Diario íntimo de una mujer audaz

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Capítulo III

Y mientras esperaba, pensaba, pensaba y pensaba. Mi mente no paraba de generar confusión. Faltaba una hora para la partida y, llegado el momento, mi humanidad iba a estar dentro de ese avión. Después, pensaba, retirarán la escalera, cerrarán la puerta, las azafatas nos indicarán cómo usar la máscara de oxígeno y un ruido ensordecedor nos anunciará que ya despegamos. Quería imaginar mi futuro, pero la realidad golpeaba mis pensamientos sin parar. Soñaba con esa carita aniñada sosteniendo una gorra, con ojos saltones y pupilas oscuras, escondidas detrás de su mano amarronada, tratando de mirarme entre sus dedos, diciendo con su amplia sonrisa: ¿Y, cómo estar? Y en el momento en que estaba dibujando una respuesta con todo el amor del mundo, llena de adjetivos calificativos y signos de admiración, la imagen de mis hijos, mis padres y mi trabajo borraba todo.

Tomé aire, respiré para tranquilizarme y descubrí frente a mí una máquina expendedora de café, ella me iba a ayudar a relajarme. Crucé el salón evitando pisar las baldosas con guardas negras, no quería llamar a la mala suerte. En el camino me crucé con una azafata que meneaba su cadera de manera rítmica, vistiendo un traje hecho a la medida de su cuerpo, que atravesaba el hall en busca del bebé que desde hacía varios minutos lloraba sin parar. Le ofreció a su madre colaboración para calmarlo, pero solo obtuvo como respuesta un movimiento negativo de su cabeza. Quizás, ella más que nadie, estaba convencida de que lo de su hijo era un simple capricho. Mientras esperaba que el vaso se llenara con la lágrima que había pedido, mis ojos se posaron en esa escena familiar donde padre y madre se esforzaban en consolar al niño.

Fantaseaba estar al lado de mi amado Nelson, con una criatura de tez morena en brazos y él tirando mi pelo hacia atrás, acariciándome, hablándole a nuestro hijo con mucha dulzura. Construyendo nuestro futuro dentro de una burbuja imaginaria que nos protegía de todos y contra todos, llena de amor y ternura, donde nada era imposible, todo era mágico y solo existíamos los tres. Nadie podía penetrar en nuestro mundo.

La espera era muy difícil y todo ese torbellino de emociones encontradas que me acompañaron hasta el aeropuerto se iba calmando.

—Good morning—me dijo un caballero que se puso a mi derecha y que por cierto era muy elegante.

—No, no—le indiqué con los dedos, tratando de hacerle entender que no interpretaba lo que hablaba.

Mientras me mostraba el traductor de Google en su celular, tratando de obtener una respuesta a su pregunta, otra vez Nelson se había hecho presente en mis pensamientos. Los dos vamos a tener que perfeccionar idiomas, pensé, él su castellano y yo el inglés. Nuestra forma de comunicarnos era bastante primitiva, por señas algunas veces y otras a través de monosílabos. Sin embargo, eso no fue obstáculo para descubrir que no podíamos vivir más separados. Cuando nos conocimos todavía no existía el WhatsApp, ni las videollamadas, solo mensajes de texto y Messenger. Nuestras charlas eran muy esporádicas

Y la espera en el aeropuerto seguía siendo difícil. Tenía que hacer algo para ocupar mi mente si no me iba a volver loca. Recordé que una sicóloga panelista de un programa para la mujer decía que escribir era bueno para hacer catarsis. Saqué mi libreta de apuntes y comencé a registrar todas mis vivencias durante la estadía en ese pequeño mundo rodeado de aviones y gente que iba y venía en busca de un rumbo para, después, leérselas a él. Aunque, sin dudas, era mejor comenzar desde el momento en que decidí emprender esta aventura cuyo final aún era incierto. Quería compartir todo con él.

—¿Te gusta escribir?—preguntó alguien que se paró delante de mí.

—Es la primera vez que lo voy hacer—le contesté por esa maldita obligación que siento de contestar a todo el que me dirige la palabra, aunque no tuviera ganas.

—Escribir es relajante, sobre todo cuando uno está viviendo una situación muy tensa—agregó.

—¿Usted tiene experiencia en esto?—dije casi sin mirarlo, un tanto fastidiada.

—Algo, escribo desde los catorce años, tengo unas cuantas novelas y ensayos publicados.

—Ah…–pronuncié dando vuelta la cara bruscamente intentando determinar si se trataba de alguien conocido—. Si quiere yo le cuento mi vida para que la plasme en una novela.

—No hay que dramatizar, todo pasa, aunque mirá qué casualidad, voy a escribir mi próxima novela y aún no tengo en claro la historia. Contámela—respondió, y sin dejarme reaccionar, acercó un grabador a mi boca—. Seguro que de eso saldrá una gran novela—agregó—. Tu cara transmite angustia y ansiedad.

Mi primera reacción fue echarlo, pero al recordar lo de la catarsis y la necesidad de pasar el tiempo que faltaba para el despegue, acepté.

Y mientras trataba de resumir mi vida hasta el presente, contándole con lujos de detalle mi historia amorosa a ese desconocido, hubo ciertos movimientos en el salón que me llamaron la atención. Un señor con uniforme de piloto se acercó a las azafatas que se encontraban en el lugar y murmuraron algo que no pude descifrar, pero que por las caras y gestos de ellas, seguro que se trataba de un inconveniente importante. Unos empleados del lugar comenzaron a desplazarse con pasos acelerados hacia la puerta, mientras el personal de seguridad se hacía presente en gran escala. En minutos no se podía observar la presencia de ningún representante de las aerolíneas.

—Disculpe la interrupción abrupta del relato de mi vida, pero me intranquiliza lo que está pasando acá—le comenté, tras lo cual, y en forma inmediata, se escuchó por los altos parlantes: “se comunica a los señores pasajeros que por razones gremiales, los pilotos de las aeronaves próximas a partir comenzaron una asamblea cuya duración no puede determinarse. Se informará sobre reprogramaciones de horarios y días de todos aquellos vuelos que se vieran afectados”.

Dejé a mi interlocutor con el grabador en la mano y crucé el salón corriendo, esta vez pisé las baldosas con guardas negras porque saltearlas no me había traído suerte. Busqué a Lucy, ella estaba sentada en el mismo lugar desde que había llegado.

—No puede ser, no puede ser…—grité sollozando, mientras todos concentraban su atención en mí.

No me importaba que me miraran, ni lo que pensaban, me importaba que desde que me había levantado todo me saliera mal, que no daba más, que mi ansiedad cada vez era más fuerte.

Lucy se levantó corriendo hacia mí con los brazos extendidos y trató de contenerme.

—Hija, el universo nunca se equivoca, prestá atención a sus señales.

Capítulo IV

—¿Tomamos un café mientras esperamos que nos comuniquen lo que va a pasar con nuestro vuelo?—dijo el escritor, luego de cruzar todo el salón para reencontrarse conmigo.

Dudé de si había sido buena la decisión de entablar conversación con ese desconocido, pero era lo que había. Caminamos unos metros y nos sentamos en la mesa ubicada frente al ventanal, mirando a la pista. Ahí estaba el avión que me iba a transportar rumbo al futuro, pero desconocía cuándo.

No sabía cómo catalogar nuestras charlas. Por momentos era una conversación entre amigos, a veces se asemejaba a una entrevista periodística, otras a un sesión con el siquiatra, pero llámese como se llame, me servía para desahogarme.

—¿Y, continuamos?—me dijo mientras esperaba que la moza acomodara la lágrima que le había pedido.

—Mi desorden mental es muy grande. Dame tiempo que tengo que ordenar mis ideas—contesté.

Ese reordenamiento trajo a mi mente mis primeros días de separada. Sin dudarlo ni pensarlo, comencé a contarle mis vivencias. Como en un sueño, recordé frente a su grabador que, por aquel entonces, lo principal era lograr mi independencia económica. No había dejado sin leer ni un solo aviso laboral que se hubiera publicado en la sección empleo del diario. Caminé, pregunté, me animé y desanimé durante mucho tiempo hasta que, por fin, la maestra de mis hijos me recomendó a una familia que necesitaba una persona para cuidar a una abuela de ochenta años.

La noche anterior a la entrevista no había dormido. A las cinco de la madrugada del día acordado, subí al colectivo con la convicción de que iba a comenzar una nueva vida. No era lo que me gustaba, pero tenía que dar el primer paso. Lo más importante era el sueldo, lo suficiente como para mantenernos.

Era invierno, el viento refregaba su dureza en mi cara, el barro había logrado humedecer mis zapatos y mi humanidad tiritaba de frío; sin embargo, un fuego interior iluminaba mi cara templando mi espíritu, con la certeza de que ese era el trabajo indicado. Acomodé mi pelo, traté de ponerme lo más presentable posible y toqué el timbre en el tercero B. Un apuesto caballero, de unos sesenta años, me abrió la puerta, invitándome a pasar.

En el lujoso living una anciana con rostro angelical se hundía en los apoltronados sillones de pana rojo.

—Esta es mi madre—me indicó César, su hijo, quien me había citado.

—Vení, hija—pronunció con voz firme la anciana mientras, con su mano llena de anillos, indicaba el lugar donde debía sentarme.

Conce era la viuda de un destacado empresario que les había dejado un complejo industrial muy importante como herencia. Su hijo vivía solo en el cuarto piso del mismo edificio, pero, debido a su actividad, pasaba muy poco tiempo con ella.

La piel tersa y blanca de la abuela dejaba en evidencia la falta de exposición al sol. De ojos verdes, boca alargada con labios finos y nariz pequeña, fruto de una cirugía que no podía ocultar, disimulaba su edad. Elegante, con cabellos plateados recogidos sobre la mitad de su cabeza, espalda derecha y mentón hacia adelante, no sacaba la mirada de mi figura.

 

—Tengo la impresión de que nos vamos a llevar bien, mi hijo me dijo que eras muy agradable—acotó.

Me sonrojé y les di las gracias a ambos con una tímida sonrisa. Yo también tenía la misma certeza, aunque me inquietaba la presencia de ese hombre. Tenía una mirada penetrante, gesto adusto, trato formal, vestimenta impecable, y nunca pronunciaba una frase sin antes haberse tomado la pausa suficiente como para analizarla. Durante la entrevista no dejó área de mi vida sin averiguar, pero siempre en forma impersonal. Me comentó que había llamado a teléfonos de referencia que le había dejado y que, si bien tenía algunas dudas por mi falta de experiencia en el rubro, le habían asegurado que era una muy buena persona, cosa que para él era lo más importante.

En ningún momento dejaba entrever que tenía posibilidades de tener el puesto. Solo se limitaba a preguntar y enumerar mis posibles tareas. Sí me recalcó que, si bien yo iba a estar sola, él o su secretaria llamarían durante el día.

—Quiero que me cuentes algo de tu vida, a partir de ahora vamos a compartir muchas cosas juntas—me dijo la abuela, en un tono maternal que me conmovió.

—Me separé hace dos meses, vivo con mis dos hijos en una casa heredada, y todavía me cuesta adaptarme a la nueva situación—le contesté, con voz temblorosa.

—Todo se supera, cuesta pero se supera—respondió mirando a su hijo—. Nunca dejes de soñar.—Conce hizo una pausa y, acomodándose el rodete, agregó–: Dirás que soy una vieja metida, pero una persona sin sueños es alguien que con el tiempo se marchita, todo le resulta igual. Al lado mío quiero una mujer alegre, emprendedora, que me apabulle todos los días contándome los pequeños pasos que la llevan a concretar sus metas. Así como me ves, tengo sueños por cumplir, como, por ejemplo, terminar mi libro.

Yo mientras tanto cruzaba las piernas hacía uno y otro lado, estiraba la pollera, y echaba el pelo para atrás. La mirada inquisidora de César me inquietaba. Se había sentado justo frente a nosotras y solo se limitaba a observarnos. Su cara imperturbable me impedía sacar una conclusión sobre su apreciación. Por suerte, si me tomaba, no lo iba a ver muy seguido. El trabajo consistía en ser dama de compañía de lunes a viernes de nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. Después de casi treinta minutos que a mí me parecieron treinta años, miró a su madre, se levantó del sillón, me extendió su mano y me dijo:

—¿Puede comenzar mañana?

Me costó adaptarme, el viaje era cansador, dos horas de ida y dos de vuelta. Atender a la abuela, limpiar, hacer los mandados, cocinar, lavar, planchar y dejar todo preparado era agotador. Al llegar a casa me esperaba algo parecido, comida para hacer, cuadernos que revisar, guardapolvos para lavar, casa para limpiar, en fin, ocuparme de todo menos de mí. Pero no tenía por qué quejarme, era lo que había elegido.

Así transcurrió mi vida durante muchísimo tiempo, una perfecta vida de señora. Mis hijos y el trabajo ocupaban mis horas. De diversión ni hablar. De pronto me había dado cuenta de que sentía mucha culpa por haberme separado y que me había impuesto una especie de autoflagelación como castigo, que consistía en anularme como mujer. Y en una de esas noches en que el sueño tardaba en llegar, mientras analizaba el tema, decidí no dar lugar a ese mandato social impuesto a presión durante mi niñez y adolescencia por el cual una verdadera señora debía transitar la vida con mucho recato, reprimiendo sus sentimientos, atendiendo todo el tiempo el qué dirán. Ya sabía lo que quería, y para lograrlo tenía que instrumentar el cambio.

Capítulo V

En lo mejor de la conversación con el futuro relator de mi vida se acabaron las pilas del grabador. Mientras él salió en busca de un kiosco, yo aproveché a terminar la última medialuna de manteca cubierta por almíbar que me quedaba.

Llegó algo sorprendido por el precio elevado que tuvo que pagar, aunque comentó que se justificaba hacer semejante gasto, ya que la historia lo valía.

Para seguir el hilo de la conversación le recordé que mi palabra clave era el cambio, pero que no sabía por dónde empezar. A continuación le conté que lo que más ruido me había hecho en aquel momento era no haberme sentido valorada como mujer durante mi matrimonio, quizás era por eso por lo que había en mí una necesidad enorme de tener un hombre a mi lado. Y cuando la incertidumbre aparecía, me gustaba ir a visitar a mi amigo tarotista. Más que a tirarme las cartas, iba a hacer catarsis. Era muy particular: extrovertido, divertido, muy ocurrente, con los consejos más disparatados.

—Nena, vos no necesitás que te adivine el futuro, lo que necesitás es un hombreee que te desempolve tu femineidad, por no decir una grosería—me gritó Luisito mientras desparramaba el mazo sobre la mesa.

—No es fácil, sino en este momento estaría disfrutando de ese hombre en vez de venir a llorar a tu casa. Amigo, decime, ¿dónde están los hombres? Sabés que no tengo tiempo para andar mirando...

—Una clienta mía, cuando quiere estar con alguien, llama a un chat telefónico y nunca le faltan los chongos. Animate.

Cortó un trozo de papel de la pastaflora que le había llevado y escribió el número. Lo acepté por cumplido. ¿Cómo iba a hacer eso? Si bien extrañaba la compañía de un caballero no estaba desesperada por acostarme con alguien. Eso hizo que recordara que los sábados a la tarde, mientras ponía en orden mi casa, escuchaba un programa de radio donde la gente llamaba y se concertaban citas. Eso también me parecía patético, era como pedir limosna; pero todos en la vida tenemos un clic y en la mía llegó el día en que me conmovió la llamada de un profesor universitario que se sentía solo y dejó su email para que le escribieran. Despojándome de mi poder de raciocinio fui corriendo a la computadora y, tras crear una dirección de correo donde no se me pudiera identificar, le envié un mensaje: “yo también me siento sola”. La posibilidad de conocer a alguien a través de esa vía se había convertido en una opción para mí.

Era lunes, volver a la rutina era mi única opción, levantarme a las cuatro de la madrugada, correr el colectivo, viajar apretada en el tren y llegar sin aliento a tocar el timbre a las ocho menos cuarto. La computadora ubicada frente a la mesa donde desayunaba Conce me recordó el email enviado al desconocido.

Ese día, como todas las tardes, la abuela hacía su siesta mientras yo aprovechaba a mirar los programas de chimentos, leer alguna revista o tejer; pero esta vez la curiosidad pudo más, me senté frente al monitor e ingresé mi casilla de correo. Al leer, mi corazón se aceleró, había respondido: “me gustaría conocer a una mujer para compartir con ella mi vejez”. Me enterneció tanto que le contesté con frases muy dulces, aunque la experiencia terminó mal, ya que luego de varios intercambios me dijo que había conocido a otra señora.

Fiel a mi estilo no me amedrenté y seguí escuchando el programa sábado tras sábado en busca de una nueva oportunidad. Mientras tanto, yo continuaba trabajando sin parar. Llegaba muy tarde a casa. A esa hora las calles estaban desoladas y los chicos sentados en la esquina tomando cerveza me daban algo de temor, por lo que viajaba en remís.

—Qué vecina limpia tiene usted—me dijo un día el remisero mientras yo revolvía mi cartera en busca de plata—. Hasta de noche barre la vereda.

—Imagínese: vecina nueva, separada y llegando siempre de noche con autos distintos—le comenté.

Sabía que todo el barrio se moría por saber qué hacía de mi vida, y la conversación que tuvieron un día el abuelo con mi vecino me lo confirmó.

—¿De qué trabaja la señora?—preguntó.

—No sé, ahora le pregunto—contestó el abuelo.

—No hace falta, está bien, solo pregunté por curiosidad—insistió don Raúl, tratando de convencerlo para que no me dijera nada.

A los pocos minutos apareció detrás de mí una figura desgarbada, con su típico camperón de corderoy, a pesar de los treinta grados de temperatura, y me preguntó:

—¿De qué trabajás vos, nena?

—De prostituta—contesté sin dudarlo. ¿O acaso no era eso lo que pensaban los vecinos de mí?

Sin emitir palabra, dio media vuelta, se asomó a la casa de al lado a través del alambrado, golpeó las manos y dijo:

—De prostituta trabaja la chica.—Luego de esa situación, durante mucho tiempo el curioso vecino trató de no cruzarse conmigo. Por su parte, el abuelo vino hacia mí para preguntarme en qué consistía ese trabajo. Su mal de Alzheimer le había jugado otra mala pasada.

Cierto día, cuando me crucé al almacén para hacer unas compras, y mientras hablábamos de la vida, los precios y el tiempo, la almacenera me comentó:

—Qué tarde que viene usted, debe tener un trabajo muy sacrificado.

—Sí, es verdad, cuido a una abuela en Capital—le respondí sin dar demasiada importancia al tema.

De a poco mi vecina dejó de barrer la vereda, las cortinas no se corrieron más y las ventanas empezaron a permanecer quietas cada vez que el remís me dejaba en la puerta de casa.

Mientras tanto, yo seguía con la necesidad de una compañía masculina. Una noche en que los chicos se habían quedado en lo del padre y no sabía qué hacer, tomé un libro y comencé a leerlo, a la décima página lo dejé y agarré nuevamente el tejido, a los quince minutos lo dejé, no había nada que calmara mi ansiedad. Llamé a mi amiga y le dije:

—Necesito romper la rutina ya.

—¿Alguna idea en mente?

—No y eso es lo peor. Este fin de semana estoy sola, ¿qué podemos hacer?—le pregunté.

—¿Qué te parece si vamos a bailar a uno de esos lugares de solos y solas? Conozco uno que es espectacular.

Primero dudé, pero al fin y al cabo yo solo quería un poco de diversión, así que acepté. Me produje para la ocasión con todo esmero, fui a la peluquería, cambié de color y le pedí a Edith que me hiciera un peinado recogido, ya que eso me favorecía. Desempolvé mis stilettos y con fórceps me puse la pollera de cuero que me habían prestado.

Cuando subí al remís que nos iba a llevar, el chofer que me conocía, me miró asombrado al ver mi producción. Le guiñé el ojo recibiendo como respuesta una sonrisa cómplice y un “esto queda entre nosotros” con su mirada.

Llegamos y fuimos a la barra. Me sentía rara, como presa de un coto de caza en exhibición. Quería una vida distinta, pero eso no significaba que estuviera loca por un hombre, y que esa noche, sí o sí, debía salir con un acompañante. La música retumbaba en mis oídos y el humo que cubría la pista me provocaba tos; sin embargo acepté varias invitaciones para ir a la pista de baile, pero todos querían llegar al mismo final, ir a un lugar más íntimo para conocernos.

Después de una noche decepcionante, al amanecer tomamos mate en el jardín, juntas, y mate va, mate viene, le comenté la sugerencia de Luisito con respecto al chat telefónico.

—¿Qué te pasó, amiga? ¿Te volviste loca? ¿Cómo vamos a buscar hombres por teléfono? Anoche me hiciste volver antes del boliche porque te parecía degradante conocer gente de esa manera y ahora me venís con esto.

—Ah…, bueno, tampoco somos carmelitas descalzas, dale—insistí—, probemos ahora mismo, quién te dice que quizás esta noche tengamos con quién salir.

Y haciendo caso omiso a los dichos de mi amiga, agarré el teléfono, grabé mi presentación y comencé, de esa manera, una carrera sin fin.

Si bien han cambiado los medios a través de los cuales se puede conocer personas, el comienzo de las charlas telefónicas era igual a la de los bailes en mi adolescencia. ¿Cuántos años tenés? ¿Dónde vivís? ¿De qué signo sos? ¿Estudiás, trabajás? Y así fue como mensaje va, mensaje viene, concerté mi primera cita. Tenía treinta y seis años, era de San Martín, pero no le importaba la distancia y a mí me seducía la idea de salir con un hombre diez años menor. Quedamos en encontrarnos en la plaza que estaba frente a mi trabajo. A la hora indicada me mandó un mensaje de texto:

—Estoy sentado en el banco con una funda de bajo rosa.

El mensaje me hizo dudar, ¿cómo es eso de la funda rosa? ¿Tendrá sus neuronas en orden este chico? Pero cuando llegué, él estaba ahí, como un soldado, sentado en el banco sujetando un bajo con funda rosa. La que tenía las neuronas desordenadas era yo. Y así nos fuimos a comer pizza. Tuvimos una charla agradable pero nada trascendente. Con la excusa de que iba a ser complicado vernos debido a la distancia que nos separaba, le dije que era mejor no seguir viéndonos.

 

No le daba demasiada vuelta al hecho de tener una cita a ciegas, no me ponía nerviosa ni me atemorizaba, al contrario, me revitalizaba.

Y mientras yo le contaba mis vivencias con lujo de detalles a un desconocido, no sacaba la mirada de la pantalla que se encontraba a la izquierda de nuestra mesa, esperando la aparición, en letras luminosas, del horario de partida del vuelo que me iba a llevar a Indonesia para terminar de instrumentar el cambio de mi vida.