La luz oscura

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© LOM ediciones Primera edición, 2013 ISBN IMPRESO: 9789560004079 ISBN DIGITAL: 978-956-00-1311-8 RPI: 224.980 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 88 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

A mis mujeres: Catalina, Julieta y Josefina

1

Sentí como si una grieta me estuviese abriendo la cabeza. Apareció junto con la luz del sol la grieta. Bajé a la cocina por un poco de jugo. La sala parecía un campo de batalla: vasos a medio llenar, botellas, latas, colillas, el parquet cubierto por una capa de suciedad pegajosa (mezcla compacta de ceniza, piscola y cerveza) y un olor nauseabundo a humo condensado con alcohol. Mi hogar.

Mi madre me había invitado a almorzar. Al llegar a su casa, me tomé una aspirina y un litro de jugo de naranja. Jaume, su nuevo marido, que vendría siendo mi padrastro, me preguntó si estaba enfermo. Hice un gesto con mi mano derecha, llevándomela a la boca con el pulgar y el meñique extendidos. Resaca, solo resaca, quise decirle, pero me limité a hacer el gesto. Faltaban quince días para que Jaume se llevara a mi madre a vivir con él a Barcelona. Si se hubiese ido un par de años antes, probablemente la habría acompañado, pero por primera vez mi vida gozaba de cierta estabilidad y no estaba dispuesto a arriesgarla con un nuevo exilio, aunque el precio fuese nuestra separación.

“Matías, te vengo diciendo hace semanas que tienes que llevarte tus cosas. Estoy como loca, embalando todo, y necesito que te las lleves. Si no, te juro que las voy a botar”. Una de las ocupaciones favoritas de mi madre: recordarme mis pendientes durante el almuerzo. Pero aprendí a tomarme sus retos con cariño; al menos se preocupaba por mí.

Almorzábamos los tres arroz con pescado, en un silencio interrumpido solo por Jaume, que trataba de convencerme para que viera con él el debut de Argentina en el Mundial, ante Costa de Marfil. Jaume era catalán, pero en el Mundial iba por Argentina. Mi madre se quedó en silencio, mordiéndose los labios para no decir “de nuevo la misma tontera del fútbol; parece que los hombres no son capaces de comunicarse en otro idioma que no sea el de la pelotita”, callándose solo para darle una oportunidad a su marido de acercarse a mí, aunque fuera a través de la pelota. Una parte de mí quería ver el partido con él. Esa parte le reconocía haber hecho feliz a mi madre (lo que mi padre nunca pudo conseguir del todo). Pero también se la llevaba lejos y me dejaba solo, con mis amigos como extravagante familia adoptiva.

Me mantuve unos instantes en silencio, demorándome un poco más de lo necesario en separar las espinas del pescado. Era una de las últimas posibilidades de establecer una comunicación, que se haría mucho más difícil cuando estuviesen en Barcelona. Pero una vez que instalaba una distancia, me resultaba difícil salvarla. “Tengo que trabajar”, mentí.

Lo que mi madre llamaba “mis cosas” eran unas cajas medio podridas que estaban guardadas en el ático. La casa tenía dos pisos y se entraba al ático por una pequeña puerta que se dibujaba en el techo del pasillo al que daban las habitaciones. Subí por la estrecha escalera de mano que se desplegaba cuando uno abría la puerta. Lo primero que hice ahí arriba fue golpearme la cabeza contra el techo. Creo que me salieron unas lágrimas (la grieta había disminuido, pero el golpe en la cabeza la hizo reaparecer). Encendí la luz, lo que debería haber hecho antes, y tuve ante mis ojos montones de cajas de distintos tamaños, sillas viejas, maletas, una impresora destartalada, la máquina de escribir de mi padre, bolsas de basura, una pequeña mesa de taca–taca tan desteñida que apenas se notaban los jugadores blancos y azules, una lámpara rota, además de otros objetos que se iban perdiendo en las sombras a medida que la iluminación cedía en su intensidad. Tenía mucho trabajo pendiente mi madre. Conociendo su preocupación por el orden y la limpieza, me extrañó que lo tuviese tan abandonado. Tal vez el polvo que se levantaba al husmear en los trastos viejos la disuadía de la idea de subir; el mismo polvo cuyas partículas me revelaba la tenue luz de la ampolleta. Estornudé y sentí en mi frente la suave y pegajosa textura de una telaraña.

Quería salir de ahí cuanto antes, pero sabía que mi madre estaría abajo, esperando a que terminara de una vez. ¿Cómo iba a reconocer mis cosas en ese desorden? Estuve un rato buscando hasta que encontré una caja azul de plástico donde estaba mi colección de revistas Triunfo (tenía casi todos los números desde el año 91 al 97). Tuve la tentación de ojearlas, pero sabía que si empezaba me quedaría toda la tarde ahí y acabaría asfixiándome con el polvo. También encontré dos cajas con los materiales que había ocupado para estudiar mi examen de grado; su destino estaba decidido de antemano: la hoguera. Y había otra que decía “Matías” con un plumón negro. Adentro estaba mi traje del Hombre Araña, una pelota desinflada, el Halcón Milenario, un ejemplar de Viaje al centro de la Tierra, varios casetes (me fijé en el de los Rolling Stones, que tenía que escuchar con audífonos), algunos posters: de Patricio Reyes con la camiseta de la selección, del Superman Vargas y del Matador Salas, y también un palafito en miniatura que me traje de Chiloé y un gorro de alpaca que había comprado con Francisca en el Valle del Elqui. La cerré.

Cuando llegué a la segunda parte de lo que mi madre llamaba “mis cosas”, me detuve. La tarea encomendada por ella había rebasado el verbo ordenar y comenzaba a transformarse en algo mucho más peligroso: recordar. Volví a sentir ganas de abrir la caja azul y refugiarme en las revistas Triunfo. Esa segunda parte eran cinco cajas con las cosas de mi padre: lo poco que había quedado en su departamento semivacío cuando murió. Su herencia. A su muerte, mandé a mi madre al departamento a recogerlas porque yo no tenía el ánimo para hacerlo. Ella había traído las cajas, dejándolas en esa esquina del ático, donde, cinco años después, mis ojos las volvían a encontrar. Antes no había tenido el valor para abrirlas. O tal vez, inconscientemente, quise olvidarlas y dejarlas selladas para siempre. Me quedé contemplándolas por un instante. En cada una de ellas estaba escrito su nombre (Ramón) en color azul. No me las podía llevar todas, estaba obligado a revisarlas. Me dije que probablemente encontraría solo basura y papeles viejos. Pero era una forma de revivirlo, de poner a prueba esa precaria estabilidad que creía haber logrado. El sonido de la tela adhesiva desprendiéndose del cartón hizo que aumentara mi ansiedad.

La primera caja contenía materiales de sus clases de castellano; la segunda, también. Decidí botarlas. En la tercera caja encontré unos ejemplares de la novela que había escrito mi padre, pero que no alcanzó a publicar. Se llamaba Desmalezando. La había leído siete años atrás, cuando tenía diecinueve. Su recuerdo se había vuelto borroso. Era sobre un jardinero que llegaba desde Rengo a trabajar en las casas de los ricos; lo trataban de usted y lo miraban en menos. Ya llevaba dos o tres años trabajando cuando se acostó con la hija de uno de sus patrones (era bien caliente la hija). No me acordaba bien si fue solo una vez o si estuvieron acostándose durante un tiempo, pero la cosa es que el patrón los descubrió. Del resto no recordaba mucho, al parecer venía la furia del patrón y sus amigos contra el jardinero (me acordaba de su imagen, amarrado a una silla, con el rostro ensangrentado). Y tal vez una venganza posterior del jardinero, pero la parte final la tenía muy confusa; de hecho, casi la había olvidado; incluso cabía la posibilidad de que su venganza hubiese terminado en un completo fracaso. En esa época no la había encontrado muy buena; quizás la leí muy rápido. Me prometí leerla de nuevo cuando tuviera tiempo.

La cuarta caja estaba llena de libros viejos. Hice una rápida selección: me quedé con Hemingway, González Vera, Marín, Arlt, Droguett, Céline y Onetti, y también Estrella distante y Conversación en la catedral (se la había regalado yo). El resto (novelas desconocidas, amarillentas, en su mayor parte militantes, que seguramente no pudo vender antes de su muerte) decidí botarlas. La quinta caja tenía un poco de todo: un contrato de arriendo, copias de los títulos de la casa de mi madre, facturas del hospital, algunos exámenes y sus videos de Cantinflas. Era, en su mayor parte, basura. Pero me llamaron la atención unas hojas sueltas, de cuaderno (cuadriculadas), escritas a mano (una letra pequeña y alargada: la letra de mi padre). No tenía título, solo la fecha anotada en la parte superior: 4 de diciembre de 1994. El orden de los cachureos del ático, al que me había obligado mi madre, comenzaba a escapárseme de las manos. Tuve la tentación de apoyar mi espalda en la pared, justo debajo de la tenue luz de la ampolleta, y detenerme a leer las hojas cuadriculadas, pero me contuve. Su aparición era inesperada y la letra de mi padre, como él, no era fácil de entender. Preferí leerlas con calma en un lugar donde no me terminaran doliendo los ojos.

Mi madre me preguntó si había encontrado algo interesante. “Algunos recuerdos de cuando era chico, como mi traje de Hombre Araña”, le contesté. “Te veías precioso”. Traté de sonreír y metí las cajas al auto. Me demoré cinco minutos desde Hamburgo con Simón Bolívar (la casa de mi madre) hasta Antonio Varas con Eliodoro Yáñez (mi casa).

 

Bajé solo la caja con las cosas de mi padre. Abrí la puerta y recordé el partido de Argentina con Costa de Marfil. Dejé la caja junto a la escalera. Un olor a marihuana encerrada me golpeó las narices. Mis amigos sonrieron. Carlos y Tísico, con quienes compartía la casa, estaban sentados en un sillón que alguna vez fue blanco y que nos había regalado una tía de Tísico. Echado sobre el bergère negro estaba Roberto, que se pasaba en nuestra casa varios días a la semana. Yo era el nexo entre los tres: a Carlos y Roberto los conocía desde la época del colegio, mientras que Tísico fue compañero mío en la Facultad de Derecho y se había terminado haciendo amigo de los otros dos de tanto que se juntaban conmigo. Todos miraban hacia la pared, donde se veía la imagen del partido gracias a un proyector que habíamos comprado en mil cuotas mensuales, especialmente para ver el Mundial. Un saco de dormir abierto, colgado a lo largo de la ventana, a modo de cortina impenetrable, se encargaba de tapar la luz para proyectar en la pared una imagen más nítida. Junto al living estaba el comedor, compuesto por una mesa redonda y cuatro sillas con ruedas, todas negras, que antes habían pertenecido a una sala de reuniones de la oficina donde trabajaba el padre de Carlos. Argentina ganaba uno a cero, según me dijeron, con el típico gol de Crespo: agarrando un rebote en el área chica. Me invitaron a verlo con ellos. Yo quería subir la caja a mi habitación para leer las hojas cuadriculadas con calma, pero la idea de olvidarme de todo por un rato viendo el partido con mis amigos terminó por convencerme, y me senté junto a Carlos y Tísico en el sillón que alguna vez fue blanco. Roberto me preguntó si quería fumar. Le dije que no. Poco después vino el segundo gol de Argentina, de Saviola, tras gran pase de Riquelme, pero a medida que pasaban los minutos, no dejaba de pensar en las hojas cuadriculadas con la letra de mi padre. El segundo tiempo lo vi completamente desconcentrado.

Apenas terminó el partido, tomé la caja y subí casi corriendo las escaleras. Me encerré en mi habitación, encendí la luz y comencé a leer.

* * *

Estoy en la fila y no me siento capaz de entrar. Lo veo a lo lejos, esa mole maldita. Hay más de treinta grados y muchos andan con el torso desnudo. Tengo frío. Siento ganas de volver a mi casa, a encerrarme y encender el televisor, pero estoy con Matías. Es el partido más importante de su vida. No le puedo hacer esto; no me puedo hacer esto. Subo las escaleras lentamente, hacia el interior, conteniendo la respiración, y solo abro los ojos para no tropezarme con los escalones. Estamos en la escotilla. Escucho un grito, cualquier grito, y mis piernas se doblan y siento que voy a caer. Tengo que detenerme; me apoyo en una baranda de metal. Matías me pregunta si estoy bien. Que sí, que un poco cansado por lo de la fila y todo, pero que sigamos, que salgamos a las gradas de una vez. Hago lo posible para que la angustia no se note en el tono de mi voz.

El estadio está casi lleno. Matías hizo una fila de ocho horas, durante la semana, para comprar dos entradas en Tribuna Andes. Todavía falta subir las escaleras de cemento, con el sol a nuestras espaldas, para llegar a lo más alto. Mis pies pesan como si llevaran cadenas. No me atrevo a girar mi cuerpo y mirar hacia las galerías, hacia la cancha, hacia el estadio en su conjunto. Me concentro en las escaleras, en llegar al final de las gradas, a esos pequeños claros donde todavía queda un poco de espacio. Nos sentamos en la penúltima fila.

Me veo obligado a observar: el espectáculo es abrumador. Hay sesenta mil hinchas de la U y unos veinte mil de la Católica. Todos gritan y despiertan los gritos dentro de mi cabeza. Las graderías están repletas, incluso hay muchos sentados en las escaleras, pero enseguida las veo con menos gente, tal vez unas cinco mil personas, pero no son espectadores, al menos no como estos; somos nosotros, espectadores recíprocos de nuestra propia tragedia. Trato de sacudirme. “Ya terminó, ya terminó”, me repito una y otra vez. Miles de gargantas entonan las canciones de la U, pero no consiguen silenciar los gritos de esos que ocupaban sus lugares hace veinte años. El rostro del Leo Zucchi. ¡Cállense! ¡Déjenme tranquilo! ¡Dejen de gritar! Ya no sé si pienso en voz alta o callo, como he callado en todos estos años.

Matías lee la revista Triunfo; está concentrado en las estadísticas, solo espero que no se dé cuenta. Comimos en la casa, justo antes de partir, pero siento hambre, un hambre monstruosa, incontrolable, y veo ese asqueroso tazón de porotos duros con el que hay que saciarla durante todo el día. Vuelvo a sentirme débil, sediento, exhausto, el sueño no me deja pensar, nubla mis percepciones; el miedo, ahora solo queda el miedo. Veo soldados, algunos cabizbajos, avergonzados, y otros riendo, orgullosos. Y veo también sus fusiles. Y sus culatas. Y sus bototos. Creí haber recobrado mis sentidos, pero me equivoqué. Todavía los veo: los he despertado. Quiero volver a comer naranjas. Me cuesta respirar, el aire se me escapa, como un pez que ha mordido el anzuelo y se encuentra de golpe en la superficie… tal vez si como algo, o si se callan de una puta vez.

“Matías, por favor, baja y tráeme dos sándwiches de mechada”. “Qué rico, buena idea”. “Si quieres uno para ti, entonces trae tres, pero anda rápido”. Me mira extrañado, pero parte hacia abajo pidiendo permiso entre la gente que llegó un poco más tarde y tuvo que sentarse en las escaleras. Lo pierdo de vista y me siento un poco más tranquilo. Decido ponerme los anteojos oscuros para ocultar mis ojos. Pero no me atrevo a cerrarlos. Quiero que todo esto termine luego, pero es como si hubieran detenido el tiempo. Necesito comer. Ellos se alimentan de mi hambre. No sé cuánto tiempo pasa hasta que lo veo subir. Me como los dos sándwiches sin respirar, siento que me podría comer otros cinco. Matías deja de leer y se pone a hablar; su voz me despierta, me calma. “El que gane hoy tiene el campeonato asegurado. Creo que no podré soportarlo si perdemos. No podría volver al colegio”. “Es que ya son veinticinco años, Matías. Es mucho tiempo, imagínate que ya habían pasado diez cuando tú naciste. Es una carga muy pesada, que cuesta sacarse de encima”. “Al menos tú ya viste a la U campeona. Yo apenas puedo imaginármelo”.

Conversamos algunos minutos más, pero nos cuesta seguir hablando. Sigo sentado, con un cigarro en la mano, mirando el suelo, reviviendo la penumbra. Me he fumado más de una cajetilla. Matías canta “Volveremos otra vez a ser campeones como el Ballet”, pero su voz se pierde en el eco ininteligible, borroso, de las miles de voces que vuelven a ser apagadas por los gritos, por mis gritos. “Estoy cansado”, le digo a Matías, cuando me invita a pararme y cantar con él. “Que eres fome, papá”. Y de repente, un estruendo, una bomba, balazos. “¿¡Qué pasa!?”, grito, agachándome, aturdido por una ráfaga aterradora. Es la U que sale a la cancha: fuegos artificiales, petardos, una nube compacta de papel picado y extintores con humo azul y rojo que lo inundan todo. La amargura de su sabor contamina mi respiración.

Empieza el partido y trato de concentrarme. Pasan pocos minutos y veo la pelota en el aire, el arco vacío, el presagio de una tragedia a la que nos hemos terminado por acostumbrar como una fiera domesticada; y súbitamente aparece una pierna milagrosa para sacarla de la línea. Matías dice que fue Cristián Castañeda. Pero yo veo al Leo Zucchi, que me saluda desde la galería norte. Está muy flaco. Está débil. Todavía tiene veintisiete años. Parece que mañana me toca de nuevo, me dice con su voz grave, de animador de televisión. ¿Adónde te llevaron, Leo? Siento un codazo. “Nos salvamos”, dice Matías. Su sonrisa me conforta y me permite volver al partido. Al final del primer tiempo expulsan a Gorosito por doble amarilla. Matías me abraza. “Calma, que falta mucho todavía, ni siquiera hemos hecho un gol. Acuérdate que nos ganaron con nueve en la primera rueda”, le digo.

Lo mando a comprar otros sándwiches. Sigo con hambre. Intento al menos sacar a los recuerdos de aquí y llevarlos hacia el día en que me liberaron de este estadio maldito. Fue gracias a otro partido, el de Chile con los fantasmas de la Unión Soviética. Dos meses interminables. Había que desocupar el estadio, dar otra imagen al mundo. Cuánto desearía ser inocente, poder sentarme a mirar el partido como un hincha más, sin esos gritos, sin la voz del Leo Zucchi, que me sigue saludando desde la galería norte. Tengo que forzar una sonrisa porque veo a Matías, con los sándwiches en las manos, abriéndose paso entre la gente que ocupa la escalera. Me como los dos antes que comience el segundo tiempo.

El partido me importa, son veinticinco años. Tengo que silenciarlos. El presente, hay que vivir el presente. Pero los soldados siguen ahí. Matías me habla, me ayuda a callarlos. Tira la cuerda para subirme desde el fondo del pozo; hacia el partido, hacia la cancha. Son veinticinco años. Treinta minutos de búsqueda frenética del gol. Me involucro. El cero a cero me sabe amargo y frustrante, pero como hincha de la U, ya estoy acostumbrado. “Huevón, mira”, escucho la voz del Leo Zucchi. La pelota cae en el área, sobre el corazón de Salas. Los soldados desaparecen y también el Leo Zucchi. Me estremezco, como si mi cuerpo muerto recién hubiese cobrado vida. Y Salas lo hace, los ahuyenta con su zurda mágica. Espero un instante para ver si es otro sueño traicionero, pero no, es de verdad. El grito nace de mis entrañas, el más fuerte que he dado en mi vida. Matías salta sobre mí. Caemos los dos al suelo de cemento, abrazados, y otros hinchas desconocidos se lanzan sobre nosotros, y el pecho se me desgarra de tanto gritar, pero lo sigo haciendo, y veo sus ojos húmedos (como los míos, creo que lloro).

El resto del partido transcurre lentamente. Soy el que tiene el reloj: otra razón para mantenerme concentrado. Matías y los hinchas vecinos me preguntan la hora cada treinta segundos. Todos cantan, algunos lloran, y yo no sé si canto.

2

–Ya, huevón, tengo dos minutos para explicarte lo del aumento de capital y necesito que esté listo asap, así que concéntrate –mi jefe me hablaba sin mirarme, mientras revisaba los correos en su Blackberry, a pesar de tener el computador al frente. Yo lo miré con los ojos nublados de los últimos días y me dispuse a anotar en mi cuaderno–. ¿Te acuerdas de Inversiones Cóndor S.A., que constituimos el año pasado? –no me dio tiempo para responder–. Van a ingresar a la sociedad dos nuevos accionistas: un gringo y un brasileño, uno aporta plata y el otro capitaliza un préstamo. Necesito que hagas un pacto y la junta de accionistas –mi lápiz dibujaba unas letras ininteligibles en el cuaderno. Solo escuchaba el rumor desagradable de su voz y fingía comprender–. Te voy a mandar unos emails donde encontrarás más información, ¿understood?

Asentí, esbocé una sonrisa (una de las cosas que había aprendido en Errázuriz y Cía.: a forzar esa sonrisa cínica, inexpresiva, que solo los abogados son capaces de conseguir) y abandoné su oficina. Caminé hacia la mía sin levantar la cabeza. El contacto con cualquiera de los ojos de ese lugar me habría resultado intolerable. Desde Avenida Isidora Goyenechea, donde está Errázuriz y Cía., solo se podía ver un edificio moderno, forrado en espejos, reluciente e impenetrable, pero no era fácil imaginarse que ahí dentro había un cuchitril como el mío. Ese pequeño espacio sin ventanas al que llamaba oficina era una zona de catástrofe que solo yo entendía, o que solo yo alguna vez podría entender. Los archivadores, amenazantes, se inclinaban desde la repisa sobre mi cabeza, y el suelo era un campo minado de carpetas y papeles sueltos, apilados en pequeños montones.

Diez de la mañana; me sentía incapaz de sobrevivir a las siguientes diez horas. El abatimiento era absoluto. Muchas veces, en días anteriores, sentía ganas de salir al pasillo y gritarles a todos que se largaran, que salieran de ese enorme edificio a respirar un poco de aire, que dejaran de llevarse a los pulmones esa mierda viciada, densa, falsa, que flotaba en esa oficina. Pero ni siquiera el hastío conseguía despertarme.

Errázuriz y Cía. es un estudio grande, con más de cincuenta abogados cobrando muchos dólares por hora. La ambición y el dinero eran los valores fundamentales, el resto podía ir adecuándose a las circunstancias (últimamente se habían visto obligados a ser políticamente correctos, incluso habían contratado un abogado gay; lo mostraban en las reuniones como un trofeo, con sus sonrisas características, queriendo decir miren que somos tolerantes, aunque la estrategia no les dio mucho resultado porque el trofeo renunció a los pocos meses), pero sin esos dos excluyentes objetivos en la cabeza, era imposible pensar en hacer carrera. Yo llevaba un buen tiempo. Había comenzado como procurador cuando era estudiante (o sea, esclavo), no porque tuviera muchas ganas de trabajar, sino para poder pagarme la matrícula y evitar que mi deuda universitaria siguiera inflándose.

 

Hasta entonces no tenía real conciencia de lo que significaba un apellido en un país provincia como Chile. Me dejaron entrar por una ventana que se les había quedado mal cerrada. Un universo ajeno, el de los dueños del país, donde todos se conocían y no dejaban de sonreír; y yo, un pendejo al que habían depositado ahí en medio casi por casualidad, que no sabía hablar, que no sabía comportarse, que apenas sabía comer. A veces me quedaba observando la pulcritud de sus movimientos cuando los veía almorzar, como si estuviesen siguiendo una música inaudible que guiaba sus silenciosos tenedores y cuchillos. ¿Siempre haces el mismo ruido al comer o es que ahora estás muy apurado?, me preguntó una vez, sonriendo, un simpático abogado de ojos verdes, dos años mayor. Estoy apurado, le contesté, volviendo la mirada a mi plato. Fui en auto a la comida de fin de año: mi Citroën ZX del año 96, de color rojo, sobresalía entre esa infinidad de todoterrenos último modelo. Algunos se acercaron a él como si contemplaran un clásico. Otros se limitaron a sonreír despectivamente. Me ofrecieron volver una vez que me titulara. Acepté esa oferta porque conllevaba la seductora idea de la independencia, y yo necesitaba esa independencia, aunque fuera a costa de una jornada excesiva y agotadora. No me gustaba el trabajo ni la gente; solo me gustaba mi sueldo. Tampoco tenía amigos ahí dentro, aunque la verdad es que nunca los busqué (es probable que hubiera muchos como yo, también camuflados en esa masa corporativa). Era una herramienta tediosa y aburrida que me permitía mantenerme, vivir con mis amigos, olvidarme un poco de quién fui. Pero ya habían pasado más de dos años y tal vez era hora de buscar nuevos horizontes; claro que para un tipo sin iniciativa como yo, eso no era muy fácil.

Desde el sábado vivía en un estado hipnótico permanente. Esas hojas cuadriculadas me hicieron ver cuán precaria era mi estabilidad. Cuando las terminé de leer me quedé en silencio como media hora, sentado en mi cama, aturdido. Las risas de mis amigos, que subían desde el primer piso, me perturbaban. Encendí el televisor para no escucharlas. En un sorteo, sacando el palito de fósforo más largo, había ganado el derecho a ocupar la pieza más grande: sobradamente, cabían mi cama de dos plazas, un escritorio, el televisor y un canasto de mimbre donde tiraba la ropa sucia, que por lo general estaba rebasado. Di vuelta sobre la cama la caja con las cosas de mi padre: la inscripción de la casa, un contrato de arriendo, otro con el banco y la tarjeta de crédito, cuentas de electricidad, gas y agua; una cuenta telefónica con cifras anotadas a mano y unos signos de interrogación y exclamación, facturas del hospital, recetas médicas, algunos exámenes, copia de su cédula de identidad y pasaporte, su contrato de trabajo con el colegio, y por último sus películas de Cantinflas. Revisé página por página todos los papeles, por ambos lados, en busca de una nota al margen, un garabato, cualquier huella que me ayudara a saber un poco más. No encontré nada.

El relato me obligaba a volver hacia atrás, a mirar a mi padre, a tratar de entenderlo, a buscar explicaciones y respuestas que antes no había logrado encontrar. Pero no era fácil volver ahí. Mi estabilidad, en gran parte, descansaba en la idea de no hacerlo. La página en blanco, a la espera de una junta de accionistas que me resultaba imposible empezar, había sido reemplazada por una sobre el Mundial de Alemania. A esa hora jugaban Australia y Japón: ni siquiera había un partido interesante para perder el tiempo.

Recibí un correo de Claudia. “Hola, mi amor, ¿estás con mucha pega? Tengo ganas de verte. ¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar en el Akarana a las dos? Un beso enorme y apretado”. No entendía por qué Claudia insistía tanto en ese lugar si sabía que yo lo encontraba demasiado caro. Le respondí que no alcanzaba porque tenía mucho trabajo, pero la verdad era que no tenía ganas de ver a nadie.

Volví a abrir la página en blanco, pero no podía concentrarme. Incluso deseé tener la capacidad de redactar la junta y sacarme de una vez las imágenes de mi padre, que seguían presionando por entrar.

De casualidad, descubrí que había estado preso durante dos meses en el Estadio Nacional. La historia familiar, o más bien las mentiras que me contaron, decía que a mi padre lo habían detenido solo un día y que luego partió al exilio, primero a Argentina y poco después a Barcelona. Ahí conoció a mi madre y nació su único hijo, o sea yo. Y luego decía que volvimos todos juntos a Chile a principios del año 85, que es donde comienzan mis recuerdos de manera un poco más organizada; lo anterior es un cúmulo de imágenes y emociones sin mucha lógica, que de todas formas tuvieron una poderosa influencia durante mis primeros años en Chile. Mi padre se encerró tras los muros de concreto del Estadio Nacional. Como me forzaba a no recordar, en lugar de hacerlo mi cabeza se empeñaba en mostrarme imágenes de él en el estadio. Veía un soldado, moreno y un poco regordete, que le daba un culatazo en las costillas y él, que en esa época era muy flaco, como un quiltro, caía al suelo sobre un charco de agua. Con esfuerzo conseguía levantarse y el soldado lo empujaba hacia la puerta de un camarín (¿Qué camarín? ¿En el lado norte o en el sur? ¿Sería el que ocupaban los jugadores de la U? ¿El de la selección? ¿Cuánta gente había ahí adentro?). La imagen se iba y era reemplazada por un grito ahogado (el grito, supongo, era suyo, aunque no pude reconocerlo).

Yo tenía claro que habían usado el Estadio Nacional como campo de concentración durante los primeros meses de la dictadura y recordaba en especial algunos rumores de conciencia colectiva, como el velódromo, al que habían transformado en centro de interrogatorios o los presos en las graderías sonriendo durante el reportaje del periodista Claudio Sánchez. Pero necesitaba saber más, ver nuevamente los documentales desde otra perspectiva, leer libros, reportajes, investigaciones, ver películas. Sin embargo, antes de cualquier cosa, necesitaba saber de él, obtener de alguna parte lo que nunca me quiso contar.

¿Por qué me había ocultado una cosa así? Incluso se me pasó por la cabeza que todo fuese una mentira, que tal vez era solo un relato ficticio, un cuento, una manipulación de la realidad. Al fin y al cabo mi padre era un escritor, o alguna vez lo fue, o intentó serlo, y eso es lo que hacen los escritores: mentir, manipular la realidad, ordenar los hechos a su gusto, inventarse historias, mitos, vidas paralelas. Aunque tal vez llamarlo escritor puede ser una exageración. En los años de la Unidad Popular trabajaba en la editorial Quimantú y escribió Desmalezando, la que incluso se imprimió, pero llegó la tormenta y no alcanzó a distribuirse. Los ejemplares que había encontrado en el ático todavía estaban guardados en la maleta de mi auto, insistiendo una vez más en quedarse cuidando la retaguardia, como lo habían hecho con mi padre cuando partió a Argentina. Después del Golpe nunca volvió a escribir. Era como un escritor castrado. Aunque, en realidad, ese relato lo desmentía. Esas pocas páginas significaban, además de la perturbadora revelación que llevaban consigo, que a mi padre no lo habían castrado del todo. Y significaban, además, que si había escrito un relato, también podría haber escrito otros. Pero en el fondo sabía que ese relato era cierto, que no lo había inventado. Mi padre vio ese partido con el Leo Zucchi (¿quién era el Leo Zucchi?) y no conmigo. Él no vio el mismo partido que yo: jugaba consigo mismo. Y si para él la zurda de Salas significó poder ahuyentar a sus fantasmas, aunque fuera solo por un rato, para mí fue algo totalmente distinto, fue el primer triunfo real de mi vida, el primer atisbo de que las cosas podían tomar otro rumbo. Ese gol fue un triunfo personal; al igual que Salas, yo también la amortigüé con el pecho y la dejé dar un bote manso para definir de zurda, con un latigazo bajo, a la izquierda del portero.