Obras Completas de Platón

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Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo de una felicidad que no existe y que echamos de menos. En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he dicho, entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista, tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente solo la belleza tiene el privilegio de ser a la vez un objeto tan sorprendente como amable. El alma que no tiene un recuerdo reciente de los misterios divinos, o que se ha abandonado a las corrupciones de la tierra, tiene dificultad en elevarse de las cosas de este mundo hasta la perfecta belleza por la contemplación de los objetos terrestres, que llevan su nombre; antes bien, en vez de sentirse movida por el respeto hacia ella, se deja dominar por el atractivo del placer, y, como una bestia salvaje, violando el orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y en su comercio grosero no teme, no se avergüenza de consumar un placer contra naturaleza. Pero el hombre, que ha sido perfectamente iniciado, que contempló en otro tiempo el mayor número de esencias, cuando ve un semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por sus formas la esencia de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y experimenta los terrores religiosos de otro tiempo; y fijando después sus miradas en el objeto amable, le respeta como a un dios, y si no temiese ver tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión, como a un ídolo, como a un dios. A su vista, semejante a un hombre atacado de la fiebre, muda de semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego desacostumbrado se infiltra en sus venas;[17] en el momento en que ha recibido por los ojos la emanación de la belleza siente este dulce calor que nutre las alas del alma; esta llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las impedía hacía tiempo desarrollarse. La afluencia de este alimento hace que el miembro, raíz de las alas, cobre vigor, y las alas se esfuerzan por derramarse por toda el alma, porque primitivamente el alma era toda alada. En este estado, el alma entra en efervescencia e irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan a desarrollarse, es como el niño, cuyas encías están irritadas y embotadas por los primeros dientes. Las alas, desarrollándose, le hacen experimentar un calor, una dentera, una irritación del mismo género. En presencia de un objeto bello recibe las partes de belleza que del mismo se desprenden y emanan, y que han hecho dar al deseo el nombre de ἵμερος (hímeros), experimenta un calor suave, se reconoce satisfecho y nada en la alegría. Pero cuando está separada del objeto amado, el fastidio la consume, los poros del alma por donde salen las alas se desecan, se cierran, de suerte que no tienen ya salida. Presa del deseo y encerradas en su prisión, las alas se agitan, como la sangre se agita en las venas; hacen empuje en todas direcciones, y el alma, aguijoneada por todas partes se pone furiosa y fuera de sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda de alegría. Estos dos sentimientos la dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se angustia, y en su frenesí no puede, ni descansar de noche, ni gozar durante el día de alguna tranquilidad; y, antes bien, llevada por la pasión, se lanza a todas partes donde cree encontrar su querida belleza. Ha vuelto a verla; ha recibido de nuevo sus emanaciones; en el momento se vuelven a abrir los poros que estaban obstruidos, respira y no siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante estos cortos instantes el placer más encantador. Asíes que el amante no quiere separarse de la persona que ama, porque nada le es más precioso que este objeto tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su fortuna abandonada sin experimentar la menor sensación; deberes, atenciones que antes tenía complacencia en respetar, nada le importan; consiente ser esclavo y adormecerse, con tal de que se vea cerca del objeto de sus deseos; y si adora al que posee la belleza, es porque solo en él encuentra alivio a los tormentos que sufre.

A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor; los dioses la dan un nombre tan singular, que quizá te haga sonreír. Algunos homéridas nos citan, según creo, dos versos de su poeta, que han conservado, uno de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente poco conveniente.

«Los mortales le llaman Eros, el dios alado;

los inmortales le llaman el Pteros, el que da alas».

Se puede admitir o desechar la autoridad de estos dos versos; siempre es cierto que la causa y la naturaleza de la afección de los amantes son tales como yo las he descrito.

Si el hombre enamorado ha sido uno de los que antes siguieron a Zeus, tiene más fuerza para resistir al dios alado que ha venido a caer sobre él; los que han sido servidores de Marte y le han seguido en su revolución alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el amor, y se creen ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados por un furor sangriento, que los lleva a inmolarse con su ídolo. Así es que cada cual honra al dios cuya comitiva seguía, y le imita en su vida tanto cuanto está en su poder, por lo menos, durante la primera generación y mientras no está corrompido; y esta imitación la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y en todas las demás relaciones. Cada hombre escoge un amor según su carácter, le hace su dios, le levanta una estatua en su corazón, y se complace en engalanarla, como para rendirle adoración y celebrar sus misterios. Los servidores de Zeus buscan un alma de Zeus en aquel que adoran, examinan si gustan de la sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado tal como lo desean y le han consagrado su amor, hacen los mayores esfuerzos por desarrollar en él tan nobles inclinaciones. Si no se han entregado desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los demás y los esfuerzos propios. Intentan descubrir en sí mismos el carácter de su dios, y lo consiguen, porque se ven forzados a volver sin cesar sus miradas del lado de este dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los trasporta, y toman de él sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es posible al hombre participar de la naturaleza divina. Como atribuyen este cambio dichoso a la influencia del objeto amado, le aman más; y si Zeus es el origen divino de donde toman su inspiración, semejantes a las bacantes, la derraman sobre el objeto de su amor, y en cuanto pueden le hacen semejante a su dios. Los que han viajado en la comitiva de Hera buscan un alma regia, y desde que la han encontrado, obran para con ella de la misma manera. En fin, todos aquellos que han seguido a Apolo o a los otros dioses, arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que han elegido, buscan un joven del mismo natural; y cuando lo poseen, imitando su divino modelo, se esfuerzan en persuadir a la persona amada a que haga otro tanto, y de esta manera lo amoldan a las costumbres de su dios, y lo comprometen a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es posible. Lejos de concebir sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos sus deseos, todos sus esfuerzos, tienden solo a hacerle semejante a ellos mismos y al dios al que rinden culto. Tal es el celo de que se ven animados los verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su amor, su victoria es una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante que ama con delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un origen de felicidad. Su derrota tiene lugar de esta manera.

Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes por medio de la alegoría de los corceles y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura. Uno de los dos corceles, decíamos, es de buena raza, el otro es vicioso. Pero ¿de dónde nace la excelencia del uno y el vicio del otro? Esto es lo que no hemos dicho, y lo que vamos a explicar ahora. El primero tiene soberbia planta, formas regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y acarnerada; es blanco con ojos negros; ama la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión por el verdadero honor; obedece, sin que se le castigue, a las exhortaciones y a la voz del cochero. El segundo tiene los miembros contrahechos, toscos, desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto; es negro, y sus ojos verdes y ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo.

A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado ahora y siempre por las leyes del pudor, se contiene, para no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero, se precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de placeres sensuales. Por lo pronto, el guía y el compañero se resisten, se indignan contra esta violencia odiosa y culpable; pero al fin, cuando el mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen consentirlo todo. Se aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición en todo su resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero se fija en la esencia de la belleza; y se figura verla, como en otro tiempo, en la estancia de la pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le llena de un terror religioso, se echa atrás, y esto le obliga a tirar de las riendas con tanta violencia, que los dos corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno de buena gana, porque no está acostumbrado a hacer resistencia, el otro de mala porque siempre tiende a la violencia y a la rebelión. Mientras reculan, el uno, lleno de pudor y de arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor de su caída, apenas tomó aliento, prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su guía y su compañero, echándoles en cara el haber abandonado por cobardía y falta de corazón su puesto y tratándoles de perjuros. Los estrecha, a pesar de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas, les concede algunos instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber pensado en esto; pero el corcel malo, recordándoles su compromiso, haciéndoles violencia y relinchando con furor, los arrastra y los fuerza a renovar sus tentativas para con el objeto amado. Apenas se aproximan, el corcel malo se echa, se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos, muerde el freno y se atreve a todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero experimenta más fuertemente aún la impresión de antes, se echa atrás, como el jinete que va a tocar la barrera, y tira con mayor fuerza de las riendas del corcel indómito, rompe sus dientes, magulla su lengua insolente, ensangrienta su boca, le obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias. Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto abatido su furor, baja la cabeza y sigue la dirección que desea el cochero, y al percibir el objeto bello se muere de terror. Entonces solamente es cuando el amante sigue con modestia y pudor al que ama.

 

Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual que un dios por un amante que no finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de amar. Si antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este sentimiento, diciendo que es cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho que rechazara a su amante, el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le obligan bien pronto a recibirle en su intimidad. Porque no puede estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres malos, ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y de su sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y comprende que la afección de todos sus amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada con la que le inspira su amante. Cuando han mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han estado en contacto en los gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Zeus, enamorado de Ganímedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en su interior en parte, y cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un sonido reflejado por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven por el canal de los ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de amor el alma de la persona amada. Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo; se parece al hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en otros ojos enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo. Cuando está en su presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le echa de menos cuanto puede echarse; y siente una afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el nombre de amor, sino que la llama amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda no tardará en satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al corcel indócil le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos sufrimientos pide un instante de placer. El corcel del joven amado no tiene nada que decir, pero experimentando algo que no comprende, estrecha a su amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos, y mientras permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar los favores que su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten en nombre del pudor y de la razón.

Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida ordenada, siguiendo los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos. Dueños de sí mismos viven como hombres honrados, porque han subyugado lo que llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud. Al morir, alados y aliviados de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates que se pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que ni la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes, sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se precipitarán a gozar. Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos placeres, pero no con profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el uno para el otro una afección verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y cuando su delirio ha cesado, creen haberse dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían cometer un sacrilegio si rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley divina no permite que los que han comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas subterráneas, sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido sobre la tierra.

Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que solo cuenta con una sabiduría mortal, y que vive entregado por entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la persona que ama más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre de virtud, pero que le hará andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas subterráneas durante nueve mil años.

Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación de mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable de tales extravíos. Perdóname por mi primer discurso y recibe este con indulgencia; echa sobre mí una mirada de benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de amar, cuyo presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté ciegamente apasionado por la belleza. Si Fedro y yo te hemos ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de que su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera al amor dirigido por la filosofía.

FEDRO. —Me uno a ti, mi querido Sócrates, para pedir a los dioses que sigan ambos tu consejo por ellos y por mí. Pero en verdad, yo no puedo menos de alabar tu discurso, cuya belleza me ha hecho olvidar el primero. Temo que Lisias parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un nuevo discurso. Por lo demás, ahora, recientemente, uno de nuestros hombres de estado le echaba en cara, en términos ofensivos, el escribir mucho, y en toda su diatriba le llamaba fabricante de discursos. Quizá el amor propio le impedirá responderte.

SÓCRATES. —Yaya una idea singular, mi querido joven; poco conoces a tu amigo, si crees que se asusta con tan poco ruido. ¿Has podido creer que el que así le criticaba hablaba seriamente?

FEDRO. —Las trazas eran de eso, Sócrates, y tú mismo sabes, que los hombres más poderosos y de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de componer discursos y de dejar escritos, temiendo pasar por sofistas a los ojos de la posteridad.

SÓCRATES. —No entiendes nada, mi querido Fedro, de los repliegues de la vanidad; y no ves que los más entonados de nuestros hombres de estado son los que más ansían componer discursos y dejar obras escritas. Desde el momento en que han dado a luz alguna cosa están tan deseosos de adquirir aura popular, que se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.

FEDRO. —¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.

SÓCRATES. —¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de estado aparecen siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?

FEDRO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal… han tenido a bien… Y aquí se nombra sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida, para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y, dime ¿No es éste un verdadero escrito?

FEDRO. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha, queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.

FEDRO. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Pero qué, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de un Solón, de un Darío, se inmortaliza en un estado, como autor de discursos, ¿no se mira a sí mismo, como un semidiós durante su vida, y la posteridad no tiene de él la misma opinión, en consideración a sus escritos?

FEDRO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Crees tú, que ningún hombre de estado, cualesquiera que sean su carácter y su prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de escritor?

FEDRO. —No es probable, conforme a lo que dices, porque sería a mi parecer difamar su propia pasión.

SÓCRATES. —Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer discursos.

FEDRO. —Conforme.

SÓCRATES. —Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es el hablar y escribir bien, sino el hablar y escribir mal.

FEDRO. —Es claro.

SÓCRATES. —¿Pero en qué consiste el escribir bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o a alguno de los que han escrito o escribirán sobre un objeto político o sobre materias privadas en verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los escritores?

FEDRO. —¿Es posible que me preguntes si debemos? ¿De qué serviría la vida, si no se gozase de los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que precede el dolor como condición necesaria, los que dan precio a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo, por lo que con razón se les ha llamado serviles.

SÓCRATES. —Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan sobre nuestras cabezas, y conversan entre sí, como lo hacen siempre con este calor sofocante, nos observan. Si nos viesen en lugar de mantener una conversación, dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del mediodía al arrullo de sus cantos, sin ocupar nuestro entendimiento, se reirían de nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a esta soledad, como los ganados que sestean alrededor de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán parte del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres.

FEDRO. —¿Qué beneficio es ese? Me parece que nunca he oído hablar de él.

SÓCRATES. —No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Se dice que las cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando éstas nacieron, y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto van a anunciar a las musas cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas. Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Eratón dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.

 

FEDRO. —Pues bien, hablemos.

SÓCRATES. —Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito o improvisado. Comencemos este examen, si gustas.

FEDRO. —Muy bien.

SÓCRATES. —¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?

FEDRO. —He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser orador no necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.

SÓCRATES. —No hay que desechar las palabras de los sabios,[18] mi querido Fedro, pero también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir debe llamar toda nuestra atención.

FEDRO. —Tienes razón.

SÓCRATES. —Procedamos de esta manera.

FEDRO. —Veamos.

SÓCRATES. —Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos…

FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.

SÓCRATES. —Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, queriendo persuadirte seriamente, compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno, dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse montado en él, y que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.

FEDRO. —Sí, eso sería el colmo del ridículo.

SÓCRATES. —Pero ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por caballo la sombra de un asno,[19] sino el mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud, la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya sembrado?

FEDRO. —Frutos bien malos.

SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.

FEDRO. —Y ¿no tendría razón para hablar así?

SÓCRATES. —Yo convendría en ello si las voces que se levantan por todas partes, confesasen que la retórica es un arte. Pero se me figura oír a algunos que protestan en contra y que afirman que no es un arte, sino un pasatiempo y una rutina frívola. «No hay, dice un laconio,[20] verdadero arte de la palabra, fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás».

FEDRO. —También yo oigo esos rumores, mi querido Sócrates. Haz comparecer estos adversarios de la retórica, y veamos lo que dicen.

SÓCRATES. —Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás jóvenes que se os parecen; venid a persuadirle de que, sin conocer a fondo la filosofía, nunca será capaz de hablar bien sobre ningún objeto. Que Fedro os responda.

FEDRO. —Interrogad.

SÓCRATES. —En general, la retórica ¿no es el arte de conducir las almas por la palabra, no solo en los tribunales y en otras asambleas públicas, sino también en las reuniones particulares, ya se trate de asuntos ligeros, ya de grandes intereses? ¿No es esto lo que se dice?

FEDRO. —No, ¡por Zeus!, no es precisamente eso; el arte de hablar y de escribir sirve, sobre todo, en las defensas del foro, y también en las arengas políticas. Pero no he oído que se extienda a más.

SÓCRATES. —Tú no conoces más que los tratados de retórica de Néstor y de Odiseo, que compusieron en momentos de ocio durante el sitio de Ilión. ¿Nunca has oído hablar de la retórica de Palamedes?

FEDRO. —No, ¡por Zeus!, ni tampoco las retóricas de Néstor y Odiseo, a menos que tu Néstor sea Gorgias, y tu Odiseo Trasímaco o Teodoro.

SÓCRATES. —Quizá, pero dejémoslos. Dime, en los tribunales, ¿qué hacen los adversarios? ¿No sostienen el pro y el contra? ¿Qué dices a esto?

FEDRO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte hará parecer la misma cosa y a las mismas personas justa o injusta, según él quiera.

FEDRO. —¿Y qué?

SÓCRATES. —Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán las mismas cosas ventajosas o funestas a gusto de su elocuencia.

FEDRO. —Sí.

SÓCRATES. —¿No sabemos que el Palamedes de Elea[21] hablaba con tanto arte que presentaba a sus oyentes las mismas cosas semejantes y desemejantes, simples y múltiples, en reposo y en movimiento?

FEDRO. —Ya lo sé.

SÓCRATES. —El arte de sostener las proposiciones contradictorias no es solo del dominio de los tribunales y de las asambleas populares, sino que, al parecer, si hay un arte que tiene por objeto el perfeccionamiento de la palabra, abraza toda clase de discursos, y hace capaz al hombre para confundir siempre todo lo que puede ser confundido, y de distinguir todo lo que el adversario intenta confundir y oscurecer.

FEDRO. —¿Cómo lo entiendes tú?

SÓCRATES. —Creo que la cuestión se ilustrará si tú sigues este razonamiento. ¿Se producirá más fácilmente esta ilusión en las cosas muy diferentes o en las que se diferencian muy poco?

FEDRO. —En estas últimas, evidentemente.

SÓCRATES. —Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se aperciban de ello, ¿deberás desviarte poco a poco o alejarte a paso largo?

FEDRO. —La respuesta no es dudosa.

SÓCRATES. —El que se propone engañar a los demás, sin tenerse él mismo por engañado, ¿será capaz de reconocer exactamente las semejanzas y diferencias de las cosas?