Obras Completas de Platón

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—Sócrates, puedes decirme ahora delante de toda esta amable sociedad, lo que ya habías comenzado a decirme por este joven.

—Protágoras —le dije—, no haré otro exordio que el que ya hice antes. Hipócrates, a quien ves aquí, arde en deseo de gozar de tu trato, y querría saber las ventajas que se promete; he aquí todo lo que teníamos que decirte.

Entonces Protágoras, volviéndose hacia Hipócrates:

—Mi querido joven —le dijo— las ventajas que sacarás de tus relaciones conmigo serán que desde el primer día te sentirás más hábil por la tarde que lo que estabas por la mañana, al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás visiblemente que vas en continuo progreso.

—Pero, Protágoras —le dije—; nada de sorprendente tiene lo que dices y antes bien es muy natural, porque tú mismo, por avanzado que estés en años y por hábil que seas, si alguno te enseñase lo que no sabes, precisamente te habías de hacer más sabio que lo que eres. ¡Ah!, no es esto lo que exigimos. Supongamos que Hipócrates de repente muda de proyecto, y que entra en deseo de adherirse a ese pintor joven que acaba de llegar a la ciudad, a Zeuxipo de Heraclea; que se dirige a él, como al presente se dirige a ti, y que este pintor le hace la misma promesa que tú le haces: que cada día se hará más hábil y hará nuevos progresos. Si Hipócrates le pregunta, en qué hará tan grandes progresos, ¿no es claro que Zeuxipo le responderá que los hará en la pintura? Que le entre en el magín ligarse en la misma forma a Ortágoras el Tebano, y que, después de haber oído de su boca las mismas promesas que tú le has hecho, le hiciese la misma pregunta, esto es en qué se hará cada día más hábil, ¿no es claro que Ortágoras le respondería que en el arte de tocar la flauta? Siendo esto así, te suplico, Protágoras, que nos respondas con la misma precisión. Nos dices que si Hipócrates intima contigo, desde el primer día se hará más hábil, al día siguiente más aún, al otro día alcanzará nuevos progresos, y así por todos los días de su vida; pero explícanos en qué.

—Sócrates —dijo entonces Protágoras—, he aquí una cuestión bien sentada, y me gusta responder a los que las presentan de esta especie. Te digo que Hipócrates no tiene que temer conmigo lo que le sucedería con cualquier otro de los sofistas, porque todos los demás causan un notable perjuicio a los jóvenes en cuanto a que les obligan, contra su voluntad, a aprender artes que no les interesan y que de ninguna manera querían aprender, como la aritmética, la astronomía, la geometría, la música, (y diciendo esto miraba a Hipias) en vez de lo cual, conmigo, este joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí, y esta ciencia no es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa, y que en las cosas tocantes a la república nos hace muy capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso.

—Mira —le dije—, si he cogido bien tu pensamiento; me parece que quieres hablar de la política, y que te supones capaz para hacer de los hombres buenos ciudadanos.

—Precisamente —dijo él—, es eso lo que forma mi orgullo.

—En verdad, Protágoras —le dije—, vaya una ciencia maravillosa, si es cierto que la posees, y no tengo dificultad en decirte libremente en esta materia lo que pienso. Hasta ahora había creído que era esta una cosa que no podía ser enseñada, pero puesto que dices que tú la enseñas, ¿qué remedio me queda sino creerte? Sin embargo, es justo te diga las razones que tengo para creer que no puede ser enseñada, y que no depende de los hombres comunicar esta ciencia a los demás. Estoy persuadido, como lo están todos los griegos, de que los atenienses son muy sabios. Veo en todas nuestras asambleas, que cuando la ciudad tiene precisión de construir un edificio, se llama a los arquitectos para que den su dictamen; que cuando se quieren construir naves, se hacen venir los carpinteros que trabajan en los arsenales; y que lo mismo sucede con todas las demás cosas que por su naturaleza pueden ser enseñadas y aprendidas; y si alguno que no es profesor se mete a dar consejos, por bueno, por rico, por noble que sea, no le dan oídos, y lo que es más, se burlan de él, le silban, y hasta llega el caso de hacer un ruido espantoso para que se retire, si antes no lo cogen los ujieres y lo echan fuera por orden de los senadores. Así se conduce el pueblo en todas las cosas que dependen de las artes. Pero siempre que se delibera sobre la organización de la república, entonces se escucha indiferentemente a todo el mundo. Veis al albañil, al aserrador, al zapatero, al mercader, al patrón de buque, al pobre, al rico, al noble, al plebeyo, levantarse para dar sus pareceres, y no se lleva a mal; nadie hace ruido como en las otras ocasiones, y a nadie se le echa en cara que se injiera[8] en dar consejos sobre cosas que ni ha aprendido, ni ha tenido maestros que se las hayan enseñado; prueba evidente, de que todos los atenienses creen que la política no puede ser enseñada.

»Esto se ve no solo en los negocios generales de la república, sino también en los asuntos particulares y en todos los casos, porque los más sabios y los más hábiles de nuestros ciudadanos no pueden comunicar su sabiduría y su habilidad a los demás. Sin ir más lejos, Pericles ha hecho que sus dos hijos, que están presentes, aprendan todo lo que depende de maestros, pero en razón de su capacidad política, ni él los enseña, ni los envía a casa de ningún maestro, sino que los deja pastar libremente por todas las praderías, como animales consagrados a los dioses que vagan errantes sin pastor, para ver si por fortuna se ponen ellos por sí mismos en el camino de la virtud. Es cierto que el mismo Pericles, tutor de Clinias, hermano segundo de Alcibíades, aquí presente, temeroso de que este último, mucho más joven, fuese corrompido por su hermano, tomó el partido de separarlos, y llevó a Clinias a casa de Arifrón[9] para que este hombre sabio tuviese cuidado de educarle e instruirle. ¿Pero qué sucedió? Que apenas Clinias estuvo seis meses, cuando Arifrón, sin saber qué hacer de él, le restituyó a Pericles. Podría citar muchos otros, que siendo muy virtuosos y muy hábiles, jamás han podido hacer mejores, ni a sus hijos, ni a los hijos de otros, y cuando considero todos estos ejemplares, te confieso, Protágoras, que me confirmo más en mi opinión de que la virtud no puede ser enseñada; y así es que cuando te oigo hablar como tú lo haces, me conmuevo y comienzo a creer que dices verdad, persuadido como estoy de que tú tienes larga experiencia, que has aprendido mucho de los demás, y que has encontrado en ti mismo grandes recursos. Si nos puedes demostrar claramente que la virtud por su naturaleza puede ser enseñada, no nos ocultes tan rico tesoro, y haznos partícipes de él; te lo suplico encarecidamente.

—No te lo ocultaré —dijo— pero escoge; ¿quieres que te haga, como buen anciano que se dirige a jóvenes, esta demostración por medio de una fábula[10], o que haga un discurso razonado?

Al oír estas palabras, la mayor parte de los que estaban sentados exclamaron que él era el jefe y que se le dejase la elección.

—Supuesto eso —dijo—, creo que la fábula será más agradable.

»Hubo un tiempo en que los dioses existían solos, y no existía ningún ser mortal. Cuando el tiempo destinado a la creación de estos últimos se cumplió, los dioses los formaron en las entrañas de la tierra, mezclando la tierra, el fuego y los otros dos elementos que entran en la composición de los dos primeros. Pero antes de dejarlos salir a luz, mandaron los dioses a Prometeo[11] y a Epimeteo que los revistieran con todas las cualidades convenientes, distribuyéndolas entre ellos. Epimeteo suplicó a Prometeo que le permitiera hacer por sí solo esta distribución, «a condición», le dijo, «de que tú la examinarás cuando yo la hubiere hecho». Prometeo consintió en ello; y he aquí a Epimeteo en campaña. Distribuye a unos la fuerza sin la velocidad, y a otros la velocidad sin la fuerza; da armas naturales a estos y a aquellos se las rehúsa; pero les da otros medios de conservarse y defenderse. A los que da cuerpos pequeños les asigna las cuevas y los subterráneos para guarecerse, o les da alas para buscar su salvación en los aires; los que hace corpulentos en su misma magnitud tienen su defensa. Concluyó su distribución con la mayor igualdad que le fue posible, tomando bien las medidas, para que ninguna de estas especies pudiese ser destruida. Después de haberles dado todos los medios de defensa para libertar a los unos de la violencia de los otros, tuvo cuidado de guarecerlos de las injurias del aire y del rigor de las estaciones. Para esto los vistió de un vello espeso y una piel dura, capaz de defenderlos de los hielos del invierno y de los ardores del estío, y que les sirve de abrigo cuando tienen necesidad de dormir, y guarneció sus pies con un casco muy firme, o con una especie de callo espeso y una piel muy dura, desprovista de sangre. Hecho esto, les señaló a cada uno su alimento; a estos las hierbas; a aquellos los frutos de los árboles; a otros las raíces; y hubo especie a la que permitió alimentarse con la carne de los demás animales; pero a ésta la hizo poco fecunda, y concedió en cambio una gran fecundidad a las que debían alimentarla, a fin de que ella se conservase. Pero como Epimeteo no era muy prudente, no se fijó en que había distribuido todas las cualidades entre los animales privados de razón, y que aún le quedaba la tarea de proveer al hombre. No sabía qué partido tomar, cuando Prometeo llegó para ver la distribución que había hecho. Vio todos los animales perfectamente arreglados, pero encontró al hombre desnudo, sin armas, sin calzado, sin tener con qué cubrirse.

 

Estaba ya próximo el día destinado para aparecer el hombre sobre la tierra y mostrarse a la luz del sol, y Prometeo no sabía qué hacer, para dar al hombre los medios de conservarse. En fin, he aquí el expediente a que recurrió: robó a Hefesto y a Atenea[12] el secreto de las artes y el fuego, porque sin el fuego las ciencias no podían poseerse y serían inútiles, y de todo hizo un presente al hombre. He aquí de qué manera el hombre recibió la ciencia de conservar su vida; pero no recibió el conocimiento de la política, porque la política estaba en poder de Zeus, y Prometeo no tenía aún la libertad de entrar en el santuario del padre de los dioses,[i] cuya entrada estaba defendida por guardas terribles. Pero, como estaba diciendo, se deslizó furtivamente en el taller en que Hefesto y Atenea trabajaban, y habiendo robado a este dios su arte, que se ejerce por el fuego, y a aquella diosa el suyo, se los regaló al hombre, y por este medio se encontró en estado de proporcionarse todas las cosas necesarias para la vida. Se dice que Prometeo fue después castigado por este robo[13], que solo fue hecho para reparar la falta cometida por Epimeteo. Cuando se hizo al hombre partícipe de las cualidades divinas, fue el único de todos los animales, que a causa del parentesco que le unía con el ser divino, se convenció de que existen dioses, les levantó altares y les dedicó estatuas. En igual forma creó una lengua, articuló sonidos y dio nombres a todas las cosas, construyó casas, hizo trajes, calzado, camas y sacó sus alimentos de la tierra. Con todos estos auxilios los primeros hombres vivían dispersos, y no había aún ciudades. Se veían miserablemente devorados por las bestias, siendo en todas partes mucho más débiles que ellas. Las artes que poseían eran un medio suficiente para alimentarse, pero muy insuficiente para defenderse de los animales, porque no tenían aún ningún conocimiento de la política, de la que el arte de la guerra es una parte. Creyeron que era indispensable reunirse para su mutua conservación, construyendo ciudades. Pero apenas estuvieron reunidos, se causaron los unos a los otros muchos males, porque aún no tenían ninguna idea de la política. Así es que se vieron precisados a separarse otra vez, y he aquí expuestos de nuevo al furor de las bestias. Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad. Hermes, recibida esta orden, preguntó a Zeus, cómo debía dar a los hombres el pudor y la justicia, y si los distribuiría como Epimeteo había distribuido las artes; porque he aquí cómo lo fueron estas: el arte de la medicina, por ejemplo, fue atribuido a un hombre solo, que lo ejerce por medio de una multitud de otros que no la conocen, y lo mismo sucede con todos los demás artistas.

»—¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pudor y la justicia entre un pequeño número de personas, o las repartiré a todos indistintamente?

»—A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean partícipes, porque si se entregan a un pequeño número, como se ha hecho con las demás artes, jamás habrá, ni sociedades, ni poblaciones. Además, publicarás de mi parte una ley, según la que todo hombre, que no participe del pudor y de la justicia, será exterminado y considerado como la peste de la sociedad.

»Aquí tienes, Sócrates, la razón por la que los atenienses y los demás pueblos que deliberan sobre negocios concernientes a las artes, como la arquitectura o cualquier otro, solo escuchan los consejos de pocos, es decir, de los artistas; y si otros, que no son de la profesión, se meten a dar su dictamen, no se les sufre, como has dicho muy bien, y es muy racional que así suceda. Pero cuando se trata de los negocios que corresponden puramente a la política, como la política versa siempre sobre la justicia y la templanza, entonces escuchan a todo el mundo y con razón, porque todos están obligados a tener estas virtudes, pues que de otra manera no hay sociedad. Ésta es la única razón de tal diferencia, Sócrates.

»Y para que no creas que te engaño cuando digo que todos los hombres están verdaderamente persuadidos de que cada particular tiene un conocimiento suficiente de la justicia y de todas las demás virtudes políticas, aquí tienes una prueba que no te permite dudar. En las demás artes, como dijiste muy bien, si alguno se alaba de sobresalir en una de ellas, por ejemplo, en la de tocar la flauta, sin saber tocar, todo el mundo le silba y se levanta contra él, y sus parientes hacen que se retire como si fuera un hombre que ha perdido el juicio. Por el contrario, cuando se ve un hombre que, hablando de la justicia y de las demás virtudes políticas, dice delante de todo el mundo, atestiguando contra sí mismo, que no es justo ni virtuoso, aunque en todas la demás ocasiones sea loable decir la verdad, en este caso se califica de locura, y se dice con razón, que todos los hombres están obligados a afirmar de sí mismos que son justos, aunque no lo sean, y que el que no sabe, por lo menos, fingir lo justo, es enteramente un loco; porque no hay nadie que no esté obligado a participar de la justicia de cualquier manera, a menos que deje de ser hombre. He aquí por qué he sostenido que es justo oír indistintamente a todo el mundo, cuando se trata de la política, en concepto de que no hay nadie que no tenga algún conocimiento de ella.

»Es preciso que todos se persuadan de que estas virtudes no son, ni un presente de la naturaleza, ni un resultado del azar, sino fruto de reflexiones y de preceptos, que constituyen una ciencia que puede ser enseñada, que es lo que ahora me propongo demostraros.

»¿No es cierto, que respecto a los defectos que nos son naturales o que nos vienen de la fortuna, nadie se irrita contra nosotros, nadie nos lo advierte, nadie nos reprende, en una palabra, no se nos castiga para que seamos distintos de lo que somos? Antes por lo contrario, se tiene compasión de nosotros, porque ¿quién podría ser tan insensato que intentara corregir a un hombre raquítico, a un hombre feo, a un valetudinario? ¿No está todo el mundo persuadido de que los defectos del cuerpo, lo mismo que sus bellezas, son obras de la naturaleza y de la fortuna? No sucede lo mismo con todas las demás cosas que pasan en verdad por fruto de la aplicación y del estudio. Cuando se encuentra alguno que no las tiene o que tiene los vicios contrarios a estas virtudes que debería tener, todo el mundo se irrita contra él; se le advierte, se le corrige y se le castiga. En el número de estos vicios entran la injusticia y la impiedad, y todo lo que se opone a las virtudes políticas y sociales. Como todas estas virtudes pueden ser adquiridas por el estudio y por el trabajo, todos se sublevan contra los que han despreciado el aprenderlas. Es esto tan cierto, Sócrates, que si quieres tomar el trabajo de examinar lo que significa esta expresión: castigar a los malos, la fuerza que tiene y el fin que nos proponemos con este castigo; esto solo basta para probarte que los hombres todos están persuadidos de que la virtud puede ser adquirida. Porque nadie castiga a un hombre malo solo porque ha sido malo, a no ser que se trate de alguna bestia feroz que castigue para saciar su crueldad. Pero el que castiga con razón, castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de suceder, sino por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo. Todo hombre que se propone este objeto, está necesariamente persuadido de que la virtud puede ser enseñada, porque solo castiga respecto al porvenir. Es constante que todos los hombres que hacen castigar a los malos, sea privadamente, sea en público, lo hacen con esta idea, y lo mismo los atenienses que todos los demás pueblos. De donde se sigue necesariamente, que los atenienses están tan persuadidos como los demás pueblos, de que la virtud puede ser adquirida y enseñada. así es que con razón oyen en sus consejos al albañil, al herrero, al zapatero, porque están persuadidos de que se puede enseñar la virtud, y me parece que esto está suficientemente probado.

»La única duda que queda en pie es la relativa a los hombres virtuosos. Preguntas de dónde nace que esos grandes personajes hacen que sus hijos aprendan todo lo que puede ser enseñado por maestros, haciéndolos muy hábiles en todas estas artes, mientras que son impotentes para enseñarles sus propias virtudes lo mismo que a los demás ciudadanos. Para responder a esto, Sócrates, no recurriré a la fábula como antes, sino que te daré razones muy sencillas, y para ello me basto solo. ¿No crees que hay una cosa, a la que todos los ciudadanos están obligados igualmente, y sin la que no se concibe ni la sociedad, ni la ciudad? La solución de la dificultad depende de este solo punto. Porque si esta cosa única existe, y no es el arte del carpintero, ni del herrero, ni del alfarero, sino la justicia, la templanza, la santidad, y, en una palabra, todo lo que está comprendido bajo el nombre de virtud; si esta cosa existe, y todos los hombres están obligados a participar de ella, de manera que cada particular que quiera instruirse o hacer alguna cosa, esté obligado a conducirse según sus reglas o renunciar a todo lo que quería; que todos aquellos que no participen de esta cosa, hombres, mujeres y niños, sean contenidos, reprimidos y penados hasta que la instrucción y el castigo los corrijan; y que los que no se enmienden sean castigados con la muerte o arrojados de la ciudad; si todo esto sucede, como tú no lo puedes negar, por más que esos hombres grandes, de que hablas, hagan aprender a sus hijos todas las demás cosas, si no pueden enseñarles esta cosa única, quiero decir, la virtud, es preciso un milagro para que sean hombres de bien. Ya te he probado que todo el mundo está persuadido de que la virtud puede ser enseñada en público y en particular. Puesto que puede ser enseñada, ¿te imaginas que haya padres que instruyan a sus hijos en todas las cosas, que impunemente se pueden ignorar, sin incurrir en la pena de muerte ni en la menor pena pecuniaria, y que desprecien enseñarles las cosas cuya ignorancia va ordinariamente seguida de la muerte, de la prisión, del destierro, de la confiscación de bienes, y para decirlo en una sola palabra, de la ruina entera de las familias? ¿No se advierte que todos emplean sus cuidados en la enseñanza de estas cosas? Sí, sin duda, Sócrates, y debemos pensar que estos padres, tomando sus hijos desde la más tierna edad, es decir, desde que se hallan en estado de entender lo que se les dice, no cesan toda su vida de instruirlos y reprenderlos, y no solo los padres sino también las madres, las nodrizas y los preceptores.

»Todos trabajan únicamente para hacer los hijos virtuosos, enseñándoles con motivo de cada acción, de cada palabra, que tal cosa es justa, que tal otra injusta, que esto es bello, aquello vergonzoso, que lo uno es santo, que lo otro impío, que es preciso hacer esto y evitar aquello. Si los hijos obedecen voluntariamente estos preceptos, se los alaba, se los recompensa; si no obedecen, se los amenaza, se los castiga, y también se los endereza como a los árboles que se tuercen. Cuando se los envía a la escuela, se recomienda a los maestros que no pongan tanto esmero en enseñarles a leer bien y tocar instrumentos, como en enseñarles las buenas costumbres. Así es que los maestros en este punto tienen el mayor cuidado. Cuando saben leer y pueden entender lo que leen, en lugar de preceptos a viva voz, los obligan a leer en los bancos los mejores poetas, y a aprenderlos de memoria. Allí encuentran preceptos excelentes y relaciones en que están consignados elogios de los hombres más grandes de la antigüedad, para que estos niños, inflamados con una noble emulación, los imiten y procuren parecérseles. Los maestros de música hacen lo mismo, y procuran que sus discípulos no hagan nada que pueda abochornarles. Cuando saben la música y tocan bien los instrumentos, ponen en sus manos composiciones de los poetas líricos, obligándolos a que las canten acompañándose con la lira, para que de esta manera el número y la armonía se insinúen en su alma, aún muy tierna, y para que haciéndose por lo mismo más dulces, más tratables, más cultos, más delicados, y por decirlo así, más armoniosos y más de acuerdo, se encuentren los niños en disposición de hablar bien y de obrar bien, porque toda la vida del hombre tiene necesidad de número y de armonía.

 

»No contentos con esto, se los envía además a los maestros de gimnasia, con el objeto de que, teniendo el cuerpo sano y robusto, puedan ejecutar mejor las órdenes de un espíritu varonil y sano, y que la debilidad de su temperamento no les obligue rehusar el servir a su patria, sea en la guerra, sea en las demás funciones. Los que tienen más recursos son los que comúnmente ponen sus hijos al cuidado de maestros, de manera que los hijos de los más ricos son los que comienzan pronto sus ejercicios, y los continúan por más tiempo, porque desde su más tierna edad concurren a estas enseñanzas, y no cesan de concurrir hasta que son hombres hechos. Apenas han salido de manos de sus maestros, cuando la patria les obliga a aprender las leyes y a vivir según las reglas que ellas prescriben, para que cuanto hagan, sea según principios de razón y nada por capricho o fantasía; y a la manera que los maestros de escribir dan a los discípulos, que no tienen firmeza en la mano, una reglilla para colocar bajo del papel, a fin de que, copiando las muestras, sigan siempre las líneas marcadas, en la misma forma la patria da a los hombres las leyes que han sido inventadas y establecidas por los antiguos legisladores. Ella los obliga a gobernar y a dejarse gobernar según sus reglas, y si alguno se separa le castiga, y a esto llamáis comúnmente vosotros, valiéndoos de una palabra muy propia, enderezar, que es la función misma de la ley. Después de tantos cuidados como se toman en público y en particular para inspirar la virtud, ¿extrañarás, Sócrates, y dudarás ni un solo momento, que la virtud puede ser enseñada? Lejos de extrañarlo, deberías sorprenderte más, si lo contrario fuese lo cierto. ¿Pero de dónde nace que muchos hijos de hombres virtuosísimos se hacen muy malos? La razón es muy clara, y no puede causar sorpresa, si lo que yo he dicho es exacto. Si es cierto que todo hombre está obligado a ser virtuoso, para que la sociedad subsista, como lo es sin la menor duda, escoge, entre todas las demás ciencias y profesiones que ocupan a los hombres, la que te agrade. Supongamos, por ejemplo, que esta ciudad no pueda subsistir, si no somos todos tocadores de flauta. ¿No es claro que en este caso todos nos entregaríamos a este ejercicio, que en público y en particular nos enseñaríamos los unos a los otros a tocar, que reprenderíamos y castigaríamos a los que no quisiesen aprender, y que no haríamos de esta ciencia más misterio que el que ahora hacemos de la ciencia de la justicia y de las leyes? ¿Rehúsa nadie enseñar a los demás lo que es justo? ¿Se guarda el secreto de esta ciencia, como se practica con todas las demás? No, sin duda; y la razón es porque la virtud y la justicia de cada particular son útiles a toda la sociedad. He aquí por qué todo el mundo se siente inclinado a enseñar a los demás todo lo relativo a las leyes y a la justicia. Si sucediese lo mismo en el arte de tocar la flauta, y estuviésemos todos igualmente inclinados a enseñar a los demás sin ninguna reserva lo que supiésemos, ¿crees tú, Sócrates, que los hijos de los mejores tocadores de flauta se harían siempre mejores en este arte que los hijos de los medianos tocadores? Estoy persuadido de que tú no lo crees. Los hijos que tengan las más felices disposiciones para el ejercicio de este arte, serían los que harían los mayores progresos, mientras que se fatigarían en vano los demás y no adquirirían jamás nombradía, y veríamos todos los días el hijo de un famoso tocador de flauta no ser más que una medianía, y, por el contrario, el hijo de un ignorante hacerse muy hábil; pero mirando al conjunto, todos serán buenos si los comparas con los que jamás han manejado una flauta.

»En la misma forma ten por cierto que el más injusto de todos los que están nutridos en el conocimiento de las leyes y de la sociedad sería un hombre justo, y hasta capaz de enseñar la justicia, si lo comparas con gentes que no tienen educación, ni leyes, ni tribunales, ni jueces; que no están forzados por ninguna necesidad a rendir homenaje a la virtud, y que, en una palabra, se parecen a esos salvajes que Ferécrates nos presentó el año pasado en las fiestas de Baco. Créeme, si hubieras de vivir con hombres semejantes a los misántropos que este poeta introduce en su pieza dramática, te tendrías por muy dichoso cayendo en manos de un Euríbates y de un Frinondas[14], y suspirarías por la maldad de nuestras gentes, contra la que declamas hoy tanto. Tu mala creencia no tiene otro origen que la facilidad con que todo esto se verifica y como ves que todo el mundo enseña la virtud como puede, te place el decir que no hay un solo maestro que la enseñe. Esto es como si buscaras en Grecia un maestro que enseñase la lengua griega; no lo encontrarías; ¿por qué? Porque todo el mundo la enseña. Verdaderamente, si buscaseis alguno que pudiese enseñar a los hijos de los artesanos el oficio de sus padres, con la misma capacidad que podrían hacerlo estos mismos o los maestros jurados, te confieso, Sócrates, con más razón, que semejante maestro no sería fácil encontrarlo; pero encontrar a los que pueden instruir a los ignorantes es cosa sencilla. Lo mismo sucede con la virtud y con todas las demás cosas semejantes a ella. Por pequeña que sea la ventaja que otro hombre tenga sobre nosotros para impulsarnos y encarrilarnos por el camino de la virtud, es cosa con la que debemos envanecemos y darnos por dichosos. Creo ser yo del número de estos, porque sé mejor que nadie todo lo que debe practicarse para hacer a uno hombre de bien, y puedo decir que no robo el dinero que tomo, pues aún merezco más según el voto mismo de mis discípulos. He aquí mi modo ordinario de proceder en este caso: cuando alguno ha aprendido de mí lo que deseaba saber, si quiere, me paga lo que hay costumbre de darme, y si no, puede ir a un templo, y después de jurar que lo que le he enseñado vale tanto o cuanto, depositar la suma que me destine.

»He aquí, Sócrates, cuál es la fábula y cuáles son las razones de que he querido valerme para probarte que la virtud puede ser enseñada y que están persuadidos de ello todos los atenienses; y para hacerte ver igualmente que no hay que extrañar que los hijos de los padres más virtuosos sean las más veces poca cosa, y que los de los ignorantes salgan mejores, puesto que aquí mismo vemos que los hijos de Policleto, que son de la misma edad que Jantipo y Páralos, no son nada si se les compara con su padre, y lo mismo sucede con otros muchos hijos de nuestros más grandes artistas. Pero con respecto a los hijos de Pericles, que acabo de nombrar, no es tiempo de juzgarlos, porque da espera su tierna juventud.

Concluido este largo y magnífico discurso, Protágoras calló; y yo, después de haber permanecido largo rato en una especie de arrobamiento, me puse a mirarle como quien esperaba que dijese más, y cosas que yo aguarda con mucha impaciencia. Pero viendo que había efectivamente concluido, y después de hacer yo un esfuerzo para replegarme sobre mí mismo, me dirigí a Hipócrates y le dije:

—En verdad, hijo de Apolodoro, no me es posible expresarte mi agradecimiento en haberme precisado a venir aquí, porque por nada en el mundo hubiera querido perder esta ocasión de haber oído a Protágoras. Hasta aquí había creído siempre que de ninguna manera debíamos al auxilio del hombre el hacernos virtuosos, pero al presente estoy persuadido de que es una cosa puramente humana. Solo me queda un pequeño escrúpulo, que me quitará fácilmente Protágoras, que tan lindas cosas nos acaba de demostrar. Si consultáramos sobre estas materias a alguno de nuestros grandes oradores, quizá tendríamos discursos semejantes a este, y creeríamos oír a un Pericles o a alguno de los más elocuentes que hemos tenido. Pero si después de esto les propusiéramos alguna objeción, no sabrían qué decir, ni qué responder, y permanecerían mudos como un libro; en lugar de que, no oponiendo objeciones y limitándose a escucharles, no concluirían nunca, y harían como los vasos de bronce, que una vez golpeados producen por largo tiempo un sonido, si no se pone en ellos la mano o se los coge, y he aquí lo que hacen nuestros oradores; se les excita, razonan hasta el infinito. No sucede esto con Protágoras; es muy capaz, no solo de pronunciar largos y preciosos discursos, como acaba de hacerlo ver, sino también de responder con precisión y en pocas palabras a las preguntas que se le hagan, así como de esperar y recibir las respuestas en forma conveniente, cosa que está reservada a muy pocos.