojos miel llorando por él, sintió un tambor batirse su corazón, pensó toda su vida en un instante; una diosa lloraba por él, una diosa que lo amaba, al sentir aquello solo hubo algo que pudo decir.

—Sí —ella se sorprendió.

—¿Qué dices?

—Me gustas, Yhámel.

—Oh —ella sonrió mientras ella secó sus lágrimas y al fijarse su mirada mutuamente, él se precipitó en un caluroso beso y luego la estrechó en sus brazos y ahí, en el jardín sagrado... Un día fue la estancia de Arfil en el reino del mar. Al amanecer, luego de despedirse de Yhámel y del dios marino y del rey mar, Ótheron, el joven guerrero se marchó por la salida mágica y se encontró otra vez en el fondo del pantano, emergió hasta la superficie en donde Güendolin lo esperaba.

—Por fin llegáis —dijo el alquimista.

—Lo siento, es que conocí a una hermosa princesa —Arfil contó al viejo alquimista lo ocurrido con Yhámel.

 

—Estás loco —dijo Güendolin—, si el dios Ótheron lo sabe, te matará.

—No te preocupes, volveré por ella cuando todo termine. Bien, ¿dónde esta el segundo ingrediente?

—No hace falta —dijo Güendolin.

—¿Qué dices?

—No. Yo ya tenía la flor de Aginaría. Solo tienes que traerme la uña del ulrogg.

—Como digas.

—Lo harás en el ocaso que es el momento en el que los ulrogg duermen y vuelven a su forma humana. Si tomas un segundo de más, morirás, pues todos duermen juntos.

—Entiendo. Todo sea por Ségnegas.

Bosque de los Desaparecidos

El joven Arfil se adentró en el bosque de los desaparecidos; un fétido olor cubría todo el lugar. A cada paso se encontraba con piezas de cadáveres humanos y de otras criaturas. La hórrida niebla hacía brotar un frío espantoso, más frío aún que el de las montañas. Él se adentró más y más, mientras no había llegado el ocaso, pudo ver por fin el lugar en donde dormitaban los ulrogg. Varios de ellos estaban en las pajas.

—Vamos —se dijo a sí mismo en tono de darse ánimos—. Recuerda, la vida de Ségnegas está en juego.

El sol tocó por fin el cuerpo de los ulrogg y en ese momento Arfil pudo ver como sus cuerpos de bestias iban transfigurándose y tomaban forma humana. Todos estaban desnudos y los había machos y hembras. Arfil se infiltró entre ellos buscando la uña, tras unos segundos se acercó a una hembra y con la mayor cautela tomó una uña de sus manos. Empezó a retroceder despacio sin hacer ruido y sin haber notado también que húbose despertado a aquella a quien robó la uña. Fue cuando pasó lo increíble.

—¡Oye! —la voz prevenía de ella.

—¿Qué? —Arfil volteó y vió la ulrogg venir hacia él, sus ojos eran blancos y sus cabellos también.

—¿Quién eres? —preguntó ella.

—Soy Arfil. —Él no se había percatado de que el sol iba desmontando.

—¿Qué quieres con nosotros?

—Nada.

—¿Ah, no, y por qué estabas aquí? —a medida que el sol se ocultaba, ella iba tomando su aspecto bestial.

—Debo irme —dijo Arfil. La transformación estaba casi completa y ella seguía avanzando hacia Arfil.

—No saldrás vivo de aquí —los demás ulrogg despertaron y Arfil estaba rodeado y no podía sino esperar su muerte. Todos se habían transfigurado y con el último rayo de sol extinguido ellos tomarían lo que los hacía ulrogg en verdad, su instinto depredador, el cual los hacía perder la razón. Al escuchar esas palabras, Arfil quedó pasmado del miedo, sólo le quedaba pelear una batalla desigual y que en gran proporción de probabilidades lo llevaría a la muerte. ¿Qué haría entonces? Los ulrogg se lanzaron al ataque, se habían transformado ya por completo, Arfil hirió a algunos, pero ellos atacaron en manada y causaron daño al joven (no de muerte, aún), lo arrinconaron contra unas rocas, el momento de la muerte de Arfil había llegado, uno de ellos se lanzó sobre él. Sintió que algo le golpeó antes que el ulrogg, fue cuando todo se volvió negro.

—Arfil... —Empezó a sentir en sus oídos aquella voz que tan bien conocía, era, esa voz era de…—. ¡Ségnegas! —Arfil abrió sus ojos y se encontró acostado en la misma cama en donde dejó moribundo a su amigo.

—¿Cómo estás? —preguntó Ségnegas.

—Bien, ¿y tú cómo estás?

—Estoy bien gracias a ti y a Güendolin, que preparó la poción contra el toque de la muerte.

—¿La poción? Pero si yo fui atacado por los ulrogg, cómo es que sobreviví.

—Yo puedo explicarlo. —Al escuchar la voz, Arfil se incorporó para ver a aquel que ya había conocido.

—¿Aphelión? —quedó sorprendido al ver al dios de las bestias místicas—. ¿Tú me salvaste?

—Así es. De no ser por mí, estarías en uno de los infiernos gozando de la eterna atención de los dioses negros.

—Pero si soy una persona de buen obrar, ¿cómo he de ir al infierno?

—Te lo diré. Ir al infierno o al cielo no depende de ser bueno o malo, sino de cómo mueras. Si por ejemplo un ulrogg te mata, vas al infierno, pues el que te mató es una criatura del mal, si en cambio es un servidor del cielo el que te da la mencionada muerte, entonces vas al cielo, claro, si lo mereces.

—Veo que ambos están bien —comentó Güendolin desde el umbral.

—Así es —respondió Ségnegas.

—Pues bien —dijo el amo de la alquimia—, deben partir a Elsya y buscar allí al ángel de Merag, la ciudad de los ángeles en el cielo, solo él o ella posee la llave mágica de la entrada de Elysia.

—Bien —dijo Aphelión—, los sacaré del pantano. Vengan conmigo.

—¿Y cómo lo harás? —preguntó Arfil una vez fuera de la choza.

—Ya lo verás —contestó Aphelión. Mostró su Chi y fue increíble, una sombra gigantesca los cubrió, miraron hacia arriba y ahí estaba, un dragón dorado. Volaron sobre el bosque de los desaparecidos y pasaron varias aldeas y reinos. La travesía fue tan larga como emocionante. Finalmente, Arfil y Ségnegas fueron depositados en las afueras de la bella ciudad de Elsya, algunos decían que era uno de los reinos más bellos creados por el hombre, igualado solo por los jardines de Démischell, diosa del amor. Era gobernada por Sanathios, un viejo y sabio rey que siempre buscó la justicia e igualdad entre todos los habitantes del reino, así un herrero tenía la misma potestad que un jefe de ejército para reclamar. Nuestros amigos llegaron en la tarde y, como de costumbre, fueron hasta la taberna para tomar algo y conocer el lugar. Las personas de Elsya eran amistosas y hospitalarias. Nuestros héroes pagaron una habitación y fueron a descansar temprano.

—Dime algo —comentó Ségnegas a Arfil.

—¿Sí?

—¿Cómo es el reino del mar?

—Bueno, es... diferente. Las personas tienen agallas tras las orejas, pero eso no los hace feos. Es gobernado por el dios Ótheron y su hija, la princesa, es la chica más formidable...

Al día siguiente, luego de tomar algo de té, Ségnegas y Arfil atravesaron las calles de la ciudad y fueron al palacio real para pedir una audiencia con el rey. La petición fue acogida y el rey los recibió en el salón de audiencias.

—Así que sois los elegidos —comentó el rey a los chicos—. Bien —dijo el rey para sí—. Mi hija os acompañará al santuario del dios Sublord; él os dirá qué hacer. El rey hizo llamar a su hija, enseguida se presentó una joven de pelo negro, ojos del color de la noche, su boca rosa y notada y su piel blanquecina y sin una marca; vestía una túnica blanca hasta los pies, su pelo lánguido estaba adornado con un cinto, ellos salieron de regreso al palacio de Elysia. Una vez allá, en el palacio, los jóvenes se pusieron de acuerdo para partir en dos días.

Mientras, Ségnegas y Arfil aprovechaban para conocer más la ciudad, visitando todo bar y taberna, y aprovechando el hecho de ser invitados de honor del rey para no pagar nada; pero había algo diferente en Ségnegas, algo que solo su mejor amigo había notado. Estaban en la fuente central de la ciudad, un lugar digno de un Dios, como todo en la ciudad; fue cuando Arfil preguntó:

—¿Qué es?

—¿Um? ¿Qué es qué?

—Vamos, amigo, tú no eres así, dime qué es lo que te tiene preocupado.

—Bueno... es difícil para mí, esto nunca me había pasado.

—Solo dilo.

—Es... Cristal...

—¿Qué hay con ella?

—Bueno... desde que la vi. No he parado de pensar en ella, en su mirada...

—Estás enamorado.

—¿Qué? ¡Estás loco! No puede ser verdad.

—Según lo que acabas de decir, eso es cierto. Además, qué tiene de malo.

—No lo sé.

—¡Oh! Mira quién viene...

—¡Rayos! ¡Es ella! ¿Qué hago?

—Solo habla con ella, relájate. —Ella se acercó más, venía vestida de una suave túnica negra que bajo el sol mañanero hacía que se viera como una diosa; su pelo estaba suelto y con aquel cinto adornándola. Llegó a ellos con la más bella de las sonrisas, a lo que Ségnegas sonrió también de forma tan nerviosa que fue casi estúpida.

—Hola —dijo con esa lánguida voz.

—Hola, princesa —dijo Arfil.

—Hola —asintió Ségnegas.

—Oh, qué calor tengo —dijo Arfil—, creo que iré hasta el estanque, hasta luego.

—Hasta luego —dijo ella.

—Adiós —dijo Ségnegas observando el guiño que le hacía Arfil con los ojos, de repente recapacitó y se dio cuenta de la treta y pensó para sí: «Así que me dejas a solas con ella. ¿Qué haré?».

—Y bien —dijo la princesa—, ¿no vas a hablar?

—¿Ah? Eh, sí, sí. ¿De qué quieres hablar?

—De ti

—¿De mí?

—Sí. Cuéntame, cómo es tu reino.

—Bueno, no es algo así como un reino, más bien es una aldea con suerte.

—¿Por qué con suerte?

—Bueno, la ciudad de Bok está situada en el norte, en un lugar muy lluvioso, por lo que nuestros cultivos crecen rápido. Por otro lado, no perecemos ataques de bandidos ni de los dioses negros —Cristal parecía estar atenta a cada detalle de la vida de Ségnegas. Había un interés poco común—. Pero, tú cuéntame ahora.

—¿Sobre Elsya?

—No. Sobre ti.

—¿Qué quieres saber?

—Bueno, por qué no estás comprometida.

—¿Cómo sabes que no lo estoy?

—Porque no estarías hablando conmigo.

—Ja, ja, buena deducción... ¿Son así todos los boks?

—Así cómo.

—Sabios e inteligentes.

—Bueno, solo los que se relacionan con el sabio Ségnegas.

—Vaya, qué modesto.

—Sólo bromeo.

—Oye, ¿quieres ver un lugar maravilloso en verdad?

—Cualquier lugar sería maravilloso si tú estuvieras en él.

—¿Eso crees?

—Sí. Vamos a ese lugar.

—Ven, sígueme. —Se encaminaron hasta el palacio y atravesando el mismo, siguieron a través de un boulevard verde y joven que se iba extendiendo hasta una colina adornada de claveles y otras flores. Pero la impresión surgió al llegar al tope de la colina que empezaba entonces a declinar en una especie de valle poblado por malvas, edelweiss, orquídeas, violetas, etc., todo aquel cóctel de colores y perfumes llamaban a la memoria los más bellos idilios.

—¡Wao!... —dijo Ségnegas—. ¿Como llaman a este lugar?

—¿No adivinas?

—No.

—Lo llaman los jardines de Cristal.

—Vaya... un lugar de sueños para una belleza de fantasía… —Había miles de mariposas sobrevolando el lugar.

—Oye —dijo ella parada junto a él, que se hubo quedado paralizado por la majestuosidad del lugar. Al no ver reacción, Cristal lo empujó y él se cayó al suelo.

—¡Oye! —reaccionó él poniéndose de pie y echándose a correr tras de ella, ambos a risas. Ella cedió y se dejó caer al suelo, él llegó segundos después y se tiró a su lado, ambos contemplando el hermoso cielo, poblado de nubes que formaban toscas figuras—. Quisiera estar aquí por siempre. Este lugar me hace sentir que no hay guerras y que la humanidad podrá vivir en paz. ¿Nunca has sentido que perteneces a un lugar, a un sentimiento... a una persona?

—Creo que sí. ¿A quién sientes que perteneces?

—A... ti... —dijo él con voz suave y volteó hacia ella para quedar ligeramente acostado sobre ella, que se quedó fija en los ojos de Ségnegas; él lentamente se acercó a ella y sus labios se abrazaron en un beso cálido y dulce, ella se aferró a su espalda y el Chi de ambos se iba conjugando en una energía de color violeta que inundó los jardines de Cristal y llegó hasta el palacio de Elsya, hasta los dioses pudieron sentir la energía.

—¿Quién será el poseedor de tal energía? —se preguntaron los dioses del cielo en reunión. —¡El elegido! —dijo Angellore.

—¿El elegido? —dudó Syndel—. ¿Cómo podría? ¿Un humano no puede tener tal poder?

—Si Ségnegas tiene tal poder —dijo Ernak desde su trono infernal—, es necesario que muera antes que sea un problema...

3

LOS ZURUCKS

De regreso a los senderos de Elsya, Ségnegas y Cristal encontraban todo muy callado, siguieron más adentro para encontrarse con el horror de que hubo un ataque de no se sabe qué o quién. Había cadáveres por doquier y el suelo se hallaba teñido de sangre y su adorno era ahora cabezas mutiladas, cuerpos de niños...

—Por los dioses —lloraba Cristal—. ¿Quién puede ser tan cruel?

—Mi padre —se oyó una voz un tanto débil pero conocida por Ségnegas.

—¡Manthys! —exclamó al verle llegar hasta ellos con la mano derecha en el estómago y con la túnica arañada—. ¿Cómo pasó esto? ¿Por qué atacó este lugar?

—Mi padre, además de los demás dioses, se percató del Chi que emanaste hace algunas horas. Sintió que era una amenaza que un simple mortal tuviera tal energía, así que ordenó tu muerte y la de los que te ayuden. Traté de detener el ataque, pero vinieron también Visselya y un par de drulls enviados de refuerzo por Skyloss, fue demasiado para mí y para Arfil, a pesar de que Issis y Aphelión estaban aquí. Perdí la batalla.

 

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Cristal con sus bellos ojos empañados con lágrimas. «El rey está bien, Alfil está con él».

—Vamos al palacio —dijo Ségnegas.

—Sí, vamos, por favor. —El camino al palacio estaba no menos horroroso que la ciudad; lleno de guardias que se lamentaban por el efecto del toque de la muerte y otros tantos heridos eran socorridos por los que aún estaban vivos y en capacidad de ayudar.

—Por fin aparecen —exclamó Arfil a la llegada de Ségnegas y los demás—. ¿Se encuentran bien?

—Sí —contestó Ségnegas.

—¡Padre! —exclamó Cristal al ver a su padre.

—Hija mía, estás bien, gracias a los dioses que estabas fuera. —De repente hizo su aparición Angellore.

—¿Están todos bien?

—Sí —asintieron ellos.

—Ségnegas —dijo ella—, deben partir cuanto antes. Los dioses negros no se detendrán hasta que no acaben contigo.

—¿Qué hice yo?

—Sólo expulsaste un Chi tan poderoso como el de un dios, más grande que el de Arcana o Aphelión, que son los dos dioses con menor poder. Pero ellos son poderosos después de todo. Lo que te ha convertido en una amenaza. Así que debes irte ya. Manthys te alcanzará luego. Manthys, vamos, debes regenerarte.

—Sí, vamos.

—Hasta luego —dijo Angellore, y desaparecieron.

—Sí, vamos.

—Hasta luego —dijo Arfil—, ya la escucharon.

—Sí —asintió Ségnegas—. ¿Qué dice el mapa?

—Estamos en el cuadrante 5,4 y debemos viajar hasta el 7,4, hasta un extraño lugar en donde se abrirá la entrada mágica a la ciudad de Elysia.

—Manos a la obra —dijo Ségnegas. Luego de preparar los caballos y de reunir una pequeña bandada de unos diez o quince guardias, Ségnegas y Arfil esperaban a la princesa a la salida del castillo.

—Aquí estoy —dijo ella al llegar en compañía de su padre.

—Cristal... —tartamudeó Ségnegas al ver a la joven vestida de pescador de piel de dragón negro y botas plateadas, en la parte superior un camisón al estilo siglo XVIII. Tal atuendo la hacía ver un poco decidida, ruda y mostraba además su moldeado cuerpo.

—Que los dioses le guíen —dijo el rey al despedirlos y verlos montar galope.

Reino Zuruck

El reino Zuruck, un extraño lugar que se caracterizaba por el lenguaje de sus habitantes. Los zurucks eran una raza condenada a vivir en las cavernas por su extraña condición, ellos no resistían la luz y solo podían salir de las cavernas; su físico era el de una persona normal, solo que poseían colmillos más largos y ojos almendrados, de oscuras pupilas.

—¿Alguna vez viste uno? —preguntó Cristal a Arfil, que había estado contando sobre los zurucks.

—Sí, uno, estaba muy pequeño, pero lo recuerdo. Mi padre y yo íbamos a otra ciudad y una de esas cosas nos atacó queriendo vernos en su menú.

—¿Comen humanos? —preguntó ella.

—Comen no, beben la sangre de lo que sea.

—Vaya —intervino Ségnegas—, pensar que tenemos que atravesar su guarida.

—Aquí es, princesa —informó un guardia al llegar a la entrada a las cavernas.

—Bien —dijo Ségnegas—, cúbranse, tal vez logremos pasar desapercibidos. —El lugar parecía unas catacumbas, los restos de una civilización olvidada por el resto de la humanidad, sobreviviendo contra su voluntad alimentándose de otros seres vivos; ese fue el castigo del dios negro Therión. Se dice que los zurucks se negaron a ayudar a los dioses negros en sus cruzadas por destruir a los dioses del cielo, entonces Therión los condenó. Ségnegas y los otros avanzaban sin ser descubiertos cuando:

—Hay algo raro aquí —dijo uno de los desde una roca alta—. ¿No lo perciben?

—¿Qué es? —inquirió una desde la vasta expectación que se formó.

—Huelo... sangre —dijo por fin el primero.

—Sigan caminando —susurró Ségnegas.

—Sí, es sangre —asintió otro de ellos—. ¿Pero dónde?

—¡Ah! —dijo el primero señalando a Ségnegas y los demás.

—¡Corran! —gritó Arfil.

—¡Atrápenlos! —Se formó una especie de caza deportiva en la que el trofeo era la sangre fresca de Ségnegas y los demás. Una pelea a muerte. Ellos empezaron a avanzar en su contra, brincaban sobre el grupo, más de un guardia no tuvo suerte y fue víctima de los sedientos colmillos que se clavaban con tal ferocidad en el cuello de la presa, que largos chorros de sangre se escaparon por el aire bañando a todos los involucrados. Por su parte, Ségnegas y Arfil trataban de mantenerse con vida y proteger a Cristal, aunque después de todo, esta última mostró grandes habilidades de pelea.

—¡Debemos huir! —dijo Arfil a Ségnegas en medio del ruido de espadas blandiéndose contra los zurucks.

—¡Lo sé! ¡Tú y Cristal vayan por el túnel, yo los seguiré! —dijo él indicando la cueva que los llevaría hasta las afueras de aquel lugar.

—¡Entendido! —dijo Arfil. Él y Cristal y algunos guardias lograron escapar y otros se quedaron peleando con Ségnegas. Para mal de nuestros amigos, los zurucks seguían llegando en masa movidos por su hambre. Una vez fuera del reino zuruck, Arfil y Cristal esperaban impacientes.

—Debemos volver por él —dijo Cristal.

—No podemos —dijo Arfil—, eso sería desperdiciar el esfuerzo de Ségnegas y los otros.

—Pero... —dijo ella angustiada sentada en una roca; mientras, dentro de las cavernas:

—¡Señor, no resistiremos mucho tiempo! —dijo uno de los guardias.

—¡Lo sé! —exclamó Ségnegas—. ¡Hay que irnos! —Era obvio que tenían que escapar y debía ser pronto, el problema era cómo—. ¡Hay que ir moviéndonos hacia la cueva! —Empezaron a retroceder sin dejar de luchar, tratando de llegar hasta la salida.

—Así que eso es... —se dijo uno de los zurucks al descubrir el plan de Ségnegas—. ¡Bloqueen las salidas!

—¡Oh, no! —dijo Ségnegas—. Éste es el fin. —Fueron rodeados por la masa y aquel círculo de hórridas criaturas con sus rostros transfigurados en una especie de demonio con filosos colmillos que chorreaban su saliva blanquecina mezclada con un fétido olor a azufre y sus ojos clavaban aquel sanguinario mirar, sus orejas se tornaban puntiagudas; sus manos adornadas con largas uñas muy filosas; aquellas atrocidades rodeaban a Ségnegas y a los demás. Dos de ellos se lanzaron sobre Ségnegas.

—¡Aaahhh! —sus rugidos causaron un gran estruendo y ya faltaban simples pulgadas para que Ségnegas fuera envuelto en el manto de la muerte cuando:

—¡Aayyy! —los dos zurucks fueron desviados a golpes por una sombra, tan veloz fue el intromisor que solo se vio el celaje y los zurucks cayeron varios metros lejos de la escena. Todos quedaron sorprendidos.

—¿Quién lo hizo? —preguntó uno de los dañados.

—¡Yo lo hice, tonto! —exclamó la voz.

—¿Ah? —Todos quedaron casi mudos al ver a la chica de pie sobre una alta roca, era nada menos que:

—Angellore... —dijo Ségnegas al ver fijamente a la roca.

—Pagarás por esto —dijo uno de los dos zurucks—. ¡A ella! —cuatro de ellos más los dos iniciales. Angellore peleaba a una velocidad mucho mayor que la de su enemigo, le fue fácil vencerlos. Los seis zurucks cayeron al suelo, inmóviles y sin fuerzas para seguir—. Eso fue fácil —dijo ella para sí.

—¡Ataquen! —los zurucks se lanzaron en masa.

—Vaya, qué ilusos. Creen poder vencerme. ¡Vengan! —ellos se acercaban más y más—. ¡Mátenla!

—Ahora verán —dijo ella—. ¡Fuego de la muerte! —Al pronunciar esta frase, los atacantes empezaron a arder en llamas y sus cuerpos se transformaban en antorchas humanas que luego hacían explosión...

—¡Aaagghh! —se escuchaban las expresiones de dolor de los zurucks—. ¡Huyan! —fue lo último que dijeron los zurucks.

—Insolentes criaturas. Huyan mientras pueden.

—Vaya —intervino Ségnegas—, qué gran actuación; gracias por salvarnos.

—Por nada. Veo que sigues igual que hace trescientos años.

—¿Trescientos años? ¿A qué te refieres?

—Olvídalo... vamos, hay que continuar.

—Como tú digas, diosa de las flamas.

—Ja, ja, muy gracioso.

Una vez fuera de las cavernas de los zurucks, reunidos Ségnegas, Arfil, Cristal, Angellore y los demás, se debatía cuál de dos caminos sería el mejor para llegar hasta la entrada mágica de Elysia.

—Creo que debemos ir por el lago negro, pues es la vía más rápida —argumentó Arfil.

—¿No sería menos peligroso atravesar las colinas plateadas? —dijo Ségnegas.

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