Nada es crucial

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Porque cuando las amiguitas cimmerias de Magui se marcharon, su mamá, en lugar de pasarle la mano por el pelo y decirle alguna frase tierna de consuelo, comenzó a temblar con una llantina lenta mientras recogía los vasos vacíos y las bandejas esquilmadas, y luego arrancó a llorar con furia, arrojó los platos al suelo, pateó un silla, soltó mil barbaridades y blasfemias demasiado gruesas para que las escuchara una niña de diez años, eh, eh, ¿qué está pasando aquí?, esto no ocurre por culpa de unas huellas de ganchitos en la ventana, no.

Bien adiestrada por los minidramas de la siemprencendida, la pequeña Magui asumió de un soplo la edad tan adulta e importante que acababa de cumplir y, en medio de la galerna, se olvidó de su angustia y le sujetó las manos, le habló suave como en el cine para que se calmara, hizo que se sentara y que bebiera un poco de agua, mami, qué te pasa.

La mamá contestó no me pasa nada, cosas mías. Pero no, aquello no era cosa suya, aquello era cosa de las dos y de su papá y de medio pueblo que ya sabía y contaba y repetía que el papá de Magui, niños, el papá de Magui había pasado la noche en una habitación de la bolera con oh, Dios un muchachito y decían que se iba a fugar con él y que no volvería al pueblo, al pueblucho de las vacas bobas, el tonto baluarte repelado y el videoclub desabrido.

Neocristianos. Si no los conocisteis de cerca, niños, tal vez penséis que los neocristianos son como los demás católicos, un poco más chiflados quizá, pero parecidos en el fondo a la vieja turba de siempre. Os equivocáis. Los neocristianos no son como los demás cristianos, se esfuerzan por ser distintos, exhiben su condición con orgullo verdadero, no le temen al infierno, no usan cirios ni capas oscuras ninguna semana del año, y tampoco gastan demasiados pensamientos tenebrosos. Aman las doctrinas sencillas (esto sí, esto no), las palabras simples y las ceremonias musicales, huyen de las complicaciones, persiguen la felicidad y quieren estar siempre juntos, cantar y bailar juntos, vivir con entusiasmo y tener muchos hijos, muchos. Porque las parejas de neocristianos son folladores de élite consagrados a producir nuevas criaturas a las que bautizar por inmersión. Aunque tengan agujetas, aunque les raspe y esté seco ahí abajo, el Mensaje los obliga a reventarse follando bajo el amparo de Dios para engrosar las filas de sus servidores: duplicarse, centuplicarse, multiplicarse es la consigna. Una pequeña comunidad de veinte neocristianos sumará cuarenta miembros a los dos años, ochenta a los cinco, ciento veinte a los diez, trescientos cincuenta a los treinta años. Es la aritmética de Dios, el crecimiento exponencial, la matemática ginecológica, derivación de embriones hasta el infinito.

Dos neocristianos fértiles unidos en matrimonio son un comando cargado de metralla en forma de óvulos y espermatozoides. Cada domingo, el pastor se encarga de activar sus espoletas, revisar el estado de sus conciencias y recordarles que los bichitos que transportan en sus ovarios y escrotos han nacido para unirse, fueron creados para unirse, Dios los diseñó concienzudamente con ese propósito y los humanos son una mingurria que no puede contravenir los diseños celestiales, Dios quiere cigotos, ¡Dios quiere cigotos!, Dios construye con cigotos humanos un hermoso mosaico para que lo contemple Quién.

La muerte no les asusta. Según la doctrina, tampoco a los católicos de vieja escuela tendría que birlarles el sueño, deberían aguardarla con alborozo si conduce tan derechita al regazo de Dios, pero quién se traga ese bizcocho: los cristianos viejos se mueren de miedo igual que el montante sin cristianar, se amarran las manos al rosario para no arrancarse las pestañas que la quimioterapia les dejó vivas, a los cristianos viejos los atan con ligaduras de cuero a las barandas de las camas del hospital para que no ahoguen al cura en su casulla ni agoten la última partida puteando como Dámaso, el dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera mi cuerpo, y una ramera de solicitaciones mi alma, recuerdo a mi madrina, mi anciana madrina que olía a orina y a encierro diciendo yo no me quiero morir, yo no me quiero morir y su cuerpo ya era una llaga y su llanto rebotaba en el patio, los vecinos temblaban en sus casas, una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes, que ya ha olvidado las palabras de amor, yo no me quiero morir, no me quiero morir, y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada, porque el mundo sin mí seguirá lento e idiota su curso endeble, soy la piltrafa que el tablejero arroja al perro del mendigo, qué pésimo timonel lo comanda, y el perro del mendigo arroja al muladar, la quilla enfila los escollos puntiagudos, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla, deshabitados de sirenas.

Desde la mina de las maldades, los prototipos neocristianos festejan la muerte a conciencia porque la muerte ha sido vencida por el buen Jesús, la muerte es el boleto de entrada al salón de juegos, y, sin embargo, esa antigua Muerte con la cuchilla al hombro aún deambula por el mundo confundiendo al hombre, mi corazón se ha levantado hasta mi Dios, contra mi Dios y le ha dicho: Oh, Señor, tú que has hecho también la podredumbre, mírame, y su aguijón se llama Pecado, y ése sí que es un ogro que asusta a los cristianos nuevos, el sacamantecas que les hace temblar de miedo debajo de las sábanas, yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha. Tan vitalistas y entusiastas son, tan expansivos y apasionados, que, en lugar de alejarse del Ogro Pecaminoso, continuamente lo circundan y acarician y en el instante último casi siempre lo esquivan, yo soy el excremento del can sarnoso, porque los cristianos nuevos salen de noche, beben alcohol, se besan en la boca, se abrazan, se sientan en la hierba, fuman un pitillo; es decir, se comportan como si tuvieran verdaderas ganas de vivir la existencia sensible, el zapato sin suela en el carnero del camposanto, como si la vida no fuera tránsito ni examen de conducta sino patio de recreo, soy el montoncito de estiércol a medio hacer, un entremés antes de que comience el gran espectáculo del ilusionista Monsieur Dieu, que maneja con hilos fabulosos las constelaciones infinitas, los planetas remotos y las vidas chiquiturrias de los humanoides, donde casi ni escarban las gallinas. Toda esa olla podrida y sentimental hace que los neocristianos sean tan distintos de los oscuros, viejos y temerosos cristianos de siempre, los de colegio, parroquia y domingo, ésos que cuando se mueren tienen el miedo excavado en la cara, reflejado en las mamparas de la UVI.

Pero no me hagáis mucho caso, niños, porque ya sabéis que los narradores suelen tener muchas manías, cuentan las cosas a su manera como si fuera el único modo, se divierten saliéndose de madre con digresiones que a nadie interesan, dejan la mesa alborotada y llena de migas, nunca recogen los platos, son fastidiosos, con peligrosa tendencia al didactismo y a colgar su infortunio de los hombros de demás, y si acaso veis que vuelvo a perderme en páramos impropios sólo tenéis que saltar hasta la próxima negrita como en aquellos libros de multiaventuras que mamá os compraba en las casetas de la feria, Si decides entrar en la herrería, pasa a la página 64. Si prefieres esperar en las caballerizas, salta a la 73.

La Sra. Amable Uno no sabe qué pensar. La Sra. Amable Uno, devota neocristiana con complejo de infertilidad, fue la encargada de que el Chico-Musgo se metamorfoseara en un niño guapote y bien alimentado que vivía apaciblemente en un hogar donde todos acostumbraban a utilizar el váter, la cuchara, las sábanas y –oh– el jabón. Es decir, la Sra. Amable Uno se convirtió en su mamá provisional, y en el mismo golpe de suerte, el nene Lecu encontró un papá interino que protegía a sus tres –sólo tres, y cada domingo se avergüenza de ello, oh, Señor, bien que lo intento, juro que cada noche lo intento–, sus tres hijitos reales: el Mayorcito, el Mediano y el Pequeñajo, que recibieron la encomienda de ser los hermanos de pega del Chico-Musgo. La noche en la que se posó ante ellos como un gato extraviado, todos se hallaban sentaditos delante del televisor con la bandeja de la cena sobre las rodillas y, cuando vieron entrar a esa cosa harapienta y perruna, no tuvieron ningún apuro en olvidar sus salchichas y besarlo, abrazarlo y llevarlo de la mano al cuarto de juegos donde guardaban el Ibertrén, los puzles, el fuerte de Comanci, una biblia ilustrada y un dibujo amariconado del Corazón de Jesús.

Los primeros días fueron suaves y sosegados, con la excepción de las indigestiones volcánicas del nene Lecu, las ronchas feísimas que el jabón provocaba en la piel del nene Lecu, el brazo partido del Mediano, el diente roto del Mayorcito, el labio rajado del Pequeñajo, con quien el nene peleó hasta la victoria.

La tercera vez que el papá interino tuvo que llevar en volandas a uno de los hijitos reales al ambulatorio, la Sra. Amable Uno se preguntó si algo no marchaba bien en casa, y así se lo dijo a su marido. Los dos se sentaron en la cocina con la puerta encajada y hablaron en reposo como un buen matrimonio neocristiano que comparte sus desazones. La conversación, principalmente, fue así:

El Sr. Un Poco Menos Amable sostuvo que Lecumberri era una sabandija que no merecía la compasión del mismísimo Redentor.

La Sra. Amable Uno trató de hacerle comprender los padecimientos que la criaturita había soportado durante su infancia, por Dios, mira las ronchas de sus manitas.

El Sr. Cada Vez Menos Amable preguntó que si por ese motivo tenía que aguantar que ese parásito-gusano machacara a sus hijos hasta que se le aflojaran los traumas.

La Sra. Persistentemente Amable Uno dijo que el nene era vasija rota en la que el agua más pura se derramaba, y que si el buen Jesús lo puso en mi camino yo no puedo desprenderme de él, es decir, un niño que nace de un útero adobado en pasta base siempre será una molestia, un obstáculo en el fluido de trabajo-insomnio-trabajo. Puede parecer que lo has domado, que no muerde casi, que su cuerpecito quedó limpio del chute absorbido en la placenta, que las normas morales aplastaron su hiperactividad, puede. Pero antes o después el insecto oculto en la carótida despertará del letargo. Primero estirará un garfio. Luego hará crujir las mandíbulas, desnudará el aguijón escondido, comenzará a trepar por el cuello y asomará por la nariz. Y se posará sobre el hombro de su inquilino. Y dirá, por ejemplo, necesitamos algo afilado, muy afilado. Lo mejor que puede hacer un niño yonqui es morirse muy pronto, morirse en el parto, en la incubadora, en los brazos de la matrona que trata de calmar los espasmos del síndrome de abstinencia.

 

El Sr. Atormentado echaba de menos una cerveza y miraba tristemente las aceras mojadas desde la ventana. Llovía a cántaros, su esposa iba a llegar a la parroquia hecha una sopa pero qué pereza sacar el coche del garaje.

Ewoks. El día, en cambio, era de otoño templado en Belalcázar. En los bancos de la plaza de abajo tomaban el sol algunos gatos panzurrones, y en los de la plaza de arriba no había sol ni había nadie, si Nadie era el sobrenombre de la pequeña Magui. No, al contrario. Magui no era Nadie: Magui ya era la Niña del Marica.

A cuestas con sus diez años y un día y con la figura de su mamá reventándose las uñas a bocados, la Niña del Marica se sienta en el banco sombrío y observa a los pichones yendo y viniendo de la fuente a la cornisa para beber como hombrecitos. En las manos aprieta una baraja de cartas de los ewoks, la despliega sobre la trenza de hierro del banco y piensa: qué peludos son y qué bonitas las ciudades que construyen en los árboles, seguro que dentro de esas casas hace mucho frío y todos duermen muy apretados para entrar en calor, los centinelas sueltan vaho por la boca y patean el suelo y se quejan de que les toque hacer guardia y desfallecen y se quedan dormidos al resguardo del viento del norte y entonces un ejército de corazas y fusiles y robots aprovecha el descuido y comienza una batalla que acaba muy pronto porque todos los ewoks mueren cocinados dentro de sus casas, tan bonitas, y todo es culpa del ewok que se quedó dormido, y ese ewok es el único superviviente y escapa hacia lo más oscuro del bosque y no deja de correr hasta que ya no oye los disparos ni ve el humo ni huele el pelo quemado de los hermanos que se amontonan en una hoguera, y se sienta en una piedra a descansar y se alegra de estar vivo y sonríe porque aún no sabe que sólo volverá a ver un ewok cuando se incline en el arroyo a beber, sediento, antes de continuar la fuga. Luego Magui recoge sus cartas, las guarda en el bolsillo marsupial de su peto vaquero y sube a casa pensando que ya es la hora de comer, pero en la escalera no huele a sopa ni a carne en salsa ni a cebolla frita, y en la cocina no hay ningún fuego encendido sino los mismos platos de ayer en el mismo sitio, y las ventanas cerradas y las cortinas corridas. Mamá sigue en el dormitorio, acostada y sin uñas, los ojos muy abiertos mirando una cosa que Magui no sabe qué es y que debe de estar colgada del techo.

Condicionamiento. El martirologio continuó durante algunas semanas. La furia con la que el nene Lecu arremetía contra sus hermanitos de pega era insensata. Causa y consecuencia, una ecuación demasiado complicada para el Chico-Musgo, que sinceramente no quiso reventar la cabeza del Mediano contra el bidé porque no entendía que, al hacerlo, el Mediano sangraría de ese modo tan escandaloso, y por eso se llevó un susto de muerte, se escondió debajo de la cama, se le borró la sonrisa de retrasado y estuvo toda la noche lamiéndose las ronchas. La facilidad con la que la sangre brotaba de la piel ajena le espantaba; ajena, dije, porque de la suya, endurecida por el sol y la mugre, no había modo de que saliera una gota, por mucho que el Mayorcito se aplicara en ensartarle imperdibles y grapas, este hijoputa no es humano, si hasta las moscas sangran cuando las espachurras. Cuando los tres se dieron cuenta de eso descubrieron un arma muy eficaz para repeler sus envites: la autolesión, y por eso siempre llevaban un cúter encima, y si se les acercaba con esos ojos, se rajaban la yema del pulgar, y bastaba una pequeña gota para que el agresor corriera al refugio de las cuatro patas de su cama, y allí temblaba y maullaba y se negaba a salir hasta que la Sra. Amable Uno conseguía convencerlo con nutritivas promesas.

A fuerza de borrarse las huellas dactilares, los tres hermanitos neocristianos condicionaron al Chico-Musgo como a un hámster y consiguieron que dejara de morderles y golpearles contra nada. Fue la primera enseñanza de Lecumberri como cristiano de base: si pegas, te duele a ti.

Nunca nadie dijo. Nunca nadie le dijo: ja, tu padre vive en la ciudad con un chaperito que le tanga dinero, ja. No. Tampoco hubo persecuciones escolares ni nada de ese folklore. Las amigas de Magui eran sanotas y obedientes, sus mamás les habían dicho tenéis que cuidar de Margarita, en su casa las cosas no están bien, no la dejéis sola mucho rato, pero si es ella la que quiere estar sola y se va a esa plaza donde hace tanto frío en vez de venirse abajo con nosotras, es ella la que ya no quiere jugar a nada.

[Aquí la cámara hará un picado desde la cornisa de los pichones hasta el banco de hierro donde Magui ordena una baraja de Ulises 21, plano detalle de eso.]

Cierto: Magui no quería jugar a nada. Magui quería: que mamá respirara normal, hablara normal, comiera normal y caminara y se diera una ducha y se lavara el pelo y se pusiera ropa bonita y se sentaran juntas en la azotea a ver cómo los cernícalos revolotean sobre la pajarera de la vecina.

También quería que su papá regresara pronto, pero en eso no pensaba nunca, sólo pensaba en mamá y en la tienda cerrada, en la comida que se estaba echando a perder, en el hambre y en los atracones de magdalenas con los que la combatía.

La Solución Final. Pero hasta los ratones de laboratorio acaban habituándose al laberinto de metacrilato que conduce a la galletita, aunque finjan ansiedad y palpitaciones para no decepcionar a sus observadores. Pasaron los días, las enzimas de Lecu aprendieron a deglutir alimentos humanos, se sentía tan fuerte y feliz que le regresaron la sonrisa de retrasado, la ferocidad y el ansia, y a conciencia volvió a morder y a endiablarse contra sus hermanos de pega, un espíritu forjado en las lilas del alambre tumbará cualquier adiestramiento, nada puede con el victorioso Lecu, nada.

Hasta el día de la Solución Final.

El día de la Solución Final, Lecu se había ensañado sin medida con el pequeño, aprovechando que el Sr. Un Poco Menos Amable no estaba en casa y que la Sra. Amable Uno se entretenía en una larguísima conversación telefónica. La víctima quedó hecha una arruga en el suelo, con una capa de vómito cerrándole la boca, los ojos vueltos y la piel sin color. Al oír la gresca, los mayores corrieron a la habitación. Y mientras el Mediano trataba de deshacer el guiñapo que su hermano formaba en el suelo, el Mayorcito estuvo a punto de atrapar de un manotazo a Lecu, que se escurrió como un pez y ya volaba hacia la sala para sentarse al lado de la Sra. Amable Uno, donde sabía que sería inmune. Y de veras que era inmune allá, porque ninguno se habría planteado chivarse, sabiendo que:

su mamá no les haría ni caso,

el buen Jesús dice que hay que poner la otra mejilla,

chivarse es cosa de mariquitas.

Ahora bien, incluso los espíritus más sumisos y neocristianos tienen un colmo, y el colmo de los suyos fue ver cómo el Pequeñajo quedaba encogido en una esquina del cuarto, respirando muy deprisa como un conejo asustado. Enfurecidos, el Mediano y el Mayorcito confabularon el escarmiento.

El escarmiento.

Esa misma noche, cuando todos durmieran, podrían reptar hasta su cama y sujetarle las manos y los pies y… No, el ruido los despertaría, el dormitorio de papá y mamá está demasiado cerca. Sería mejor justo después de la cena, cuando recogen la cocina y nos mandan a lavarnos los dientes mientras ellos escuchan las noticias en la radio, sí, justo después de la cena es el momento propicio, no será difícil convencerlo para que suba a ver una cosa muy brillante que hemos encontrado en el patio. Como a las urracas, al nene le entusiasmaban los espejuelos y las cadenitas, tal vez porque el reflejo del metal le recordaba la ceguera del sol en el descampado. Subió el nene con sus tres hermanos de mentira y entró sin sospecha en el cuarto de juegos cuando el Mayorcito ya lo aplastaba contra la puerta cerrada y el Mediano le tapaba la cara con una camiseta para luego ayudar a su hermano a atarle las muñecas con el cable de una lámpara que tenía forma de coche de carreras. Inmovilizado y abatido, el nene Lecu no podía hacer nada para esquivar las patadas que el Mediano le lanzaba, repetidas tum-tum-tum como en las películas hasta que quedó tumbado sobre una moqueta con dibujos de carreteras, vías de tren, una estación pirenaica y casas con tejado de pizarra. Cuando ya les dolían los pies, los dos miraron al pequeño, venga, dale ahora, hermanito, dale bien fuerte. Pero el Pequeñajo no se movía de su sitio y sólo pensaba en su mamá y en el buen Jesús. No te rajes, dale. Pero el Pequeñajo tenía en la mente la cara redonda de su mamá y el mentón barbudo del buen Jesús, él lo haría contigo si pudiera, hermanito, él ya estaría encima de ti riéndose con cara de idiota. El pequeñajo se acercó hacia el bulto jadeante y lo empujó con su zapatito como quien hace rodar una pelota cuando empieza el partido. No fastidies, hermano, así no, sacúdele bien fuerte. Y soltó una patada floja, como queriendo combinar con un centrocampista próximo, más fuerte, joder, y golpeó como quien mete un pase al hueco, fuerte-fuerte, y sacudió como si pescara un balón en el área y rematara de volea, dale bien, y luego, como si llegara de una zancada desde la banda, sacúdele, y finalmente, como si fuera el portero del equipo que pierde y quisiera alcanzar la portería rival.

Después de eso, los tres pensaron que Lecu había muerto.

Clac, fácilmente. Un buen pedazo de queso enmohecía en la nevera y sólo quedaban migas en la bolsa de las magdalenas. Las tripas decían hazlo, muchas veces había visto a su padre limpiando el moho con un cuchillo delgado, luego partía el resto con otro más grueso y mágicamente el queso podrido se convertía en triangulitos blancos sobre el plato, no podía ser tan difícil.

Magui buscó la tabla de cortar y los dos cuchillos, afianzó el queso sobre la tabla, tomó el delgado e hizo el primer corte, extrayendo una lámina verde. Se me da bien, dijo. Ahora tomó el cuchillo grueso, lo apoyó sobre la cuña, demasiado duro, dijo. Probó de nuevo haciendo fuerza sobre el mango con las dos manos, así tampoco, resbala. Por último, hizo un corte pequeño, clavó la hoja, sujetó con la mano izquierda y apretó con la derecha y, clac, fácilmente se abrieron el queso y el dedo índice por la primera falange.

Gritó y lloró tanto, tanto, TANTO que lo de menos fue que los vecinos llamaran a la puerta, sino que su mamá se levantara de la cama y corriera a la cocina, donde Magui ya se encoge en el suelo, el pequeño manantial ya regatea en las baldosas y el dedo se dobla como un arbolito tronchado.

Conservaba todos sus pétalos. Estuvo ingresado dos semanas en el hospital infantil. Los sábados, los payasos le traían globos con forma de animales. Los domingos después de misa, el Sr. Alto y Locuaz se sentaba a su lado, le daba la mano y chasqueaba la lengua. Afortunadamente, el médico era un neocristiano leal que no levantó el teléfono de su despacho para hacer sonar el de los exiguos sociales, aunque nadie habría descolgado, por otra parte.

La Sra. Amable Uno fue severamente reprimida por el Sr. Alto y Locuaz, quien decidió que la Sra. Amable Dos se encargaría del niño a partir de ahora. La Sra. Amable Dos vivía sola en un piso viejo y estrecho que siempre olía al puchero que cocinaba la vecina de enfrente. Ella no cocinaba. La televisión también atronaba en la sala porque los muros eran de corteza de árbol y la vecina nunca la apagaba. Ella no tenía televisión. En el baño había un pequeño plato de ducha ocupado por un tendedero y un cubo, y en el lavabo, una pastilla de jabón con forma de margarita. La margarita conservaba todos sus pétalos, y eso hizo feliz al nene Lecu.

 

Te va a doler un poco. Te va a doler un poco, dijo el practicante mientras ensartaba la aguja, es mejor que no mires, mientras quemaba el filo con una cerilla, no te muevas, mientras se ajustaba las gafas. Magui metió la nariz en el pecho de mamá; o mejor, el pecho de mamá absorbió su nariz. Mamá la abrazaba muy fuerte y le besaba el pelo y le decía ya-ya-ya; Magui inhalaba el olor ácido de su piel, de la piel y de la sábana y del camisón pegado y, justo antes de que el practicante ensayara el primer pespunte, pensaba: soy una niña de dibujo japonés, tengo dos ojos enooormes y azules y las lágrimas salen propulsadas y pueden regar un campo de fútbol, en las cartas de los ewoks leo mi futuro, mi futuro es verde y gris, el profeta ewok dice que viviré encerrada como una monja hasta que una guerra estalle y la radiación arrase todos los conventos y se me caiga el pelo a mechones y me convierta en una peregrina calva a la que todo el mundo quiere porque da mucha pena, sigo un camino de tierra, paro en cada aldea, me echan algo de comer, duermo en el suelo y cuando amanece sigo el camino de tierra, paro en cada pueblo, a veces no me echan de comer ni me dejan dormir en el suelo. Todo esto contempla Magui en el visor de su cabecita, ese visor que tiene justo encima de los ojos, como los que se venden en las tiendas de recuerdos con diapositivas de la Alhambra pero en este caso con fotografías de papá y mamá muy enamorados, y también de Ulises 21, de su escudo de luz, de Telémaco y de los tritones azules.

Después de eso, se pegaron como lapas. La mamá echó a la basura el camisón y cocinó cosas muy ricas. Dormían juntas, Magui se sentaba en el váter mientras ella se lavaba y algunas veces, de noche, volvía a meter la nariz en su pecho aunque ya nadie la asustara como un sádico diciéndole te va a doler, mucho, muchísimo, el hueco de los pechos blanduzcos de mami es el lugar más apacible de Mundofeo, el más seguro y calentito: los pechos gordos de mami, meter su nariz en medio y aplastarla, las mejillas frías y la piel tibia.

Sra. Amable Dos. Parece mentira, en una familia cristiana como la vuestra, tan involucrados en la comunidad, tan devotos, esos niños tuyos son unos salvajes, unos bárbaros, los educaste como a paganos consentidos y ahora, ¿ves?, ahora los has perdido para siempre, el sendero que conduce a la casa de Jesús es estrecho y pedregoso y está plagado de acechanzas del Maligno, rezaré por ti y por tus criaturas porque tu carga es muy pesada, y aunque yo quisiera aliviarla no podría ayudarte ni tenerte cerca ni confiarte ninguna cosa, Dios pide que expurgues tu casa, que apacientes a esos diablos, esos pequeños matones, no quiero que vuelvan a aparecer por aquí, no quiero volver a verlos hasta que se conviertan en hombres decentes y vengan con sus esposas y sus hijos, la misericordia de Dios es infinita pero la mía no lo es, rezaré por vosotros, rezaré por todos vosotros.

En la sala de espera del hospital, la Sra. Amable Dos aguarda su turno y se siente culpable por el cosquilleo de felicidad que recorre su espina dorsal al saber que la Sra. Amable Uno, tan virtuosa, ha defraudado al Sr. Alto y Locuaz, cómo puedes alegrarte de algo así, cómo puedes ser tan ruin, tienes el espíritu manchado, tienes el espíritu cagado de palomas, pringado de orín de gato, tu espíritu es montoncito de estiércol, orujo exprimido, piltrafa de perro de mendigo, leche de ubre caliente y amarilla. Para la Sra. Amable Dos, los espíritus son cosas tan reales como el buzón de correos vacío o el pan pasado de la despensa; y no me refiero sólo a los espíritus de los difuntos, que por supuesto danzaban y conversaban y sufrían y reían lo mismo dentro que fuera de la caja, sino también a los espíritus de los vivos, porque los espíritus de los vivos existen con palpitante realidad, a veces insertados en el envoltorio de sus cuerpos y otras veces realizando incursiones en el exterior como niños exploradores, más allá de sus carcasas de piel, husmeando en Mundofeo cuando sus cuerpos duermen y hablan conmigo y yo soy muy amable con ellos, nada que ver con los contenedores humanos, con su manía de alimentarse y defecar y correrse y moquear y beber hasta caer tieso, las almas contenidas en ellos son algo mucho más hermoso.

La Sra. Amable Dos aprendió todo ese mejunje de nueva era céltica cuando apenas era una niñata que estudiaba bachillerato y su profesor de filosofía se demoraba dibujando en la pizarra la convención de la caverna y los prisioneros. Nunca entendió muy bien esa murga pero con el tiempo descubrió que era capaz de ver las almas de los vivos y de los muertos; que veía, por ejemplo, el espíritu azul del Sr. Alto y Locuaz, el espíritu ambarino de la Sra. Amable Uno, el atormentado espíritu blanco del nene Lecu, comprimido en su cuerpecito. Detrás de la costra, los arañazos y las magulladuras, habitaba un alma escurridiza que hizo sonreír a la Sra. Amable Dos. Se dio pellizcos, se dijo es horrible que sientas eso en medio de tanta soledad y tanto dolor, el dolor y la soledad de este chiquillo sin nadie, se dijo, sin nadie.

La expansión neocristiana. Quisiera introducir lo que sigue con sintonías de programas de televisión, la percusión trepidante, la tensión de las cuerdas y el silbido de los vientos, pero me siento incapaz de convertir en prosa esos mágicos recursos, qué pobreza la mía, de manera que imaginen, bum-bum, brrum, bum-bum-bum, y enseguida una voz inflexible que dice:

«Las comunicades neocristianas surgieron a mediados de los ochenta como una respuesta de los sectores conservadores a los aires de reforma que se respiraban tras el estallido de la Teología de la Liberación». [Aquí imágenes de jóvenes con jerséis de pico entrando en tristes salones parroquiales, forrados de láminas de madera]. «Los neocristianos se afincaron en poblaciones periféricas y ambientes de clase media, tomando parroquias de barrio como punta de lanza de su ofensiva». [Planos de iglesias de ladrillo visto y perfiles de hierro]. «Fortalecer el dogma, estimular la participación de los fieles en el día a día de la parroquia, renovar la liturgia y proponer nuevas formas de vida comunitaria: sobre estos principios se asentó en sus orígenes el movimiento. Los fundadores tomaron las narraciones de los Hechos de los Apóstoles como fuente de inspiración». [Declaraciones de un teólogo con gafas como lupas, cráneo pelado; forillo de libros detrás]. «Los Hechos de los Apóstoles cuentan la instauración de la Iglesia y la propagación del cristianismo, y describen cómo vivían los primeros cristianos, que hoy podrían recordarnos en algunos aspectos a aquellos jipis que no creían en la propiedad privada».

[Ahora el testimonio de un neocristiano sereno y convencido, con una chispa extraña en los ojos]. «Yo viví en comunidad durante siete años, desde los dieciocho hasta los veinticinco. Fueron años felices, lo compartíamos todo y, si era preciso, renunciábamos a nuestra familia y a nuestros amigos cuando suponían un lastre en el camino hacia Jesús».

«Asociaciones juveniles de caridad, catequistas, scouts, grupos musicales que adaptaban temas de los Beatles y Simon & Garfunkel, incluso pequeñas comunas de ambiente liberal: las congregaciones neocristianas tuvieron manifestaciones muy diferentes, su crecimiento fue exponencial». [Gran plano general, una plaza, multitud de banderas blancas y amarillas, docenas de niños sobre los hombros de sus padres, luz irreal]. «Sin estructura jerárquica ni táctica aparente, se multiplicaron como en la metáfora bíblica de los panes y los peces, y pronto la Iglesia descubrió el enorme potencial que comenzaban a adquirir. La visita del Papa en 1982 fue un momento definitivo».

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