El jardín de los delirios

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La idea es demasiado general y quizá solo llegue a escandalizar a los espiritualistas. Una boutade que a Žižek y a sus acólitos les puede sonar políticamente útil, pero que probablemente no sirve para mucho. A los naturalistas no tan naturalistas, también les puede parecer una actitud contra natura, pero da igual. Da igual quién se escandalice, las grandes empresas pueden estar convencidas de que sus frutos son mejoras de los productos naturales, de que la naturaleza es defectuosa (lo cual es totalmente cierto) y de que la humanidad puede mejorarla un montón. Cuando Žižek proclama que debemos modificar la naturaleza sin reservas, sin sentimiento de culpabilidad, sin ningún respeto, que debemos “violarla”, puede que algún ecologista beato se lleve las manos a la cabeza, pero poco más.139

La izquierda radical no es el único bando que compara la ecología con la religión. Algunos defensores del capitalismo liberal también lo hacen, los muy astutos de ellos. Para estos señores tan ilustrados y optimistas, por ejemplo el conocido Guy Sorman, la ecología es peligrosa porque “los verdes son sacerdotes de una nueva religión que coloca la naturaleza por encima de la humanidad”.140 Algo que suena muy bien y que, dicho así, resulta muy parecido a lo que dice parte de la propia izquierda, solo que Sorman y otros liberales como él añaden algo a esa afirmación. Dicen que la ecología es una religión violenta y anticientífica. No hay que confundir la ciencia del clima, que por lo visto es toda racionalidad, con el “climatismo”, una actitud irracional obsesionada con la inminencia de grandes desastres. Como afirma Sorman (2017),

el climatismo es una postura que agrupa a todos los que la comparten en el bando de los ángeles contra el Mal, que es el dióxido de carbono que emiten las centrales de carbón y los automóviles. El climatismo es una de las capillas más frecuentadas en el nuevo culto milenarista de la Naturaleza, cuyos sumos sacerdotes se denominan ‘ecologistas’. Esta mística otorga a los que se identifican con ella una nueva autoridad política y moral, y estos, a medida que los estados demuestran su relativa inutilidad económica, se ven reforzados al afirmar que nos protegen contra el cambio climático. Y eso es absurdo, porque el clima, por definición, es lo que cambia.

Pero, cuidado, no me hagan decir lo que no digo: el climatismo como religión es distinto de la ciencia del clima. Esta ciencia, que es muy reciente, se basa en la observación, en hipótesis prudentes y en modelos teóricos que siempre se pueden revisar a medida que mejoran los conocimientos. De esta ciencia, que no es exacta, sino pragmática, se desprende que el clima tiende a calentarse lentamente, lo que ha sucedido varias veces a lo largo de la larga historia de nuestro planeta; se desprende también que el dióxido de carbono, así como el metano, dos gases relacionados (en parte) con la actividad humana, contribuyen a ese calentamiento. Los esfuerzos para controlar estos gases de efecto invernadero quizá podrían frenar un poco el calentamiento y las perturbaciones derivadas de él. En cualquier caso, no pasaría nada por intentarlo, siempre que no se impidiese el desarrollo económico; ese desarrollo, al dotarnos de futuras técnicas de producción que consumen menos energía, sigue siendo la mejor defensa contra el cambio climático.

Lo gracioso no es que Sorman y su gente se postulen como razonables administradores, como gerentes sociales que no caen presa del alarmismo, como gestores racionales de problemas magnificados por el anticapitalismo de los ecologistas. Al declarar que la situación es seria, pero que podría enmendarse gracias a decisiones razonadas de expertos, logran que la crisis global se perciba como si fuera una avería de un gran electrodoméstico. Pensar que todo es un problema técnico tranquiliza la conciencia y pospone debates más desagradables y tensos, como el debate político sobre la clase de sociedad en la que querríamos vivir. Pero lo más irónico de todo no es solo que estos señores se presenten como el sentido común frente a la izquierda, sino que también marcan distancias con la derecha antiecologista y populista. Las intenciones de Trump –dice también Sorman– son legítimas, pero la manera de hacerlo es especialmente torpe (ibíd.). El presidente estadounidense “no sabe distinguir básicamente entre lo que, en el climatismo, está relacionado con la ideología y lo que está relacionado con la ciencia. Al mezclar las dos, debilita su propia postura que, en sí, sería perfectamente aceptable”.141 Curioso argumento, porque Trump quizá distingue perfectamente las dos cosas, la religión de la ciencia, pero le dan exactamente igual las dos. Se ríe de los ecologistas alarmistas y de los científicos racionales.142 Pero el asunto alarmante no es Trump –porque no puede dar ninguna sorpresa, es previsible, y como dice Sorman les es útil a los propios liberales–, sino el doble juego de los liberales. Su ecologismo –como dijo Neil Smith (2015: 160)– no ha sido capaz de contrarrestar el desastre, más bien se diría que ha acabado siendo absorbido por el rentable negocio ecológico que ha inventado el capitalismo que intentó regular en vano.

Sorman esquiva un asunto que sí se plantean algunos ecologistas y bastantes científicos: los expertos no saben tanto como se cree y a veces comunican sus conclusiones con cautela y parsimonia. Sin embargo, la clase política no puede funcionar con tantas reservas, necesita información que se pueda vender como una verdad incuestionable. Tampoco le resulta cómodo que haya muchas y muy distintas opiniones expertas, y menos aún que algunas se contradigan entre sí.143 Necesitan que algunas opiniones pasen casi por incuestionables, y no solo por más o menos fiables, para que así resulten más rentables política y económicamente (Žižek, 2012: 77). Si la predicción experta que manejan se desmiente, siempre pueden volver a decir que la ciencia no es infalible, que todo es revisable. Dicho de otro modo: los liberales manejan la imagen de la ciencia como mejor les conviene, como fuente última de autoridad, pero también como ejemplo de falibilidad.144

Los propios científicos pueden tener una imagen mucho menos idealizada del consenso y del uso público de la razón. Pueden hacerse preguntas básicas que curiosamente no se les deja formular en público como expertos en ecología. Por ejemplo: ¿qué forma de vida podemos llevar?, ¿qué clase de sociedad queremos diseñar? Esto resulta verdaderamente curioso. ¿Por qué se supone que este tipo de preguntas y otras parecidas exceden sus competencias como expertos? ¿No sería justamente lo contrario, no son exactamente esas preguntas las que se deberían hacer si está en juego algo tan importante como la supervivencia de la vida en el planeta?

Para Sorman, los problemas […] se prestan a simples soluciones técnicas [pero asumir] los problemas ecológicos exige elegir y tomar decisiones –qué producir, qué consumir, de qué tipo de energía depender–, algo que en última instancia tiene que ver con la forma de vida misma de la gente; en cuanto tales no son problemas técnicos, sino que son eminentemente políticos, en el sentido radical porque demandan decisiones sociales fundamentales (Žižek, 2012: 71).

Dicho de esta forma puede sonar poco científico, pero hay científicos que lo ven justamente así.145 El lema de Žižek de que es posible una ecología sin la naturaleza (o más exactamente, que la ecología solo es posible sin ella) es mucho menos interesante que algunas observaciones menos grandilocuentes que hace sobre los nuevos desastres naturales y sobre las relaciones entre mercado y naturaleza. En 2010 una serie de desastres (el vertido de petróleo en el Golfo de México, las inundaciones en Pakistán, los incendios en Moscú, la erupción volcánica en Islandia, las riadas de lodo en China…) le lleva a una conclusión que muchos ecologistas tenían ya clara, a saber: la inextricable fusión de la reproducción natural con la producción humana, la mezcla inextricable de lo natural y lo social, del cataclismo natural y el accidente técnico. Los desastres pueden ser tratados en los medios de comunicación alternativamente como catástrofes ecológicas y como desastres económicos (industrial y turístico) porque son una mezcla de “procesos naturales y sociales”; o sea, aunque el espectácu­lo de un desastre parezca una perturbación de la naturaleza, “las causas sociales rondan en las cercanías”, siempre son consecuencia de la perturbación humana: “Aun cuando una catástrofe parezca un evento puramente natural, su impacto es condicionado por los procesos sociales –un terremoto no es el mismo en un desierto, en una caótica megalópolis del Tercer Mundo o en una sociedad altamente desarrollada y organizada–” (2012: 68). Esto es algo que muchos habitantes de países con gobiernos y empresas corruptos tienen muy claro desde hace tiempo. Las casas se construyen con materiales más baratos que los reglamentarios y no se respetan las medidas oficiales de seguridad. Un terremoto es más letal en zonas donde ha habido especulación inmobiliaria, así que al desastre social que ya supone la propia especulación hay que sumar los agravantes que añaden los desastres naturales. También una recalificación irregular de terreno o una deforestación descontrolada pueden convertir una riada por lluvias en un lodazal mortal para miles de personas. Žižek va más allá y sugiere que la construcción de la descomunal presa de las Tres Gargantas y la aparición de grandes lagos artificiales que presionaron demasiado en la superficie no fueron unos agravantes, sino las causas del terremoto de China, pero hay otras explicaciones del desastre que relacionan la obra humana y la de la naturaleza de manera diferente.

Esta discusión nos llevaría demasiado lejos, porque el problema es que todo se quiere reducir a una cuestión técnica, cuando no puede ser más que una cuestión política. Žižek recuerda el caso del vertido en el Golfo: mientras los medios de comunicación creaban un espectáculo con las imágenes del desastre, los gerentes de las empresas petrolíferas daban el espectáculo con sus acusaciones cruzadas o pasando la patata caliente a los subcontratistas. Lo que hacía ridículo este show –dice Žižek (2012: 69)– no era solo el juego indigno de culparse el uno al otro, sino la idea de que el problema se resolvería buscando a los culpables (grandes compañías), haciéndoles pagar el costo total del daño que causaron; lo que era realmente ridículo era la idea de que una compañía privada, no importa cuán rica, pudiera pagar los daños de una grave catástrofe que, en sus efectos, va más allá de la población de Estados Unidos y que potencialmente hace añicos los fundamentos mismos de nuestra forma de vida.

 

La cuestión última no es si la culpable fue bp, Transocean o Halliburton. Había que determinar qué empresa era la responsable y quién se tenía que hacer cargo de las compensaciones, claro, pero lo más grave era cómo cambiar la situación para que las empresas no volvieran a estar en posición de causar daños. Ese era el verdadero problema: la falta de voluntad política para hacer algo más que castigar a los culpables. Una vez encontrado un culpable, las empresas pueden seguir haciendo de las suyas mientras el Estado puede preservar su imagen de protector del bien común (mientras sigue actuando, cínicamente, en connivencia con algunas empresas, claro). Aunque una empresa deba ser castigada lo más severamente posible –dirá Žižek (2012: 71)–, no hace falta ser un experto para saber que el verdadero culpable es el estilo de vida que “nos empuja a una producción de petróleo que se desentiende de consideraciones ambientales”. Pero las “responsabilidades ecológicas y sociales” no son un elemento nuevo del juego político y económico, ni se pueden separar de una mentalidad ecológica liberal que se desarrolló desde los noventa, cuando empresarios como Paul Hawken pusieron en circulación la idea de que en el fondo seríamos más ricos si fuésemos más ecológicos, de que la prosperidad no está reñida con el cuidado del medioambiente, sino al contrario. ¿Por qué a algunos nos sonaba mal esta idea, mientras que a muchos socialdemócratas y liberales les sonaba a música celestial? Ironías de la vida, yo oí hablar de Hawken por primera vez porque leía ciencia ficción y me enteré de que había escrito La magia de los jardines de Findhorn (1975), la historia de la comunidad de caravanas en un terreno yermo en la costa oeste de Escocia que se convirtió en un vergel porque una señora se comunicaba con las plantas, que le explicaban cómo prosperar. Este texto se leyó en los años ochenta, cuando el espíritu de la New Age lo llenaba todo, y fascinó a los ecologistas espiritualistas, pero nos dejó fríos a los que estábamos acostumbrados a relatos de fantasía y ciencia ficción. Lo que sabía es que Hawken estaba metido en negocios de alimentación biológica con Erewhon, y que era el autor del manual más leído en las escuelas de negocios ambientales, La ecología del comercio. Una declaración de sostenibilidad.146 Puso en circulación maravillosos conceptos como el de “capital natural” y el de “servicios ecosistémicos” con los que se llenaban la boca muchos estudiantes de negocios de algunas universidades que visité.147 Lo que más me llamó la atención de todo aquello no eran las ideas técnicas, sino el estilo con que se hacía todo: por lo visto –se oía decir–, la conciencia ecológica trascendía las fronteras y el movimiento a favor de la sostenibilidad era el primer movimiento humano que no estaba movido por ideologías. Al oír esas cosas algunos nos quedábamos callados, porque no era ninguna sorpresa. Habíamos visto antes cosas parecidas y sabíamos que cuando alguien dice moverse por algo apolítico está siendo más político que ningún otro. Entendimos, de repente, cómo el nuevo mercado disimulaba con “corrección ecológica” su nueva fase de expansión.

Resulta que dejar de expoliar indiscriminadamente la Tierra no es un valor en sí mismo, sino un medio para poder seguir progresando, y para lograrlo existe una fórmula aparentemente justa: añadir a los costes de producción de la mercancía los costes de un capital natural que consiste en la acumulación de bienes producidos por la naturaleza durante miles de millones de años: agua, minerales, aire, bosques, océanos… En otros términos: una forma de hacernos conscientes del valor de la naturaleza es definirlo como parte del valor acumulado, como valor económico, de tal forma que podríamos asignarle un precio a un servicio natural como la producción mundial de oxígeno.148 Pero ¿qué es y cómo se determina el precio de capital natural, y cómo se relaciona con la especulación financiera? Buena pregunta.

Lo absurdo de las conversaciones sobre el capitalismo natural es que parecían versar sobre algo novedoso cuando en realidad la idea de convertir la ecología en un terreno de inversión y competencia ya tenía su historia. En los mismos años que los seguidores de Hawken vendían sus eslóganes, los geógrafos llegaban a conclusiones sobre el asunto que le quitaban a uno el sueño. Yo no era ningún experto, pero lo poco que entendí me parecía, y aún me sigue pareciendo, más interesante para entender el futuro de la ecología política que los aspavientos y eslóganes provocadores de Žižek contra la madre naturaleza.149 Cuando vuelvo a leer Uneven Development de Neil Smith (1984) y lo comparo con trabajos suyos posteriores como “La naturaleza como estrategia de acumulación” (Smith, 2015), escrito en 2007, me queda claro lo absurdo que es preguntarse si tenemos razones para mantener la esperanza o si deberíamos dejarnos llevar por la desesperación. Seguramente da igual lo que creamos y sintamos, en comparación con lo que aún nos queda por admitir, a saber: que las grandes luchas de los ecologistas (contra los cultivos transgénicos, la destrucción de grandes bosques, el calentamiento global…) resultan limitadas e insuficientes si no se conectan con una lucha más general contra la lógica general de mercantilización de la naturaleza. Como dice Smith, “es poco probable que generen un cuestionamiento político exitoso per se de la producción estratégica de naturaleza” (Smith, 2015: 260). Por vitales que sean todas ellas…

igual de vital es tener una visión a largo plazo en lo que respecta a las relaciones sociales constitutivas. Dicho sin rodeos, si la producción de la naturaleza es una realidad histórica, ¿qué forma podría adoptar una producción verdaderamente democrática de la naturaleza? La oportunidad está ahí […] mirando hacia delan­te más que hacia atrás y pensando cómo debería cambiar la naturaleza. Y pensando qué tipo de poder social se necesita para democratizar esa producción de la naturaleza (pp. 229-263).

Para algunos, decir esto no tiene nada que ver con actitudes, ni con posturas generales como el optimismo y el pesimismo. Mirar hacia delante no tiene nada que ver con creer en el progreso (ni en el retroceso). Y mirar hacia atrás no tiene que ver con la nostalgia, o la huida, sino con el conocimiento más profundo de la historia reciente. La idea de Smith puede resultar abstracta, pero es bastante sencilla si se tiene en cuenta el ciclo económico al que me refería antes, cuando en los ochenta se empiezan a desarrollar mercados nuevos “en torno a ‘bienes’ y (especialmente) ‘males’ ecológicos”. Fue en aquellos años cuando hasta los más despistados presentimos cómo funcionaba el “capitalismo verde”, solo que gracias a Smith conseguíamos entender mejor algunos detalles. Las medidas ecológicas no eran una estrategia de atenuación del impacto nocivo de la industria, ni un parche para ganar tiempo y hacerla sostenible –dice Smith. Eran algo mucho más grande y poderoso: mientras que la explotación tradicional de la naturaleza se basaba en el acopio

de valores de uso para ser utilizados como materias primas para la producción capitalista (madera para mesas, petróleo para energía, mineral de hierro para acero, cereales para pan), esta nueva generación de mercancías ecológicas es diferente. Si se convierten o no en materia prima para una ulterior manufacturación es accesorio a su producción (p. 231).

Para entender esto basta con tener en cuenta los ejemplos de “mercados ecológicos” que Smith y otros analistas tenían presentes, sobre todo los de “cuotas”.150 Para empezar, las cuotas de contaminación que circularon en los años setenta, pero sobre todo en los ochenta, cuando crece el negocio bancario del canje de deuda “a cambio de naturaleza”, un asunto en el que también se ven envueltos el fmi, el Banco Mundial, gobiernos con deudas e incluso el sector de las ong. Por ejemplo, si un país (casi siempre del hemisferio sur) se comprometía a preservar áreas de la naturaleza, suelo natural, parte de su deuda soberana podía ser condonada. Sin embargo, la capitalización de la naturaleza fue mucho más lejos cuando países como Estados Unidos empezaron a aprobar leyes en los noventa, por ejemplo la del Aire Limpio de 1990, gracias a las cuales se suponía que se ralentizaría el calentamiento global. El negocio de reducción de carbono, dióxido de sulfuro, óxido nitroso y otros gases contaminantes funcionaba igual: se recompensaba a los propietarios de bosques en países tropicales pobres para que no los talaran, pero luego los mayores contaminantes situados en las principales zonas industriales del mundo compraban cuotas que les permitía seguir contaminando. De hecho, las empresas que reducían sus emisiones más de lo que exigían las legislaciones (locales, nacionales o internacionales como los acuerdos de Kioto), ganaban cuotas que podían vender en el mercado a productores que no habían alcanzado los requisitos de reducción de emisiones (p. 234).

Otras leyes federales en Estados Unidos de 1995 también forman parte –según Smith– de esta nueva lógica de recapitalización de la naturaleza, sobre todo las referidas a la preservación de humedales, según las cuales una empresa podía ayudar a restaurar, mejorar y preservar humedales como compensación por las pérdidas de humedales que acarreaba su propia intervención; o sea –y aquí viene lo bueno–, la compensación no necesitaba realizarse en el mismo lugar donde tenía lugar la intervención. Como explica Smith (basándose en estudios sobre la neoliberalización de servicios ecosistémicos de George Robertson), un promotor inmobiliario que quisiera urbanizar un área de humedal podía cumplir con las regulaciones y restricciones conservacionistas comprando a otras agencias urbanizadoras cuotas de conservación por una cantidad equivalente de humedales, o a empresas ya especializadas que hacían negocio directo restaurando humedales degradados.

Para Smith y otros estudiosos ahí estaba lo alarmante: los mercados de crédito y de valores siempre habían influido en la regulación de la extracción de materia prima del planeta, pero este modo de mercantilización añadía una dimensión nueva. En estos casos la mercancía producida es el propio producto natural restaurado o preservado (un bosque, un humedal) y su valor reside justamente “en el hecho de que no puede ser consumido productivamente”. De esta forma se genera, además, una nueva demanda económica que antes no existía: más zonas naturales restaurables. La plusvalía se obtiene tanto de la acción de destrucción previa de una zona natural (que de repente, adquiere valor de cambio) como de la propia acción de restauración. Eso explica que las cuotas de zonas naturales –dice Smith– apenas mantengan relación con la acción de origen que les confirió valor porque, independientemente de su valor físico o ecológico, su verdadero valor es su valor de cambio en la demanda del nuevo mercado.

Desde los noventa, nos recordaba también Smith, los mercados de cuotas naturales se han expandido más allá de lo imaginable. Suele decirse que la izquierda ya no es capaz de imaginar un futuro no capitalista, pero lo que realmente le cuesta imaginar es un futuro capitalista. En eso le lleva mucha ventaja la propia imaginación empresarial. Las cuotas de biodiversidad, las de pesca, agua, aire y especies en peligro de extinción prueban hasta qué punto el Capital logra expandirse cuando parecía que se iba a contraer. Por ejemplo, International Paper, que durante los años ochenta se expandió comprando papeleras francesas y alemanas, es el segundo mayor fabricante de materiales para envases del mundo y el mayor propietario de superficies para la tala de madera de los Estados Unidos (también fue el mayor fabricante del mundo de cubiertos y vasos de plástico para McDonald’s, Wendy’s y Subway). Según los datos en que se basa Smith, esta empresa también cría pájaros carpinteros de cresta roja en tierras de su propiedad, que en 2007 ya fueron valoradas en torno a cien mil dólares, pero que lo mismo ya ha alcanzado las previsiones que se hicieron: en torno a unos doscientos cincuenta mil dólares.

 

Por supuesto, los liberales han intentado convencer a todo el mundo de que esta mercantilización de la naturaleza no solo atenúa la destrucción del planeta, sino que es la única forma en la que puede salvarse, lo cual no deja de sonar irónico. Porque a nadie le entra en la cabeza que un modelo así no cree más desigualdad económica o que sirva mejor que otros para disimularla (después de todo, todo se hace en nombre de la Naturaleza…). Si un campesino en algún lugar del mundo –dice Smith– no tala un bosque y vende cuotas de carbono, puede que experimente una mejora puntual pero no un aumento sostenido de su nivel de vida, mientras que las empresas que compran esas cuotas no solo siguen incrementando la contaminación, sino que también siguen favoreciendo la acumulación intensiva de capital (p. 235). Incluso el valor ecológico de las cuotas de biodiversidad es más que discutible: gracias a algunas cuotas un bosque tropical puede dejarse intacto o talarse menos, pero si no sube lo suficiente el nivel de vida de los nativos, su propia pobreza conduce frecuentemente “a un significativa, si no acelerada, degradación ambiental” (p. 236). Si, como sugiere Smith, ni siquiera hay pruebas de que las cuotas por conservación de humedales hayan contribuido significativamente a mitigar la pérdida de humedales, entonces no se comprende por qué los liberales tachan de estúpidos aguafiestas o de pesimistas anacrónicos a los marxistas. O al revés, lo comprendemos muy bien y el problema es saber cómo reaccionar. ¿Con indignación o con desesperación, o con las dos cosas a la vez? Smith proclama (parafraseando el dicho de Engels sobre el problema de la vivienda) que la burguesía no tiene una solución al problema ambiental sino que lo traslada a otro lugar (ibíd.), y podría haber añadido algo: desde los noventa el capitalismo no solo encontró la forma de cambiar de lugar el problema ambiental, sino que logró rodearlo de otra atmósfera. La ecología liberal hizo su trabajo presentando un mecanismo de mercado (la conversión de la naturaleza en “lotes comercializables de capital”) como una medida racional contra la crisis ambiental. Pero gracias a esa medida la “producción de naturaleza” cobró un nuevo significado. El capitalismo siempre lo había hecho, porque al producir mercancías también producía otra naturaleza: la tierra se abre, las montañas se excavan y los campos se modifican, los ríos se secan, los valles se llenan de agua. Sin embargo, la producción de naturaleza pasa a otro orden, sistémico, cuando la globalización neoliberal borra la diferencia entre naturaleza primera (o recibida, la que precede a la historia humana) y segunda naturaleza (la modificada por la mano del hombre). En un momento dado esa diferencia dejó de ser categórica (si es que alguna vez lo fue) y se transformó definitivamente en “una diferencia de grado”. O sea, ya no se trata de la ambición por “dominar la naturaleza”, sino más bien de la ambición de “producir naturaleza”, una ambición que estaba inscrita en la naturaleza misma del capitalismo y a la que el capitalismo verde o natural por fin ha dado satisfacción.151

Cuando uno lee estas cosas, las reflexiones contra el dominio de la naturaleza (a las que en mi caso nos acostumbraron seguidores de Adorno y apóstoles de Joas) no nos parecen anticuadas, pero sí un tanto insuficientes. Porque si Smith y otros tienen razón, lo que se nos ha venido encima no es tanto el control absoluto sobre la naturaleza (de hecho se diría que cada vez reina más descontrol), sino el absoluto control de la sociedad, dado que los poderes económicos –como dice Smith– no solo influyen en las políticas ambientales, sino que deciden cuáles se siguen y cuáles no, qué formas de contaminación prosiguen y cuáles se reducen, cuánta degradación es aceptable y cuánta se penaliza y, sobre todo, quién y cuánto paga.

La capitalización de la naturaleza regula explícitamente tales decisiones sociales de acuerdo a mercados financieros… Cualquier elección sobre qué tipos de ambientes y paisajes deben producir y para qué propósitos, pasa cada vez más de la apariencia de un amplio debate social a un estrecho control de clase orquestado a través del mercado (p. 246).152

En otras palabras: por muy agradecidos que estemos cuando un gobierno prohíbe ciertas emisiones o contaminantes, lo estaríamos mucho más si prohibiera el “libre mercado” de cuotas ecológicas y el tráfico de residuos tóxicos. Un sistema que permite comerciar con el “derecho a contaminar” es más perverso y cínico que lo que muchos críticos de la civilización pudieron imaginarse, todos esos pensadores de izquierdas que nos enseñaron a desconfiar de la tecnología y la razón instrumental, pero no siempre nos ayudaron a entender la lógica de la acumulación de capital (quizá no la entendían ni ellos).153 Visto desde la perspectiva histórica que nos proporcionó la geografía marxista, las crisis de los partidos ambientalistas y de los movimientos ecologistas no habrían dependido tanto de la idea de la naturaleza que seguían teniendo (como a veces se da a entender). Hacer ecología sin el mito de la naturaleza es bueno, pero quizá no sea tan relevante como hacer política ecológica sin tanta filosofía. La recapitalización de la naturaleza (el negocio de la “conservación”, la “mitigación”, etcétera) no representa tanto una victoria ideológica del capitalismo sobre las visiones tradicionales de la naturaleza como una nueva y portentosa fase de acumulación de capital, o sea, una victoria política descomunal sobre una sociedad a la que se priva del poder de decidir sobre su futuro.154

A partir de ahora no perderé de vista la lógica del capitalismo verde, ni la economía de los grandes “espacios naturales”, pero me moveré por otros más pequeños y analizaré algunas ilusiones que encierran para bien y para mal. Podría haber analizado mucho más la economía de los espacios verdes urbanos (parques y jardines), pero he preferido concentrarme en las mentalidades que atraen y que fomentan las ideologías verdes que circulan en el mundo del jardinismo y del paisajismo, tanto desde el punto de vista de los usuarios como del de los diseñadores. Los datos que he dado y otros que daré supongo que resultarán insuficientes para quienes manejan muchos más (y más precisos), pero son suficientes para arrojar dudas sobre ciertas prácticas del nuevo urbanismo verde y del paisajismo neonaturalista. También son suficientes para molestar a algunos creyentes en el jardín natural y a los devotos de la horticultura urbana. No deberíamos generalizar, claro. No son lo mismo los huertos de subsistencia plantados en solares de ciudades arruinadas que los huertos en áticos de apartamentos o casas rústicas de las nuevas clases pudientes. El problema cuando se desploma económicamente una ciudad no es que se pase hambre, sino lo contrario, que se coma mierda, que solo sobrevivan establecimientos de comida rápida, que no haya abastecimiento con productos frescos, sino solo cadenas de comida rápida, comida basura. La obesidad puede matar y, de hecho, mata cada vez más. Podríamos poner muchos ejemplos, pero hay uno del que todo el mundo ha hablado más: desde 1998, Detroit redujo su población a menos de la mitad, a 700.000 habitantes, y la ciudad quedó desprovista de muchos servicios, abandonada. Hacia 2015 ya se habían plantado más de mil quinientos huertos en la ciudad, sobre todo en escuelas, gracias a muchas asociaciones y a la organización de mercados locales y venta ambulante. Hay que recordar que los huertos urbanos en ciudades arruinadas tienen otros beneficios, además de abastecer con productos sanos, porque ayudan a reactivar comunidades y a devolverles su dignidad (la afroamericana en Detroit es el 83% y bastante pobre). La agricultura urbana también ha prosperado en otras ciudades de Estados Unidos: Nueva York, San Francisco, San Luis, Chicago, Boston, Seattle, con miles de parcelas comunitarias. Se dice que el 14% de la población de Estados Unidos produce por sí misma buena parte de su alimentación, pero no dispongo de datos precisos. El hecho de que se cultive cerca de donde se consume ahorra muchos costes y reduce los efectos contaminantes sobre el medioambiente, pero es muy difícil que la agricultura urbana sustituya a la rural, y en Estados Unidos la comida puede recorrer una media de 2.400 kilómetros desde el lugar de producción hasta el lugar de consumición. Se ha especulado mucho sobre esto: el estudio Terreform one del arquitecto Michael Sorkin ha calculado que si toda la comida que se consume en Nueva York se cultivara dentro de su área administrativa, la ciudad sería un paraíso verde, pero se necesitarían 30 plantas nucleares para abastecer a todas las granjas urbanas que usarían luz y calor para dar de comer a 8,5 millones de habitantes. Quizá sería más realista que al menos el 30% por ciento de lo que se consume se produjera en un radio de 160 kilómetros, las cosas cambiarían bastante, pero desconozco la verdadera viabilidad de estos planes.155

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