El castillo de cristal I

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El castillo de cristal I
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© Camila Nicolle Rojas Riveros, 2017



Registro de Propiedad Intelectual Nº 249.573



ISBN Edición Impresa: 978-956-17-0728-3



ISBN Edición Digital: 978-956-17-0924-9



Derechos Reservados




Ediciones Universitarias de Valparaíso



Pontificia Universidad Católica de Valparaíso



Calle Doce de Febrero 21, Valparaíso



Teléfono (56) 32 227 3902





euvsa@pucv.cl







www.euv.cl






Diseño e ilustraciones de portada:



Matías Cisternas Castro





matias.in.des@gmail.com





HECHO EN CHILE







PARA EL YITINJI QUE SE ME FUE AL CIELO,

QUIEN SIGUE VIVO EN MI PAPEL

Y EN MI CORAZÓN.







El camino del corazón es el camino

del coraje. Es vivir en la inseguridad, es vivir

con amor, con confianza; es adentrarse en

lo desconocido. Es renunciar al pasado y

permitir el futuro. Coraje es adentrarse por

caminos peligrosos. La vida es peligrosa, y sólo

los cobardes pueden evitar el peligro, pero

entonces, ya estarán muertos. La persona que

está viva, realmente viva, vital, siempre se

aventurará a lo desconocido. Allí encontrará

peligros, pero se arriesgará.




OSHO




ÍNDICE










Agradecimientos







La Primera Pieza







El Castillo de Cristal I







Anexo explicativo







AGRADECIMIENTOS








Este libro está hecho por y para la gente que amo. Muchos personajes están inspirados en personas presentes en mi vida; hay rasgos que tomé de ellos para construir este paisaje imaginario. La fortaleza de Nan, la lealtad de Ánuk; estos aspectos, no salieron simplemente de mi cabeza y es maravilloso darse cuenta que uno se encuentra rodeado de personas que pueden inspirar emociones tan bellas.



Primeramente, agradecer a mi familia por ser parte fundamental de esta historia. A mis papás Juan Carlos y Orietta por siempre apoyarme, especialmente mi mamá que ha sido pilar de mi crecimiento personal y emocional. A mi hermana Bárbara por el amor que me brinda a diario y por cada abrazo, beso y arrumaco entregados



A Emilia y Bernardo, los abuelos más maravillosos que me pudo haber entregado la vida; a mis tías Yasna, Emilia y Susana y a mi tío Victor quienes a punta de sonrisas y abrazos apretados le han plantado cara a la adversidad.



A María José, Allyson, Bastián, Ethan, Benjamín y Nicolás, mis pequeños revoltosos, primos y compañeros de aventuras sencillas. A toda mi familia, sanguínea o no; a los tíos-abuelos, los primos segundos, a mis ancestros y a los que vienen.



A mis amigos, los de siempre y los nuevos: a mi Cristina, mi mejor amiga, mi Ánuk de la vida real y a Pedro, el amigo incondicional. A Bárbara, Ayleen, Nicole, Valentina y Mariela, mis señoras de las cálidas juntas de tecitos; a Sebastián, Matías, Christian y Alexander por tantas risas y buenos momentos y a Carla Morales; siempre serás mi primera editora.



Agradezco también a Alexandra y Paulina, mis eternas compañeras de trabajo y amigas; a María Ángel, Sergio y a todos los que forman el equipo de trabajo del Instituto Chileno Norteamericano de Cultura, muy especialmente a sus profesores y profesoras.



Finalmente, doy gracias por haber tenido en mi vida a Juan Julio Pacheco, mi tío querido, aquel que me inspiró a continuar escribiendo y que sigue presente en mi memoria a través de Yitinji, mi golem con cara de rudo y corazón de algodón de azúcar. También a Filomena Contreras, mi bisabuelita, la Menita, la perfecta representación del “corazón de abuelita”; gracias por tanto amor.



Mis agradecimientos al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes por entregar el financiamiento del libro y dar la oportunidad a los talentos nacionales para sacar adelante sus ideas. También, agradecer a Ediciones Universitarias de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso por el trabajo, la dedicación y la confianza depositada en cada etapa de este proyecto.



Y, lo más importante, gracias a tí, que tomaste este libro y te adentraste junto a Rylee y Ánuk en el Bosque de Marfil. ¡Las tres te esperamos en la próxima aventura!




Nina Rose





facebook.com/ninalibros/



















1








A través de los años, Rylee Mackenzie había aprendido cosas interesantes y bastante útiles, por lo demás: robar, pelear, mentir, estafar, ordeñar, hacer macramé... Pero tener paciencia, bueno, aún no dominaba por completo esa habilidad. Quizás por eso estaba tan cabreada.



Encaramada sobre una viga en el techo, no podía menos que maldecir al trío de estúpidos que discutían acaloradamente en la cabaña. Se habían estado gritando por casi media hora, intentando decidir en cuánto vender el botín que habían robado y cómo dividirían las ganancias una vez tuviesen el dinero. Rylee, entumecida y medio —bastante— sorda, esperaba que descuidaran por un momento para arrebatarles el pequeño paquete que reposaba sobre la chimenea, la fuente de todo el embrollo que se desarrollaba en el piso.



—¡20%! —gritaba el más grande.



—¡40! —vociferaba el pequeño y flacucho— ¡es lo justo! ¡Yo fui quien entró a robarlo!



—¡Por qué habríamos de darte más, sucia rata tramposa! ¡El acuerdo era 40-40 y 20 para ti! —terminaba el más gordo.



Y así seguían.



Ugh, Diosas, apiádense de mi cuerpo adolorido, pensaba Rylee.



De pronto, entre los gritos, se escuchó el fuerte ladrido de un perro ¿o era un lobo? No importaba, los tres ladrones se miraron, asustados, silenciosos por primera vez. Bien sabido por todos era el hecho de que los perros salvajes eran enormes y peligrosos, ¿había uno afuera? Los lobos, aunque escasos, eran igual de temibles.



El gordo se acercó lentamente a la ventana y espió el exterior.



—¿Ves algo, Roy? —preguntó el escuálido.



—No. No veo... espera. Hay algo allá. Allá —indicó— donde están colgados...



—¡Los conejos! —gritó el grande— ¡Mis conejos!



—¡Guno! ¡No seas idiota, espera! —gritaba Roy mientras Guno salía al exterior blandiendo un hacha.



—¡Shuu!¡Shuuu! ¡Vete, animal, vete! ¡Agh! —otro ladrido y Guno ahora gritaba por ayuda.



—¡Filly, trae el arco!



Los dos salieron disparados a ayudar al amigo en problemas. Rylee debía concederles la lealtad; otros hubiesen dejado al grande morir si ello significaba una mayor ganancia.



Sola, silenciosa y rápidamente, saltó al suelo, se guardó el paquete y salió como una sombra de la cabaña. Se escabulló por detrás de la estructura, dejando a su espalda, por fin, los gritos. Silbó dos veces y corrió, perdiéndose entre los árboles.








—Tenga.



—Ah, por fin —suspiró el hombre, examinando el libro con detenimiento—. Eres bastante rápida, creí que te tomaría más tiempo encontrarlo.



Rylee le sonrió, pensando en esa media hora encaramada a la viga.



—Bien, esto es lo que acordamos —dijo el hombre, pasándole un saquito— y cincuenta por ciento más por traerlo antes del atardecer, como lo prometí— un segundo saquito más ligero, fue puesto sobre la mesa—. Veo que tu reputación es justificada, Chica Sombra. Me alegra haberte contratado.



—Fue un placer, señor. Siempre es bueno hacer negocios con gente que cumple su parte. Disfrute su nuevo libro.



Salió de la posada y se estiró; había corrido con el cuerpo entumecido y se había tropezado varias veces por ello, por lo que, además de agotada, estaba sucia y rasmillada en las rodillas. Pero no importaba: había llegado a tiempo con su encargo y ahora cargaba con una buena cantidad de ryales1 de oro.



Caminó lo más rápido posible lejos de la posada, solo por si acaso el hombre que la había contratado se daba cuenta que el libro era falso. La cubierta era una original, pero el contenido era una copia muy mala del maggena. Quien fuera que lo hubiese hecho, tenía muy pocos conocimientos de la escritura de los magos.

 



Solo los miembros de la Orden eran instruidos en aquella críptica amalgama de símbolos, los que eran utilizados para esconder los hechizos del público general. Los Altos, aquellos de mayor rango, tenían la autoridad para crear símbolos nuevos, los que solo podían ser descifrados por un selecto grupo. Rylee entendía algunos; conocía lo suficiente como para distinguir los buenos de las falsificaciones. Era un requisito de su trabajo.



El libro en cuestión había pertenecido a un coleccionista quien, a pesar de tener mucho dinero, carecía de todas las cualidades de un buen aficionado; por otra parte, el hombre que la había contratado, un mercader de poca monta, ante la negativa del dueño a venderle la “reliquia” había decidido robárselo. El trío de idiotas, sin embargo, se le había adelantado, con el plan de venderlo en el mercado negro. Pero como dicen, ladrón que roba a ladrón...



Rylee se adentró en el bosque y silbó dos veces. De entre los árboles salió una loba parda, quien, uniéndose a la caminata de la chica y con un leve tono de sorpresa, exclamó:



—Eso fue bastante rápido.



—Era solo el pago. Me fui antes que comenzara a revisar demasiado el libro.



—¿Otro falso?



—Sí. Creo que la moda de esta temporada en el mercado negro son los libros de magia. ¿Tienes hambre?



—No —sonrió la loba—, me comí los conejos de esos tontos de la cabaña.



—¿Te lastimaron? —había preocupación en su voz.



—¿Cómo crees? Entre los tres no hacían uno. Los derribé, agarré los conejos y galopé tranquilamente lejos de la cabaña para que me siguieran.



—¿Cómo supiste que estaba en apuros? No era el plan que los asustaras. No me gusta que te expongas de esa forma —dijo Rylee, molesta.



—Te estabas demorando demasiado. Y no seas boba, Rylee, estamos hablando de mí. Los que peligran son ellos, no yo.



—Con mayor razón, Ánuk. Si te enojas demasiado y dejas ver esas marcas tuyas la gente sabrá que no eres una loba normal. Ya una vez casi te descubren y no quiero que pase de nuevo. No vuelvas a mostrarte así.



—Si, mamá —replicó sarcástica la loba, igualmente molesta.



Ambas siguieron caminando calladas y enfadadas. Cuando alcanzaron un pequeño claro, fue Ánuk la que rompió el silencio.



—Lo siento.



—Lo sé, también yo. Gracias por ayudarme. Si no fuera por ti, posiblemente seguiría encaramada en la viga esperando que esos tipos se callasen.



Ambas rieron. Rylee comenzó a recoger madera para una fogata, mientras que Ánuk se escabullía entre los árboles para buscar algo de comer. Era ya casi una rutina para ellas, acampar en el bosque, merodear por ahí; lo habían hecho durante los últimos años y no parecía que fuera a terminar demasiado pronto. Tenía que saldar la deuda que su padre le había dejado y aún no completaba la mitad.



Abstraída, pensó en dónde había nacido, un pequeño pueblo agrícola llamado “El Huerto”, al sur de la ciudad comercial más grande de Rhive: Villethund. El Huerto era popular en la región por las suettas, una especie de fresa dulce y ácida de color rosa pálido que era la base de las mejores lociones, perfumes y jabones.



Huérfana de madre, su padre la había criado solo. Rylee pensaba que no había hecho tan mal trabajo: le había enseñado a leer y escribir, además de matemáticas, algo de botánica y arquería. Si no fuese por los apuros económicos que vivían, debido a lo poco fértil del terreno que poseían, la muchacha hubiese dicho que su vida había sido de lo más tranquila y feliz. Lamentablemente, las deudas se acumulaban cada vez más; su padre le debía dinero a más personas de las que podía contar con una mano y, lentamente, la desesperanza lo iba consumiendo.



Finalmente, Ewan Mackenzie había tomado una decisión que cambiaría para siempre la vida de Rylee: se endeudó con Ábbaro Stinge, el prestamista más rico e infame de Villethund. Con el dinero pagó sus deudas y compró un nuevo terreno, planeando devolver poco a poco el dinero a Stinge con las ganancias que le dejaran los futuros cultivos, que se veían más auspiciosos que nunca.



Sin embargo, el destino tenía preparado una última sorpresa para el buen hombre. Durante un saqueo al Huerto, dos días antes de que el Rey fuera derrocado por el Yuiddhas, su padre había sido asesinado; Rylee, con once años, había sobrevivido solo gracias a Ánuk, la pequeña loba que había hallado herida en el bosque dos años atrás.



—¿Qué, ahora planeas convertirte en estatua? —la voz de Ánuk sacó a Rylee de sus pensamientos— Aún no enciendes el fuego y yo que me molesté en cazarte la cena.



—Creo que se me atrofiaron los músculos en esa viga —rió; rápidamente encendió la fogata y puso a asar las aves que su loba había cazado.



—¿Estás pensando en ese niño de nuevo? —preguntó Ánuk notando pensativa a la chica—, ha pasado casi un año desde que se fue.



“Ese niño” era Anwir, su amigo de la infancia, un muchacho de veinticinco años que se había marchado en busca del padre que lo había abandonado luego de los saqueos. Rylee lo extrañaba; era un amigo, la había apoyado mucho y se preocupaba por ella. Y lo había querido, lo había querido mucho, pero él pensaba en ella como una hermana y cuando a los catorce ella se le había declarado, él, cándidamente, la había rechazado.



—Rylee, hay algo que debo decirte. Es importante.



—¿No me lo puedes decir luego?



—Necesito que lo sepas. Ahora.



—De acuerdo. Dime.



—He tomado una decisión.



—Cuál exactamente.



—Me iré.



—¿Qué quieres decir con que te irás?



—Que me voy, Rylee. Me voy de la ciudad. Ya no puedo quedarme aquí.



—Ah. Nada de lo que diga te hará cambiar de opinión, ¿verdad?



—No.



—Te mataré si no regresas.



—Lo sé —sonrió el muchacho.



Para cuando Anwir se fue, sus sentimientos por ella habían cambiado y Rylee lo sabía. Ella ya no era una niñita y tampoco era tonta: notaba el cambio en las actitudes de su amigo, las inusuales atenciones, los halagos menos inocentes, incluso los celos. Pero ella ya había olvidado ese enamoramiento por él y le dolía no poder volver a sentir ese cariño especial. En su interior, tenía la sospecha de que Anwir se había ido en parte para alejarse de ella.



—No es nada, Ánuk. Solo estoy cansada. Quiero llegar pronto a casa y darme un buen baño caliente.



Rylee se acomodó en un tronco y con cuidado movió las aves para que se asaran parejo. El movimiento hizo que un pequeño colgante que llevaba al cuello se asomara por los pliegues de su camisa medio abierta.



—¿Qué es eso? —Ánuk se acercó y olfateó el objeto.



—Ah, esto. Estaba enganchado en el libro de magia que robé. Es lindo, ¿no?



—Sí, lo es. Parece una especie de hoja, tal vez una ramita de inusual forma

—olfateó—, no huele como plata ni como ningún metal valioso que haya olido antes. Me extraña que te lo hayas quedado.



—Pensé que me lo merecía, por las molestias —sonrió con suficiencia—, después de todo el tipo me pidió el libro, no el separador de páginas del dueño anterior. Probablemente ni siquiera sabe que este objeto era parte del libro. Además —continuó—, no parecía ser de suficiente valor para venderlo y me gustó, así que decidí dejármelo. Si Ábbaro pregunta, lo compré en un puesto en el pueblo, aunque no creo que le dé más de una mirada teniendo en cuenta que es una baratija cualquiera.



—Bueno —dijo estirándose la loba—, allá tú. Será mejor que te comas pronto esas aves. Tenemos un largo camino por delante.




2








Villethund era una ciudad relativamente grande. Con una población que fluctuaba constantemente, era un centro de intercambio muy importante para las comunidades aledañas y los reinos más allá del Mar de las Tormentas. Su posición privilegiada, justo en el centro de tres importantes rutas comerciales, “los Tres Caminos”, la marcaba como una visita obligatoria no solo por los mercaderes, sino también por todos quienes buscan disfrutar de los placeres de buena calidad que la metrópoli le ofrecía a sus visitantes.



Los bares y tabernas servían solo los mejores licores y alimentos; los burdeles exhibían a las mejores prostitutas. Las camas en cada posada eran suaves y cómodas y los puestos en las ferias y mercados ofrecían lo mejor de los Tres Caminos. Los jóvenes de pueblos pequeños llegaban a Villethund buscando aventuras que muchas veces hallaban, aunque más seguido se topaban con problemas por el exceso de euforia y cerveza que les embotaba el juicio.



La casa de Ábbaro Stinge era una de las más llamativas de la ciudad. Las fiestas, el licor y las mujeres estaban a la orden del día; sus celebraciones de cumpleaños eran legendarias tanto en Villethund como en el exterior. Llegaban siempre los mercaderes más ricos, los aristócratas más estirados; todos querían besarle el trasero a Stinge a cambio de los beneficios que esto podría traerles en el futuro.



Todos menos Rylee.



Palpó la bolsita con el dinero que debía pagarle al maldito que le hacía la vida imposible. A pesar de todo su trabajo, era demasiado ligera, vacía en comparación a la cantidad de dinero que aún debía. Su padre había pedido un préstamo grande, tanto como para pagar sus deudas, mantener el nuevo terreno de cultivo y darle a Rylee una buena vida por un puñado de años. Sin embargo, luego del ataque, todo el esfuerzo se había ido a la basura. Obligada a pagar, comenzó a trabajar bajo las órdenes, y los deseos, de Stinge.



Al principio, la habían puesto a ayudar en uno de sus burdeles, el más grande de los dos que poseía Ábbaro, donde eventualmente se quedó a vivir. En ese tiempo, era una niña pequeña y debilucha, medio torpe y bastante insegura, por lo que dejaba una estela de platos rotos y momentos incómodos por donde quiera que iba. Intentaba pasar desapercibida; ganaba su dinero, que no era mucho, e intentaba disfrutar los pocos momentos agradables y sus ratos libres en la antigua biblioteca, paseando con Ánuk o leyendo con Anwir, quien se había trasladado con ella y trabajaba en el mercado de Villethund como ayudante de herrero.



Durante esos años, se había hecho amiga de una de las prostitutas, Ruby. Ruby era decente y agradable; la trataba bien y se había encariñado mucho con ella. Un día sufrió un contratiempo con un cliente; Rylee, a sus cortos quince años, la protegió con su poco conocimiento de defensa personal y su recientemente adquirida agilidad, luego de pasarse cuatro años intentando no botar las copas de cristal, de escabullirse de las palizas de su jefe y de aprender a pelear con los pillos de la ciudad. La joven estaba tan agradecida, que le pidió al administrador de ese entonces que le permitiese tener a Rylee como dama de compañía.



Por ese entonces, había comenzado a darse cuenta que su deuda no bajaba demasiado. Frustrada, había comenzado a practicar robando cosas pequeñas en el burdel; se dio cuenta entonces que era bastante buena en el rubro y decidió probar suerte. De vez en cuando usaba sus nuevas habilidades en el centro o en el mercado; con su cara de inocente, nadie la culpaba de nada. Finalmente su talento comenzó a ser notado y Rylee se dio cuenta que podía sacar provecho. Robar era sencillo y ganaba más dinero.



A pesar de esto, no podía usar el dinero que robaba para pagar su deuda. Ábbaro la había hecho firmar un contrato mágico —que los prestamistas usaban bastante y era uno de los pocos hechizos que los civiles podían utilizar— en el cual se estipulaba que todo dinero que entregase debía provenir de su propio trabajo, lo que le impedía no solo el uso de dinero robado, sino de cualquier tipo de caridad. Ella no se había quedado tranquila, sin embargo, y encontró la única laguna legal del pacto: en ningún lado decía que no podía obtener dinero de lo que robaba, por lo que si vendía lo que hurtaba o si recibía un pago por escabullirse, técnicamente estaba ganando su dinero en base a su trabajo. Aprovechándose de eso, inició su carrera delictual.



Muchos comenzaron a llamarla la Chica Sombra; era ágil, silenciosa e imperceptible. Eventualmente comenzaron a solicitarla para robos mayores y se convirtió en algo similar a una mercenaria; al principio, Ábbaro se había opuesto a su nueva rama laboral, enojado además por haber sido burlado por la niña, pero terminó aceptándolo luego de darse cuenta de que la chica lo haría de igual forma, con o sin su permiso. Le puso algunas reglas (moverse dentro de los pueblos cercanos, no pasar demasiado tiempo fuera, reportarle con anticipación en caso de tomar algún trabajo) y la dejó ser.

 



—¡Rylee! Mi preciosa y escurridiza niña, que alegría me da verte —le sonrió Ábbaro en cuanto la vio entrar a su oficina



—Buenas tardes, señor. Vine a realizar un pago —respondió la muchacha, escueta.



—Así veo, así veo. Ven, siéntate por favor.



Rylee se sentó en el escritorio lleno de papeles y bolsas de dinero, frente a la enorme figura que era su interlocutor. Ábbaro era alto y fornido, todo músculo. Su largo cabello negro, atado con una cinta del mismo color, caía por su ancha espalda; su piel canela oscurecida por la sombra de una barba rala, sus ojos oscuros, inteligentes, fijos en ella y en la bolsa que tenía en las manos.



Las mujeres morían por él. Había algo exótico y peligroso en ese hombre, algo medio salvaje que lo hacía una fuente de fantasías para las que lo contemplaran. Varias chicas de los burdeles se le habían ofrecido, pero no muchas podían atestiguar los rumores acerca del desempeño de Stinge en la cama. “Nunca probarás hombre igual”, era lo que decían.



Extrañamente, Ábbaro prefería estar solo. Jamás se había casado, no mantenía relaciones amorosas, se centraba en los negocios y, a pesar de los rumores, sus andanzas por los burdeles eran inusuales. Era un rompecorazones y un coqueto sin pelos en la lengua y disfrutaba molestando a Rylee haciéndole cumplidos y propuestas indecorosas, pero eso era todo. Sin embargo, cuando se trataba de dinero, era un avaricioso y un cretino.



Una a una contó las monedas en la bolsa, descontando la deuda de Rylee de un enorme cuaderno.



—Muy bien, Rylee —sonrió—, ya has pagado casi exactamente la mitad de la deuda.



“¿Solo la mitad?”



—En unos años más estarás libre. Hasta entonces espero que sigas tan obediente como lo has sido hasta ahora trabajando para mí.



—Por supuesto, señor —replicó sardónica.



—Bien, puedes irte. Necesito que vayas al burdel; Tony contrajo gripe y no lo quiero alrededor de mis clientes.



Tony era el que preparaba los tragos. Era eunuco, igual que los otros tres hombres que trabajaban en el lugar.



—No derrames nada, hermosa —sonrió Ábbaro, mirándola descaradamente.








—Es un tarado —bufó Ánuk.



—Eso está más que claro. Lamentablemente, tengo que hacer lo que quiere.



Cuando llegaron, Ruby salió a recibirlas. Con un sencillo vestido, el cabello rubio suelto y un par de aretes de diamante, la ahora administradora del burdel era una belleza natural que no necesitaba grandes adornos para resaltar en la multitud. Ruby se había tomado a pecho su nuevo rango, mejorando notablemente el burdel y alejándose completamente del área de “atención al cliente” en la que se había desempeñado.



Abrazó a Rylee con cariño y acarició a Ánuk entre las orejas, sonriéndoles de esa forma genuina que tenía ella, no solo con su boca, sino también con sus ojos.



—Me alegra tanto verlas. Las he extrañado mucho... Vengan, les serviré almuerzo.



Para Rylee, Ruby era una figura especial. Era una madre, hermana, amiga y confidente. Toda la valentía y la confianza que pudiese tener era gracias a ella; todos los traumas pasados, las penas y las heridas habían ido cicatrizando lentamente por su calidez y su cariño. Había crecido, en más maneras de las que se podía imaginar, con y gracias a ella.



—¿Fuiste a ver a Ábbaro? —le preguntó Ruby mientras servía sopa de cordero.



—Sí. Dice que llevo la mitad. Supongo que terminaré de pagarla de aquí hasta que alguien destrone al Yuiddhas, lo que significa que puedo comenzar a pensar cómo pagaré después que cumpla los ochenta años y ya no pueda ser la Chica Sombra.



—No seas exagerada, Rylee. En estos diez, casi once, años pagaste la mitad y en parte fue gracias a que comenzaste a trabajar afuera. Quizá en cinco años más ya estes libre. Y ten cuidado con los comentarios sobre el Rey, sabes que es peligroso.



—Estamos solas, Ruby.



—Ahora lo estamos, sí. Pero tienes la tendencia a decir demasiado —Rylee se sonrojó por la observación— a veces no filtras tus pensamientos. Puedes ser todo lo descarada que quieras, pero ten cuidado cuando hagas comentarios como esos en otros lugares, o incluso aquí. Nunca se sabe quién puede estar oyendo.



—La próxima vez —dijo Ánuk mordiendo un hueso de su enorme tazón de sopa— la morderé antes de que meta la pata.



La noche transcurrió tranquila. No había muchos clientes, ya que la semana era aún joven y los grandes mercaderes llegaban en dos o tres días más. Aun así, su cansancio iba en aumento; casi no había dormido, aunque gracias al cielo había podido tomar un baño. Finalmente, el burdel cerró sus puertas y todos se fueron a dormir.



Agotada, Rylee se acostó, con Ánuk descansando en el suelo a los pies de la cama, frente a la puerta, lista para defenderla. El aroma a lavanda y jazmín inundaba su habitación, un regalo de Ruby para que pasara una buena noche. Sin embargo, la mente de la chica, una vez más, le jugó una mala pasada.



Su padre estaba trabajando en su nuevo hogar, mientras que ella y su lobita jugaban con unos niños en un campo de suettas al otro lado del pueblo. El sol caía y uno a uno los niños comenzaron a irse a sus hogares, exhaustos pero felices.



Rylee se quedó a solas con Ánuk; había descubierto que su amiga emitía sonidos similares a palabras humanas, por lo que había determinado que le enseñaría a hablar como correspondía y así, algún día, podrían conversar. De pronto comenzaron los gritos.



Al principio eran sonidos aislados; Ánuk los percibió, levantando las orejas con atención y buscando la fuente del alboroto; luego, Rylee también los pudo escuchar, elevándose entre el viento y los pájaros. De pronto, una luz comenzó a titilar en el horizonte; Ánuk se enderezó y gruño, sintiendo el aroma inconfundible del humo y el fuego, colocándose inmediatamente frente a la niña en clara pose protectora.



—Papi —Rylee se levantó del suelo y echó a correr con toda su energía, seguida de su loba, que, inquieta, no se apartaba de su lado.



Cuando logró salir del campo se topó cara a cara con el fuego, que consumía rápidamente la casa del dueño del terreno. Donde mirara había gente corriendo y gritando; hombres de ropa oscura y espadas se enfrentaban a los pueblerinos que caían inertes y sangrantes al suelo, suplicando misericordia, gritando y pidiendo por sus familias, luchando hasta el último aliento.



Entonces, entre el caos, escuchó a su padre gritando su nombre. Lo buscó entre la multitud, cegándose a la matanza, enfocándose solo en verlo y encontrar sus ojos entre las llamas y la sangre, esos ojos que le había regalado a ella... Entonces lo vio: luchando entre los asesinos, sacándoselos de encima; corriendo hacia ella, desesperado gritando su nombre y que se escondiera, “escóndete hija o te matarán”.



Rylee era como de piedra, estaba pegada al piso y temblaba. Ánuk la tironeaba del vestido, gruñendo furiosamente, forzándola a moverse y huir, hasta que finalmente reaccionó y se escabulló tras una carreta caída.



Y desde allí lo vio.



Una figura se acercó a su padre, quien intentaba ir hacia ella, a socorrerla; vio cómo la espada desaparecía en la espalda de Ewan, atravesándolo y haciéndolo caer de rodillas. Ella había gritado, saliendo de su escondite, lanzándose hacia ellos con lágrimas en sus ojos; entonces la figura desapareció. Rylee colapsó contra el cadáver de su padre; temblaba sin control y lloraba.



—Oye, aquí hay una —escuchó. Dos hombres se acercaban a ella con espadas desenfundadas.



—Me gustan las pequeñas —sonrió uno de ellos—, se ve sana y fuerte, probémosla.



“Papá, sálvame papi, tengo miedo, despierta”



En shock, no se movió mientras ambos hombres la agarraban de las muñecas, tirándola al suelo y entonces, un fuerte aullido se escuchó, justo detrás de ellos; una llama se había elevado y Rylee había contemplado cómo su pequ