Buch lesen: «Un loco y gordo amor»

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Grosse Folie

escrito por Raphaële Frier,

© Talents Hauts (FRANCE), 2017

I.S.B.N.: 978-956-12-3287-7

I.S.B.N. digital: 978-956-12-3548-9

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

Portada: por Juan Manuel Neira en base a imágenes de www.shuterstock.com

©2018 de la presente traducción por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

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El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Ella

-Todo el mundo tiene problemas.

Es lo que me repite mi mamá cuando me quejo. Obvio, hay gente que no tiene casa, no tiene papás, tiene una enfermedad grave e incurable… Todo el mundo tiene problemas.

El mío, mi atado, es una bola de grasa. Casi veinte kilos de carne de más, neumáticos alrededor de mi guata, un culo que rebalsa las sillas, troncos en lugar de piernas, dedos que parecen salchichas, carita de luna…

–¡Para nada! –me contradice mi mamá–. No rebalsas las sillas, tus manos son muy lindas, tus ojos son preciosos. En serio, no ves cómo eres realmente.

–Una ballena con patas, un elefante sin trompa o, no sé, cualquier animal cuyo peso haría echarse para atrás al más hambriento de los depredadores.

–¡Debes tener un espejo deforme delante!

–¡Y tú un pellejo de longaniza en lugar de párpados! No soy la única que encuentra que un cuerpo de esta envergadura no es humano, para tu información. Solo hay que ver cómo me miran en la calle…

–¡Qué exageración, no puedes evitar exagerar!

Probé con dietas. Incluso abusé de ellas. Hace años que juego al yoyó con mis kilos, pasando de la dieta a la orgía. Tres meses de ensaladas y galletas de arroz, después seis meses de berlines con crema, bebidas, papas fritas, chocolates, helados de tres bolas, completos, nuggets, hamburguesas… Jaque mate, todas las veces. Ya no creo en nutricionistas, doctores e inventores de nuevas recetas mágicas. Ya sé que nunca voy a ser flaca.

–Para –dice mi mamá–. Gorda no quiere decir fea. Yo te encuentro súper linda.

–Bacán. ¡Que alguien me dé unos lentes mágicos, porfa! ¡O déjenme ciega!

Daría todo por que me gustara mi cara rechoncha y todo lo demás, pero ¡en serio no me resulta! No me soporto. Peor todavía: me doy asco. Cuando veo pasar mi imagen en un espejo, una vitrina o cualquier superficie lisa, me llego a dar susto. Soy horrorosa, yo y mi cuerpo, y punto.

Ni mi mamá ni mi papá ven las cosas como yo. Su amor los engaña, no son objetivos. Quieren tanto que sea feliz, cueste lo que cueste, aunque sea obesa, aunque sea fea.

–¡No eres obesa! ¡No eres fea!

No sirve de nada que me lo repitan. No me voy a acostumbrar nunca a este cuerpo y sé que jamás voy a probar la felicidad. Entonces preferiría que mis viejos se quedaran piola.

¿Las consecuencias de mi deformidad?

–¡Pero hasta cuándo, no eres deforme!

–¡Déjame en paz!

Las consecuencias entonces… Mi clóset consiste en sacos de papas, pantalones elasticados y polerones XL. Mi andar, que definitivamente no puede ser calificado como ligero, mi vergüenza cuando paso entre las butacas del cine o cuando atravieso una multitud… Nunca tengo frío, siempre estoy abochornada, las axilas me mojan toda la ropa, mis perniles se frotan uno contra el otro, paso.

–Empieza por quererte a ti misma y vas a ver como los otros te quieren… –me repite mi papá.

¡Cuando las vacas vuelen! Es mucho más fácil querer los queques de chocolate, las lasañas con crema, las papas con kétchup, los jugos, las gomitas y los manís. Cuando pienso en estos diecisiete años, tan bien aprovechados, el lugar que ocupan, solo me dan ganas de una cosa: comer para olvidar y reforzar mi escudo de grasa.

Un verdadero círculo vicioso. Y sigo aguantando. Me psicoseo cuando me subo a una micro, por ejemplo. Si me siento, siempre me da miedo invadir el puesto de al lado y puedo oír lo que los otros piensan: “¡Cacha, menos mal no somos todos como ella o no cabríamos!”. Si me quedo de pie, me da miedo taponear toda la pasada. Tampoco sé dónde meterme cuando me voy a depilar. Tengo la sensación de que doy el doble de trabajo y que lo mínimo sería pagar el doble. Pienso que mientras me sacan los pelos, están sacando la cuenta de la tarifa por metro cuadrado de piel. Me da tanta vergüenza cuando entro a una tienda de ropa, angustiada por la idea de que no tengan mi talla. Y el kinesiólogo, siempre tengo la impresión de que se arremanga cuando llega mi turno. La panadera, sé que se mata de risa por dentro cuando me pasa mi pastelito. La otra vez, me hallé en un ascensor para máximo dos personas. Bueno, no pude evitar pensar que mi compañero de ascensor iba rezando todo el camino. Es como si el mundo entero estuviera en mi contra, de hecho. La silla de jardín podría ceder en cualquier momento, el travesaño de la cama partirse en dos… En la calle, cuando los cabros chicos se ríen, imagino que se están burlando de mí. Y los que se dan vuelta cuando paso deben odiar mis nalgas. Incluso si caminara al lado de un extraterrestre, pensaría que es mi trasero lo que todos miran.

En cuanto a los hombres… estoy segura, para ellos, yo no soy una mujer. En todo caso, no soy un objeto de seducción. Jamás. Les doy asco. La prueba, ninguno me hace ojitos, como mucho soy la amiga buena onda y voluminosa. Claramente, sé que soy una mujer en pleno funcionamiento. A pesar de mis formas exageradas, mi cuerpo arde tanto de placer como el de mis amigas durante las escenas de amor en el cine o cuando pienso en algún mino. Pero concretamente, espero siempre, con pocas expectativas, que un príncipe ciego me declare su amor, salvo que sea obeso, eso me obligaría a rechazar sus avances… Detesto mi reflejo en el espejo porque para mí todos los gordos son feos, con sus rollos feos, sus guatas feas, sus doble peras feas y todo lo demás feo… ¡Entonces mi príncipe azul no puede ser gordo! Además, de imaginar los regaloneos… ¡qué vergüenza!

–Pero Chloé, dices puras tonteras, vamos a tener que mandarte al psicólogo.

Sabía que iba a incomodar a mi mamá.

–¡Ves! No puedes ni imaginártelo, ¿ah? Te da asco…

–¡Para nada!

¡Pfff! Trata de pasar piola. Me enervo y prefiero detener aquí esta conversación imaginaria. Por supuesto, me persigue, se deshace en “¿por qué reaccionas siempre así?”, “¡conversemos!”, etcétera. Lo peor es que cree de verdad que soy capaz de encontrarme un pololo. No sé qué es lo que tiene delante de los ojos… Para ella, el problema está en mi mente.

–Por supuesto –le contesto muerta de risa–, ¡las calles están llenas de gordas acompañadas!

–¡Justamente! –sostiene ella.

Lo último que se pierde es la esperanza...

Él

¿Pero no tienes amigos o qué?

Es la frase favorita de mi papá.

–¿No puedes despegarte un poco de esa pantalla? ¿No te aburres de quedarte encerrado en tu pieza?

Yo me quedo callado. Hasta que se canse. No molesto a nadie, aquí, piola con mi música y mis videojuegos. No pido nada y no entiendo por qué no me pueden dejar en paz.

–¿No ves qué lindo está el día? ¡No te dan ganas de juntarte con gente, qué sé yo, ir al cine por lo menos!

No contesto, espero y vuelvo a mis ocupaciones en cuanto termina conmigo.

Mi mamá ya hizo su luto por el hijo ideal. El “popular”, el mino que se impone, deportista proactivo que huele a gel de ducha cuando se va al colegio. El que va a la disco y se pela sin hacerse preguntas. El hijo al que podría decirle:

–¡Esta noche no sales, te quedas aquí estudiando!

A mí me pregunta:

–Te vas a quedar estudiando por lo menos, espero.

Como ella no cree en el desarrollo de mi sociabilidad, puso todos sus huevos en el canasto de mi rendimiento escolar. Controla mi trabajo. Cada vuelta a clases desde segundo, no se queda esperando a que el colegio mande por mail el nombre de usuario y la clave para la hoja de vida online, lo pide directamente en inspectoría. Y después, todas las semanas, mira lo que hay en la agenda y exige revisar mis tareas.

No me gustan los gritos. Abro mis cuadernos y le recito las fórmulas para que me deje tranquilo.

Para mí, es mucho más fácil tener éxito en este ámbito que enfrentar los otros. Mis papás están todo el tiempo criticando mi pinta, mi pelo largo que se ve “desarreglado”, el olor a tabaco que se desprende de mis polerones y mi cuerpo, demasiado flaco e inerte y que podría domesticar con las pesas que mi hermano dejó en su pieza. Alegan por todo eso y no veo sus pechos inflarse de orgullo sino cuando encuentran la ocasión de hablar de mis resultados escolares a sus cercanos.

Saqué el mejor puntaje de la media, ¡con eso tienen! Van a poder explayarse sobre la U a la que voy a entrar y el futuro prometedor que me garantiza.

Y, por supuesto, ya empezaron a darle jugo a nuestros vecinos de departamento. Acabamos de llegar a Las Cigarras, el condominio de vacaciones del que mis papás de seguro son accionistas, ya que venimos desde que tengo diez años. En la Costa Azul, a unos treinta kilómetros de Marsella.

–Es ahora o nunca el momento para disfrutar –me hincha mi papá–. Tienes el mar, el sol, las actividades, el bar y gente de tu edad para pasarlo chancho antes de poner tu vida entre paréntesis por dos años.

Mi vida... hace rato siento que está entre paréntesis. Una temporada en este condominio no va a relanzarla. No me gusta carbonizarme al sol, no me hacen ni una gracia los cursos de salsa ni las veladas bailables. En cuanto a la juventud de por aquí, no tengo ni un poco de ganas de acercármeles, obvio. Y no creo que ellos tengan muchas ganas de juntarse conmigo...

Ella

Siempre es lo mismo. Todo el mundo espera el verano con impaciencia. Yo le tengo terror. Primero, por el calor, que este año está brígido. Y luego porque cada agosto, mis papás me hacen el show de “las dos semanitas en la playa”. Quince días enteros a la orilla del mar. Dos semanas de vacaciones forzadas, en el país de las tangas y los bikinis. Este año, arrendaron una cabaña en un condominio, como a treinta kilómetros de la casa. Claro, mi papá nos anotó en pensión completa, “¡porque no vamos a estar haciendo compras ni cocinando en estos quince días!”. Y ¡zaz!, todos nuestros ahorros del año en las tres comidas diarias, o sea casi ciento cincuenta comidas en estas dos semanas. Todas las noches, comemos en el restorán del condominio, rodeados de redes de pesca decoradas con crustáceos y estrellas de mar. Odio este lugar. Encuentro que los pescados disecados colgados en el muro son de pésimo gusto y comer en público me da terror. Los días en que el menú viene con papas fritas son una tortura, ¡como en el casino del colegio! El bistec con papas fritas, típico plato que mi instinto me ordena abalanzarme y engullir en dos segundos si no me contengo. Pero soy civilizada, no ignoro que todas las miradas están sobre mí y mi tenedor. “Cacha la guatona, te apuesto a que se atora”. Eso es lo que comentan a mis espaldas cuando cruzo la sala, estoy segura. ¡Entonces, no! Ni la sombra de una papa frita en mi plato, ni papas salteadas ni doradas, ¡solo ensalada y váyanse a la cresta! Las hojas de lechuga flotan como nubes. Un plato vacío, eso es lo que me espera. Con una manzana de postre. La fruta por lo menos tiene azúcar, ¡pero le falta tanta crema!

Absorta en las papas fritas y los postres de crema y chocolate que tengo al frente, mastico mi ensalada como una vaca enorme, desesperadamente dejada de lado, definitivamente aparte.

Obvio, mi dieta dura mientras haya público. Solo minutos después de mi huelga de papas en el restorán, recupero mis dominios en el departamento al son de “¡ábrete sésamo!” delante de la despensa y el refrigerador. ¡Al ataque! Miel de lavanda, mantequilla, gomitas, una botella de limonada, donas rellenas… Hoy es el día perfecto: sin testigos, mi mamá está en la playa, mi papá jugando a la petanca. Por fin puedo atiborrarme, mis dedos febriles en el paquete de papas o afanados untando unas tostadas. Revivo, durante los momentos de bajón, atenta al alivio de mi estómago, mi boca agradeciendo al cielo y todo mi ser flotando en un nirvana. Me tomo mi tiempo, el necesario para engullir los víveres que prometen mantener mi volumen.

Y después, como siempre, cuando la saciedad llega por fin, constato los estragos en el reguero de envoltorios desparramados a mi alrededor. Me siento en calma pero vencida y veo a Bobo, mi perra, que me acompaña desde que entré por la puerta, pero a la que no había pescado, demasiado absorta en mi asalto alimentario.

–¡Bobo, estás aquí, por supuesto! ¡Vamos a salir, no te preocupes! –le prometo.

¡El solo hecho de pararme de la silla en ese momento no tiene nada de fácil! Mi centro de gravedad busca el equilibrio mientras mi estómago se balancea peligrosamente.

Después, es necesario guardar todo impecablemente. Hacer desaparecer los envoltorios vacíos del departamento. No dejar rastros, yo no fui, no hice nada, ni siquiera lo probé…

Voy a pasear a la perra, para pensar en otra cosa.

–Vamos, Bobo, vamos a pasear.

Aprovecho para tirar en el basurero de abajo todos los paquetes vacíos mientras Bobo descarga bajo el primer arbolito. Como siempre, tengo mucho miedo de que alguien nos vea. Se admiten perros en el condominio, siempre y cuando sean pequeños y sus dueños recojan sus necesidades. Tengo la costumbre de padecer las miradas ajenas y claramente la pesca del mojón no arregla nada. Trato de hacerlo discretamente, pero siempre hay un mirón en su ventana o un pasante que sale de la nada al último minuto. Por supuesto, hoy no es la excepción. En el momento en que me agacho para llenar mi bolsa plástica, un paseante cae del cielo. Inmediatamente, me veo a mí misma deshacerme en excusas, a pesar de que no estoy haciendo nada malo. Soy lo suficientemente tonta para poner una sonrisa estúpida que significa “¡perdón, lo siento, perdón!”. De vuelta recibo sin sorpresa una mueca que no deja lugar a dudas: “¡Puaj, asqueroso!”. Pero no engancho. Sé que debo aceptarla. Es el precio que tengo que pagar por una compañera fiel. Bobo es una verdadera amiga, quizá la única que me mira con normalidad. En sus ojos no veo molestia, me toma como soy y, de hecho, le da lo mismo mi apariencia. Para ella lo que cuenta es que le llene su plato, que le hable mientras acaricio su cabeza y que la saque a pasear todos los días. El resto, el contorno de mi pecho y de mi cadera, no tiene importancia. No hay nadie con quien me sienta así de tranquila. Sin juicio, sin vergüenza.

–¡Ven aquí, Bobo! ¡Qué buena perrita, sí, qué buena perrita!

De hecho, de vacaciones o no, cuando salgo a pasear, por lo general es con Bobo. Fuera de la fatídica secuencia de la recogida de mojones, me siento menos apestosa en su compañía. Me da un rol. Con la correa de mi perra en la mano, mi cuerpo ya no está solo frente a las miradas en la calle. Pueden mirar a Bobo, no están obligados a detenerse en mí.

A la vez, no soy tonta, sé lo que dice la gente. Encuentro hasta deprimente cómo mi apego a Bobo los conmueve: “¡Pobrecita, está tan sola, menos mal tiene a su perro!”. Y lo peor de todo es que no se equivocan. En el colegio solo me junto con Charlotte y Dounia, las conozco desde la básica. Son las únicas que osan acercárseme, a menos que sea yo la que prefiera quedarse al margen por miedo a que me suban al columpio.

La gente siempre se junta en grupo y me siento incapaz de mezclarme con ellos, los otros, los que no saben quién soy, las que hablan fuerte haciendo grandes gestos, compartiendo ataques de risa, del brazo de los minos… Estoy feliz de tener a Dounia y Charlotte, me sacuden un poco mi soledad, y eso es muy valioso. Pero a veces preferiría no escuchar sus dramas del corazón y darles consejos completamente ilegítimos por mi total falta de experiencia. A veces me hago la cansada para escapar de sus confidencias. Les dije que tenía una enfermedad, de hecho. Mi obesidad viene de esa maldita enfermedad… Ya sé, qué fácil, pero podría ser cierto, así me dejan en paz cuando quiero estar sola.

–A veces, me dan las crisis –les digo–. Nunca sé cuándo va a venir. Pero cuando me da…

Y dejo flotando la duda. ¿Qué es lo que pasa cuando le da?

–¡Cuenta! ¿Qué pasa cuando te da?

–No tengo muchas ganas de hablar de eso. Es difícil. En resumen, me pongo mal, muy mal.

Dejo que cada una se imagine lo que quiera. ¿Acaso vomita? ¿Grita o cae desmayada?

Mis únicas crisis se llaman bulimia, caigo en las tortas y los berlines con crema...

Él

De lejos, no la había notado realmente. No la encontré terrible, para ser honesto, al avanzar entre la fila de butacas. Solo caché que era más bien gorda. Era la noche de cine al aire libre. Estaban dando una película vieja de la época de mis papás: Billy Elliot. Me encantó la historia de este cabro que lleva su pasión al límite. Y bueno, estaba al lado esta mina.

–¡Ay perdón! –me dijo cuando me senté.

Fue raro. No entendí por qué me pidió perdón. Tuve la impresión de que ella misma no lo sabía muy bien y que se sintió tonta de haberlo dicho. Intrigado, no pude evitar observarla cuando la película empezó. Me las arreglé para no girar la cabeza, solo los ojos; no quería que se diera cuenta de mi jueguito. Ahí caché que era linda, de hecho. Toda carne, redonda y blanca, como una piedra pulida por el mar. Pelo negro y semilargo, ojos traviesos, una boca muy tierna que parece siempre estar sonriendo, una boca muy golosa. Cada cierto rato, se acomodaba un mechón detrás de la oreja. Me dieron ganas de respirar profundamente para sentir al vuelo el perfume que se desprendía de sus movimientos. Porque olía bien, además. Era tan extraño. Pensaba: “¿Qué estás haciendo? Igual es gorda…”. Pero estaba subyugado. Nuestras butacas estaban unidas y mi brazo a veces tocaba el suyo. Entonces sentía un estremecimiento en el fondo de mí, para nada incómodo, un estremecimiento que me hacía sentir bien. Me sorprendí acercando mi hombro al suyo para ayudar al contacto de nuestros cuerpos, como quien no quiere la cosa, obvio. La vi reírse cuando yo tenía ganas de reírme, y llorar cuando yo me estaba aguantando. Me conmovió, una locura todo lo que me conmovió durante la función.

Desde ese día quedé flechado. Solo pienso en ella. La seguí hasta la playa ayer, para saber más. Me obsesioné con mi jueguito, me encanta mirarla de lejos. Porque, no sé, creo que tiene algo en común conmigo. El secreto, el desfase, me parece que los conoce, igual que yo. Es alguien que está aparte, y siento que, por una vez, quizá tenga las agallas de acercarme a una mina. La cosa es que no es muy fácil de pillar. Casi no sale en todo el día, salvo para ir a almorzar con su familia y para ir a la playa en la tarde. Y no puedo abordarla delante de todos. Si mi hermano estuviera en mi lugar, no lo pensaría durante eones, encerrado en su sucucho. Se plantaría delante del primer espejo para arreglarse la ropa y el pelo y, satisfecho, iría derecho al abordaje con las palabras listas, se las sabe por libro. En fin, no con ella. Lo conozco, jamás se comería a esta mina.

Cuando lo pienso, me pregunto cómo es posible que seamos hermanos... Me engancho de LA mina que le daría alergia y no soporto los espejos. En cuanto a mi método, no tiene nada que ver con el suyo: después de pasar la mañana entera escuchando buena música pensando en ella, salí a comer con mis viejos. Caminando sobre el murito estrecho que bordea el restorán, me prometí a mí mismo: “Si pierdes el equilibrio, la llamas por teléfono después de almuerzo”.

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