Buch lesen: «Despertando a la bruja»
Pam Grossman
Despertando
a la bruja
Sobre la magia
y el poder de las mujeres
Traducción del inglés de Silvia Alemany
Título original: WAKING THE WITCH
© 2019 by Pam Grossman
© de la edición en castellano:
2020 by Editorial Kairós, S.A.
Publicado por acuerdo con el editor original, Gallery Books, una editorial del grupo Simon & Schuster, Inc.
© de la traducción del inglés al castellano: Silvia Alemany
Revisión: Alicia Conde
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Katrien van Steen
Foto cubierta: Caroline Manière
Primera edición en papel: Octubre 2020
Primera edición en digital: Noviembre 2020
ISBN papel: 978-84-9988-758-6
ISBN epub: 978-84-9988-859-0
ISBN kindle: 978-84-9988-860-6
Todos los derechos reservados.
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Sumario
1 Introducción
2 1. El bien, el mal y lo maligno
3 2. La bruja adolescente: hechizos para marginados
4 3. Compasión para la diablesa
5 4. Los monstruos del cuerpo
6 5. Las hermanas con un don y las Damas de las sombras
7 6. Las artes oscuras: hecedoras de magia y artesanas
8 7. El poder de los números: aquelarres y colectivos
9 8. ¿Quién es una bruja?
10 El epílogo de las rarezas
11 Lecturas para profundizar
12 Agradecimientos
Para Matt,
el hombre más encantador que haya conocido jamás
«Tengo miedo y me encanta, me encanta y tengo miedo,
Las Damas Lejanas se ciernen sobre nosotros.»
HELEN ADAM, «At Mortlake Manor»
Introducción
Las brujas siempre han caminado entre nosotros, han poblado las sociedades y las historias y narraciones de todo el planeta desde hace mil años. Desde Circe a Hermione, desde Morgan Le Fay a Marie Laveau, la bruja siempre ha existido en los cuentos que tratan de ancianas con extraños poderes que pueden dañar o sanar. Y aunque personas de todos los géneros se han considerado a sí mismas brujas, esta es una palabra que ahora se asocia en general a las mujeres.
A lo largo de la historia ha sido un personaje temible, ese Otro insólito que amenaza nuestra seguridad o manipula la realidad para sus propios propósitos mercurianos. Es una paria, una persona non grata, una «mujer del saco» que hay que derrotar y deshacerse de ella. A pesar de que a menudo se la ha considerado una entidad destructora, en la actualidad la mujer bruja es mucho más proclive a recibir ataques que a infligir violencia. Como sucede con otros marginados «terroríficos», ocupa un papel paradójico en la conciencia cultural como agresora malvada y presa vulnerable.
Unos 150 años antes, sin embargo, la bruja hizo otro de sus trucos, y pasó de asustarnos a ser un personaje de inspiración. Ahora es muy probable que sea la heroína de tu programa preferido de la televisión, aun siendo la mala. Puede aparecerse adoptando la forma de tu colega wiccana del trabajo o de esa estrella de la música que emana vibraciones hechiceras en sus vídeos o sobre el escenario.
También existe la posibilidad de que ella seas tú, y que esa «bruja» sea una identidad que has adoptado por un buen número de razones: profundas y sentidas o frívolas y superficiales, tanto públicas como privadas.
En la actualidad cada vez hay más mujeres que eligen el camino de la bruja, tanto si es en un sentido literal como simbólico. Flotan caminando por las pasarelas de los desfiles de moda y por las aceras con ropa transparente y negra, y se adornan con pentagramas dignos de aparecer en Pinterest y con cristales. Llenan los cines para ver películas de brujas y se reúnen en trastiendas y en los patios de las casas para hacer rituales, consultar el tarot y proclamar su intención de alterar la vida. Se manifiestan por las calles con carteles donde se lee: «MAL DE OJO AL PATRIARCADO», y realizan hechizos una vez al mes para intentar neutralizar al comandante en jefe. Año tras año salen artículos que proclaman: «¡Es la estación de las brujas!», mientras los periodistas se lían la manta a la cabeza intentando comprender esta tendencia que prolifera como las setas y que defiende la figura de la bruja.
Y todo eso nos anima a preguntarnos por qué.
¿Por qué importan tanto las brujas? ¿Por qué parecen estar por todas partes? ¿Qué son exactamente? (¿Y por qué diantre no se largan?)
Me han hecho estas preguntas un centenar de veces, y uno esperaría que tras pasarme toda la vida estudiando y escribiendo sobre las brujas, así como haciendo mi página web sobre la temática de la bruja y practicando la brujería directamente en persona puedo dar una respuesta breve.
En realidad, sin embargo, veo que cuanto más trabajo con la bruja, más compleja se vuelve. La bruja tiene un espíritu resbaladizo: cuanto más intentas acorralarla, más retrocede para internarse en la profunda espesura del negro bosque.
Y lo digo convencida del todo: muéstrame a tus brujas y te diré qué sientes por las mujeres. El hecho de que el resurgimiento del feminismo y la popularidad de la bruja vayan en ascenso y de la mano no es ninguna coincidencia: el uno es el reflejo de lo otro.
Dicho lo cual, la actual Ola de Brujas no es nada nuevo. En la década de los 1990, cuando yo era adolescente, la década que nos trajo esa cultura ocultista y pop encabezada por Buffy la Cazavampiros, Embrujadas y Jóvenes brujas, por no hablar del movimiento Riot Grrrl y de la tercera ola del feminismo, aprendí que el poder femenino podía expresarse en una variedad de colores y sexualidades. Aprendí que las mujeres podían liderar una revolución con los labios pintados y luciendo botas de combate; y a veces llevando incluso una capa.
Sin embargo, mi propio despertar a la bruja me sobrevino a temprana edad.
Morganville, en Nueva Jersey, donde crecí, era el típico pueblo de las afueras que todavía conservaba algunos terrenos naturales bastante cubiertos de maleza. Teníamos un bosquecillo en el patio trasero que colindaba con unas caballerizas, y entre ambas construcciones corría un riachuelo que podíamos atravesar poniendo un madero. De pequeñas, mi hermana mayor, Emily, y yo nos aventurábamos a cruzar al otro lado, y allí dábamos de comer a los caballos (actividad que todavía hoy en día me espanta) y recogíamos puñados de tréboles. Pero casi siempre estábamos en nuestro lado de la orilla, y nos internábamos entre el macizo de árboles que nos servía de bosque particular. En una esquina del patio se formaba un charco gigantesco cada vez que llovía, y que quedaba flanqueado por un puñado de helechos. Llamábamos a ese lugar nuestro Lugar Mágico. Y el hecho de que de vez en cuando se esfumara y luego volviera a aparecer solo hacía que añadirle más misterio. Era un portal a lo desconocido.
En esos bosques es donde recuerdo haber practicado la magia por primera vez: entré en ese estado de juego profundo en el que la acción imaginativa se convierte en realidad. Solía pasarme horas allí, creando rituales con piedras y ramitas, dibujando símbolos secretos en el barro y perdiendo toda noción del tiempo. Era un espacio que parecía sagrado y salvaje, aunque seguía siendo extrañamente seguro.
A medida que crecemos hemos de ir olvidando todas esas «paparruchas» y dejar de darle vueltas a la cabeza. Cambiamos los unicornios por las muñecas Barbie (aunque unos y otras son criaturas míticas, desde luego). Nos despedimos del Ratoncito Pérez y abandonamos a los brujos. Los dragones mueren asesinados en los altares de la juventud.
La mayoría de niños abandona esa «fase mágica» cuando crece. Pero yo crecí reforzando la mía.
Mi abuela Trudy era una bibliotecaria de la West Long Branch Library, y eso significa que yo pasé más de una tarde en las secciones de la clasificación decimal Dewey que iban de la 001,9 a la 135, leyendo libros sobre Bigfoot y sobre la interpretación de los sueños, y también sobre Nostradamus. Pasé innumerables horas en mi habitación, aprendiendo sobre las brujas y las diosas; me encantaban los libros de autores como George MacDonald, Roald Dahl y Michael Ende, escritores que trabajaban con fluidez el lenguaje de los encantamientos. Los libros eran mi escoba voladora. Me permitían volar a otros reinos donde cualquier cosa era posible.
Mi libro preferido era Wise Child, de Monica Furlong, una historia de una chica a la que rapta Enebro, una bondadosa y hermosa bruja que vive en lo alto de una colina de las montañas escocesas. Enebro es temida por la gente del pueblo porque no practica su misma religión y porque es una mujer que vive sola. Le enseña a la Niña Sabia los fundamentos de la medicina natural y de la magia, y le da todo el amor que le puede dar una madre. Los habitantes del pueblo van a visitarlas en secreto cuando necesitan algún remedio para curar su dolencia, pero en público rehúyen tanto a Enebro como a la Niña Sabia. Las brujas, según leí una vez en un libro, son criaturas complicadas, fuentes de gran consuelo y de un intenso terror. Y por muy buena que sea una bruja, a menudo se convertirá en el objetivo de todas las incomprensiones, en el mejor de los casos, y de toda persecución, en el peor.
La bruja siempre corre un riesgo. Y, sin embargo, persiste.
A pesar de que las brujas de ficción fueron mis primeras guías, no tardé en descubrir que la magia era algo que las personas reales podíamos practicar. Empecé a ir a tiendas de la Nueva Era y a experimentar con libros de hechizos de divulgación publicados en rústica que compraba en los centros comerciales. Me criaron como a una judía, pero me sentía más atraída por otros sistemas de creencias que parecían más individualizados y místicos, y que honraban plenamente lo femenino. Y finalmente encontré mi camino en el paganismo moderno, un camino espiritual en el que cada cual es su propio guía y que sigue sosteniéndome en el día de hoy. No soy la única que ha seguido esta trayectoria de salirse de una religión organizada para acercarse a algo más personal: en septiembre de 2017, más de una cuarta parte de los adultos de Estados Unidos (el 27%) se autoproclamaban espirituales, pero no religiosos, según el Centro de Investigaciones Pew.
Ahora me identifico tanto con el hecho de ser una bruja como con el arquetipo de la bruja en general, y uso el término con fluidez. En un momento dado, podría usar la palabra bruja para indicar cuáles son mis creencias espirituales, mis intereses sobrenaturales o mi papel como fémina dinámica y compleja que no pide disculpas en un mundo que prefiere tener a sus mujeres sonrientes y quietecitas. Empleo a partes iguales la sal y la sinceridad: me inclino ante la historia de la brujería de todo el planeta, que ha sido rica y a menudo dolorosa, y dedico un guiño de complicidad a los miembros de nuestra sociedad, que ya no es tan secreta y está formada por personas que luchan desde los márgenes por la libertad de poder expresar su lado más extraño y asombroso. La magia se practica en los márgenes.
Digámoslo con claridad: no tienes que practicar la brujería ni recurrir a cualquier otra forma alternativa de espiritualidad para despertar a tu propia bruja interior. Puedes sentirte atraída por su simbolismo, su estilo o sus historias, pero no por ello vayas a salir corriendo a comprar un caldero ni te pongas a entonar cánticos al cielo. Quizá seas una mujer más bien desagradable en lugar de ser una devota de la Diosa. Pues muy bien: la bruja también te pertenece a ti.
Estoy absolutamente convencida de que el concepto de la bruja perdura porque trasciende su literalidad y porque tiene más cosas oscuras y brillantes que enseñarnos. Muchas personas se obsesionan con la idea de si la bruja es «verdadera» y muchos libros de historia intentan abordar el tema desde el ángulo de los supuestos hechos. ¿Creía la gente en realidad en la magia? Por supuesto que sí, y sigue creyendo. ¿Esos millares de víctimas que fueron asesinadas en las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII eran brujas en realidad? Lo más probable es que no. ¿Son reales las brujas? Pues sí, y ahora estás leyendo las palabras que ha escrito una de ellas. Todo esto es cierto.
Ahora bien, el hecho de que esos hombres y esas mujeres en realidad practicaran o no la brujería en Roma, Lancashire o Salem, por decir algo, a mí no me interesa tanto como el hecho de que la idea de las brujas siempre haya sido tan evocadora e influyente y tan, en fin, hechizante por encima de todo.
En otras palabras, lo que tiene de realidad y de ficción la figura de la bruja se encuentra unido inextricablemente. Una da forma a la otra, y siempre ha sido así. Y por eso parto de este punto de enfoque fabulista y confuso para considerarla en los siguientes capítulos; y también en general. Estoy fascinada por el hecho de que un arquetipo pueda abarcar facetas tan distintas. La bruja es un ser que cambia de forma notablemente, y que se nos aparece bajo numerosos disfraces:
Una vieja bruja con un sombrero puntiagudo riendo a carcajadas como una loca mientras hierve huesos en un caldero.
Una seductora de labios rojo carmín vertiendo secretamente una poción en la bebida de su amante, que nada sospecha.
Una francesa revolucionaria y travestida que oye voces de ángeles y de santos.
Un ama de casa de clase media alta con un peinado impecable que mueve la nariz para alterar las circunstancias a su antojo, a pesar de las protestas de su esposo.
Una mujer que baila en Central Park de Nueva York con su aquelarre para celebrar el cambio de las estaciones o una nueva fase lunar.
Una bruja que tiene la cara verde y va seguida por una cohorte de monos voladores.
Una mujer que viste con pañuelos, de cuero y encaje.
También puede vivir en África: en la isla de Aeaea; en una torre; en una cabaña hecha con muslos de pollo; en Peoria, en Illinois.
Acecha en los bosques de los cuentos de hadas, en los marcos dorados de los cuadros, en los guiones de las telecomedias y de las novelas para adolescentes, y entre las partituras de canciones de blues fantasmales.
Es una solitaria
¿No quieres caldo? Pues toma dos tazas.
Es miembro de un aquelarre.
A veces ella es él.
Es asombrosa, monstruosa, artera, ubicua.
Es nuestra perdición. Es nuestra liberación.
Nuestras brujas dicen tanto de nosotras como de cualquier cosa, tanto para lo bueno como para lo malo.
De todos modos, y más que nada, la bruja es un símbolo lumínico y sombrío del poder femenino y una fuerza para subvertir el statu quo. No importa la forma que adopte, porque sigue siendo una fuente eléctrica de agitación mágica a la que todos podemos enchufarnos cada vez que necesitemos una descarga de alto voltaje.
Es asimismo el recipiente que contiene los sentimientos contradictorios que nos despierta el poder femenino: nuestro miedo, nuestro deseo y la esperanza de que pueda, y consiga, salir reforzado, a pesar de las llamas a las que se le arroja.
Tanto si a la bruja se la representa como malvada o como valerosa, siempre es un personaje que encarna la libertad: tanto su pérdida como su ganancia. Quizá es el único arquetipo femenino que funciona con independencia. Las vírgenes, las putas, las hijas, las madres, las esposas…; todas ellas se definen en función de si se acuestan con alguien o no, si cuidan de alguien o si las cuidan a ellas, o de alguna especie de duda simbiótica que al final debe pagar.
La bruja no debe nada. Y eso es lo que la hace peligrosa. Y es lo que la hace divina.
Las brujas tienen poder en sus propios términos. Tienen capacidad de actuar con independencia. Crean. Alaban. Comulgan con el reino espiritual, libremente y libres de todo mediador.
Se metamorfosean, y hacen que ocurran cosas. Son agentes del cambio cuyo propósito primordial es transformar el mundo tal como lo entendemos para convertirlo en el mundo que nos gustaría.
Por eso, que digan de ti que eres una bruja o que seas tú quien se llame a sí misma bruja son dos cosas completamente distintas. En el primer caso suele ser un acto para degradarte, un ataque contra una amenaza percibida. El segundo caso es un acto de reclamación, una expresión de autonomía y de orgullo. Los dos aspectos del arquetipo son importantes para tenerlos en mente. Pueden parecer contradictorios, pero se pueden deducir muchas cosas de su interacción.
La bruja es el icono feminista por excelencia porque es el símbolo más completo de la opresión femenina y de la liberación. Nos enseña a acceder a nuestro propio poderío y a nuestra magia, a pesar de todos los que intentan despojarnos de nuestro poder.
Ahora la necesitamos más que nunca.
A continuación exploraremos el arquetipo de la bruja: unas reflexiones sobre sus diversos aspectos y asociaciones, preguntas que he ido conjurando a lo largo de mi vida y lecciones que he aprendido por el hecho de hollar la senda de la bruja.
Está permitido que cometas el error de identificarte con ella, en el caso de que sientas que caes bajo sus hechizos.
Mira a tu alrededor. Mira en tu interior.
La bruja se despierta.
1. El bien, el mal y lo maligno
—Tú debes de ser una bruja buena, ¿no? –me pregunta la directora general de la empresa en la que trabajo mientras nos estamos tomando unos Aperol Spritzes en un ostentoso restaurante del West Village, en Manhattan. Da un sorbo de su bebida y me mira a través de la copa con una sonrisa intranquila.
—Pues claro —le digo con una carcajada despectiva, y luego cambio de tema rápidamente. No es que le esté mintiendo. Es que me he encontrado en esta situación muchas veces, y esta noche no me apetece volver a repetirla. Es la típica situación en la que se me insta a hablar de mis creencias personales y de otras actividades extracurriculares paranormales como si se tratara de una charla intrascendente, para procurar que el que me hace las preguntas se sienta cómodo. Es la típica situación en la que me hacen encajar en uno de estos dos paquetes del reino de Oz: ser la bruja buena o la bruja mala.
No me escondo de mi yo brujeril. Y con franqueza te diré que no podría hacerlo ni aunque lo intentara. Entre mi podcast y mis artículos, y los proyectos que tengo más orientados a la magia, por no hablar de mi predilección por las telas negras y transparentes y por la joyería lunar, en este momento de mi vida, eso es lo que hay, y salta a la vista. Pero donde las cosas se ponen peliagudas es cuando mi identidad como bruja se armoniza con la de los otros papeles que encarno: como nuera de dos sacerdotes episcopalianos, para ser más exacta. Esa desconocida a quien le presentan a otra persona en la fiesta de un amigo. Ese personaje público que lleva catorce años representando a una empresa. Por mucho que use el término positivo de RRPP de estos últimos tiempos, cuando menciono la palabra «bruja» para describirme a mí misma, a la gente se le ponen los pelos de punta.
Mi instinto es intentar calmar sus miedos: no, no soy satánica (aunque los satanistas que he conocido en realidad son personas muy agradables, y no tienen nada que ver con lo que te imaginas). No, no hago encantamientos que hieran a los demás (¡al menos ya no me dedico a eso!). No, tampoco soy malvada (¡no más que los que se esfuerzan en hacer las cosas de la mejor manera posible, pero se encuentran sujetos, en último término, a las debilidades de la humanidad!). No, no y no. No maldeciré tu matrimonio ni enviaré una plaga a tu cosecha, ni agriaré tu leche, ni me beberé tu sangre o descuartizaré a tus hijos. No te preocupes, te lo prometo: ¡no estoy aquí para llamarte en nombre del diablo!
«Bruja» es una palabra que he elegido para que me represente. En parte es la abreviatura que significa que soy una pagana practicante, jerga común que denomina a esa comunidad de personas que han descubierto una manera de enfocar su espiritualidad al margen de (aunque no necesariamente de manera opuesta) las cinco religiones dominantes del mundo. Sigo la rueda sagrada del año y los ciclos lunares, hago los rituales y las celebraciones más apropiados según la estación. Honro la naturaleza y la divinidad que hay en mi interior y en todos los seres vivos, y me esfuerzo por expandir la luz y estar al servicio de algo que es más grande que yo misma: el espíritu, los dioses, la Diosa, el Misterio… y todo lo que al lenguaje le resulta difícil de nombrar.
He hecho todas estas cosas sin dejar de pagar mi alquiler puntualmente, tener un trabajo durante el día que me llene y entregar mi tiempo y mi dinero a causas en las que creo, sin dejar de apoyar a mi marido, a mis amigos y a la familia en lo bueno y en lo malo
Creo que, por lo que me parece a mí, soy una bruja muy buena.
Para complicar aún más las cosas, en los círculos de brujería existen otras clasificaciones además de la de «buenos» y «malos». Hay quien dice que existen las «brujas que practican magia blanca», que son las brujas que se han comprometido a no hacer ningún daño, y las «brujas que ejercen la magia negra», que son las que hacen maleficios, aunque este tipo de lenguaje está mal visto debido a sus implicaciones racistas. Hay quien habla del «camino de la mano izquierda» como opuesto al «camino de la mano derecha», y eso significa que uno sobre todo está centrado en el crecimiento personal, en lugar de comprometerse a un grupo o una deidad universal. Algunos practican «la magia del caos», frase que suena catastrofista, pero que sencillamente quiere decir que es una especie de «eso ya me sirve» posmoderno que mezcla imágenes y técnicas de distintas religiones o géneros, a veces de manera poco ortodoxa o incluso humorística.
Como sucede con todos los sistemas categóricos, las interpretaciones de cada uno de estos términos varían, y el espacio que dista entre ellos puede ser difuso. Es más, muchas personas se sienten atraídas por la brujería porque precisamente es un mundo muy individualizado. No existe un único libro, un único líder o un conjunto unificado de dogmas, y eso significa que aprendes con la práctica. Investigas, experimentas, y vas creciendo a medida que te reúnes con otros que también se han sentido atraídos por ese camino.
La inmensa mayoría de practicantes que conozco son personas de lo más compasivas y curiosas. Valoran el amor y el conocimiento por encima de todas las cosas, y en muchos casos ni siquiera sabrías que son brujas si no te lo dicen. Conozco brujas que son abogadas, chefs, profesoras, ejecutivas del mundo de la publicidad, artistas, contables, enfermeras y lo que sea. Hacer brujería es una manera de esforzarnos para dar con la mejor versión de nosotros mismos, honrar a lo sagrado y, en último término, intentar convertir el planeta en un mundo mejor. Asimismo es una forma de reconocer que tanto la luz como la oscuridad son un gran regalo. Y a pesar de que existe un cierto solapamiento en nuestras prácticas, todos trabajamos de distinta manera. Podemos realizar hechizos, hacer rituales, meditar, buscar nuestra guía en sistemas como la astrología o el tarot. Podemos honrar a nuestros ancestros, celebrar los ciclos de la naturaleza, pedir ayuda y dar las gracias. Nuestro propósito puede ser curar o prestar un servicio espiritual. Pero no importa la forma que adopte nuestra magia, porque para la mayoría la palabra «bruja» significa que somos personas que encarnamos de una manera activa la paradoja de tener una experiencia trascendente mientras nos sentimos más profundamente conectadas a nosotras mismas y a los demás aquí en la tierra.
Si me llamo a mí misma bruja, también es por otras razones. Es un medio de identificar mi comportamiento en el mundo, y de identificar esa clase de corriente energética de la que deseo ser canal.
En un momento dado, eso puede significar que soy feminista; una persona que celebra que todos podamos ser libres y que luchará contra la injusticia con todas las herramientas que tiene a su disposición: una persona que valora la intuición y la expresión de uno mismo; un alma afín a esas otras personas que defienden lo no convencional, lo soterrado y lo asombroso. O sencillamente puede referirse al hecho de que soy una mujer que se atreve a decir lo que piensa y es capaz de defender todo el espectro de la emoción humana: un comportamiento que la sociedad todavía contempla con sentido crítico o despreciativo. Como les sucede a muchos en estos días, recurro a esta palabra con absoluta convicción y en son de broma. Y como les sucede a otros muchos epítetos, tiene su carga y su código. Pienso muy bien en la manera de usarlo, cuándo, por qué y con quién, porque esta es una palabra que tiene su peso, aunque libere.
Se resiste a ser aplastada o reducida. Se rebela contra el sistema binario. Y por eso me gusta tanto, porque, ¿sabes qué?, yo también hago eso.
Al margen de que vistamos con manga murciélago, el problema de las brujas es que siempre hemos sido muy difíciles de definir.
La mayoría de libros sobre la historia de las brujas tiende a empezar de la misma manera. Empiezan retomando la palabra, y nos aclaran de dónde viene, lo que significa, y cómo el escritor tiene la intención de usarla en el texto que viene a continuación.
La mayoría te dirá que la etimología de la palabra «bruja» no está clara. Muchas fuentes nos dicen que se deriva de la palabra wicca o wicce en inglés antiguo, y que significa «trabajador o trabajadora de la magia». Hay quien dice que a su vez proceden de palabras asociadas al término arrodillarse, mecha o sauces llorones. O bien que es una permutación de palabras antiguas que significan «sabiduría» o «sabio». Y por eso a menudo concluyen en que la bruja es alguien que tiene conocimientos para modular la realidad, para conseguir provocar cambios a voluntad.
Todo esto se refiere a la bruja occidental en su contexto distintivamente europeo. Pero casi todas las culturas tienen su propia versión de las brujas, por no hablar de la múltiple variedad de personas mágicas en las que quedan incluidas hechiceras, adivinos, oráculos, sanadoras y chamanes. Para el propósito de este libro, sin embargo, voy a centrarme primordialmente en la palabra «bruja», porque por sí misma ya es complicadísima.
¿Qué queremos decir cuando la usamos?
Bueno, pues resulta que depende.
En el libro de Ronald Hutton The Witch: A History of Fear, from Ancient Times to the Present, se afirma que en la actualidad existen poco menos que cuatro significados comunes de la palabra «bruja». Es decir: alguien que usa la magia con propósitos malignos; cualquier persona que recurre al uso de la magia (tanto si es buena, mala o neutra); los que siguen el paganismo centrado en la naturaleza, como la wicca; y ese personaje que tiene un poder femenino transgresor. Muchos libros históricos como este del que hablamos tienden a centrarse en la primera definición. Después de todo, a las brujas se las asocia con el diablo desde que aparecieron en escena por primera vez.
Sin embargo, hoy en día estas definiciones se difuminan entre sí dándose forma e influenciándose la una a la otra. La bruja ya no sería un icono femenino, por ejemplo, sin ese significado primario maligno sobre el que improvisamos y despotricamos.
Malcolm Gaskill escribe sobre lo que él llama «la opacidad» del arquetipo de la bruja. En su libro Witchcraft: A Very Short Introduction, afirma: «[…] Las brujas se resisten a la simplificación, y son tan diversas y complicadas como el contexto al que pertenecen: la economía, la política, la religión, la familia, la comunidad y la mentalidad…».
O como especifica Jack Zipes de una manera un poco más sucinta en The Irresistible Fairy Tale, «Usamos la palabra “con toda naturalidad” en los países occidentales, como si todos supiéramos lo que es una bruja. Pues bien: no lo sabemos».
Sin embargo, quizá mi afirmación preferida sobre el tema nos la ofrece Margot Adler, que escribe en su monumental libro sobre paganismo moderno, Drawing down the Moon: «Las definiciones lexicográficas de la bruja son muy confusas, y guardan poca relación con las definiciones que dan las brujas mismas».
Uno podría decir que al menos se pueden contemplar los hechos y empezar por el principio de la civilización humana, cuando la magia era considerada real por todos. El problema, la tarea ardua, es que escribir una historia auténtica sobre la bruja como tal es imposible de concretar, a pesar de que han existido varios admirables intentos. Como estos libros te contarán, existe una miríada de ricas tradiciones de magia folklórica, brujería y chamanismo que pueblan el planeta. La mayoría de estas creencias existen desde hace miles de años, y siguen existiendo, practicadas por personas de toda condición.
Ahora bien, ¿cómo nos lleva todo eso al punto en que estamos en la actualidad, ese en el que la definición fundamental que da el diccionario Merriem-Webster de «bruja» es el que dice que es el personaje al que se le concede la posesión de unos poderes sobrenaturales primordialmente malignos; es más, el que dice que sobre todo es una mujer que practica la magia negra con la ayuda de un demonio o un familiar? ¿Cuándo ha aparecido ese «sobre todo es una mujer»? A fin de cuentas, siempre ha habido practicantes de magia masculinos y de género inconformista que se llaman a sí mismos, o que les llaman los demás, «brujos o brujas». Gerald Garner, el fundador de la religión que terminó llamándose wicca, era un hombre. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de las personas perseguidas por causa de brujería han sido mujeres.