El jardín de los delirios

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

El antinaturalista

paisaje a la americana

La siguiente conversación arrancó de una forma divertida, hablando de literatura estadounidense. Los acompañantes no eran ecologistas, pero decían amar la naturaleza y, sobre todo, los libros. Confesé que gracias al estudio de la pintura, la arquitectura y el paisajismo estadounidenses logré entender un poco mejor los escritos de Emerson y de Thoreau, que ellos, en cambio, solo comparaban con otros escritos, en una especie de éxtasis textualista. Sabían que había pasado tiempo con geógrafos marxistas, así que se encogieron de hombros, como si me dieran por perdido, preso de la ideología y demasiado desorientado después de tanto giro espacial. Admití que cada vez me intrigaba más Edgar Allan Poe, cuyos relatos me costaba entender en inglés, pero que volvía a disfrutar gracias a la traducción de Julio Cortázar. Dos de ellos, que me parecían más delirantes, curiosamente tenían que ver con el paisajismo. Un tal Ellison, el personaje de “El dominio de Arnheim, o el jardín-paisaje” de Poe,105 podría ejemplificar las teorías de lo pintoresco de Uvedale Price, una categoría estética que pende entre la de lo sublime y la de lo bello. Puede ser, pero siempre me pareció que Poe añadía una dimensión onírica y delirante al paisaje que Ellison crea en Arnheim que no cae exactamente en esa categoría. En el cuento, el poder del jardinero paisajista se hace equivaler al del pintor que mejora la naturaleza, que la perfecciona para hacerla exaltar más. Ellison convierte un territorio en una auténtica pintura, lo compone pictóricamente, pero lo verdaderamente inquietante es que Poe describe el paisaje como si fuera él mismo otro pintor, volviendo todo aún más irreal: “El concepto de naturaleza subsistía, pero como si su carácter hubiera sufrido una modificación”. Su “misteriosa simetría, su estremecedora uniformidad, su mágica corrección”, todo ello, otorga a esa naturaleza una atmósfera extraordinaria, casi sobrenatural (p. 160).106 Sorprende además que el narrador está en movimiento mientras describe ese entorno, que describe todo con asombroso detalle desplazándose en bote, por un río y un canal que le interna en el dominio de Ellison. La descripción de ese recorrido es muy inquietante, más cuando se revela su destino final: una mansión estrambótica, una especie de castillo “semigótico, semiárabe, sosteniéndose como por milagro en el aire, centelleando en el poniente rojo con sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos” (p. 164). El otro cuento, “El cottage de Landor”, un complemento de “El dominio de Arnheim”, quizá es menos asfixiante. Empieza describiendo un paisaje de estilo pintoresco, con sus curvaturas y sinuosidades, sus coups d’oeil, hasta llegar a un cottage “con disposición artística, análoga a la de un cuadro. Hubiera podido imaginar, mientras lo miraba, que algún eminente paisajista lo había construido con su pincel” (p. 173). El esquema narrativo es similar y la capacidad de Poe para describir plantas, árboles, ríos, lagos, flores, piedras, colinas, valles…, asombrosa e irónica (en el primer cuento menciona de pasada a Claudio de Lorena, pero en este compara lo que ve con vistas de Salvator Rosa). Lo inquietante, quizá, es que cuando el narrador acaba saludando a la familia Landor, se tiene la sensación de que los seres humanos no pintan mucho en el paisaje. Como en el otro cuento, no logramos saber mucho de esas fugaces y vagas figuras humanas. En el primero, Ellison es espectral; en el segundo, la familia Landor parece decorativa, un detalle más de la composición, otras decoraciones del cuadro.

Mis acompañantes estadounidenses me recordaron que el gótico de Poe gustó a Baudelaire, y que “El hombre de la multitud” fascinó a una generación de teóricos del paseo. Sí, podíamos ponernos a hablar del flâneur, pero yo iba hacia otro lado, hacia historias de jardines construidos y habitados por personajes extraños, los jardines como productos de la locura megalómana, como desvaríos de trastornados que se empeñan en materializar sus fantasías. En su Breve tratado del paisaje (2007), Alain Roger menciona el primer cuento de Poe y califica a Ellison, el personaje misterioso, de “Kubla Khan yankee”. Viene al caso, todavía más que saque a relucir a Coleridge y a Orson Wells: Coleridge fumó opio después de leerse una biografía sobre Kubla Khan y soñó un poema fascinante (el gran Kubla Khan también levantó su palacio circular en Xanadú según se le representó en un sueño…). Al inicio de Ciudadano Kane –recuerda Roger– se menciona precisamente el principio del poema de Coleridge, y el jardín de la mansión de Kane se llamaba Xanadú. Roger sostiene que el estilo paisajístico de los nuevos ricos es el “eclecticismo”. No sé si el Castillo de Hearst en San Simeon, California, construido por Julia Morgan, puede calificarse de ecléctico (creo que hay influencia del Estilo Misión), aunque da un poco igual el nombre porque lo fascinante es cómo Morgan tuvo que cuidar de todos los detalles que se le antojaron al caprichoso y trastornado de Hearst (piscinas, jardines, zoológicos, antigüedades). En su libro El jardín y las artes (2018), en el apartado dedicado al cine, Michael Jakob percibe en el Xanadú de Ciudadano Kane dos influencias, la de “El dominio de Arnheim” de Poe (como Roger), pero también la de la abadía de Fonthill, la gran casa de campo neogótica levantada por William Thomas Beckford en Wiltshire a finales del xviii; y añade algo que Roger no hace: más que ecléctico, el jardín de Xanadú es una colección, “un jardín de jardines, un catálogo compuesto” (Jakob, 2018: 54). El conjunto de la finca, añade, “exhibe, en una mezcla de estética alegórica barroca y de estética romántica, los restos de un antiguo parque zoológico, de un campo de golf, de una laguna, de diversas casas de campo y de un puente imponente” (p. 53). Jakob podría haber añadido otros detalles que descubre un noticiario en la película: el zoológico era más grande que el del arca de Noé, los canales imitaban a Venecia, alojaba restos de otros palacios y se comparaba a una pirámide en honor de un faraón.

Cuando paseaba con historiadores estadounidenses y hablaba de que Edgar Allan Poe había coleccionado algunas imágenes de mansiones en Estados Unidos y había consultado documentación sobre las fincas de algunos millonarios, magnates y empresarios que me parecían más que nada (y a falta de otras categorías) kitsch u horteras, nada más, pensé que sería interesante encargar a algún estudiante una historia de la arquitectura de la ostentación y una geografía del delirio de grandeza; pero debería incluir algo más: una historia de los jardines de mafiosos y narcotraficantes, de esos que tienen leones o tigres, templos antiguos auténticos y estatuas milenarias de verdad. Creo que acababa de ver El precio del poder de Brian de Palma, y supongo que la mansión de Tony Montana representaba el espíritu de los tiempos. Ahora pienso en lo que ganaría ese estudio si se incluyeran las mansiones-prisión de Michael Jackson o de Steve Jobs.107 Se ha hablado mucho de los jardines dentro de las prisiones, pero ¿no podría escribirse una historia entera del jardín-prisión de tantos magnates paranoicos encerrados en su propia mente y en su propio cosmos? Se ha hablado mucho de Disneylandia, pero ¿cómo era exactamente la mansión de Disney en Los Ángeles? Sabemos que tenía green, bodega y réplicas de máquinas de tren que conducía él mismo. ¿Construyó los parques de atracciones a semejanza de este espacio?

Después de leer al sabio de Jakob también me percaté de una relación entre la ventana y el jardín que tiene que ver directamente con la representación del poder. La ventana con vistas a un jardín puede representar muchas cosas dependiendo de quién mira por ella. Puede ser el punto de observación de un voyeur aburrido o la perspectiva de un pintor inspirado, pero también es un medio de control: “En la historia de los jardines, la ventana es un lugar preeminente. Es desde unas ventanas […] como los jardines se muestran en su totalidad, ya sean los del Vaticano (patio del Belvedere), ya los de Vaux-le-Vicomte. La disposición misma de los jardines es trazada desde estos lugares de observación y poder” (ibíd.). Seguro, pero entonces todo ha debido cambiar con las cámaras de vigilancia en jardines: las existentes en edificios construidos pueden permanecer cerradas. En edificios por construir puede prescindirse de ellas en términos de seguridad, crear auténticos búnkeres, aunque pueden mantenerse ventanas de cara al interior con fines estéticos.

Durante aquellos paseos en los que hablábamos de paisajes, el cine no salió a relucir y la discusión volvió a girar en torno a un tema más polémico de lo que pueda parecer: la relación entre la pintura y la identidad estadounidenses. No es que los paseantes no tuvieran en su memoria películas, al contrario. Sin embargo, les gustaba cómo se percibía el paisaje cuando solo se podían contemplar cuadros en colecciones privadas y galerías. Por entonces llevaba tiempo leyendo al crítico Robert Hughes –desde los debates que levantó su polémico libro La cultura de la queja– y me acordé de algo que decía en su gran historia de Estados Unidos a través del arte, que el gusto por el paisaje como objeto de satisfacción estética no era común entre los pioneros. Difícilmente lo era entre los granjeros y agricultores que trabajaban la tierra. “El paisaje no era paisaje […] era territorio, propiedad, materia cruda. Sus cualidades eran prácticas: la fertilidad del suelo, los nutrientes que podía contener, la disponibilidad de agua, la clase de árboles que sostiene” (Hughes, 1997: 142). Cuando un pionero veía un paisaje, decía Hughes, lo primero que se preguntaba era “¿Cómo puedo explotarlo?”. La idea de que “un terreno salvaje podía ser, por y en sí mismo, una fuente ‘espiritual’ solo se les pasó por la cabeza a muy pocos americanos blancos. De hecho, su principal tradición espiritual, la puritana, la había atacado vehementemente, calificando a la tierra sin cultivar como naturaleza salvaje (wilderness), como un escenario de pruebas bíblicas y una morada de demonios” (ibíd.). Sin embargo, Hughes también recordaba que conforme se explotó y contaminó la naturaleza del este del país, empezó a describirse el oeste como una naturaleza virgen a través de la cual también se revelaban las intenciones de Dios. Como materia bruta podía ser espectacular, exuberante, pero carecer de significado. Sin embargo, tenía sentido concebida como un campo de perfección de la obra de Dios y del hombre mismo, o más exactamente del nuevo hombre estadounidense. En países europeos, la identidad nacional se había basado en algún paisaje típico, pintoresco, el que mejor plasmara el carácter espiritual del país. En cambio, en Estados Unidos, la identidad se basó en América como modelo de una naturaleza en la que los designios de Dios se conservaban de una forma más pura. Los estadounidenses no tenían castillos derruidos, iglesias en ruinas, ni restos de templos griegos o de acueductos romanos. No tenían restos de historia con los que mezclar la hiedra. La historia no les hablaba a través de viejos monumentos, pero Dios sí a través de grandiosos cañones y montañas esplendorosas, lagos inmensos y ríos caudalosos, “a través de la recóndita arquitectura (deep architecture) de la antigua Tierra” (p. 138). Dado que la Naturaleza era sagrada, dado que era la obra del artista y artífice supremo, los pintores podían considerarse el equivalente de servidores de Dios. Los puritanos habían desconfiado del arte, pero ahora podían aceptar que las visiones del arte servían a una empresa espiritual y moral. Los paisajistas captaban, por así decir, algo que no todo el mundo veía. La voluntad de Dios estaba inscrita no solo en la Biblia, sino en el libro de la Naturaleza que ellos eran capaces de leer (p. 139). El paisajismo estadounidense a mí no me gusta, le acabé diciendo a mi acompañante. Los artistas americanos importaron ideas de europeos, de filósofos de lo sublime (Burke) y de teóricos de lo pintoresco (Gilpin, R. P. Knight, Price), pero como dice Hughes no podían evocar la continuidad entre naturaleza y cultura como lo hacían los europeos, y su sentido de la grandeza natural, de la inmensidad, era diferente. Washington Irving no solo se lamentaba de que en Estados Unidos no hubiera ruinas. Sugirió que la luz que iluminaba las praderas del Oeste era digna del pincel de Salvator Rosa y que el follaje tenía un brillo digno de un Claudio Loren. Pero fue un pintor de origen inglés, Thomas Cole, el que convirtió la falta de recuerdos y la exuberancia natural en una oportunidad histórica y en una marca nacional. Inauguró una escuela de paisajismo silvestre que siguió con Frederic Church, pero, irónicamente, él nunca pintó tierras inexploradas ni valles vírgenes. La gente cree que sus cuadros captan algo virgen, pero son vistas de dos de las primeras zonas turísticas de Estados Unidos, el valle del río Hudson y las montañas Catskill. El gusto por lo pintoresco es inseparable de una industria que empezó ahí, cerca de unas cascadas de Kaaterskill, en un hotel, el Mountain House, desde el cual “los visitantes sentían que flotaban por encima del mundo contemplando los bancos de niebla que cubrían más abajo el valle” (Hughes, 1997: 142).

 

Después de recordar esto, los compañeros de paseo no parecían cómodos. Yo no quería decir que los paisajistas estadounidenses fueran malos, y se me entendió mal cuando saqué a relucir a Turner (con el que trató Cole). Solo dije que no me fascinaban Cole, Church, Kensett, Bingham, Moran, Bierstadt, Eakins y Homer, y que Weir, Chase o Hassam me gustaban quizá porque estaban más influidos por el impresionismo. Para no parecer desagradable dije que me gustaba mucho John Marin, pero aún lo empeoré más: pintó acuarelas a principios de siglo, era un modernista, medio cubista, y parecería menos originario. No había salida: la conversación volvió a centrarse en el mito americano de la naturaleza virgen e insistí en que ese paisaje “primordial” al que se rindió culto desde mediados del xix captaba un terreno con menos trazas humanas que un campo europeo, sí, pero era igualmente otra invención del gusto. Aunque a veces se hayan visto a sí mismos como una excepción, los estadounidenses no tienen una relación más natural con la naturaleza, añadí. Decir esto volvió a resultar más incómodo que decir que los emprendedores estadounidenses no tenían escrúpulos y habían expoliado el terreno. Un historiador recordaba haber conocido a un promotor filantrópico que se entristecía al contemplar grandes corrientes fluviales y ver tanta agua malgastándose de camino al mar. Solo era capaz de concebir el agua como un recurso (¿para embalsarla y hacer obras hidráulicas? ¿Para trasvasarla y venderla a zonas más secas?). Esa mentalidad nacional, depredadora y ambiciosa –confesó con propósito de enmienda–, ha llevado la naturaleza al desastre. Es inmoral no esforzarse por devolverla a su estado originario. Creemos en ese estado. Y luego añadió: ¿Qué mensaje ecológico podemos sacar, en cambio, de tu negación de ese estado, de tu insistencia en la ineludible presencia de trazas de acción humana, en tu creencia de que todo siempre está moldeado por la imaginación y la acción humanas? Pues al menos una, respondí: si todo está moldeado por la humanidad, entonces la humanidad podría moldear todo para bien y no solo para mal. Depende de ella, ¿no? Llegados a este punto de la conversación me hubiera gustado relajar el ambiente con algún comentario divertido, pero en aquel momento no se me ocurrió. Al cabo de un tiempo encontré uno de Rebecca Solnit sobre las peculiaridades del paisaje estadounidense que, de haber conocido entonces, habría reproducido tal cual: “La diferencia entre Gran Bretaña y Estados Unidos es la diferencia entre Alice, la niña de un catedrático que se cae por un agujero de conejo (muy grande y peculiar, desde luego), y Dorothy, una huérfana criada por granjeros de Kansas, arrastrada por un tornado. Alice deambula por un país de maravillas delirante pero decoroso, con sus muebles de juguete, sus pequeños animales temerosos, jardines de rosas, reuniones de té, tableros de ajedrez, vías de ferrocarril y personajes de rimas infantiles”. El paisaje de El mago de Oz, en cambio, está hecho de “manzanos enojados, interminables campos de amapolas (en la película, girasoles), espantapájaros vivos, leones parlanchines, brujas, enanos, una ciudad Esmeralda, tornados”. Sin duda, el alcance de su peculiaridad, extrañeza y volatilidad es mucho más vasto. “El exceso americano es evidente […]. Los jardines ingleses a veces son un país de maravillas [wonderland], pero los americanos se tornan fácilmente en un Oz” (Solnit, 2003).108 Decir esto no me parece una broma, y creo que Solnit lo decía muy en serio. En vez de ver Estados Unidos como un mundo más puro, podría verse como un mundo más desproporcionado (para bien y para mal); en vez de entender su relación con la naturaleza como una revelación única, debería entenderse como una experimentación acelerada. Como recuerda Solnit, la vasta extensión de espacios y la variedad de entornos y climas (desiertos, montañas, praderas, bosques, humedales), unida a la diversidad poblacional y las mezclas culturales, solo podía dar como resultado un mundo de mezclas y de paisajes poco ortodoxos en comparación con los del viejo mundo (ibíd.).

Durante la conversación con los expertos en arte y literatura, evité como pude un tema: el del paisaje autóctono, el anterior a la llegada de los europeos y su expansión. Cuando pasé temporadas por el norte del estado de Nueva York, leí algo sobre la nación akwesasne y descubrí que John Mohawk había estado en el Instituto para la Ecología Social de Bookchin promoviendo las tradiciones agrícolas indias y que los estudiantes ecologistas del instituto participaron en protestas, así que leí algunos de sus trabajos mientras hacía excursiones por cascadas y bosques cerca de los Finger Lakes. Luego intenté saber más sobre todas las tribus, de costa a costa, y acabé perdido entre lotes de libros en la biblioteca de Cornell. No solo de historiadores y de viajeros, también entre libros de arte en los que contemplaba retratos de indios que me dejaban frío, los de Matteson, Bodmer o C. B. King.109 No sé en qué momento alguien me recomendó un trabajo de John Brinckerhoff Jackson sobre sendas y rutas indias. Por lo visto, el paisaje indio entre el Atlántico y el Misisipi no era como lo habían pintado los cronistas decimonónicos, como un bosque impenetrable poblado por indios dispersos. No, había

enormes zonas agrícolas […] aldeas con casas, jardines y campos de labor en medio de un bosque que se parecía a un parque, con una red de caminos y sendas muy transitadas. Se trataba de un paisaje, de algún modo, similar al del Noroeste de Europa a principios del siglo xvii, antes de que las carreteras y los vehículos rodados se hubieran convertido en algo de uso común (Jackson, 1984).110

Jackson contaba muchas cosas sobre las sendas de los indios apoyándose en los estudios que a principios del siglo xx hizo A. B. Hulbert, pero iba más allá y explicaba cómo poco a poco, conforme se fueron creando nuevos caminos, algunas de las antiguas sendas se convirtieron en vías pintorescas, escenarios nostálgicos. Al extenderse el uso de caballos, carros y coches de caballos, el transito pedestre se convirtió en algo inferior, de poca clase, aunque podía ser también algo auténtico, un auténtico peregrinaje si quien emprendía el viaje a pie era un poeta, por ejemplo, o un caminante en busca de realización personal o incluso de salvación.111

En esta breve historia de vías y sendas pedestres, el autor también señalaba que la carretera moderna no solo conduce a un lugar o conecta un lugar a otro, sino que es ella misma un lugar. Ningún otro elemento del paisaje moderno, decía, es tan complejo como la carretera. Por un lado, permite que se extienda la actividad, pero también concentra en sí misma actividad como escenario de trabajo, de ocio y de relaciones sociales. Después de todo –señalaba Jackson– para muchos la carretera se ha convertido en “el último recurso de privacidad, de soledad y de contacto con la naturaleza” (2011: 11; cursiva añadida). El miedo que dan algunas carreteras es justamente ese: no que estén despobladas, sino que no sepamos qué y quién las puebla. El coche no evita ese miedo, al contrario. Quien suele viajar caminando calcula mejor las distancias. Quien va en coche puede fiarse y acabar tirado en la cuneta, que es otra forma, a veces indeseable, de conocer gente que nunca habrías imaginado, y otras veces una forma bonita de descubrir lugares que no habrías conocido siguiendo los mapas. En algunos casos, la parada también puede propiciar una revelación naturalista: la naturaleza sigue allí, el cielo estrellado, infinito, la luna, las fantasmagóricas plantas iluminadas por los faros de la camioneta, los molestos insectos revoloteando alrededor, los ruidos de animalitos que no vemos, el sonido del viento entre arbustos secos.

la naturaleza no existe

Pero volvamos a las sendas y a los paseos, y olvidemos las carreteras (sobre todo las perdidas y las que tienen desvíos al infierno sin señalizar). Después de todo lo que he contado, supongo que un punto queda un poco más claro. Pasear con estadounidenses no es fácil. Antes o después saldrá a relucir no el tema del imperialismo, o del capitalismo, o de la economía, sino el dichoso tema de la naturaleza, que siempre está ahí, que vuelve cuando menos te lo esperas y que te puede hacer acabar mal con gente que, aparentemente, era de tu misma cuerda política. Hasta cierto punto, es un asunto que se parece demasiado al religioso. Puedes criticar la posición política de alguien, pero criticar su naturalismo es otra cosa: lo mismo has mentado algo que puede estar dando sentido a toda su vida, mucho más que la política. Si uno se pasa el día diciendo que la naturaleza es una invención humana (más aún el paisaje), puede que te den la razón al principio del día, pero al final lo mismo piensan en denunciarte por difamación. Hasta hablar sobre conservación puede traer problemas. En cierta ocasión se me ocurrió decir que proteger un paisaje era obligación de un ministerio de cultura, no de uno de medioambiente, para escándalo de mis contertulios. Otro día se me hizo una pregunta curiosa: ¿se deberían conservar todos los paisajes o solo los menos destructivos con la naturaleza? La pregunta me desconcertaba porque era parecida a otra que surgía entre conservadores culturales y de patrimonio: ¿se deben preservar o destruir monumentos erigidos para celebrar barbaries? Mi posición no estaba clara porque creo que para contestar esas preguntas hay que saber de muchas cosas y no solo amar la naturaleza. Pretender restaurar el pasado de la naturaleza debe ser muy difícil porque lo que en realidad restauramos son ideas de ese pasado. De hecho, esperar a saber cómo era exactamente el pasado puede ser un obstáculo para lo más importante: mejorar la situación en la que nos encontramos, evitar nuevos males independientemente del daño anterior que podamos reparar. No sé en qué consistiría devolver un bosque o una playa a su estado natural, al aspecto que tenían antes de que los humanos pasearan por ellos, pero sería prácticamente imposible porque requeriría cambiar muchísimas más cosas que el aspecto y las condiciones de esos espacios.

 

Caminar entre restauracionistas no es fácil si uno no cree en la idea de un paisaje “autóctono” u “originario”. Mis acompañantes se dieron cuenta de ello rápidamente. Como luego leí en un libro de Alain Roger (2007), el paisaje es un mecanismo de desnaturalización del territorio. La naturaleza puede inspirar un paisaje, pero la mayoría de las veces es ella la que acaba imitando el paisaje y la que es juzgada según algún modelo. Como también dice Roger citando a Oscar Wilde, en Londres hay niebla desde hace siglos, pero no existió hasta que el arte la inventó. Y la luz de Francia fue cambiando según la pintaron sus mejores pintores. La naturaleza reproduce de maravilla las fantasías del arte. Mis amigos podían aceptar, quizá, que ciertos tipos de jardín se basaron en eso: llevar al terreno una representación pictórica, hacer realidad un cuadro. Pero el paisaje es otra cosa, me decían. Una cosa es que proyectemos sobre pequeños terrenos algunas imágenes y otra forzar al terreno a que adopte la forma de una gran fantasía. Es cierto, pero arrojé una duda que no sentó nada bien: ¿somos siempre conscientes de cuánto se ha forzado el terreno en el pasado? Además, no hace falta hablar solo del arte. Se da forma al terreno de muchas formas, no solo estéticamente. El paisaje no es solo una categoría estética, es un producto cultural. Y la cultura incluye el arte visual, pero también muchas más cosas, muchas prácticas (no solo artísticas) que determinan nuestra experiencia del espacio como un lugar, o sea, como un espacio reconocible.112 Inevitablemente, después de esgrimir estos argumentos, la conversación volvió a donde me temía: la propia distinción entre terreno y paisaje presupone –me dijeron– que hay algo que no es cultural, que existe una descripción puramente objetiva, neutral (¿física?) del espacio. Pero esto nos llevaba al mismo tipo de discusión: ¿Describe la geografía espacios puramente naturales? ¿Puede la ecología identificar ambientes de una forma puramente biológica? Afortunadamente, antes de que la discusión se enredara, uno de los compañeros de paseo afirmó airadamente que él distinguía perfectamente entre la naturaleza no humanizada y la naturaleza humanizada (aunque no me dijo exactamente cómo lo hacía). Su frase sonaba a reproche, como si yo no quisiera distinguir esos dos ámbitos de realidad solo por mala fe, por fastidiar. Y entonces me preguntó sin rodeos: ¿Tenemos o no tenemos obligaciones morales directas con la naturaleza? No supe qué contestar, porque lo que me estaba preguntando era algo así como: ¿Tenemos una obligación con la naturaleza distinta a la obligación con la naturaleza que los hombres nos podemos imponer por nuestro propio interés? O dicho de otro modo: ¿Es lo mismo respetar la naturaleza por sí misma que respetarla porque nos trae a cuenta a nosotros? La pregunta devolvía la conversación a ese punto donde uno preferiría no decir cosas que pueden malinterpretarse. Por ejemplo, que no es bueno respetar nada en este mundo excepto a otros seres humanos y que eso que algunos consideran sagrado, La Naturaleza, no es más que otra invención humana (como antes lo fue Dios), un objeto de adoración y respeto cuyas supuestas leyes están por encima de cualesquiera leyes que los humanos se puedan imponer a sí mismos. Aunque se suponía que mis acompañantes no eran creyentes (sé que defendían la separación de Iglesia y Estado, e incluso de religión y política) actuaban con un celo y reverencia que a mí me parecía un síntoma de secularización insuficiente. Cuando salían de un bosque espeso y descubrían un collado elevado desde donde se contemplaba un valle no te comentaban simplemente lo magnífica que era la vista o el día tan bonito que estábamos pasando, sino que te miraban como exigiéndote un gesto de agradecimiento, una mirada al cielo seguida de una bajada de cabeza, algo que probara tu reconocimiento de que el cosmos era sagrado.

Al cabo del tiempo, me alegró que Roger (2007) afirmara sin tapujos algo que por entonces ya tenía claro, pero que no me atrevía a decir en alto: la ecología es un lodazal de biologismo y de teología, y no deberíamos fiarnos de los devotos de la Naturaleza. Shopenhauer decía que la filosofía no está hecha para llevar el agua al molino de los curas. La ecología –decía también Roger– tampoco debería servir para llevar el agua al molino del culto a la naturaleza. Son sus predicadores –se podría añadir– quienes tendrían que probar que su culto a la naturaleza no puede ponerse al servicio de ningún fin humano, que está siempre basado en un puro desinterés. El argumento suele ser el contrario: parece que somos los no creyentes en la naturaleza los que tenemos que probar que nuestra mentalidad ecológica humanista no evita desastres, sino que incluso los provoca. Pero debería darse la vuelta al debate: ¿Quién ha dicho que el respeto a la naturaleza en sí misma evite más desastres? Además, hay que evitar ciertas simplificaciones: quienes no consideran a la naturaleza una entidad no son necesariamente unos instrumentalistas, no conciben la Tierra como un almacén o una despensa, un depósito de recursos al servicio de la humanidad. Pueden concebir la vida humana en este planeta de otras formas, curiosamente formas que también empujarían a dejar de tratar a otros seres humanos como instrumentos.

Uno de los problemas que surgían paseando con naturalistas es que antes o después me acababan preguntando qué me entusiasmaba o me emocionaba más de la naturaleza, si me interesaba cierto tipo de flora, algún tipo de formación geología en particular o algunas especies concretas de insectos (cuando decía que tenía mucho interés en que no me picara ningún mosquito, se reían porque sabían que los protectores que yo usaba no me protegían de aquellas nubes de horrorosos mosquitos que revoloteaban en los bordes del lago y llenaban sus abdómenes con nuestra sangre). No sabía qué decir que resultara científicamente respetable. Es como si para dejar de hablar espiritualmente de la naturaleza solo pudiéramos hacerlo científicamente, como si el consenso sobre hechos comprobados pospusiera el debate sobre creencias metafísicas. Entonces yo trataba de explicarles que se puede caminar sin más, sin un programa de investigación biológico, sin tareas de zoología, sin prismáticos, sin botes donde meter muestras, etcétera. Y parecían entenderlo, hasta que me preguntaban a qué velocidad solía caminar y qué clase de marcha hacía, si una de mantenimiento o de perfeccionamiento. O sea, si lo entiendo bien, su mundo se apoyaba en tres ejes básicos: el espiritual, el científico y el deportivo. Entonces trataba de contarles que la gente no solo caminaba para fortalecer su físico, o para bajar peso, o para batir marcas, o para superarse a sí misma… También les recordé que en Estados Unidos había habido una larga tradición de vagabundos, de caminantes sin rumbo, de viajeros sin destino claro ni proyecto de vida definido. Pero todo aquel romanticismo les sonó a disculpa. Para esta gente –pensé para mí mismo– la naturaleza nunca ha sido ni será un espacio donde desaparecer o donde descubrir el vacío. Es un lugar en el que reponer energía infinita y no el escenario existencial en el que uno logra admitir lo finito que es.

Weitere Bücher von diesem Autor