Dos versiones de la muerte

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Dos versiones de la muerte
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Índice de contenido

INTRODUCCIÓN

Hugo Enrique del Castillo Reyes

EL AMIGO DE LA MUERTE Cuento fantástico

I. Méritos y servicios

II. Más servicios y méritos

III. De cómo Gil Gil aprendió medicina en una hora

IV. Digresión que no hace al caso

V. Lo cierto por lo dudoso

VI. Conferencia preliminar

VII. La cámara real

VIII. Revelaciones

IX. El alma

X. Hasta mañana

XI. Gil vuelve a ser dichoso, y acaba la primera parte de este cuento

XII. El sol en el ocaso

XIII. Eclipse de luna

XIV. Al fin... ¡médico!

XV. El tiempo al revés

XVI. La muerte recobra su seriedad

Conclusión

LA MUJER ALTA

I. ¡Qué sabemos! Amigos míos

II. Pues, señor, no sé si habreís oído

III. No sé si por fatalidad

IV. Mi amigo Telésforo

V. Os hago gracia

VI. A los pocos días de aquella conversación

Aviso legal

INTRODUCCIÓN

I

PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN CONTABA 21 AÑOS CUANDO UNA MAÑANA DE FEBRERO DE 1855 se encontró indefenso frente a la todavía cargada pistola de Heriberto García de Quevedo, insigne poeta y dramaturgo venezolano con quien se batía en duelo, por haber vilipendiado Alarcón a Isabel II y a su gobierno desde las columnas del periódico que dirigía en ese momento: El Látigo. Alarcón descargó primero un mal disparo que casi mata a uno de los padrinos (el duque de Rivas y Luis González Bravo, por cierto), sin sorpresa para nadie, pues tenía fama de no saber usar las armas. García de Quevedo, por el contrario, famoso por su destreza con la pistola, apuntó resueltamente hacia su contrincante y después de escuchar la tercera palmada (aquella que daba el juez para indicar que no se podía tirar más), levantó la mira y disparó hacia el cielo. Perdonó la vida a Alarcón por respeto a su genio literario. Oficialmente, el honor quedaba intacto para ambos; sin embargo, la derrota y esta experiencia cercana a la muerte trocaron la ideología de Alarcón, entrándolo en una nueva etapa de su vida.

El contacto con la muerte, obsesión milenaria y tópico que trasunta la literatura desde su existencia, es tratado de dos formas distintas por Alarcón en los relatos que se incluyen en este tomo, y aunque el tiempo de aparición no es un factor para ello, es importante destacar que casi treinta años separan a uno del otro. Pero antes una breve nota biográfica del autor.

II

Pedro Antonio Joaquín Melitón de Alarcón y Ariza nace en Guadix (Granada) el 10 de marzo de 1833. Es el cuarto de diez hijos engendrados por Joaquina de Ariza y Pedro de Alarcón. Su abuelo paterno fue regidor perpetuo de Granada; no obstante, la situación económica familiar no era nada buena a causa de la guerra de Independencia.

Alarcón estudia el bachillerato en su ciudad natal y después derecho. Tuvo que interrumpir la carrera por la condición económica ya mencionada, que intentó remediar al ingresar al Seminario. Lo abandona hacia 1853 para trasladarse a Madrid en busca de un nombre dentro del ámbito literario, al cual tenía afición desde muy joven. Ya había publicado en la revista gaditana El Eco del Comercio y compuesto teatro, así como una continuación de El diablo mundo de Espronceda. Su estadía en Madrid no rinde frutos y regresa a Granada, donde ingresa en la celebérrima Cuerda Granadina, asociación de jóvenes literatos y artistas.

Más tarde Alarcón se pone al frente de la insurrección en Granada y se inicia en el periodismo combativo con El Eco de Occidente, desde donde critica a militares y representantes eclesiásticos. Con este nuevo ánimo vuelve a Madrid para dirigir El Látigo, periódico panfletario, antimonárquico, anticlerical, republicano y revolucionario. Desde esa trinchera editorial se lanza contra la reina Isabel II, lo cual lo conduce a batirse en duelo con el escritor venezolano Heriberto García de Quevedo, en el episodio tratado al inicio de este prefacio. Tras ello, Alarcón renuncia a El Látigo y se retira decepcionado a Segovia. Reaparece en Madrid siendo otro, ahora conservador y católico a ultranza.

En 1855 publica artículos costumbristas y varios relatos, entre ellos "El amigo de la Muerte". Dos años más tarde, el 5 de noviembre de 1857, estrena con gran éxito de público su obra teatral El hijo pródigo, aunque la crítica no la acoge bien del todo. En 1859 ingresa como voluntario al batallón de Cazadores de Ciudad Rodrigo. Funge como corresponsal de guerra y desde el combate escribe crónicas muy célebres, reunidas en Diario de un testigo de la Guerra de África, todo un éxito editorial. A partir de ello viaja a Italia, de donde nace otro libro de viajes: De Madrid a Nápoles.

Vuelve a Madrid para fundar el periódico La Política y ser elegido diputado por Cádiz. Se casa en 1865, pero la inestabilidad política lo destierra a París. De regreso en España toma parte en la batalla de Alcolea y se le nombra ministro plenipotenciario en Suecia, pero declina el cargo para volver a Guadix como diputado En esto Alarcón se inspira para publicar otro libro de viajes: La Alpujarra, que hace referencia a la región granadina que tan bien conocía.

En 1874 aparece El sombrero de tres picos, su más grande éxito, novela traducida a más de diez lenguas e inspiración para múltiples operetas y, además, obra clásica en todos los repertorios de los Ballets internacionales. Un año más tarde X escribe El escándalo, novela moralizante que en ocasiones se lee como autobiografía novelada de Alarcón. Así queda catalogado como un novelista católico y tradicionalista. En 1880 aparece El niño de la bola, un drama rural con estructura de tragedia griega. Esta novela criticada fuertemente por Clarín.

El 16 de diciembre de 1875 Alarcón es elegido miembro de la Real Academia Española, a la cual ingresa el 25 de febrero de 1877 con el discurso: La moral en el arte. En el mismo año funge como senador por Granada.

Desde 1878, Alarcón radica en su casa de Valdemoro en Madrid, desde donde publica, en 1882, La pródiga, su última novela, de nueva cuenta con ideas moralizantes. La crítica no es muy asidua a comentarla y ello motiva el cese de labores literarias de nuestro autor.

El 30 de noviembre de 1888 queda hemipléjico tras un derrame cerebral y el 19 de julio de 1891 muere en Madrid a los 58 años.

III

"El amigo de la Muerte" cuento firmado en 1852, precede al episodio del desafío con García de Quevedo; sin embargo, pareciera que adelanta de manera profética el encuentro del autor con su destino, pues en el relato hay un duelo con idéntico desenlace. Este "cuento fantástico", subtitulado así por Alarcón, refiere, desde un narrador omnisciente, la vida de Gil Gil, hombre que podía ver y escuchar a la Muerte, personaje alegórico con el cual traba amistad, como bien anuncia el título y recuerda el narrador a cada instante.

Aunque al inicio el relato se presenta con un corte realista, conforme el lector avance en los pretendidos méritos y fortuna del personaje, podrá notar que se trata de una narrativa a caballo entre dicha tendencia y la romántica, no solo en estilo, sino también en contenido. Sirva como ejemplo la primera aparición del ideal de la muerte:

Era una de esas tristísimas tardes en que parece que hasta los relojes tocan a muerto; en que el cielo está cubierto de nubes y la tierra de lodo; en que el aire, húmedo y macilento, ahoga los suspiros dentro del corazón del hombre; en que todos los pobres sienten hambre, todos los huérfanos frío y todos los desdichados envidia a los que ya murieron [...] La idea de la muerte ofrecióse entonces a su imaginación, no entre las sombras del miedo y las convulsiones de la agonía, sino afable, bella y luminosa, como la describe Espronceda.

 

Parte singular del relato radica en la descomunal oportunidad que da Alarcón a su personaje cuando se le revelan los misterios de la existencia gracias a la Muerte, pero sobre todo porque eso mismo lo caracteriza bajo el sello de la XII humanidad falible. Así, el contacto con lo histórico es una brecha natural a seguir, pues reafirma la existencia de Gil Gil en el orbe mundano; esto se explicita cuando se convierte en pieza clave del episodio de la Sucesión Española a finales de agosto de 1724.

El viaje fantástico que significa este breve pero rico episodio en la vida del protagonista, tanto anímica como físicamente (como ejemplo baste recordar el alucinante paseo alrededor de la Tierra arriba del coche de la Muerte), culmina con un final sorpresivo que mueve a la reflexión desde una retórica tradicionalista, pero tamizada por una óptica que anuncia nuevas narrativas prontas a desarrollarse en el siglo subsecuente.

IV

Por otro lado, "La mujer alta", relato fechado en 1881, supone un regreso al carácter de la oralidad romántica, pero con una vuelta de tuerca que ubica al relato dentro de la contemporaneidad del autor, puesto que la increíble anécdota está al cobijo de un intricado esquema que supone tres narradores distintos, uno dentro del otro: el primero es el que construye a Gabriel y a sus compañeros desde la cumbre del Guadarrama en 1875; el segundo es el mismo Gabriel, quien a su vez funciona como vehículo para dar voz de lo acontecido a Telésforo, el cual, tercero y último, refiere su extraordinaria fábula, ocurrida entre 1857 y 1860, con la horrible vieja, objetivo principal del "cuento de miedo", subtítulo que sustenta este esquema narrativo en manos del lector.

Cuarenta y dos años han pasado desde la publicación de El estudiante de Salamanca y el personaje de Telésforo muestra atisbos de homenaje hacia el don Félix de Montemar de Espronceda en la aparición de la mujer sola en la calle y la entrada a esta escena del protagonista proveniente de la ruina del juego. Las descripciones de la horripilante figura de la vieja desdentada y burlona con el diminuto abanico ubican al relato dentro de la tradición romántica, lo cual recuerda que, por estos años, también Gustavo Adolfo Bécquer se vio seducido por volver a la exacerbación sentimental y espiritual del genio romántico con sus Leyendas.

Sin embargo, hay un elemento que cabe resaltar en Alarcón y que lo pone un paso más allá: el relato de Gabriel, como a su vez el de Telésforo, se pone a escrutinio de los interlocutores por ver si le encuentran una explicación racional, pues quiere probar su tesis: ".reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal como se entienden hoy (o no se entienden)." Pero estas argumentaciones, que se proyectan como finales, son cen-suradas por el primer narrador, dejándolas a consideración del lector bajo una premisa que se menciona por la mitad del relato: "¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que XIV hallar explicación a ciertas cosas que pasan en la Tierra!"

V

La muerte permea ambos relatos: redentora y afable en uno, horrible y fatídica en el otro. Alarcón toma ambas ideas del imaginario de lo humano; ya sea como personaje alegórico o representada por una pesadilla febril, el misterio de la muerte se adereza en estas narraciones que invitan a abrir la mente para dar cabida a una reflexión desde un camino alterno opuesto al racional.

Esta tendencia está integrada ya al siglo xix bajo la prontamente arraigada idea positivista de pasar todo por el tamiz de la experimentación científica. Nuestro autor propone para ello una prueba inversa, pues pide despojarse del velo de la razón para ponerse el de la imaginación creadora. Esta acción permite aquilatar las posibilidades que despliega el lenguaje para presentar terrenos narrativos como alteraciones de la realidad tangible.

Ya sea desde lo onírico o el ensueño, la muerte, para Gil Gil o para Telésforo, funcioPna como una solución liberadora que significa un umbral hacia otra realidad más allá de la vida o hacia la construida (y muy dignamente para ser habitada) desde la literatura.

Hugo Enrique del Castillo Reyes

EL AMIGO DE LA MUERTE
Cuento fantástico

I. Méritos y servicios

ESTE ERA UN POBRE MUCHACHO, ALTO, FLACO, AMARILLO, CON BUENOS OJOS NEGROS, LA FRENTE DESPEJADA Y LAS manos más hermosas del mundo, muy mal vestido, de altanero porte y humor inaguantable. Tenía diecinueve años, y llamábase Gil Gil.

Gil Gil era hijo, nieto, biznieto, chozno, y Dios sabe qué más, de los mejores zapateros de viejo de la corte, y al salir al mundo causó la muerte a su madre, Crispina López, cuyos padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos honraron también la misma profesión.

Juan Gil, padre legal de nuestro melancólico héroe, no principió a amarlo desde que supo que llamaba con los talones a las puertas de la vida, sino meramente desde que le dijeron que había salido del claustro materno, por más que esta salida le dejase a él sin esposa; de donde yo me atrevo a inferir que el pobre maestro de obra prima y Crispina López fueron un modelo de matrimonios cortos, pero malos.

Tan corto fue el suyo, que no pudo serlo más, si tenemos en cuenta que dejó fruto de bendición. hasta cierto punto. Quiero significar con esto que Gil Gil era sietemesino o, por mejor decir, que nació a los siete meses del casamiento de sus padres, lo cual no prueba siempre una misma cosa. Sin embargo, y juzgando sólo por las apariencias, Crispina López merecía ser más llorada de lo que la lloró su marido, pues al pasar a la suya desde la zapatería paterna, Lavalle en dote, amén de una hermosura casi excesiva y de mucha ropa de cama y de vestir, un riquísimo parroquiano — ¡nada menos que un conde, y conde de Rionuevo!—, quien tuvo durante algunos meses (creemos que siete), el extraño capricho de calzar sus menudos y delicados pies en la tosca obra del buen Juan, representante el más indigno de los santos mártires Crispín y Crispiniano, que de Dios gozan.

Pero nada de esto tiene que ver ahora con mi cuento, llamado "El amigo de la Muerte".

Lo que sí nos importa saber es que Gil Gil se quedó sin padre, o sea sin el honrado zapatero, a la edad de catorce años, cuando ya iba él siendo también un buen remendón, y que el noble conde de Rionuevo, compadecido del huerfanito, o prendado de sus clarísimas luces, que lo cierto nadie lo supo, se lo llevó a su propio palacio en calidad de paje, no empero sin gran repugnancia de la señora condesa, quien ya tenía noticias del niño parido por Crispina López.

Nuestro héroe había recibido alguna educación —leer, escribir, contar y doctrina cristiana—; de manera que pudo emprenderla, desde luego, con el latín, bajo la dirección de un fraile jerónimo que entraba mucho en casa del conde; y en verdad sea dicho, fueron estos años los más dichosos de la vida de Gil Gil; dichosos, no porque careciese el pobre de disgustos (que se los daba y muy grandes la condesa, recordándole a todas horas la lezna y el tirapié), sino porque acompañaba de noche a su protector a casa del duque de Monteclaro, y el duque de Monteclaro tenía una hija, presunta universal y única heredera de todos sus bienes y rentas habidos y por haber, y hermosísima por añadidura, aunque el tal padre era bastante feo y desgarbado.

Rayaba Elena en los doce febreros cuando la conoció Gil Gil, y como en aquella casa pasaba el joven paje por hijo de una muy noble familia arruinada —piadoso embuste del conde de Rionuevo—, la aristocrática niña no se desdeñó de jugar con él a las cosas que juegan los muchachos, llegando hasta darle, por supuesto en broma, el dictado de novio, y aun a cobrarle algún cariño cuando los doce años de ella se convirtieron en catorce, y los catorce de él en dieciséis.

Así transcurrieron tres años más.

El hijo del zapatero vivió todo este tiempo en una atmósfera de lujo y de placeres: entró en la corte, trató con la grandeza, adquirió sus modales, tartamudeó el francés (entonces muy de moda) y aprendió, en fin, equitación, baile, esgrima, algo de ajedrez y un poco de nigromancia.

Pero he aquí que la Muerte vino por tercera vez, y ésta más despiadada que las anteriores, a echar por tierra el porvenir de nuestro héroe. El conde de Rionuevo falleció ab intestato, y la condesa viuda, que odiaba cordialmente al protegido de su difunto, le participó, con lágrimas en los ojos y veneno en la sonrisa, que abandonase aquella casa sin pérdida de tiempo, pues su presencia le recordaba la de su marido, y esto no podía menos de entristecerla.

Gil Gil creyó que despertaba de un hermoso sueño, o que era presa de cruel pesadilla. Ello es que cogió debajo del brazo los vestidos que quisieron dejarle, y abandonó, llorando a lágrima viva, aquel que ya no era hospitalario techo.

Pobre, y sin familia ni hogar a que acogerse, recordó el desgraciado que en cierta calleja del barrio de las Vistillas poseía un humilde portal y algunas herramientas de zapatero encerradas en un arca; todo lo cual corría a cargo de la vieja más vieja de la vecindad, en cuya casa había encontrado el mísero caricias y hasta confituras en vida del virtuoso Juan Gil. Fue, pues, allí: la vieja duraba todavía; las herramientas se hallaban en buen estado, y el alquiler del portal le había producido en aquellos años unos siete doblones, que la buena mujer le entregó, no sin regarlos antes con lágrimas de alegría.

Gil decidió vivir con la vieja, dedicarse a la obra prima y olvidar completamente la equitación, las armas, el baile y el ajedrez. ¡Pero de ningún modo a Elena de Monteclaro!

Esto último le hubiera sido imposible.

Comprendió, sin embargo, que había muerto para ella, o que ella había muerto para él, y antes de colocar la fúnebre losa de la desesperación sobre aquel amor inextinguible, quiso dar un adiós supremo a la que era hacía mucho tiempo alma de su alma.

Vistiose, pues, una noche con su mejor ropa de caballero y tomó el camino de la casa del duque.

A la puerta había un coche de camino con cuatro mulas ya enganchadas.

Elena subía a él seguida de su padre.

—¡Gil! —exclamó dulcemente al ver al joven.

—¡Vamos! —gritó el duque al cochero, sin oír la voz de ella ni ver al antiguo paje de Rionuevo.

Las mulas partieron a escape.

El infeliz tendió los brazos hacia su adorada, sin tener ni aun tiempo para decirle ¡adiós!

—¡A ver! —gruñó el portero—; ¡hay que cerrar!

Gil volvió de su atolondramiento.

—¡Se van! —dijo.

—Sí, señor: ¡a Francia! —respondió el portero secamente, dándole con la puerta en los hocicos.

El ex paje volvió a su casa más desesperado que nunca, desnudose y guardó la ropa; se vistió lo peor que pudo; cortose los cabellos; se afeitó un ligero bozo que ya le apuntaba, y al día siguiente tomó posesión de la desvencijada silla que Juan Gil ocupó durante cuarenta años entre hormas, cuchillas, leznas y cerote.

Así lo encontramos al empezar este cuento, que, como ya queda dicho, se titula "El amigo de la Muerte".

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