Obras Completas de Platón

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»Por ahora, Protágoras —le dije—, solo falta una pequeña cosa para quedar satisfecho por completo, y me daré por contento cuando hayas tenido la bondad de contestarme. Dices que la virtud puede ser enseñada, y si hay en el mundo un hombre a quien yo crea sobre este punto, eres tú; pero te suplico me quites un escrúpulo que me has dejado en el espíritu. Has dicho que Zeus envió a los hombres el pudor y la justicia, y en todo tu discurso has hablado de la justicia, de la templanza y de la santidad, como si la virtud fuese una sola cosa que abrazase todas estas cualidades. Explícame con la mayor exactitud si la virtud es una, y si la justicia, la templanza, la santidad, no son más que sus partes, o si todas las cualidades que acabo de nombrar no son más que nombres diferentes de una sola y misma cosa. He aquí lo que deseo aún saber de ti.

—Nada más fácil, Sócrates, que satisfacerte sobre este punto, porque la virtud es una, y esas que dices no son más que partes.

—Pero —le dije yo—, ¿son partes de la virtud como son la boca, la nariz, los oídos y los ojos partes del semblante?, ¿o bien lo son como las partes del oro, que son todas de la misma naturaleza que la masa, y solo se diferencian entre sí por la cantidad?

—Son partes, sin duda, como la boca y la nariz lo son del semblante.

—Pero —le dije—, ¿los hombres adquieren unos una parte de esta virtud y otros otra? ¿O necesariamente el que adquiere una tiene que adquirirlas todas?

—De ninguna manera —me respondió—; porque ves todos los días gentes que son valientes e injustas, y otras que son justas sin ser sabias.

—¿Luego el valor y la sabiduría son partes de la virtud?

—Ciertamente —me dijo—, y la mayor de sus partes es la sabiduría.

—Y cada una de sus partes ¿es diferente de la otra?

—Sin dificultad.

—Y cada una ¿tiene sus propiedades, como en las partes del semblante? Por ejemplo, los ojos no son como los oídos, porque tienen propiedades diferentes, y así sucede con las demás, que son todas diferentes y no se parecen, ni por su forma, ni por sus cualidades; ¿sucede lo mismo con las partes de la virtud? ¿La una no se parece en manera alguna a la otra, y todas se diferencian absolutamente entre sí y por sus propiedades? Es evidente que ellas no se parecen, si sucede con ellas lo que con el ejemplo del que nos hemos servido.

—Sócrates, eso es muy cierto —me dijo.

—¿La virtud —le dije— no tiene ninguna otra parte que se parezca a la ciencia, ni a la justicia, ni al valor, ni a la templanza, ni a la santidad?

—No, sin duda.

—Veamos, pues, y examinemos a fondo tú y yo la naturaleza de cada una de sus partes. Comencemos por la justicia; ¿es alguna cosa real en sí o no es nada? Yo encuentro que es alguna cosa; ¿y tú?

—También yo encuentro eso.

—Si alguno se dirigiese a ti y a mí, y nos dijese: «Protágoras y Sócrates, explicadme, os lo suplico, qué es eso que llamáis justicia, es alguna cosa justa o injusta», yo le respondería sin dudar, que es alguna cosa justa: ¿no responderías tú como yo?

—Ciertamente.

—«¿La justicia consiste, según vosotros —nos diría— en ser justo?» Nosotros diríamos que sí; ¿no es verdad?

—Sin duda, Sócrates.

—Y si después nos preguntase: «¿no decís también que hay una santidad?», ¿nosotros le diríamos que la hay?

—Ciertamente.

—«¿Sostenéis que esta santidad es alguna cosa», continuaría él; y nosotros se lo concederíamos?; ¿no es así?

—Sin duda.

—«Consiste su naturaleza en ser santa o impía», seguiría diciendo. Confieso que al oír esta pregunta, yo montaría en cólera, y diría a ese hombre: hablad mejor, os lo suplico; ¿qué habría de santo en el mundo, si la santidad misma no fuese santa? ¿No responderías tú como yo?

—Sí, Sócrates.

—Si después, continuando este hombre, preguntándonos, nos dijese: «¿pero qué es lo que habéis dicho hace un momento?, ¿habré entendido mal? Me parece que dijisteis que las partes de la virtud eran todas diferentes, y que la una jamás era como la otra». Yo le respondería: tienes razón, eso se ha dicho; pero si piensas que soy yo el que lo ha dicho has entendido mal; porque es Protágoras el que ha sentado esa proposición; yo no he hecho más que interrogarle. Entonces no dejaría de dirigirse a ti: «Protágoras», diría, «¿convienes en que ninguna de las partes de la virtud es semejante a otra? ¿Es esta tu opinión?». ¿Qué responderías?

—Me sería forzoso confesarlo, Sócrates.

—Hecha esta confesión, qué le responderíamos, si continuase en sus preguntas, y nos dijese: «¿Según tú, por consiguiente, ni la santidad es una cosa justa, ni la justicia es una cosa santa, sino que la justicia es impía y la santidad es injusta?». ¿Qué le responderíamos, Protágoras? Te confieso, que por mi parte le respondería que tengo la justicia por santa y la santidad por justa; y si tú no me lo impidieras, aseguraría por ti, que estás persuadido de que la justicia es la misma cosa que la santidad o, por lo menos, una cosa muy aproximada, y que la santidad es la misma cosa que la justicia o muy próxima a la justicia. Mira ahora, si me impedirías responder esto por ti, o si convendrías en ello.

—Pero, Sócrates, me parece que no debemos conceder tan ligeramente que la justicia sea santa y que la santidad sea justa, porque hay alguna diferencia entre ellas. ¿Pero qué hace esto al caso? Si quieres, yo consiento en que la justicia sea santa y que la santidad sea justa.

—¿Cómo, si yo quiero? —le dije—; no es esto lo que se trata de refutar; eres tú, soy yo, es nuestro propio convencimiento, y por lo pronto es preciso quitar, a mi parecer, ese si yo quiero, para ilustrar la discusión.

—Sea así —me respondió—; admitamos que la justicia se parece en cierta manera a la santidad, porque una cosa siempre se parece a otra hasta cierto punto. Lo blanco se parece en algo a lo negro, lo duro a lo blando, y así en todas las cosas que parecen las más contrarias. Estas partes mismas, que hemos reconocido que tienen propiedades diferentes, y que la una no es como la otra; quiero decir, las partes del semblante, si te fijas bien en ello, hallarás, que aunque sea en poco se parecen, y que son en cierta manera la una como la otra; y en este concepto podrías probar muy bien, si quisieses, que todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a cosas que no tienen entre sí más que una pequeña semejanza, lo mismo que llamar desemejantes las que se diferencia muy poco; porque una ligera semejanza no hace las cosas semejantes; ni una diferencia ligera, desemejantes.

Sorprendido de este discurso, le pregunté:

—¿Te parece que lo justo y lo santo, no tienen entre sí más que una ligera semejanza?

—Esta semejanza, Sócrates, no es tan ligera como te he dicho, pero tampoco es tan grande como tú piensas.

—Pues bien —le dije—, puesto que te veo de mal talante contra esta santidad y esta justicia, dejemos este punto y pasemos a otros. ¿Qué piensas tú de la insania? ¿No es una cosa enteramente contraria a la sabiduría?

—Así me parece.

—Cuando los hombres se conducen bien y útilmente, ¿no te parece que son más templados en su conducta, que cuando hacen lo contrario?

—Sin contradicción.

—¿Son templados por la templanza?

—No puede ser de otra manera.

—Y los que no se conducen bien, ¿obran locamente y no son en manera alguna templados en su conducta?

—Convengo en ello.

—¿Luego obrar locamente es lo opuesto a obrar con templanza?

—Convengo en ello.

—¿Lo que se hace locamente procede de la insania y lo que se hace con templanza procede de la templanza?

—Sí.

—¿Luego lo que nace de la fuerza es fuerte, y lo que nace de la debilidad es débil?

—Ciertamente.

—¿Es debido a la velocidad que una cosa sea ligera, y debido a la lentitud que sea pesada?

—Sin duda.

—¿Y todo lo que se hace de una misma manera se hace por un mismo principio, como lo que se hace de una manera contraria se hace por un principio contrario?

—Sin dificultad.

—Veamos, pues —le dije—: ¿hay alguna cosa que se llame bella?

—Sí.

—¿Este algo bello tiene otro contrario que lo feo?

—No.

—¿No hay algo que se llama lo bueno?

—Sí.

—¿Lo bueno tiene otro contrario que lo malo?

—No, no tiene otro.

—¿En la voz no hay un tono que se llama agudo?

—Sí.

—¿Y este tono agudo tiene otro contrario que el tono grave?

—No.

—Cada contrario no tiene más que un solo contrario y no muchos.

—Lo confieso.

—Veamos, pues; hagamos una recapitulación de las cosas en que estamos conformes. Hemos convenido en que cada contraria no tiene más que una sola contraria y no muchas.

—Sí.

—Que las contrarias se gobiernan por principios contrarios.

—Conforme.

—Que lo que se hace locamente se hace de una manera contraria a lo que se hace con templanza.

—Sí.

—Que lo que se hace con templanza viene de la templanza, y que lo que se hace locamente viene de la locura.

—Conforme.

—Que lo que se hace de una manera contraria debe ser hecho por un principio contrario.

—Sí.

—¿De manera que una cosa procede de la templanza, y otra cosa procede de la locura?

—Sin duda.

—¿De una manera contraria?

—Sí.

—¿Por principios contrarios?

—Ciertamente.

—¿Luego la templanza es lo contrario de la locura?

—Así me parece.

—¿Te acuerdas que conviniste antes en que la sabiduría es lo contrario de la insania?

 

—Sí.

—¿Y que un contrario no tiene más que un contrario?

—Eso es cierto.

—Por consiguiente ¿a cual de estos dos principios nos atendremos, mi querido Protágoras? ¿Será al de que un contrario no tiene más que un contrario, o al que supusimos antes diciendo que la sabiduría es otra cosa que la templanza, que una y otra son partes de la virtud, y que no solo son diferentes, sino también desemejantes por su naturaleza y por sus efectos, como las partes del semblante? ¿A cuál de estos dos principios renunciaremos? Porque no están de acuerdo, y forman juntos una extraña disonancia. ¡Ah!, ¿cómo podrían concordarse, si se admite como infalible, que un contrario no tiene más que un contrario, sin que pueda tener muchos, y resulta, sin embargo, que la insania tiene dos contrarias, la sabiduría y la templanza? ¿No te parece a ti lo mismo, Protágoras?

Convino en ello a pesar suyo, y yo continué.

—Es preciso que la sabiduría y la templanza sean una misma cosa, como antes vimos que la justicia y la santidad lo son con poca diferencia. Pero no nos cansemos, mi querido Protágoras, y examinemos lo que resta. Te pregunto por lo tanto: un hombre que comete una injusticia, ¿es prudente en aquello mismo en que es injusto?

—Yo, Sócrates —me dijo—, pudor tendría en confesarlo; sin embargo, es la opinión del pueblo en general.

—Pues bien, ¿quieres que me dirija al pueblo o que te hable a ti?

—Te suplico —me dijo— que por lo pronto te dirijas al pueblo.

—Me es igual —le dije—, con tal de que seas tú el que me responda, porque me importa poco que tú pienses de esta o de la otra manera, puesto que yo solo examino la cosa misma; y resultará igualmente que seremos examinados el uno y el otro; yo preguntando y tú respondiendo.

Sobre esto Protágoras puso sus reparos, diciendo que la materia era espinosa; pero al fin se decidió y se resolvió a responderme. Le dije:

—Protágoras, respóndeme, te lo suplico, a mi primera pregunta: los que hacen injusticias, ¿te parece que son prudentes en el acto mismo de ser injustos?

—Sea así —me dijo.

—Ser prudente ¿no es lo mismo que ser sabio?

—Sí.

—Ser sabio ¿no es tomar el mejor partido en la injusticia misma?

—Convengo.

—¿Pero los hombres injustos toman el mejor partido solo cuando triunfa su injusticia o también cuando no triunfa?

—Cuando triunfa.

—¿No crees que ciertas cosas son buenas?

—Ciertamente.

—¿Llamas buenas a las que son útiles a los hombres?

—¡Por Zeus!, hay cosas que no son útiles a los hombres, y no por eso dejo de llamarlas buenas.

El tono con que me habló me hizo conocer que estaba resentido, en un completo desorden de ideas y muy predispuesto a perder el aplomo. Viéndole en este estado, quise halagarle, y procuré preguntarle con más precaución.

—Protágoras —le dije—, ¿llamas buenas a las cosas que no son útiles a ningún hombre o a aquellas que no son útiles en ningún concepto?

—De ninguna manera, Sócrates. Conozco muchas cosas que son dañosas a los hombres, como ciertos brebajes, ciertos alimentos, ciertos remedios y otras mil cosas de la misma naturaleza, y conozco otras que les son útiles. Las hay que son indiferentes a los hombres, y que son muy buenas para los caballos. Las hay que solo son útiles para los bueyes, y otras que solo sirven para los perros. Tal cosa es inútil para los animales, que es buena para los árboles. Más aún; lo que es bueno para la raíz, es muchas veces malo para los vástagos, que perecerían, si se cubriesen sus ramas y sus hojas con el mismo abono que vivifica sus raíces. El aceite es el mayor enemigo de las plantas y de la piel de todos los animales, y es muy buena para la piel del hombre y para todas las partes de su cuerpo. Tan cierto es que lo que se llama bueno es relativamente diverso, porque el aceite mismo de que hablo es bueno para las partes exteriores del hombre, y muy malo para las partes interiores. He aquí por qué los médicos prohíben absolutamente a los enfermos el tomarlo, y les dan en cortas dosis, y solo para corregir el mal olor de ciertas cosas, como las viandas y los alimentos que hay necesidad de darles.

Luego que Protágoras habló de esta manera, todos los que estaban presentes le palmotearon; y yo, tomando la palabra:

—Protágoras —le dije—, yo soy un hombre naturalmente flaco de memoria, y cuando alguno me dirige largos discursos, pierdo el hilo de lo que se trata. Así como que si fuese yo tardo de oído y quisieses conversar conmigo, tendrías que hablarme en voz más alta que a los demás, acomodándote a mi defecto, en la misma forma tienes que abreviar tus respuestas, si quieres que yo te siga, puesto que estás hablando con un hombre de tan poca memoria.

—¿Cómo quieres que abrevie mis respuestas? ¿Quieres que las acorte más que lo que debo?

—No —le dije.

—¿Las quieres tan cortas como sea necesario?

—Eso es lo que yo quiero.

—¿Pero quién ha de ser juez para graduarlo? ¿Serás tú o seré yo?

—Siempre he oído decir, Protágoras, que eres muy capaz, y que puedes hacer capaces a los demás para hacer discursos largos o cortos, como se quiera; que nadie es tan afluente y tan extenso como tú, cuando quieres, así como tampoco tan lacónico, ni que se explique en menos palabras que tú. Si quieres por lo tanto que disfrute yo de tu conversación, aplica el segundo método, y te conjuro a que te valgas de pocas palabras.

—Sócrates —me dijo—, me he tratado con muchos en todo lo largo de mi vida, y si hubiera hecho lo que exiges hoy de mí, y hubiera consentido en dejar cortar mis discursos por mis antagonistas, jamás hubiera obtenido sobre ellos tanta superioridad, ni el nombre de Protágoras se hubiera hecho célebre entre los griegos.

Al oír esto, conocí que no le gustaba esta manera de tratar las cuestiones, y que jamás se resolvería a sufrir interrogatorios. Viendo, pues, que no podía sostener ya por mi parte esta conversación:

—Protágoras —le dije—, no te apuro a que converses conmigo contra tu voluntad, ni a que nos valgamos de un método que te es desagradable; pero si quieres acomodarte a las condiciones de mi carácter y hablar de manera que pueda seguirte, me tienes a tus órdenes. Porque según todos dicen, y tú mismo lo confiesas, te es igual hacer discursos cortos que discursos largos, y con respecto a mí me es imposible seguir discursos difusos. Yo quisiera tener esta capacidad, pero en el supuesto de que te es indiferente adoptar uno u otro método, a ti te corresponde complacerme en este punto, para que nuestra conversación pueda continuar. Al presente, puesto que no te prestas a ello, y que yo no tengo tiempo para oírte por extenso, porque me llama otro negocio, adiós te digo, y por mucho placer que tendría en oír tus arengas, no puedo menos de marcharme.

Diciendo esto, me levanté para retirarme, pero Calias, cogiéndome el brazo con una mano y agarrando mi capa con la otra:

—No te dejaremos marchar, Sócrates —me dijo—, porque si tú sales, se acabó la conversación. Te conjuro a que permanezcas aquí; nada puede halagarme tanto como oír tu disputa con Protágoras; te lo suplico, y nos darás gusto a todos.

Yo le respondí, estando en pie como en ademán de salir:

—Hijo de Hipónico, he admirado siempre el amor que profesas a la sabiduría, y hoy es un objeto de mi admiración y merece mis alabanzas. Ciertamente con toda mi alma haría lo que me pides, si fuera cosa posible; pero es como si me exigieras seguir en la carrera a un Crisón de Himera,[15] que es un joven, o a cualquiera de los que han salvado doce veces seguidas el estadio, o a algún hemeródromo.[16] Quisiera, Calias, tener toda la ligereza necesaria para competir, y lo deseo más que tú, pero esto es imposible. Si quieres vernos correr a Crisón y a mí, obtén de este que se ajuste a mi debilidad, porque no puedo correr tanto, y depende de él que marchemos más lentamente. Lo mismo te digo en este caso; si quieres que Protágoras y yo nos entendamos, suplícale que me responda en pocas palabras como lo hizo al principio, porque de otra manera ¿qué clase de conversación puede tener lugar? Yo he creído siempre que conversar con sus amigos y hacer arengas eran dos cosas muy diferentes.

—Sin embargo, Sócrates —me dijo Calias—, me parece que Protágoras propone una cosa muy justa, cuando quiere que le sea permitido hablar lo que le parezca, y a ti responder en la misma forma.

—Te engañas, Calias —dijo Alcibíades—, eso que propones no es partido igual, porque Sócrates confiesa que no está dotado de esa afluencia de palabras, cuya superioridad reconoce en Protágoras, pero respecto al arte de la disputa, a saber preguntar bien y responder bien, me maravillaría si le viese ceder la primacía, ni a Protágoras, ni a nadie. Que Protágoras confiese a su vez que en este punto es inferior a Sócrates, y asunto concluido; pero si se alaba de que puede sostener la competencia, que entre en lid, que sufra el preguntar y ser preguntado, que responda a las preguntas, sin extenderse hasta el infinito sobre cada una, con el objeto de embrollar la cuestión, evitar la polémica y hacer perder a los oyentes el hilo del estado de la cuestión misma. Por lo que toca a Sócrates, yo salgo garante de que no olvidará nada, y cuando dice que se olvida es porque se burla. Me parece, pues, que su petición es la más justa, puesto que es preciso que cada uno consigne su opinión.

Entonces Critias, tomando la palabra y dirigiéndose a Pródico y a Hipias:

—Me parece, amigos míos —les dijo—, que Calias se ha declarado demasiado abiertamente por Protágoras, y que Alcibíades es demasiado tenaz en sus opiniones. Respecto a nosotros, no nos embrollemos, tomando partido los unos por Protágoras, los otros por Sócrates; antes bien unamos nuestras súplicas para obtener de ellos que no interrumpan esta conversación.

—Hablas perfectamente, Critias —dijo Pródico—; todos los que asisten a una discusión deben escuchar a todos los interlocutores, pero no con la misma igualdad; porque aun prestando a ambos una atención común, debe ser mayor respecto del más sabio, y menor respecto al que no sabe nada. Para mí, si queréis seguir mi consejo, Protágoras y Sócrates, he aquí una cosa en que querría que os pusieseis de acuerdo; y es que discutáis, pero que no os querelléis, porque los amigos discuten entre sí decorosamente, y los enemigos se querellan para despedazarse, y de esta manera esta conversación nos será a todos muy agradable. En primer lugar el fruto que sacaríais sería, no digo nuestras alabanzas, sino nuestra estimación. Porque la estimación es un homenaje sincero que rinde un alma verdaderamente conmovida y persuadida, mientras que la alabanza es un sonido que la boca pronuncia contra los sentimientos del corazón; y nosotros, como oyentes, tendríamos, no lo que se llama placer, sino gozo, porque el gozo es el contentamiento del espíritu que se instruye y adquiere la sabiduría, mientras que el placer no es más, hablando propiamente, que un estímulo de los sentidos, como por ejemplo, el placer de comer.

La mayor parte de los oyentes aplaudieron mucho este discurso de Pródico. El sabio Hipias, tomando en seguida la palabra, dijo:

—Amigos míos, os miro a todos los que estáis presentes como parientes, como amigos y como conciudadanos, no por la ley, sino por la naturaleza. Porque por la naturaleza lo semejante está ligado con su semejante; pero la ley, que es tirano de los hombres, fuerza y violenta la naturaleza en una infinidad de ocasiones. Sería una cosa verdaderamente vergonzosa, que nosotros, que conocemos perfectamente la naturaleza de las cosas y que pasamos por los más hábiles entre los griegos, hubiésemos venido a Atenas, que es en las ciencias como el Pritaneo de la Grecia,[17] y nos hubiésemos reunido en la más grande y más rica casa de la ciudad, para no decir algo que sea digno de nuestra reputación, y para divertirnos en meter cizaña y altercar como los más ignorantes de los hombres. Os conjuro, Sócrates y Protágoras, y os aconsejo, como si fuéramos aquí vuestros árbitros, que toméis este temperamento. Tú, Sócrates, no te pegues demasiado rigurosamente al método seco y árido del diálogo, si Protágoras no te abre el camino; déjale alguna libertad y afloja las riendas a sus discursos, para que nos parezcan más magníficos y más agradables.

 

»Y tú, Protágoras, no hinches de tal manera las velas de tu elocuencia, que te dejes llevar a alta mar y pierdas de vista la tierra. Hay un medio entre estos dos extremos; es, si me creéis, que escojáis un moderador, un juez, un presidente, que os obligue a ambos a manteneros dentro de justos límites.

Este expediente agradó a todos los concurrentes. Calias me repitió que no me dejaría salir, y me estrechó a que nombrara el árbitro; pero en este punto le impugné diciendo, que sería deshonroso para nosotros tomar un moderador de nuestros discursos, porque, como les dije, el que elijamos habrá de ser o inferior o igual a nosotros; si es inferior, no es justo que el menos entendido dé la ley al que lo es más; y si es nuestro igual, pensará como nosotros y la elección de hecho será inútil.

—Pero se dirá: nombrad uno que sea más hábil que vosotros. Esto es fácil de decir; pero en verdad yo no creo que sea posible encontrar uno que sea más hábil que Protágoras; y si escogieseis uno que no valga más que él y que a juicio vuestro fuese mejor, considerad el disgusto que causaríais a un hombre de mérito, sometiéndole a semejante moderador, porque respecto a mí nada me importa. Estoy dispuesto a renovar nuestra conversación para satisfaceros. Si Protágoras no quiere responder, que sea él el que pregunte, yo responderé y al mismo tiempo procuraré hacerle ver la manera como yo creo que debe responderse. Cuando hubiere yo respondido, empleando un tiempo igual al que haya gastado él en preguntarme, me permitirá interrogar a mi vez y me responderá de la misma manera. Si entonces encuentra alguna dificultad en responderme, uniremos vosotros y yo nuestras súplicas para pedirle la misma gracia que ahora me pedís a mí, es decir, que no rompa la conversación. Para todo esto no es necesario nombrar un moderador, porque en vez de uno lo seréis todos.

Todos convinieron en que era esto lo que debía hacerse. Protágoras no estaba del todo satisfecho, pero al fin tuvo que entregarse y prometer que interrogaría el primero, y que cuando se cansara de interrogar, me respondería a su vez de una manera precisa. Protágoras comenzó de esta manera:

—Me parece, Sócrates, que el mejor medio de instruirse consiste en estar versado en la lectura de los poetas, es decir, entender tan perfectamente lo que dicen, que se pueda discernir lo que dicen bien y lo que dicen mal, dar razón de ello y hacerlo sentir a todo el mundo. No temas que me aleje del objeto de nuestra disputa; mi cuestión recaerá siempre sobre la virtud. Toda la diferencia consistirá en que te someteré al dominio de la poesía. Simónides dice en cierto pasaje, dirigiéndose a Scopas hijo de Creón el tesaliense:

»Es difícil llegar a ser verdaderamente virtuoso,

a ser cuadrado[18] de las manos, de los pies y del espíritu,

en fin, a no tener la menor imperfección.

¿Te acuerdas de esta pieza o quieres que te la recite?

—No es necesario —le dije—; me acuerdo de ella y la he estudiado detenidamente.

—Tanto mejor —dijo—, ¿pero te parece que es buena o mala, verdadera o no verdadera?

—Me parece buena y verdadera.

—¿Pero la tendremos por acabada si el poeta se contradice en ella?

—No, sin duda.

—¡Oh! —dijo—, examínala mejor entonces.

—Mi querido Protágoras —le respondí—, creo haberla examinado suficientemente.

—Puesto que tan bien la has examinado, observa lo que dice después:

»El dicho de Pítaco[19] no me place en manera alguna,

aunque Pítaco sea uno de los sabios,

cuando dice que es difícil ser virtuoso.

»¿Comprendes que el mismo hombre que dijo lo de arriba pueda decir esto?

—Sí, lo comprendo.

—¿Y crees que estos dos pasajes concuerdan?

—Sí, Protágoras —le dije—; y al mismo tiempo, temeroso yo de que pasara a otras cuestiones, le pregunté:

—Pero qué, ¿crees tú que no concuerdan?

—¿No puedo creer que un hombre se pone de acuerdo consigo mismo, cuando primero sienta esta proposición: «Es difícil llegar a ser virtuoso», y a renglón seguido se olvida de este precioso principio, y usando la misma palabra, pone en boca de Pítaco: «que es bien difícil ser virtuoso», por lo que le reprende, y dice en palabras terminantes que no le agrada esta opinión en manera alguna, cuando es la suya misma? Cuando condena a un autor, que no dice más que lo que él ha dicho, se vitupera a sí mismo, y es preciso necesariamente que en uno o en otro pasaje hable mal.

Apenas concluyó de decir esto, cuando se levantó un gran ruido en la asamblea, llenando a Protágoras de aplausos; y, yo lo confieso, como un atleta que recibe un gran golpe, quedé tan aturdido que se me trastornó la cabeza, tanto por el ruido de la gente, como por lo que le acababa de oír. En fin, ya que es preciso deciros la verdad, para tener tiempo de profundizar el sentido del poeta, me volví hacia Pródico, y dirigiéndole la palabra:

—Pródico —le dije—, Simónides es tu compatriota, y es justo que salgas a su defensa, y te interpelo para ello, como Homero finge que el Escamandro, vivamente hostigado por Aquiles, llama en su socorro al Simois[20] diciendo: rechacemos tú y yo, mi querido hermano, a este terrible enemigo.[21] Yo te digo lo mismo; pongámonos en guardia, no sea que Protágoras derrote a nuestro Simónides. La defensa de este poeta depende de la habilidad, que suministra la ciencia, que distingue sutilmente la voluntad del deseo, como dos cosas muy diferentes. Esta misma habilidad es la que te ha suministrado esas cosas tan buenas que acabas de enseñarnos. Mira si tú eres de mi opinión, porque no me parece que Simónides se contradiga. Pero dime tú, el primero, te lo suplico, lo que piensas. ¿Crees, que ser y devenir o llegar a ser sean la misma cosa o dos cosas diferentes?

—Dos cosas muy diferentes, ¡por Zeus! —respondió Pródico.

—En los primeros versos, Simónides declara su pensamiento, diciendo: «Que es muy difícil devenir verdaderamente virtuoso».

—Dices verdad, Sócrates.

—Reprende a Pítaco, no como tú piensas, Protágoras, por haber dicho lo mismo que él, sino por haber dicho una cosa muy diferente. En efecto, Pítaco no ha dicho como Simónides que es difícil devenir virtuoso, sino ser virtuoso. Ser y devenir, mi querido Protágoras, no son la misma cosa, según opinión del mismo Pródico; y si no son la misma cosa, Simónides no se contradice en manera alguna. Quizá Pródico y muchos otros piensan con Hesíodo[22] que es a la verdad difícil devenir o hacerse hombre de bien, porque los dioses han puesto el sudor delante de la virtud, pero que una vez llegado a la cima, la virtud es fácil poseerla, aunque al principio haya costado sacrificios.

Habiéndome oído Pródico hablar de esta manera, hizo de ello un gran elogio. Pero Protágoras, tomando la palabra:

—Tu explicación, Sócrates —me dijo—, es aún más viciosa que el texto.

—A juicio tuyo, Protágoras, muy mal lo he hecho —le respondí—; y soy un mal médico, que queriendo curar el mal, lo aumento.

—Es como te digo, Sócrates.

—¿Cómo es eso?

—Sería bien ignorante el poeta —dijo—, si hubiera dicho de la virtud que era fácil poseerla, cuando todo el mundo conviene que es cosa muy difícil.

—¡Por Zeus!, Protágoras —dije yo—, qué fortuna tenemos en que Pródico esté presente a nuestra discusión, porque la ciencia de Pródico es una de las antiguas y divinas, y no es solo del siglo de Simónides, sino mucho más antigua. Tú eres ciertamente muy entendido en otras ciencias, más en esta me pareces poco instruido. En cuanto a mí puedo decir, que tengo de ella alguna tintura como discípulo de Pródico. Me parece que tú no comprendes que Simónides no ha dado a la palabra difícil el sentido que tú le das. Con esta palabra sucede lo que con la palabra terrible; todas las veces que la empleo en buen sentido, y digo, por ejemplo, para alabarte: Protágoras es terrible, Pródico me reprende siempre, y me dice que si no me da vergüenza llamar terrible a lo que es laudable; porque añade que esta palabra se toma siempre en mal sentido. Y esto es tan cierto, que a nadie oyes decir: riquezas terribles, paz terrible, salud terrible; pero todo el mundo dice: una enfermedad terrible, una terrible guerra, una terrible pobreza. ¿Qué sabes tú, si por este epíteto difícil Simónides y todos los habitantes de la isla de Ceos, quieren expresar alguna cosa de malo, u otra cosa que nosotros no entendamos? Preguntémoslo a Pródico, porque es justo pedirle la explicación de los términos de que se ha servido Simónides. Dinos, pues, Pródico, ¿qué ha querido decir Simónides por la palabra difícil?