Buch lesen: «Diseccionando un instante»

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II PREMIO INTERNACIONAL DE NOVELA NEGRA

BLACK MOUNTAIN BOSSÒST (2020)

Reunido el jurado formado por Fernando Martínez Laínez, escritor; Gustavo Abrevaya, escritor; Xavier B. Fernández, escritor; y Marisa Carbajo, en representación de Bohodón Ediciones, el 15 de abril de 2020, acuerdan premiar la novela presentada a concurso con el título Diseccionando un instante, cuyo autor es Pedro Moret Vegas.

Pedro Moret Vegas

DISECCIONANDO UN INSTANTE


Bohodón Ediciones

Diseccionando un instante

Primera edición: septiembre de 2020

© De la obra: Pedro Moret Vegas

Con el patrocinio del Ajuntament de Bossòst

© Bohodón EdicionesTM S.L.

www.bohodon.es

Sector Oficios Nº 7

28760, Tres Cantos (Madrid)

e-mail: ediciones@bohodon.es

ISBN-13: 978-84-17885-76-2

ISBN-E-Book: 978-84-17885-77-9

Depósito legal: M-14954-2020

Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo o por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mis padres; donde quiera que estén.

PRÓLOGO

Patrick, ese monomaníaco aún no diagnosticado. Ese bidón de gasolina transitando por encima de una barbacoa.

Sé que solo él puede sacarnos de aquí.

El ascensor comienza a descender mientras yo no puedo apartar los ojos de Patrick. Estamos los dos solos en este habitáculo de apenas dos metros cuadrados. Incluso en esta situación, incluso ahora que estamos a punto de perderlo todo, Patrick lleva las botas relucientes y mantiene la espalda perfectamente erguida, huele a champú de almendras y seguramente se ha afeitado esta misma mañana, aunque en ese momento aún no podía saber lo que se nos venía encima. O tal vez sí. La verdad es que en estos meses he aprendido a esperar cualquier cosa de él.

Las dos mochilas deportivas están en el suelo del ascensor junto a nuestros pies y su contenido parece lastrar nuestro futuro en lugar de engrandecerlo, como habíamos pensado en un principio. Ahí dentro están guardados todos nuestros fantasmas, ahí dentro guardamos la miseria moral por la que hemos sido capaces de todo.

Patrick mide más de dos metros y si lo observaras desde la distancia pensarías que lo tiene todo, pensarías que es imposible que no sea feliz. Si no lo conocieras y te mostrara su vida en uno de esos vídeos de presentación, jamás entenderías cómo ha llegado hasta aquí. Yo tampoco lo entendía al principio. Pero ahora, lo que no consigo comprender, es cómo alguien como él puede vivir entre nosotros, mezclado entre la gente, llevando una existencia en apariencia tranquila y anodina. Alguien que tiene familia y que por las noches sube hasta la planta de arriba para darles un beso de buenas noches a sus hijos. Es una anomalía. O quizá no. Y eso es lo más inquietante de todo.

Patrick es el que me ha traído hasta aquí. Quizá en un primer momento de forma voluntaria, fascinado por él, fascinado por lo que podríamos conseguir juntos. Sin duda es culpa mía. Por no saber parar a tiempo, por no darme cuenta, desde el primer momento, que en el camino que estábamos emprendiendo no había marcha atrás.

PRIMERA PARTE

De cómo llegamos a ser lo que somos

Con los sistemas nerviosos llenos de adrenalina para comprimir los vasos capilares de la periferia, elevar la presión sanguínea, hacer que latiese más rápido el corazón y ayudar a la coagulación, estaban todo lo cerca que pueden estar la carne y la sangre humanas de ser unos autómatas sin valor ni miedo. Aturdidos, hicieron lo que tenían que hacer.

James Jones (La delgada línea roja)

CAPÍTULO UNO

NARRADO POR MARTIN

I

No dejo de mirar la máquina. El ruido a mi alrededor supera los decibelios permitidos por cualquier legislación laboral por muy laxa que sea, estoy seguro. Es la razón por la que percibo en mi nómina ese suculento plus por peligrosidad. Llevo tapones en los oídos y unos cascos aislantes en las orejas. La sensación de aislamiento sensorial, de estar solo conmigo mismo, tan solo yo y la máquina, es devastadora. El mundo se reduce a esto. A este momento. A la luz verde cuando la válvula está en buen estado, a coger dos piezas de grifería más, a la espera hasta que me cambian el cajón, a lavarme las manos antes de cada meada y a pedir permiso para hacerlo.

A veces me da por mirar a mi alrededor; inmensas filas de obreros de pie haciendo lo mismo por toda la nave. La oficina del encargado está justo en medio. Son cuatro paneles de pladur con enormes ventanas. Es un tipo no mucho mayor que yo. Lleva más de diez años en la empresa y hace solo dos que lo han sacado de producción. Ahora supervisa el trabajo de todos, tiene despacho, un ordenador y puede sentarse de vez en cuando. Pero sigue tragando la misma mierda que yo. Y haciendo los mismos turnos. Ahora estoy en el de mañana. O eso creo. Oyendo el ruido solapado de cientos de máquinas funcionando al unísono, que seguirá retumbando dentro de mi cabeza incluso horas después de haberme largado. El cajón está lleno y miro otra puta vez la hora.

Suena la sirena.

De vuelta a casa lo único que puedo hacer es tumbarme en el sofá. No tengo fuerzas para nada más. Tampoco sé cuánto durará esto. Seguramente toda mi vida. No tengo demasiadas esperanzas de encontrar un trabajo mejor. Ni tampoco ganas de buscarlo. Voy allí, desconecto del mundo durante ocho o diez horas y después soy libre. Si se le puede llamar así. Un día tras otro, un año tras otro. Cinco. Es lo que llevo en lo que en principio era tan solo un trabajo temporal hasta que me saliera otra cosa, eso es lo que le dije a Esther. Pero esa otra cosa de momento no sale.

Pongo un rato la tele, están dando las noticias.

Cambiar de trabajo. Cambiar de ciudad. De país. De chica. Ser otra persona en otro lugar. Empezar de cero. A veces pienso en eso.

Me despierto unas horas más tarde, me he quedado dormido en el sofá. Siempre me pasa cuando llevo el turno de mañana. Miro el móvil; dos mensajes de Esther recordándome la cena que tenemos con sus padres. Sé que no tengo escapatoria, he estado aplazándola al menos durante dos meses, pero se me han acabado las excusas. Al final todo ese tipo de reuniones se reducen a lo mismo; hablar sobre temas intrascendentes con gente que me importa demasiado poco. Ese es el precio que hay que pagar por crecer, por madurar. O esa es la mentira que no paro de repetirme a mí mismo, solo espero que algún día pueda llegar a creérmela. Tener una familia y todo eso. Aunque no estoy seguro de que esa sea la vida que me apetece llevar. No es que no me guste Esther, cualquiera se cambiaría por mí sin pensarlo. Estoy seguro de ello. Cuando la conocí me pareció fascinante, no me imaginaba estando con otra persona…

Llaman a la puerta. Es ella.

Mientras me como la insulsa sopa de tofu con tropezones de cualquier extraña planta de la dieta vegana con la que está obsesionada la madre de Esther, no puedo dejar de preguntarme qué coño estoy haciendo aquí.

―Martin, ¿qué tal está la cena? ―pregunta mi futura suegra.

―La sopa esta buenísima, ha conseguido darle el punto justo que a mí me gusta. ¿De verdad no ha pensado presentarse a alguno de esos concursos de la tele? ―le comento.

―Muchas gracias, pero yo no tengo tanto talento ―dice, mientras se sonroja―. No lo dejes escapar, hija mía, si no lo quieres tú me lo quedaré yo ―bromea, dirigiéndose a Esther en voz baja.

―¡Mamá! ―protesta Esther, dándole un pequeño golpe en el brazo.

Toda la mesa ríe, los padres de Esther, Alberto y su mujer y también los dos hijos de Alberto, que se miran con complicidad como si hubieran escuchado la cosa más atrevida del mundo, y también ella. Y yo hago como si no lo hubiera escuchado.

Miro otra vez la sopa, que ahora, después del cumplido, no puedo dejar de tomarme. Son ya las diez. Aún queda el segundo plato y el postre. Me desespero.

―Martin, ¿qué tal el trabajo? ―me pregunta el padre de Esther, que está sentado justo frente a mí y se llama Alfredo. Está jubilado y tenía un puesto de encargado en la fábrica donde Alberto y yo trabajamos. Su trabajo lo suponía todo para él y tiene la estúpida idea de que también debe serlo todo para mí. Eso es lo que menos soporto de él.

―¡Oh, muy bien! La empresa ha conseguido un nuevo contrato y habrá trabajo al menos para diez años más.

Alberto levanta la vista del plato, me mira, menea la cabeza a ambos lados y esboza una media sonrisa, como diciendo: menuda trola le estás contando, tío.

―Me alegro mucho de oír eso, Martin ―me felicita Alfredo.

Yo asiento intentando parecer entusiasmado, aunque no puedo imaginar un destino peor que permanecer un solo minuto más en ese sitio.

La cena se alarga durante una hora más, hasta que por fin consigo irme. Esther baja conmigo en el ascensor y me acompaña hasta el portal, como suele hacer siempre, y después de besarla me despido. Camino hasta casa con el único pensamiento de llegar y tumbarme tranquilamente en el sofá sin que nadie más me moleste, hasta que me invada el sueño, hasta que todo vuelva a empezar.

II

Salgo del trabajo apresuradamente, arranco el coche y voy directo a casa. Tengo prisa, son ya las once de la noche y he quedado con unos amigos, en el centro de Valencia, para tomar unas cervezas y ver el partido. Hemos apostado algo, algunos pavos, lo suficiente para que sea un poco más interesante, así que me ducho rápidamente y me pongo lo primero que encuentro: una sudadera que ya he usado un par de veces, unos vaqueros rotos y las zapatillas de siempre. Antes de salir echo un último vistazo a la habitación. La ropa se amontona en la silla y el cesto está lleno otra vez. La cama no cuenta, siempre la hago el fin de semana, cuando Esther se queda a dormir. El resto del piso prefiero no mirarlo, de todas formas ya no me da tiempo, tengo que largarme.

Cuando entro en la cervecería irlandesa ya han llegado todos. Están sentados en una de las mesas del fondo. Saludo desde la distancia haciendo un leve movimiento con la cabeza y me dirijo hacia la barra. Me atiende Ana, una de las camareras más antiguas. Lleva el pelo recogido en una especie de moño redondo y comprimido, que deja al descubierto unas orejas demasiado grandes. Aunque ese es sin duda su único defecto, el resto de su anatomía lo constituye un cuerpo cincelado a golpe de horas de gimnasio y programadas hambrunas.

―Aquí tienes, cariño ―me dice con una amplia sonrisa.

Ana se dirige así a todo el mundo, de tal forma que nunca soy capaz se saber si solo es amable o realmente está tonteando un poco. Aunque quizá se trata precisamente de eso.

―La misma mierda de siempre. Se estropeó una máquina y tuve que esperar a que la arreglaran, por eso me he retrasado ―me disculpo mientras me siento a la mesa―. La verdad es que desde que me cambiaron de sitio no hay ni un día que salga a mi hora.

―¿Por qué no dejas ese trabajo, tío? Te está amargando la vida, siempre vienes aquí hablando pestes de él ―me sugiere Jose.

―¿Y dónde va a ir? ―se inmiscuye Alberto―. ¡Es un trabajo cojonudo! Te deja tiempo libre para tus cosas y, para lo que pagan por ahí, el sueldo no es del todo malo.

Al es el típico conformista que no suele entender las grandes aspiraciones de los demás. Ni siquiera las de su hermana Esther, mi novia, que es la primera de su familia que ha accedido a la universidad. Al nació en un barrio obrero. Con diecisiete años dejó el instituto después de haber repetido varios cursos, así que, en cuanto hubo una vacante, su padre lo enchufó en la fábrica en la que los dos trabajamos y allí ha permanecido hasta hoy. Con ese salario ha podido obtener una hipoteca asfixiante para comprarse un piso y mantener a su familia. Lo poco que le queda lo emplea tomando alguna cerveza, como hoy. No necesita nada más. No aspira a nada más. Sabe que esos sueños de grandeza solo provocan frustraciones.

―Eso es verdad ―asiento resignado―. ¿Qué trabajo voy a conseguir? Algo como lo que tengo, y para eso no me muevo.

―Pero tú vales mucho. En el colegio eras listo; bueno, aún lo eres. ―Todos ríen ante esa traición del subconsciente de Pau―. Venga, ya sabes lo que quiero decir. Podrías hacer el acceso a la universidad para mayores de veinticinco y estudiar para encontrar un trabajo mejor, estoy seguro de que lograrías entrar.

Pau siempre está con esas mierdas optimistas que no acabo de aguantar. Es como esa cantinela que te recuerda constantemente que no estás haciendo lo suficiente por tu futuro. Futuro, como si lo hubiera en esta puta ciudad. Pau es abogado, ha conseguido entrar en un importante despacho del centro. Para Pau todo tiene solución, pero realmente no es tan sencillo. Ni siquiera fui capaz de acabar el instituto. ¡Como para intentarlo con la universidad!

―Trabajar y estudiar es muy complicado ―apuntilla Jose―. Además, eso supondría diez años como mínimo, porque aceptémoslo, Martin no es ningún genio. ―Todos ríen y Jose me da un pequeño golpe de complicidad en el hombro con el que casi me tira la pinta de cerveza a la que estaba a punto de pegar un trago.

El local está cada vez más lleno, la camarera sigue sirviendo copas en la barra del fondo. Difuminada, borrosa, como un atrezo que no puedo dejar de mirar.

―¡Eres un cabrón, Jose! ―dice Pau.

―¡Por el hijoputa de Martin! ―exclama Al.

La gente sigue entrando y busca un sitio para sentarse. Entonces, alguien tropieza con alguien y una bandeja acaba volcando todo su contenido por el suelo. Por un momento me evado de la conversación. Es como si el estallido de esas jarras al chocar contra el suelo hubiese activado algún extraño resorte dentro de mi cerebro. Es cuando soy capaz de percibir mi vida derramándose, como la bebida en esa puta bandeja. Que se tambalea, que tiembla y que en vano intenta sujetarse, pero que al final se desmorona, se cuartea, se rompe. Mi mirada se pierde entonces en la visión de la camarera agachándose para recogerla, en su minifalda minúscula, que se aproxima cada vez más a sus caderas. Y el tiempo se detiene en ese instante, en sus rodillas contorsionándose, en su columna golpeando contra la suave piel de su espalda, en los deseos encontrados, en su ropa interior asomando de entre sus piernas.

Pego otro trago más a la cerveza.

Al sigue contando sus batallas. Y otra vez desconecto, entre risas, entre miradas que siempre acababan en ella.

La reunión se prolonga durante tres rondas más. Me dirijo andando solo hasta la parada de metro que hay en la calle Xàtiva, justo delante de la plaza de toros. Son las tres de la mañana, pero no tengo demasiadas ganas de irme a casa. Me siento demasiado borracho, me hubiera quedado un rato más, pero todo el mundo trabaja mañana y no me apetece beber solo. Eso no haría más que acrecentar el sentimiento de soledad que me ha invadido de repente, así que opto por dirigirme a un edificio que hay en una de las calles paralelas, a tan solo unos cinco o diez minutos después de dejar atrás la Estación del Norte. Callejeo durante un rato hasta que por fin consigo encontrarlo. Me detengo un instante frente a él, observo la puerta, como dudando si entrar o no. Me fijo en la pequeña cámara que hay en la parte de arriba. Me acerco un poco más y escucho la música, el sonido sordo y apagado, que a pesar de la insonorización aún logra filtrarse.

Llamo al timbre y después de esperar unos minutos me acaba abriendo una mujer de unos cincuenta años. Tiene el pelo largo y cuidado y va excesivamente maquillada, como queriendo ocultar detrás de todo ese artificio los estragos del paso del tiempo. Me hace pasar a un pequeño vestíbulo con las luces muy bajas, con un sofá circular y pequeñas mesas para dejar las bebidas. Hay un par de hombres tomando copas acompañados de cuatro chicas. Y es que al final todo se reduce a lo mismo. Ya puedes estar felizmente casado, ya puedes tener unos hijos maravillosos y ese trabajo perfecto e increíblemente bien pagado para el que tuviste que estar estudiando media vida. Y tus reuniones de los miércoles con tus amigos de la universidad. Ya puedes tener la vida perfecta, que no importa, porque siempre desearás vivir esa vida que no tienes y estar con esa chica que ves cada día en el metro. Y si nadie pudiera verte, si nadie jamás se enterase, lo cambiarías todo por estar una sola noche con ella, por tocarla, aunque tan solo fuera por un instante.

Los tipos aparentan ser ejecutivos que han decidido alargar un poco más la jornada. Espero sentado hasta que veo aparecer otra vez a la mujer del principio y me va presentando, por separado, una a una a cada chica. Llegan, dicen su nombre y me besan, después desaparecen por detrás de una cortina. Yo las sigo con la mirada, intentando evaluar cuál de ellas me gusta más. Minifaldas de vuelo o ajustadas, tacones de quince centímetros, muchas de ellas en ropa interior. Todas jóvenes, todas demasiado guapas. Solo quiero desconectar, solo quiero meterme dentro de cualquiera de ellas, solo quiero follármelas precipitadamente, con urgencia. Con esa urgencia de cuando no puedes aguantar más, de cuando solo eres una polla palpitante, una pulsión animal imposible de sujetar. Pienso en elegir a más de una y por un momento me miro la cartera mientras otra de ellas se aleja, pero no llevo bastante. Con una será suficiente, suficiente para dejarme ir, para evadirme.

Una de ellas ya ha captado toda mi atención, es rubia y con la piel muy blanca, seguramente del este. Nada más verla provoca una auténtica hemorragia de endorfinas en mi interior, provoca que ríos de testosterona desborden mi torrente sanguíneo, provoca que ya no pueda apartar la vista de ella, que sus pequeñas tetas aplastadas y la huella húmeda de sus labios me atrapen para siempre. O al menos durante media hora. La chica no tiene que hacer demasiado para convencerme, tan solo aproximarse lo suficiente, tan solo tocarme levemente en la espalda con una de sus manos y besarme lentamente en cada mejilla, haciendo rozar al acercarse su entrepierna con la mía.

III

Sigo frotando, pero no sale. Lo hago con una mano sobre la otra, con fuerza, deteniéndome en cada recoveco. Me pongo un poco más de ese jabón rugoso que nos facilita la empresa y que parece más bien una lija cuando te lo frotas por la piel. El lavabo da asco, jamás entrarías en uno así, ni mearías en él, te lo aseguro. Los retretes parece que hace meses que no los limpian, aunque me consta que no es así, que los limpian todos los días. Lo sé porque conozco a quien lo hace. Es una chica joven que a veces va al Charro a tomar cervezas con nosotros. Pero son las once de la mañana y están otra vez hechos una mierda. Deben haber pasado por aquí unas doscientas personas ya. Cagando y meando. Y no siempre dentro. A los del turno de noche no los controla nadie, prácticamente no hay encargados a esa hora trabajando. En el resto de los turnos cagar es prácticamente la única forma de escaparse un momento, de sentarse durante cinco minutos y de dar algo de descanso a las plantas de los pies.

Lo sé porque yo también lo hago.

Siempre hay gente merodeando instantes antes de que la limpiadora se vaya. En parte para cagar en un lavabo limpio y en parte para mirarle el culo, que es el único aliciente de la jornada.

La suciedad no sale, he manchado toda la pila de chorretones negros. Ahora intento quitarme la mierda de debajo de las uñas. Lo hago con un pequeño estropajo, que es el mismo con el que friego las sartenes. Pero no hay manera, está muy incrustada. Siempre que hago esto me acuerdo de mi padre, él siempre llevaba mierda debajo de las uñas. Cuando era un niño nunca entendí por qué no se lavaba las manos antes de sentarse a la mesa, como mi madre me obligaba a hacer a mí. Ahora por fin lo entiendo. Quizás demasiado bien. Y entonces me siento culpable por haber pensado así de mi pobre viejo.

Suena la sirena, que marca la hora del almuerzo, mientras estoy en el lavabo. Siempre me meto cinco minutos antes de la hora, aunque sé que me ganaría una buena bronca si me pillaran, pero no estoy dispuesto a perder cinco de los veinte minutos que nos dan lavándome las manos. En ese instante se abre la puerta y entra Al.

―Hoy me has dejado con el culo al aire. Lo sabes, ¿no? ―me dice bastante cabreado.

―Lo siento. No me he enterado del despertador. ―Aunque realmente no lo siento, la verdad es que me importa un huevo este puto trabajo.

―Lo siento, lo siento. Siempre lo mismo, Martin. Es la tercera vez este mes que ficho por ti.

―Lo sé, tío, y te lo agradezco. No volverá a pasar ―le digo con sinceridad.

―Siempre dices lo mismo y siempre pasa. Me la juego cada vez que hago esto, ¿sabes? Si se enteran me echan, y a ti también ―vuelve a decirme hablándole a mi rostro reflejado en el espejo, mientras se lava las manos.

―Lo sé. No ha pasado nada. Ni se han enterado. No te preocupes ―le digo sonriendo un poco, intentando quitarle importancia.

―Sí que me preocupo. Tengo una familia, ¿sabes? Es la última vez que lo hago.

―Venga, hombre...

Se seca las manos, sale del baño y se dirige al comedor con el resto de la plantilla, dejándome con la palabra en la boca. En el fondo sé que tiene razón, no puedo culparlo. No me gustaría que se metiera en un problema por mi culpa.

IV

Apuro mi último cigarrillo en el balcón del dormitorio, desde donde puedo ver el cuerpo semidesnudo de Esther, que duerme plácidamente. Sé que debería dejarlo, que esta mierda acabará matándome, pero también me matará el trabajo, aunque supongo que eso también tendría que dejarlo. Le doy otra calada al cigarrillo. He salido en camiseta y calzoncillos y me estoy quedando helado aquí fuera. Pero solo será un momento, así que aguanto un poco el frío mientras me distraigo mirando hacia la calle, que está tranquila, pese a ser la madrugada de un viernes. Apenas un par de terrazas abiertas con diez o doce personas. Antes, hace unos años, esta era una zona de copas y se llenaba de estudiantes que iniciaban el fin de semana. De jóvenes haciendo botellón, apurando el último cubata antes de empezar la caza. Recuerdo bien esos tiempos en los que era uno de ellos, en los que me emocionaba cuando llegaba el viernes pensando en esas dos noches de libertad que tenía por delante. Beber, entrarle a las chicas, llegar a casa completamente borracho, dormir la resaca y vegetar hasta la noche siguiente. Ese era el plan. Ese fue mi plan durante más de diez años. Ahora ya no me queda casi nada de todo eso. La vida se ha hecho más aburrida, más monótona. He crecido. Por un lado, está bien tener a alguien con quien hablar, con quien compartir mi mierda de día, con la que tumbarse un rato en el sofá sin tener la obligación de hacer nada. Alguien que no me juzga, al menos no siempre, que me quiere, que siente algo parecido a veneración por mí, cosa que nunca he llegado a entender del todo. Ella estaría dispuesta a cualquier cosa, a hacer casi todo lo que le pidiera. Lo sé y también sé que muchas veces me he aprovechado de eso, aunque no me siento especialmente orgulloso de ello.

No sé por qué no consigo ser feliz, ni por qué siento este enorme vacío en mi interior. Un vacío inmenso que me desborda, que me fagocita y en el que poco a poco me voy hundiendo cada vez más, con el riesgo de no poder salir jamás. Si lo pienso, mi vida no es demasiado distinta a la de los demás. Es incluso mejor que la de Al, y por su puesto mucho mejor que la de Jose. Pero siempre me he sentido así, desde muy joven, aunque no sabría decir muy bien cuándo empezó. Mi infancia fue feliz. Tal vez todo comenzó con la muerte de mi padre. A veces creo que ese fue el motivo. Pero luego me digo a mí mismo que todos los padres acaban muriendo y que no puedo culpar a la vida por eso. Lo cierto es que aún me invade la tristeza cuando lo recuerdo, a pesar de que ya hace once años de su muerte. Nunca me había sentido tan querido como cuando él vivía, aunque supongo que en ese momento no era totalmente consciente de ello. Solo recuerdo que hasta ese instante nunca me había sentido solo y que desde ese día ese sentimiento se ha ido poco a poco agudizando.

Mi padre era un hombre peculiar, nunca decía lo que sentía, supongo que lo habían educado así. Él pensaba que eso era cosa de mujeres, que los hombres eran de otra forma. Y tenía algo de razón, porque yo también soy así. Pero, a pesar de ello, podías ver en sus ojos que sentía una profunda admiración por la familia que había creado. Una vez mi madre le dijo que me diera las gracias por algo en lo que yo le había ayudado, aunque ahora mismo no recuerdo exactamente qué era. Supongo que sería una tontería, porque no recuerdo haber hecho grandes cosas por él. Sin embargo, jamás olvidaré la respuesta que le dio mi padre:

―¿Darle las gracias a un hijo?

Para él la familia estaba por encima de eso. Estaba por encima de dar las gracias o de pedir perdón.

Ese amor incondicional sé que jamás volveré a conocerlo. Quizá por eso sigo con Esther; su forma de quererme se parece mucho. Fue el momento de la muerte de mi padre lo que realmente me partió en dos. Mi madre tampoco lo soportó, siempre había sido una mujer débil, enfermiza y terriblemente dependiente de él. La personalidad de mi padre lo invadía todo, era como un rayo de luz en medio de una noche aciaga y oscura. Ella directamente no supo vivir sin él. Yo, por mi parte, nunca tuve una buena relación con ella. Por eso acabé independizándome poco después de que él muriera. No la soportaba. Su fragilidad, su enfermedad eterna, sus excusas para no hacerse cargo de sí misma. Mi madre se buscó a otro, otro hombre del que poder depender, del que poder enajenarse de su propia vida. Prácticamente ya nunca nos vemos, nos llamamos en Navidades o por nuestro cumpleaños para seguir aparentado que seguimos siendo una familia. Ella siempre me dice que me quiere y yo simplemente nunca le respondo. Quizá es porque en el fondo la culpo a ella. No de su muerte, pero sí de sobrevivirle. ¿Por qué alguien como ella, frágil, torpe y enfermiza, había sobrevivido a mi padre? No lo entendía. Por más que lo pienso, aún no consigo comprenderlo.

Vuelvo a mirar adentro. Esther duerme. Lo hemos pasado bien esta noche. Los fines de semana siempre se queda a dormir conmigo. A sus padres no les importa. Confían en mí, supongo que les caigo bien. Suelo causar ese efecto en la gente, aunque nunca he entendido muy bien la razón. Quizá es porque no me conocen en profundidad. Si se hubieran molestado en rascar un poco sobre la superficie se habrían dado cuenta de la clase de perdedor que soy.

Esther fue una bonita ilusión durante algún tiempo. Quizá aún lo es. Joven, atractiva, con un montón de ambiciones y metas. Metas que yo hace mucho tiempo que ya no tengo. O que jamás tuve. La verdad es que ni siquiera lo sé. Al principio me dejé llevar por ella. Fueron unos años en los que me sentí capaz de cualquier cosa. Pero todo eso pasó. Y no tuvo que suceder nada para que ocurriera. Siempre sucede. Las cosas suelen volver tarde o temprano a su sitio. La montaña rusa no siempre puede estar en lo más alto, en algún momento tiene que bajar. Y ahora estoy en ese momento. Yo al menos. Tiro el cigarrillo por el balcón y me meto de nuevo en la cama. Esther nota mi cuerpo y yo la rodeo con mis brazos. El sueño me rescata de nuevo.

V

El fin de semana ha pasado demasiado rápido, aunque empieza una buena semana, tengo el turno de tarde. Eso implica no tener que levantarme a las cinco de la mañana, implica no ponerme cuatro mangas largas y mi viejo plumífero para no pasar frío en la fábrica, en esa nave en medio de la nada, con todas las puertas abiertas para que los camiones vayan trayendo y llevándose la mercancía. Y, sobre todo, poder trasnochar sin tener que preocuparme por madrugar al día siguiente. Pensar en ello hace que me levante más animado.

He pasado una noche plácida, con ese tipo de sueño reparador en el que despiertas y no recuerdas nada. En este momento me dirijo hacia la sucursal bancaria de La Caixa, para que me quiten una comisión de treinta euros por un descubierto. He hablado con el tipo de la oficina por teléfono y me ha dicho que para quitármela tengo que ir en persona. Me jode tener que perder el tiempo en estas cosas, pero lo hacen precisamente por eso, para que no vayas. Normalmente la gente suele dejarlo pasar, pero voy justo de pasta, así que allí que me planto y como me temía, ya hay bastante gente. Tenía que haber madrugado más, me digo. La oficina es pequeña. Según entras hay un par de mesas de atención al público, pero solo una de ellas está activa. A la izquierda hay uno de esos puestos de atención personalizada, que es donde te sientan cuando te quieren vender algo. Cuatro o cinco sillas pegadas a la pared, constituyen la sala de espera improvisada con la que agasajan a sus clientes. Están ya todas ocupadas, tengo unas diez personas delante. Un poco más al fondo, el despacho del director, un tío no mucho mayor que yo, treinta años calculo. Siempre se pasea por la oficina con su elegante traje y sus calcetines chillones como si fuese el amo del universo. Intento distraerme un poco mientras espero, mirando los folletos dedicados a vender planes de pensiones y fondos de inversión, aunque suficiente tengo con aguantar los gastos del día a día.

―¿Eres el último? ―me pregunta un hombre de treinta y tantos años que acababa de entrar.

Nada más verlo me llama la atención porque es enorme, sobrepasa los dos metros. Tengo que mirarlo inclinando bastante la cabeza. Es gigantesco.

―Sí, soy yo, pero esto va para largo ―le digo, intentando entablar una conversación trivial para matar un poco el aburrimiento. El hombre sonríe agradecido y se queda esperando de pie, apoyado en una columna y consultando el móvil, sin demasiadas intenciones de decir nada más. Es rubio, con los ojos claros, muy corpulento. Va encorsetado en un traje azul marino muy elegante. Hubiera puesto la mano en el fuego a que era guiri, hasta que ha empezado a hablar. Me fijo por un momento más en él. Es muy atractivo, no es que yo sea gay ni nada de eso. De hecho, me cuesta mucho reconocer la belleza masculina, a no ser que el tipo en cuestión cumpla determinados cánones. Pero es guapo, tengo que reconocerlo.

€8,49

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0+
Umfang:
292 S. 4 Illustrationen
ISBN:
9788417885779
Rechteinhaber:
Bookwire
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