Buch lesen: «Hijo `e Tigre»

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Primera edición: febrero de 2022

© Copyright de la obra: Omar Lares

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

Código ISBN: 978-84-124916-1-6

Código ISBN digital: 978-84-124916-2-3

Depósito legal: B 20770-2021

Corrección: Juan Carlos Martín

Diseño y maquetación: Cristina Lamata

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez

©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

A mi padre.

Para mis hijas Milena y Sofía,

mis hijos Juan Ignacio, Valentín y Octavio

Dedicación especial a vos... Andre

«Uno siempre espera convertirse en alguien

solo para acabar descubriendo que uno es varios».

Raymond Devos (1922 – 2006).

«Al decir Shakespeare «El mundo entero es un escenario» y todos los hombres y mujeres que lo pueblan son «meros actores» expresaba su profundo convencimiento de que no nos escapamos fácilmente de los papeles que son esencialmente nuestros. Todos nos vemos envueltos en un drama que va desarrollándose a lo largo de nuestra vida y en el cual la trama se muestra siniestramente repetitiva».

Joyce McDougal, teatros de la mente,

ilusión y verdad en el escenario psicoanalítico.

I. El canillita, un vendedor de diarios especial

Barrio de Lanús, Buenos Aires, Argentina. Invierno del año 1974.

«El miedo es la principal fuente de superstición, y una de las principales fuentes de la crueldad. Vencer el miedo es el principio de la sabiduría».

Bertrand Russell.

El cielo estaba gris, plomizo, no llovía, pero amenazaba. Yo estaba ante la escalera, en la entrada del taller de arte donde, desde hacía un par de años, tomaba lecciones de dibujo y pintura. Me gustaba mucho, a esa corta edad atesoraba un par de cuadros pintados. Mi maestra de quinto grado, la señorita Graciana, estaba a punto de casarse. Le regalé mi último paisaje. Esas clases empezaban a las dos de la tarde. Por lo general, me acompañaba Tito, mi viejo, después de almorzar. Ese lunes llegamos un rato antes. Papá tocó el timbre para averiguar si me recibían más temprano. Así él podría dormir la siesta. Después de comer, le gustaba tirarse un rato en la cama antes de irse a trabajar. Él recibía los diarios a las cinco y media de la tarde, en la misma puerta del paredón de los talleres ferroviarios de la localidad de Remedios de Escalada, ciudad de Lanús, por donde Tito salía de su trabajo diurno. Debía llegar temprano, antes del horario, porque pasaba el camión y los repartidores, desde la caja tiraban los periódicos y las revistas. Los diarios se entregaban de lunes a viernes por la tarde, y los fines de semana, de noche. Había dos ediciones: la quinta y la sexta. Las editoriales publicaban las noticias que habían ocurrido entre la mañana y parte de la tarde. Los sorteos de loterías y el fútbol también aparecían los fines de semana. Papá hacía su reparto diario a domicilio; daba el periódico y las revistas en mano o los tiraba desde la vereda. Era muy divertido verlo revolear esos rollos de papel; atravesaban cada puerta de entrada al jardín o caían en algún balcón. Mi preferido era el de la casa color gris, con tejas coloniales rojo mate.

Papá a veces me llevaba en el canasto de la bicicleta. Me divertía mucho acompañarlo, me sentía feliz de la vida. Deseaba que los clientes no se encontraran en sus hogares, me encantaba observarlo tirar los diarios o las revistas, mientras yo hacía sonar la corneta de la bici para avisar la llegada del diariero.

Los ejemplares que sobraban se devolvían. Papá, antes de regresar el sobrante, dejaba algún periódico, cómics, historietas o alguna publicación deportiva para la familia. Así creció mi interés por la lectura; los únicos que aprovechábamos esa oportunidad éramos mi viejo y yo. Cuando en las siestas yo no miraba la televisión, leía alguna historieta: «Doctor Mortis y Vampirella» eran de terror; me gustaban los superhéroes: «Batman», «Superman» y «Spiderman». «Periquita» o «Pequeña Lulú», me las devoraba, igual que «Patoruzú», «Patoruzito», «Isidoro Cañones», y la entrañable «Mafalda». También, cada tanto, cuando sobraba me gustaba leer algún ejemplar de «Selecciones del Readers Digest», las deportivas «El Gráfico» o «La Goles». Mi amigo Alberto, que hoy vive en la provincia de Jujuy, me acompañaba en esas tardes de aventuras literarias. Si no había nada nuevo para leer, ojeábamos las noticias o nos entreteníamos buscando las diferencias en el «Juego de los Siete Errores», que lo publicaba el diario «La Razón».

Matilde, la hija mayor de mi profesor, abrió la pesada puerta de hierro de estilo francés del Taller de Arte. Ella acomodaba para que todo estuviese listo:

—¡Hola Oscar! ¿Cómo estás? —preguntó Matilde—. Señor, ¿usted qué tal? —le dijo a papá.

—Muy bien señorita —respondió Tito—. Perdón por llamar antes.

—No hay problema señor, si hay alguien no cuesta nada abrir.

—¡Muchas gracias! A Oscarcito lo viene a buscar mi esposa o el abuelo; ¿a qué hora?

—A las cuatro señor.

Yo los miraba con mis útiles en la mano; traté de entrar rápido, necesitaba el baño pronto.

—Muy bien señorita, ¡muchas gracias!

—De nada, buenas tardes.

Yo quería entrar.

—¡Chau hijo! ¡Pórtate bien! Buenas tardes —saludó papá al fin.

—Tu papá estaba apurado —dijo Matilde, mientras subía tranquila.

Yo iba un escalón más arriba para apurarla. Empecé a sentir el perfume de los óleos. En los rincones, entre algunos escalones y la pared, había tarritos con agua para suavizar los aromas del ambiente.

Sobre el último escalón pregunté:

—¿Puedo ir al baño?

—Sí Oscar; sabes dónde queda. Mientras, yo termino de acomodar. Luego, ocupa tu lugar.

Respiré. Los pantalones estaban secos. Esas últimas palabras yo las escuché al abrir la puerta del baño.

La galería cubierta era muy amplia, tenía ventanales antiguos con vidrios de colores, daban al patio y a un corredor que conducía a la casa. El aula principal estaba al frente. Ese día me acomodé en el lugar de siempre, entre la pared y una de las dos puertas antiguas, altas, con vista a un balcón. Desde ahí yo miraba las vidrieras de los comercios de enfrente, el desfile de gente que entraba y salía; y organizaba mis pinceles. Me detuve a mirar, con mucha atención, las figuras blancas, de yeso, parecían emperadores romanos o personajes de época; se encontraban sobre diferentes estantes, frente a los pupitres, disponibles para dibujarlas. Tuve ganas de empezar con ese tipo de técnica, trazos suaves, a lápiz negro, y sombreado hecho con los dedos.

Una de esas figuras me despertó curiosidad: parecía distinta, tenía algo particular, me recordaba a alguien. Era la cara de un hombre, con leve sonrisa, fresca, frente ancha; en el nacimiento del cabello mostraba entradas simétricas. Los ojos grandes, la nariz elegante, hermosos labios y bigote fino. Yo miraba esa escultura, me hacía recordar a alguien, no podía darme cuenta de a quién, cuando de repente entró Antonio, el profesor. Alto, erguido, la espalda prominente, debía haber practicado algún deporte, tal vez natación. Su cabello era blanco, con vetas de rubio gastado, se peinaba para atrás, se percibía una leve calvicie. Imponía respeto. Entró a la clase unos minutos antes del horario habitual. Saludó y recorrió la sala para ver nuestros trabajos. Cada uno retomaba lo que había dejado la clase anterior. Yo estaba bastante distraído. Quería dibujar alguna de esas figuras de yeso, me sentía capacitado para hacerlo, pero ese día no podía concentrarme. Intenté trazar algunas rayas, líneas. Borraba seguido. Fijé la vista en el busto que elegí al azar. Cada tanto volvía a la figura que me recordaba a alguien y no conseguía reconocer.

Me decidí a empezar: «Que salga lo que tenga que salir», pensé, «de última, si no me gusta cómo queda, lo rompo».

Entró Matilde y fue directa al encuentro de su padre. Le susurró algo en el oído; él se sorprendió. Nos miró a todos y dijo:

—Chicos, pasó algo importante. Voy a corroborar la noticia y vengo enseguida. Sigan trabajando.

Desde la calle llegaban ruidos y murmullos desacostumbrados para esa hora de la tarde. Miré por la ventana y no logré distinguir nada especial.

Nos mirábamos entre nosotros. Algunos hicieron chistes; volaron algunos lápices y bollos de papel.

Mi rostro no dejaba de mirarme.

Antonio se demoró en volver, entonces nos dio la noticia:

—Murió Perón. Es el presidente del país. Suspendemos las clases. Recién con Matilde, avisamos para que los vengan a retirar. Llamamos a sus casas o al vecino en algunos casos.

No todos teníamos teléfono. Yo tampoco. Mis padres daban el número de doña Emilia, vecina lindera, por alguna urgencia. Me angustié. No sabía si Mamá le había dado a Antonio el número de doña Emilia. No me atreví a preguntar.

Media hora después, mi abuelo Salvador vino a buscarme. Fuimos directos a casa, en el primer colectivo o autobús que pasó. Cuando llegamos, la familia estaba muy conmocionada. Los televisores, a todo volumen, informaban en cualquier rincón de la casa. Todos estaban pendientes. Mamá y la abuela se habían instalado frente al aparato, en el cuarto de los abuelos. El abuelo entró y fue con ellas. Mi hermano, tirado en el piso de madera pinotea, miraba sin saber qué sucedía. Además, la radio encendida era un fondo difuso. Saludé con un beso, como siempre entre nosotros. Era costumbre de familia que cuando uno entraba, o salía, nos saludábamos de esa forma.

Papá iba y venía de un lado a otro. Se preparaba para ir a trabajar, mientras prestaba atención a las noticias. Cuando entró, él me observó, se detuvo, se inclinó para darme un beso y me dijo:

—Hijo… ¡Hoy me acompañás!

—¡Sí! —exclamé, y me lo quedé mirando. Él me revolvió el cabello medio rubión y me sonrió. Me pareció notar cierta tristeza en su mirada.

Al rato, cerca de las tres y media de la tarde, papá, el abuelo Salvador y yo nos fuimos a esperar los diarios. Ese día llegaban una hora antes.

Seguía muy nublado, amenazaba lluvia fuerte. Caminamos a paso lento esas ocho cuadras, hasta toparnos con la puerta del ferrocarril, sobre el paredón de Escalada. Yo los escuchaba a ellos referirse a lo sucedido. Papá llevaba su bicicleta con las dos manos, para acompañar los pasos del abuelo.

Aún faltaba una cuadra, vimos a los canillitas, que repartían diarios por zonas diferentes a la de papá; esperaban que llegara el camión. Todos suponían que las distribuidoras enviarían más del doble de periódicos que un lunes en circunstancias normales. Era a viva voz que el tiraje de ese día había sido muy superior.

Había empezado a caer una garúa suave, paró enseguida. Pero fue suficiente para humedecer la acera. Hacía frío, eran más de las cuatro y media de la tarde. El camión no había llegado. Yo era el único niño que acompañaba a su padre. Los presentes ahí, a la espera, comentaban que era normal. Ángel, el diariero más vivaz, no paraba de hablar. Yo lo conocía y él dijo:

—Tito, la noticia se dio por televisión entre las dos y las dos y cuarto, por eso la demora.

—Sí —contestó papá—, pero seguro que las editoriales lo sabían desde antes.

—Dicen que habría muerto alrededor de una hora antes del anuncio —agregó Angelito.

—¡Por eso te digo! —insistió papá—. La noticia ya la tendrían, pero es verdad, hasta que imprimen todo, demora.

No hizo más que decir eso, cuando en la curva vimos doblar al camión, con su leyenda «Diarios». Angelito dijo:

—Muchachos, ¡a prepararse! Estos hijos de puta nos van a revolear los diarios por la cabeza.

—¡Va a ser así! ¡No te quepan dudas! —aseguró papá y agregó—. Estos tipos van a estar apuradísimos.

Los canillitas murmuraban y se movían de un lado a otro. Todos querían encontrar el mejor lugar para atajar sus paquetes.

—Encima, con la llovizna el piso está muy mojado —dijo Angelito.

—Angelito, me parece que estás exagerando un poco, che, ¡cayeron tres gotas!, el suelo apenas está húmedo —afirmó papá.

—Bueno, supongamos —Angelito quiso tener la última palabra.

Los diarieros se echaron a reír. Fiel a su estilo, Ángel continuó:

—Nene, ¡te quiero ver! —me miró con sonrisa sarcástica al buen estilo Patán.

Al principio, él me había caído bien, creí que era divertido. A esa altura de la tarde, había dejado de parecerme simpático.

Varios diarieros, a viva voz, le dijeron en diferentes tonos que no me asustara. Papá y el abuelo me sonrieron; ese gesto me tranquilizó. Yo estaba nervioso: era mi primera gran experiencia como un verdadero vendedor de diarios. Muchas veces había acompañado a mi padre a hacer el reparto dentro del canasto de la bicicleta. Yo no sabía, de manera real, con qué me iba a encontrar. Mi padre sabía moverse en ese ambiente. Yo lo imitaba lo mejor posible. Eso me daba cierta seguridad.

Papá puso diarios y revistas en el canasto; los demás en el portaequipaje de la bicicleta, eran muchos.

El abuelo, papá y yo caminamos junto al paredón del ferrocarril otras ocho cuadras, sin cruzar ninguna calle hasta la parada.

Sobre el final del paredón, en el lado sur, donde exactamente empieza la ciudad de Banfield, estaba el kiosco de diarios. No era de papá. El dueño, un hombre bajo, calvo, de cara redonda, colorada, mayor que papá, le prestaba un espacio en el escaparate. Tito acomodaba los periódicos; separaba los que ya tenía asignados para sus clientes fijos, a domicilios, y otros venían a buscarlos personalmente. Ese día, más de uno intentó darnos conversación. Papá, con mucho respeto, les explicaba que teníamos mucho por hacer, porque el camión había llegado tarde.

Una vez que estuvo todo listo para empezar a vender y a entregar, papá me tomó de un hombro y nos alejamos unos pasos del puesto. Yo llevaba las manos en los bolsillos de un pantalón de gabardina marrón con pitucones de cuerina oscuros, que hacían juego con los del pulóver puesto sobre una camisa floreada. Mamá había insistido en ponerme por encima una campera de cierre, con la excusa del frío y la lluvia. El calzado: zapatillas «Flecha». Me miró y dijo:

—¿Ves este lugar? —señaló la parada de colectivo.

—Sí —asentí con la cabeza, sin emitir palabra.

—Aquí paran dos líneas de colectivo: la 160, que es roja y blanca, y la 79, que es celeste y amarilla.

Yo presté mucha atención. Tenía once años y medio, ya había viajado en colectivo. Conocía las líneas que pasaban cerca de casa. Esas no.

Papá propuso:

—Ahora caminemos hasta la esquina y te explico.

Volví a asentir en silencio, estaba ansioso, contento y emocionado por la aventura.

Apenas llegamos, él dijo:

—El primer colectivo que pase, lo tomás; los dos hacen el mismo recorrido. A las seis cuadras, te bajas. ¿Ves dónde está ese semáforo? —señaló con el índice izquierdo. La otra mano seguía en mi hombro.

—Sí —dije con claridad.

—Bueno. Ahí cruzás cuando la señal te lo permita. Esta avenida se llama Alsina. De nuevo tomás el primer colectivo que llegue, el 160 o el 79. Vas a volver a pasar por este lugar donde estamos ahora. Seguís seis cuadras para aquel lado —señaló— y bajás. Hijo, repetís lo mismo. Cuando cruces el bulevar, tené mucho cuidado; mirá bien a ambos lados, ahí no hay semáforo. ¿Entendiste Oscar?

Papá me llamó por mi nombre: era un asunto importante.

—¡Sí! —dije en voz alta y asentí con la cabeza al mismo tiempo.

Papá me miró y dijo esas cuatro palabras que me encantaban:

—¡Sos un buen chico!

De regreso en la parada, papá sacó un delantal de cuerina con tres bolsillos. Uno grande; abajo, dos más pequeños, separados por una costura en el medio. Lo desplegó y me dijo:

—Te tengo que poner esto para que lleves los diarios; acércate.

Me incliné para que él pasase la tira del delantal y me lo ajustara por detrás. Me explicó:

—En los bolsillos chicos ponés la plata, en uno las monedas; en el otro los billetes. En el grande van los diarios. Yo te voy poniendo varios; vos decime si te pesan, ¿entendido?

—¡Sí! —respondí fuerte.

Tito acomodaba los periódicos en el bolsillo grande. Yo contemplaba, entusiasmadísimo. Él me preguntó:

—¿Está bien el peso, hijo?

—Unos más podés poner, papi.

—Hijo `e tigre —alardeó con alegría.

Respondí con una sonrisa tímida.

Tito me repetía esa muletilla cuando le agradaba algo de mí, incluso en mi adultez me alentaba a ir por más.

—Bueno, bueno —acotó Salvador—, este niño quiere mostrar su fuerza.

Miré a mi abuelo y levanté los hombros; no dije nada, en mis ojos se veía la felicidad.

—Así está bien —dijo papá—. Cualquier cosa, venís a buscar más. Hijo, ¿alguna duda?

—No papá.

—Bueno, si estás listo podés irte, subís al bondi —a papá le gustaba usar algunos términos lunfardos—. Tranquilo, no te cobran boleto —me aclaró.

—¡Bien! —grité.

—¡Cuídate mucho!

Me alejé unos pasos y volví:

—Papá, ¿tengo que gritar «Diario»?

Tito y Salvador rieron con ganas:

—¡No hijo! Hoy no vas a necesitar eso.

Llegó el 160, no tuve que pararlo, porque se bajaron varias personas. Después subí. El colectivero hizo un arranque brusco; me tambaleé y me sostuve fuerte de un pasamanos para no caerme. Entonces me vi frente a toda esa gente, mirándome, esperaban que yo avanzara. Papá tuvo razón: no necesité decir nada, me sacaban los diarios de la mano, no me alcanzaban las dos para entregar y cobrar a la vez. Di dos vueltas, entre idas y venidas. Con tanta emoción, no me percaté de que me quedaban pocos diarios. Cuando me di cuenta, pensé: «En la próxima vuelta me bajo; llevo más y sigo vendiendo». Era mi primera experiencia real de trabajo. De paso, ayudaba a Papá. Me quedaba el último periódico. Subí al colectivo hacia el kiosco de diarios y me llamó un señor sentado en la hilera final. Me costó llegar hasta él por los movimientos del viaje y por la cantidad de gente. Ese hombre compró el último ejemplar. En toda esa tarde, recién en ese momento me vi las manos; estaban negras por la tinta de los periódicos. Me quedé extrañado, nunca las había visto tan mugrientas. Al darle el diario a ese hombre, vi en la tapa la cara del muerto y pensé en el busto que había visto en el taller de pintura. Supe a quién me recordaba. Eso creía. Sentí frío; estaba a punto de tiritar, yo no largaba el diario; el señor tironeaba, hasta que reaccioné y lo solté. Me preguntó:

—Nene, ¿estás bien?

Asentí con la cabeza y comencé a retirarme, cuando escuché:

—Nene, tomá.

Volví. Me dio la plata y agregó:

—Está bien, quédate con el vuelto.

Le agradecí. Por la ventanilla vi que estaba pasando por la parada de diarios. Papá, sonriente, levantó una mano y me saludó. Comprendí que había estado pendiente de mí.

Pegué la vuelta. Caía la tarde, el clima no ayudaba. Apenas bajé, papá vino a mi encuentro. Corrí y lo abracé, me quedé así un rato largo. Esa tarde gris, fría, empezaba a convertirse en una noche lluviosa. Había empezado la oscura noche de ese lunes 1 de julio de 1974.

II. Baile de Carnaval

Un verano de 1958 concluyó en un final feliz, primaveral, de 1961.

«Llámalo clan, llámalo grupo, llámalo tribu, llámalo familia.

Llames como lo llames, seas quien seas, necesitas una».

Elisabeth Jane Howard.

Isabel y Tito se conocían desde muy chicos, del barrio, de vista o por entrecruzar miradas. Mamá vivía donde nació, en Lanús, en una casa que había sido comprada con la fortuna de un gordo de Navidad, en la calle Pergamino, hoy Quarracino, en honor al médico de cabecera de la zona. Y de mi familia. Mamá compartía su hogar con sus padres y su hermano mayor, Gaspar.

Papá vivió con sus hermanas menores, Noelia y Dolores, y su medio hermano, mayor que él, tío Negro. Era el hijo mayor de mi abuela, de una relación anterior. Con quién, siempre fue un misterio del que nadie hablaba. Y con mis abuelos paternos, Magdalena y Juan Pablo, en Escalada, también partido de Lanús, cerca de las vías del tren, a una cuadra del paredón, en un lugar que se llamaba La Cueva, típico inquilinato. En esa época, papá no se podía dar el gusto de no trabajar, a pesar de su corta edad. Además, él durante su infancia, y en la adolescencia, tuvo amigos en ese conventillo de la calle Aguilar, entre Juan B. Justo y Fray Mamerto Esquiú, vecinos.

Fue en los carnavales de 1958, un sábado. Tito tenía veinte años. Uno de sus mejores amigos, el cabezón Barrientos, habitante de La Cueva y compañero desde la escuela primaria, le insistió para ir al baile:

—Tito, ¿vamos a la Sociedad?

—¡Cabezón, no me hinches! Estoy cansado, hoy hicimos de todo, me siento como en los días que plantábamos árboles alrededor de las canchas del club —dijo sentado en el piso. Con la espalda apoyada contra la pared en la ochava, jugaba con una ramita del naranjero.

—Bueno, igual podemos ir. ¿Quién te dice? Capaz… ¡Hoy tenemos suerte!

—¡Ja! ¡Ja! ¡No me hagas reír, cabezón! ¡Siempre van las mismas!

—Hoy puede ser diferente; escuché que va a tocar una orquesta –recalcó Barrientos.

—¿Qué banda musical puede tocar en la Sociedad de Fomento Villa Talleres?

—Ah, no sé, vayamos a preguntarle a don Atilio.

Atilio era el bufetero. Y bailarín. Con otros tangueros organizaban milongas. Los vecinos iban a pasar el rato. Pero los carnavales eran los carnavales.

Las sociedades de fomentos y los clubes de barrio organizaban bailes memorables. Iban familias enteras para disfrutar el colorido y las comparsas. Se quedaban hasta largas horas de la madrugada.

Según Barrientos, Atilio debía saber qué banda iría esa noche.

—¡No! ¡Qué puede saber ese, dejá! —insistió Tito sin soltar la ramita.

—Si no sabe él, ¿quién? ¡Vamos!

—Me convenciste —Tito estiró las manos para que su amigo lo ayudara a levantarse.

—¡Qué difícil sos! —acotó el cabezón.

Tito lo miró, lo tomó de un hombro y con una sonrisa de punta a punta exclamó:

—¿Quién te dice cabezón? Capaz…

—¿Vamos a las ocho?

—¡No! ¿Para qué? ¡Vayamos más tarde! Hay que llegar cuando están todas juntas.

Las carcajadas nacieron entre ambos. Se perdieron en el camino. La noche los esperaba.

Mis padres terminaron encontrándose en ese baile de carnaval, encuentro muy popular por entonces. Después de cuatro años, con un noviazgo que podría llamarse normal, un 14 de diciembre de1961 se casaron Isabel y Tito.

Antes de ir a ocupar la habitación que habían preparado para el flamante matrimonio los suegros de Tito, mis padres tuvieron su luna de miel en un hotel del gremio, en la ciudad de Carlos Paz, provincia de Córdoba. Por ser un ferrocarrilero más, papá consiguió, a muy bajo costo, su estadía mielera con los pasajes gratis. Fue el primer viaje en tren que tuvieron, y ellos se entregaron a esa aventura irrepetible. Con los años, decían que les hubiese gustado ir en automóvil, para disfrutar más los paisajes. En esos tiempos, para unos laburantes como mi viejo y mi mamá, era muy descabellado pensar en eso, resultaba muy difícil acceder a un auto. Cuando mi madre empezó a trabajar, fueron juntando peso tras peso. Mi hermano y yo nos quedábamos con los abuelos. Mis padres, con mucho sacrificio, lograron ahorrar para comprarse una Estanciera IKA, Industrias Kaiser Argentina, roja, con la raya blanca transversal. Era la versión rural, con asiento trasero; íbamos los seis muy cómodos.

Recuerdo a papá, muy feliz, traernos de los bailes de carnaval: la familia completa, más amigos y algunos vecinos. Mi hermano y yo disfrazados del Zorro o Batman y Robin, o de payasos. Mamá hacía los trajes, con la ayuda de la abuela Rosa. Me gustaba mi epipo de combate. Así nombraba yo, ante las risas adultas, al disfraz de combate de guerra. Después de ver la serie Combate, para esas fechas festivas con más frecuencia solía jugar a ser soldado.

En esos regresos en la estanciera, papá encendía la radio en su frecuencia favorita y nos decía: «Escuchen».

Quedábamos atónitos con la música que salía por esos parlantes.

Muchas veces, cuando hablo con mi amigo Ramón, médico, radicado en Alicante, España, aquel chico que esperaba a su tío Pipo, y muy parecido a él: alto, pelo algo crespo, nariz bulbosa característica de familia, y un gran pisador de pelota de fútbol, y recordamos esos momentos con mucha alegría y euforia, se ríe entusiasmado y cuenta las vueltas en aquel vehículo evolucionado del Jeep de guerra, donde pasamos noches de jolgorio escuchando tangos: el preferido de Tito: Pasional, cantado por Alberto Morán, con orquesta de Osvaldo Pugliese.

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