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La Senda De Los Héroes

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Aus der Reihe: El Anillo del Hechicero #1
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La Senda De Los Héroes
La Senda De Los Héroes
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Wird gelesen Fabio Arciniegas
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CAPÍTULO SIETE

Gareth se apresuró por la Corte del Rey, vestido con sus galas reales, abriéndose paso entre las masas que llegaban de todas direcciones para la boda de su hermana, y se enfureció.  Todavía estaba conmocionado por el encuentro con su padre.  ¿Cómo era posible que lo hubiera saltado, que su padre no lo hubiera elegido para ser el rey? No tenía sentido.  Era el primogénito legítimo.  Esa era la forma en que siempre se hacían las cosas. Él siempre, desde que nació, supuso que gobernaría—no había motivo para pensar otra cosa.

Era inconcebible. Pasar por encima de un hermano menor—y una chica, no menos. Cuando se corriera la voz, sería el hazmerreír del reino.  Mientras caminaba, sentía como si el viento lo derribara y no supiera cómo recuperar el aliento.

Tropezó en el camino con las masas, hacia la ceremonia de la boda de su hermana mayor.  Miró a su alrededor, vio a la multitud con sus ropas de colores, los interminables ríos de gente,                              todos los tipos de personas de diferentes provincias. Odiaba estar tan cerca de los plebeyos.  Ese era el momento cuando los pobres podían mezclarse con los ricos. Ese era el momento en que a esos salvajes del Reino del Este, del otro lado del altiplano, se les había permitido entrar, también. Gareth apenas podía concebir que su hermana fuera a casarse con uno de ellos.  No era sino una maniobra política de su padre; un patético intento de hacer la paz entre los reinos.

Era aún más extraño, que de alguna manera, a su hermana parecía gustarle esa criatura.  Gareth no podía entender por qué. Conociéndola, no era el hombre lo que le gustaba, sino el título, la oportunidad de ser la reina de su propia provincia. Ella recibiría lo que merecía; todos eran salvajes, los del otro lado del Altiplano. Para Gareth, carecían de civismo, de refinamiento, de sofisticación.  Ese no era problema suyo. Si su hermana era feliz, pues que se casara. Era una hermana menos que tener cerca, que podría interponerse en su camino hacia el trono.  De hecho, mientras más lejos estuviera, mejor.

No es que eso le preocupara.  Después de hoy, nunca sería rey. Ahora sería relegado a ser solo otro príncipe anónimo en el reino de su padre.  Ahora, no tenía un camino hacia el poder; ahora estaba destinado a una vida de mediocridad.

Su padre lo había subestimado—siempre lo había hecho. Su padre se consideraba políticamente astuto—pero Gareth era mucho más listo y siempre lo había sido. Por ejemplo: por casar a Luanda con un McCloud, su padre se consideraba un maestro de la política.  Pero Gareth fue más previsor que su padre, pudo examinar más de las ramificaciones y ya iba un paso adelante.  Él sabía hacia dónde iría esto. En última instancia, este matrimonio no apaciguaría a los McCloud sino que los envalentonaría. Eran bestias, así que iban a ver este ofrecimiento de paz, no como señal de fortaleza, sino de debilidad.  No les importaba tener un enlace entre las familias, y en cuanto se llevaran a su hermana, Gareth estaba seguro de que planearían un ataque.   Todo era un ardid. Había tratado de decírselo a su padre, pero no le quiso escuchar.

No es que le importara nada de esto. Después de todo, ahora él era solamente otro príncipe, otro subalterno en el reino. Gareth ardía de coraje al pensar en ello, y odiaba a su padre en ese momento, como nunca pensó que sería posible.  Al caminar hombro con hombro entre las masas, imaginaba las formas en que podía cobrar venganza, en que podría obtener el reino, después de todo. No podía quedarse cruzado de brazos, eso era seguro. No podía permitir que la realeza fuera a caer en manos de su hermana menor.

“Ahí estás”, dijo una voz.

Era Firth, caminando a su lado, con una sonrisa alegre y revelando sus dientes perfectos.  Dieciocho años, alto, delgado, con una gran voz y la piel suave y las mejillas rubicundas. Firth era su amante del momento. Gareth, generalmente, se sentía feliz de verlo, pero no estaba de humor para él ahora.

“Creo que me has estado evitando todo el día”, añadió Firth, poniendo un brazo a su alrededor mientras caminaban.

Gareth de inmediato se sacudió el brazo, comprobando que nadie lo hubiera visto.

“¿Eres tonto?”, le reprendió Gareth. “Nunca vuelvas a abrazarme en público. Jamás”.

Firth miró hacia abajo, con la cara enrojecida. “Discúlpame”, dijo él. “No lo pensé”.

“Así es, no lo pensaste. Si vuelves a hacerlo, jamás volveré a verte”, le regañó Gareth.

Firth enrojeció más y parecía lamentarlo realmente. “Lo lamento”, repitió.

Gareth volvió a revisar, sintiéndose seguro de que nadie lo hubiera visto, y se sintió un poco mejor.

“¿Qué chisme hay de las masas?”, preguntó Gareth, queriendo cambiar de tema, para olvidarse de sus oscuros pensamientos.

Firth se animó de inmediato y recuperó su sonrisa.

“Todo el mundo está a la expectativa. Todos esperan el anuncio de que serás nombrado sucesor”.

Gareth se sintió alicaído. Firth se cuestionó.

“¿No has sido nombrado?”, preguntó Firth, escéptico.

Gareth se sonrojó mientras caminaba, sin encontrar su mirada con la de Firth.

“No”.

Firth se quedó sin aliento.

“Pasó por encima de mí. ¿Te imaginas? A mi hermana. Mi hermana menor”.

La cara de Firth se ensombreció.  Se veía asombrado.

“Eso es imposible”, dijo él. “Eres el primogénito. Ella es mujer. No es posible”, repitió.

Gareth lo miró fríamente. “No estoy mintiendo”.

Los dos caminaron por algún tiempo en silencio, y mientras más se llenaba de gente, Gareth miró a su alrededor, empezando a darse cuenta de dónde se encontraba y realmente intentaba asimilarlo. La Corte del Rey estaba totalmente atascada—debe haber habido miles de personas pululando desde todas las entradas posibles. Todos ellos iban hacia el elaborado escenario de la boda, alrededor del cual había al menos un millar de las mejores sillas, con gruesos cojines cubiertos de terciopelo rojo, y marcos de oro.  Un ejército de siervos subía y bajaba por los pasillos, sentando a la gente, llevando bebidas.

A ambos lados del pasillo interminable de la boda, sembrado de flores, estaban sentadas las dos familias—los MacGil y los McCloud—la línea bien delimitada.  Había cientos de personas de cada lado, todos vestidos con sus mejores galas, los MacGil de color morado oscuro y los McCloud de color naranja oscuro.  Para Gareth, los dos clanes no podían verse más diferentes: aunque cada uno estaba muy adornado, parecía como si los McCloud se hubieran vestido para fingir.  Eran bestias debajo de su ropas—él podía notarlo en sus expresiones faciales, en la manera en que se movían, en que se empujaban unos a otros, en sus risotadas. Había algo debajo de la superficie que la ropa real no podía ocultar. Le molestaba tenerlos dentro de sus puertas. Le molestaba toda la boda. Fue otra decisión tonta de su padre.

Si Gareth fuera rey, habría ejecutado un plan diferente.  También habría hecho esta boda. Pero habría esperado hasta la última hora de la noche, cuando los McCloud estuvieran ebrios, cerraría las puertas del salón y los quemaría en un gran incendio, matando a todos de golpe.

“Bestias”, dijo Firth, mientras examinaba el otro lado del pasillo de la boda. “No puedo imaginar por qué tu padre los dejó entrar”.

“Debe haber juegos interesantes después”, dijo Gareth. “Él invita a nuestro enemigo a nuestras puertas, después, organiza las competiciones de la boda. ¿No es una receta para la escaramuza?”.

“¿Eso crees?”, preguntó Firth. “¿Una batalla? ¿Aquí? ¿Con todos esos soldados? ¿El día de la boda?”.

Gareth se encogió de hombros.  Los McCloud serían capaces de eso.

“El honor de una boda no significa nada para ellos”.

“Pero tenemos miles de soldados aquí”.

“Igual que ellos”.

Gareth dio media vuelta y vio una larga fila de soldados—de los MacGil y de los McCloud—alineados a ambos lados de las almenas. Ellos no habrían llevado tantos soldados, lo sabía, a menos que estuvieran esperando una escaramuza. A pesar de la ocasión, pese a la ropa fina, pese a la suntuosidad del arreglo, los interminables banquetes de comida, el solsticio de verano en pleno florecimiento, las flores—pese a todo, todavía había una pesada tensión en el aire.  Todos estaban con los nervios a flor de piel—Gareth se daba cuenta por la manera en que colocaban sus hombros, extendían sus codos.  Ellos no confiaban unos en los otros.

Tal vez él tendría suerte, pensó Gareth, y uno de ellos apuñalaría a su padre en el corazón.  Entonces tal vez podría ser rey, después de todo.

“Supongo que no podemos sentarnos juntos”, dijo Firth, con voz de decepción, cuando se acercaban a la zona de estar.

Gareth le dio una mirada de desprecio. “¿Eres tonto?”, dijo él, con veneno en su voz.

Estaba empezando a preguntarse seriamente si había sido una buena idea elegir a este mozo de cuadra como amante.  Si no le quitaba lo sensiblero rápidamente, podría confrontarlos a los dos.

Firth bajó la mirada, avergonzado.

“Te veré después, en los establos. Ahora, lárgate”, dijo él, y le dio un pequeño empujón.  Firth desapareció entre la multitud.

De repente, Gareth sintió que alguien le agarraba el brazo.  Por un momento, su corazón se detuvo, mientras se preguntaba si lo habían descubierto; pero luego sintió unas uñas largas, los dedos delgados, sumergirse en su piel, y él supo de inmediato que era su esposa. Helena.

“No me avergüences en este día”, susurró ella, con odio en su voz.

Él volteó y la observó. Se veía hermosa, toda arreglada, vestida con un traje largo de satén, con el cabello recogido a lo alto, con pasadores para el cabello, portando su mejor collar de diamantes, y su cara suavizada con el maquillaje. Gareth podía ver objetivamente que ella era hermosa, tan bella, como el día en que se casaron.  Pero aun así, no sentía ninguna atracción hacia ella. Había sido otra idea de su padre—tratar de casarlo fuera de su naturaleza. Pero todo lo que había hecho era darle una compañera amargada—y despertar aún más la especulación de la corte acerca de sus verdaderas inclinaciones.

 

“Es el día de la boda de tu hermana”, dijo ella. “Puedes comportarte como si fuéramos una pareja—por una vez”.

Ella puso un brazo en el de él y se acercaron a un área reservada, acordonada con terciopelo.  Dos guardias reales los dejaron pasar y se unieron al resto de la familia real en la base del altar.

Sonó una trompeta y poco a poco, la multitud guardó silencio. Se oyó la suave música de un clavicordio, había más flores esparcidas a lo largo del pasillo y la procesión real comenzó a caminar, las parejas iban tomadas del brazo. Gareth fue jalado por Helena, y empezó a marchar por el pasillo con ella.

Gareth se sentía más conspicuo, más torpe que nunca, sin saber cómo hacer para que su amor pareciera genuino.  Sintió cientos de ojos en él y no podía dejar de sentir como si todos lo estuvieran evaluando, aunque sabía que no era así. El pasillo no podía ser lo suficientemente corto, no podía esperar a llegar al final, estar cerca de su hermana en el altar y terminar con esto.  Tampoco podía dejar de pensar acerca del encuentro con su padre, y se preguntaba si todos esos espectadores ya sabían la noticia.

“Hoy recibí malas noticias”, le susurró a Helena, cuando por fin llegaron al final del pasillo y ya tenía las miradas sobre él.

“¿Crees que no lo sé?”, dijo ella.

Él volteó y la miró, sorprendido.

Ella volvió a mirarlo, con desdén. “Tengo mis espías”, dijo ella.

Él entrecerró los ojos, queriendo dañarla. ¿Cómo podía ser tan indiferente?

“Si no soy rey, tú tampoco serás reina”, dijo él.

“Nunca esperé ser la reina”, contestó ella.

Eso lo sorprendió aún más.

“Nunca esperé que te nombraran rey”, añadió ella. “¿Por qué habría de hacerlo? Tú no eres un líder. Eres un amante. Pero no mi amante”.

Gareth sintió que enrojecía.

“Ni tú eres mi amante”, le dijo él a ella.

Ahora le tocó a ella sonrojarse. Ella no era la única que tenía un amante secreto. Gareth tenía sus propios espías que le contaban las hazañas de ella. Él había dejado que ella se saliera con la suya hasta ahora—siempre y cuando lo mantuviera en secreto y lo dejara en paz.

“No es que me estés dando una opción”, contestó ella. “¿Esperas que me mantenga célibe el resto de mi vida?”.

“Tú sabías quién era yo”, contestó él. “Aun así decidiste casarte conmigo. Elegiste el poder, no el amor.  No finjas estar sorprendida”.

“Nuestro matrimonio fue arreglado”, dijo ella. “Yo no elegí nada”.

“Pero tampoco protestaste”, contestó él.

Gareth carecía de energía para discutir con ella hoy.  Era un apoyo útil, una esposa títere.  Él podía tolerarla, y ella podía ser útil en ocasiones—siempre y cuando no lo molestara demasiado.

Gareth observó con cinismo supremo cuando todos voltearon a ver a su hermana mayor, caminando por el pasillo con su padre, esa criatura. La cara dura de él—incluso tuvo la desfachatez de fingir tristeza, secándose una lágrima mientras su padre la acompañaba. Un actor completo. Pero ante los ojos de Gareth, no era sino un tonto incompetente. No podía imaginar que su padre no sintiera una tristeza genuina al casar a su hija, a quien, después de todo, estaba lanzando a los lobos del reino de los McCloud. Gareth sentía el mismo desprecio por Luanda, quien parecía disfrutar de todo el asunto.  Parecía casi no importarle que se estuviera casando con gente inferior.  Ella también iba tras el poder. Era despiadada. Calculadora. De esta forma, ella, de todos los hermanos, era más parecida a él.  En ciertas cosas, él se identificaba con ella, aunque nunca sintieron mucho amor uno por el otro.

Gareth levantó su pie, impaciente, esperando que todo terminara.

Aguantó la ceremonia. Argon presidía las bendiciones, declamando los hechizos, llevando a cabo la ceremonia.  Todo era una farsa, y sentía náuseas por ello. Solo era la unión de dos familias por motivos políticos.  ¿Por qué no lo llamaban por su nombre?

Pronto, gracias a Dios, todo terminó.  La multitud hizo una gran ovación cuando los dos se besaron.  Sonó un gran cuerno, y el orden perfecto de la boda fue disuelto en un caos controlado.  La familia real regresó al pasillo y a la zona de recepción.

Incluso Gareth, con lo cínico que era, quedó impresionado por lo que vio; su padre no había escatimado en gastos en esta ocasión.  Ante ellos se extendía todo tipo de mesas, banquetes, contenedores de vino, un sinfín de cerdos asados y ovejas y corderos.

Atrás de ellos, se estaban preparando para el evento principal: los juegos. Se preparaban los objetivos para el lanzamiento de piedras, de arpones, el tiro con arco—y al centro de todo, el carril de justas. Ya las masas se agolpaban a su alrededor.

La multitud ya se estaba dividiendo para los caballeros de ambos lados.  Por los MacGil, el primero en entrar, por supuesto, fue Kendrick, montado en su caballo y ataviado con armaduras, seguido por docenas de Los Plateados.  Pero no fue hasta que llegó Erec, apartado de los demás, en su caballo blanco, que la multitud guardó silencio asombrado. Era una especie de imán para llamar la atención, incluso Helena se inclinó hacia adelante y Gareth notó su lujuria por él, al igual que las otras mujeres.

“Casi estaba en edad de selección, pero no estaba casado.  Cualquier mujer del reino se casaría con él.  ¿Por qué no nos eligió a nosotros?”.

“¿Y qué te importa?”, dijo Gareth, sintiéndose celoso, muy a su pesar.  Él también quería estar ahí arriba con su armadura, en un caballo, luchando entre ellos por el nombre de su padre.  Pero él no era un guerrero.  Y todo el mundo lo sabía.

Helena lo ignoró, con un gesto desdeñoso de la mano. “Tú no eres hombre”, dijo ella, burlonamente. “Tú no entiendes de esas cosas”.

Gareth se sonrojó. Quería golpearla, pero éste no era el momento. En cambio, él la acompañó mientras se sentaba en las gradas, con los demás, para ver las festividades del día.  Este día iba de mal en peor y Gareth ya sentía un agujero en el estómago.  Sería un día muy largo, un día de caballería sin fin, de pompa, de pretensión.  De hombres lastimándose o matándose mutuamente.  Un día del cual él estaba excluido por completo.  Un día que representaba todo lo que odiaba.

Mientras estaba ahí sentado, caviló.  Deseaba en silencio que las festividades estallaran en una batalla a todo lo que daba, que hubiera derramamiento de sangre a gran escala, que todo lo bueno del lugar fuera hecho pedazos.

Algún día se saldría con la suya. Algún día sería el rey.

Algún día.

CAPÍTULO OCHO

Thor hizo todo lo posible para estar a la altura del escudero de Erec, apresurándose para actualizarse mientras se abría paso entre las masas. Había sido un torbellino desde lo de la arena, y apenas podía procesar lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Todavía estaba temblando por dentro, apenas podía creer que había sido aceptado en la Legión, y que había sido nombrado segundo escudero de Erec.

“Te lo dije, muchacho— ¡sigue el rito!”, espetó Feithgold.

A Thor le molestaba que lo llamaran “muchacho”, especialmente porque el escudero era apenas unos años mayor. Feithgold iba y venía a toda velocidad de entre la multitud, casi como si estuviera tratando de deshacerse de Thor.

“¿Siempre hay tanta gente aquí?”, preguntó Thor, tratando de alcanzarlo.

“¡Por supuesto que no!”, gritó Feithgold. “Hoy no solamente es el solsticio de verano, el día más largo del año, sino que también es el día que el rey eligió para la boda de su hija—y el único día de la historia en que hemos abierto nuestras puertas a los McCloud. Nunca había habido una multitud como la que hay ahora.  No tiene precedente. ¡No esperaba esto! ¡Temo que llegaremos tarde!”, dijo él, apresurado, mientras corría a través de la multitud.

“¿Adónde vamos?”, preguntó Thor.

“Vamos a hacer lo que todo buen escudero hace: ¡ayudar a nuestro caballero a prepararse!”.

“¿A prepararse para qué?”, dijo Thor presionando, casi sin aliento. Estaba haciendo cada vez más calor, y se secó el sudor de la frente.

“¡Para la justa real!”.

Finalmente llegaron a la orilla de la multitud y se detuvieron ante la guardia del rey, quien reconoció a Feithgold e hizo un gesto a los demás para dejarlos pasar.

Pasaron por debajo de una cuerda y entraron en un claro, alejado de la multitud. Thor casi no podía creerlo; ahí, de cerca, estaban los carriles de las justas. Detrás de las cuerdas estaba una multitud de espectadores, y arriba y debajo de los carriles de tierra, había enormes caballos de guerra—los más grandes que Thor había visto—montados por caballeros con todo tipo de armaduras. Mezclado entre Los Plateados, estaban los caballeros de todos los lugares: de los dos reinos, de cada provincia, algunos con armadura negra, otros, blanca, usando cascos y con armas de todo tipo y tamaño. Parecía como si el mundo entero hubiera descendido sobre estos carriles de justas.

Ya había algunas competencias en progreso, caballeros de lugares que Thor no reconocía, atacándose unos a otros, haciendo sonar las lanzas y los escudos, seguidos siempre por una breve aclamación de la multitud.  De cerca, Thor no podía creer la fuerza y la velocidad de los caballos, el sonido que las armas hacían.  Era un arte mortal.

“¡Ni parece un deporte!”, dijo Thor a Feithgold mientras lo seguía en el perímetro de los carriles.

“Porque no lo es”, gritó Feithgold, por encima del ruido de un sonido metálico. “Es un negocio serio, enmascarado como un juego.  La gente muere aquí, todos los días.  Es una batalla.  Tienen suerte los que salen caminando ilesos. Son realmente muy pocos”.

Thor levantó la vista cuando dos caballeros se atacaban entre sí y chocaron a toda velocidad.  Hubo un horrible choque de metal contra metal, después uno de ellos voló de su caballo y cayó de espaldas, a solamente unos metros de distancia de Thor.

La multitud se quedó sin aliento.  El caballero no se movió y Thor vio un pedazo de un eje de madera clavado en sus costillas, perforando su armadura.  Gritó de dolor y la sangre brotaba de su boca.  Varios escuderos corrieron a atenderlo, sacándolo a rastras del campo.  El caballero ganador desfiló lentamente, levantando su lanza ante la ovación de la multitud.

Thor estaba sorprendido. No creía que el deporte fuera así de mortal.

“Lo que hicieron esos muchachos—es ahora tu trabajo”, dijo Feithgold. “Ahora eres un escudero. Mejor dicho, el segundo escudero”.

Se detuvo y se acercó más—tanto, que Thor podía oler su mal aliento.

“Y no lo olvides. Yo le respondo a Erec. Y tú me respondes a mí. Tu trabajo es asistirme. ¿Entendiste?”.

Thor asintió con la cabeza, tratando de digerir todo. Él había imaginado que todo era muy distinto, y aún no sabía exactamente lo que le esperaba. Él podía sentir cuán amenazado por su presencia se sentía Feithgold y sentía que había hecho un enemigo.

“No tengo intenciones de interferir con tu puesto de escudero de Erec”, dijo Thor.

Feithgold soltó una breve carcajada burlona.

“No podrías interferir conmigo, muchacho, aunque lo intentaras. Simplemente mantente fuera de mi camino y haz lo que te ordeno”.

Con eso, Feithgold volteó y se apresuró por una serie de caminos sinuosos, detrás de las cuerdas.  Thor le siguió lo mejor que pudo y pronto se encontró en un laberinto de establos.  Caminó por un pasillo estrecho; a su alrededor había caballos de guerra pavoneándose, escuderos nerviosos cuidándolos. Feithgold dio varios giros y finalmente se detuvo ante un caballo gigante y magnífico. Thor tenía que recuperar el aliento. Apenas podía creer que algo tan grande y hermoso fuera real, mucho menos que estuviera detrás de una valla.  Parecía listo para la guerra.

“Él es Warkfin”, dijo Feithgold. “Es el caballo de Erec. O uno de ellos—es el que él prefiere para las justas. No es una bestia fácil de domar.  Pero Erec lo ha logrado. Abre la puerta”, ordenó Feithgold.

Thor lo miró, desconcertado, y después miró hacia la puerta, tratando de averiguarlo. Dio un paso adelante, jaló una clavija entre los listones, y no pasó nada. Tiró con más fuerza hasta que se movió, y abrió suavemente la puerta de madera.

En el momento en que lo hizo, Warkfin relinchó, se echó hacia atrás y pateó la madera, rozando la punta del dedo de Thor. Thor jaló hacia atrás su mano, llena de dolor.

Feithgold rió.

“Por esto te pedí abrirla. Hazlo más rápido la próxima vez, muchacho. Warkfin no espera a nadie.  Sobre todo a ti”.

 

Thor estaba furioso; Feithgold ya lo estaba sacando de quicio, y no sabía cómo iba a soportarlo.

Rápidamente abrió las puertas de madera; esta vez quitándose del camino de las patas del agitado caballo.

“¿Debo llevarlo afuera?”, preguntó Thor con inquietud, no queriendo agarrar las riendas      mientras Warkfin pateaba y se dejaba guiar.

“Por supuesto que no”, dijo Feithgold. “Ese es mi trabajo. El tuyo es alimentarlo—cuando yo te lo ordene. Y recoger sus excrementos”.

Feithgold agarró las riendas de Warkfin y empezó a guiarlo por los establos. Thor tragó saliva, observando. Este no era el inicio que tenía en mente. Sabía que tenía que empezar en alguna parte, pero esto era denigrante.  Él se había imaginado la guerra y la gloria y el combate, entrenar y competir entre los muchachos de su misma edad.  Nunca se imaginó como un sirviente de honor.  Empezaba a preguntarse si había tomado la decisión correcta.

Finalmente salieron de los establos oscuros hacia la luz brillante del día, de regreso a los carriles de justas. Thor entrecerró los ojos por el cambio, y momentáneamente agobiado por las miles de personas que ovacionaban a los caballeros de oposición cuando se estrellaban unos contra otros.  Nunca había escuchado un ruido de metal así, y la tierra temblaba ante la marcha masiva de los caballos.

A su alrededor había docenas de caballeros y escuderos, preparándose. Los escuderos pulían las armaduras de sus caballeros, engrasaban las armas, revisaban las monturas y las correas y volvían a comprobar las armas cuando los caballeros montaban sus caballos y esperaban a que su nombre fuera llamado.

“¡Elmalkin!”, llamó el presentador.

Era un caballero de una provincia que Thor no reconocía; un tipo robusto, con armadura roja, salió galopando de la puerta. Thor volteó y se quitó del camino justo a tiempo.  El caballero entró por la calle estrecha, y su lanza sacudió el escudo de su rival.  Se oyó un sonido metálico, la lanza del otro caballero le golpeó y Elmalkin salió volando hacia atrás, cayendo de espaldas.  La multitud ovacionó.

Pero Elmalkin inmediatamente cobró fuerza, se puso de pie, dando vueltas y extendiendo una mano hacia su escudero, quien estaba junto a Thor.

“¡Mi maza!”, gritó el caballero.

El escudero que estaba junto a Thor entró en acción, agarrando una maza del estante de armas y corrió hacia el centro del carril. Corrió hacia Elmalkin, pero el otro caballero había dado la vuelta en círculo y estaba atacando de nuevo. Justo antes de que el escudero pusiera la maza en la mano de su maestro, el otro caballero se acercó a ellos. El escudero no alcanzó a Elmalkin a tiempo. El otro caballero bajó su lanza—y al hacerlo, ésta golpeó con fuerza la cabeza del escudero.  El escudero, aturdido por el golpe, se dio la vuelta rápidamente y cayó en el suelo, de bruces.

No se movió. Thor podía ver sangre manando de su cabeza, incluso desde ahí, manchando el suelo.

Thor tragó saliva.

“No es un espectáculo agradable, ¿verdad?”.

Thor volteó a ver a Feithgold que estaba parado junto a él, mirándolo.

“Prepárate, muchacho. Esta es una batalla. Y estamos justo en medio de ella”.

La multitud de repente se quedó en silencio cuando se abrió la vía principal de justas.  Thor podía sentir la expectativa en el aire, cuando las demás justas se detuvieron en espera de ésta.  Por un lado, salió Kendrick, cabalgando en su caballo, con la lanza en la mano.

En el otro extremo, frente a él, caminaba un caballero con la armadura distintiva de los McCloud.

“Los MacGil contra los McCloud”, susurró Feithgold a Thor. “Hemos estado en guerra desde hace mil años.  Y dudo mucho que este partido lo resuelva”.

Cada uno de los caballeros bajó su visera, sonó un cuerno, y con un grito, los dos empezaron el ataque mutuo.

Thor estaba sorprendido por la velocidad que habían alcanzado antes de que, instantes después, chocaran con un gran ruido metálico. Thor casi se lleva las manos a las orejas.  La multitud se quedó sin aliento cuando ambos combatientes cayeron de sus caballos.

Cada uno se puso de pie y tiraron sus cascos, mientras sus escuderos corrieron hacia ellos, entregándoles espadas cortas. Los dos caballeros se enfrentaron con todo lo que tenían. Observar a Kendrick moverse y dar espadazos hipnotizó a Thor: era algo muy bello.  Pero McCloud era un buen guerrero también. Iban adelante y atrás, agotándose mutuamente, sin ceder terreno.

Finalmente sus espadas chocaron en un momento y cada uno derribó la espada del otro de las manos.  Sus escuderos corrieron, con las mazas en la mano, pero cuando Kendrick estiró la mano para tomar su maza, el escudero de McCloud corrió detrás de él y lo golpeó por la espalda con su propia arma; el golpe lo envió al suelo, con el grito de asombro horrorizado de la multitud.

El caballero McCloud sacó su espada, dio un paso adelante y apuntó a la garganta de Kendrick, aplastándolo contra el suelo. A Kendrick no le quedó otra opción.

“¡Admito la derrota!”, gritó él.

Hubo un grito de victoria entre los McCloud—y uno de ira de los MacGil.

“¡Hizo trampa!”, gritaron los MacGil.

“¡Hizo trampa! ¡Hizo trampa!”, se oyeron en coro los gritos de enojo.

La multitud se estaba poniendo cada vez más furiosa y pronto hubo un coro de protestas tal, que la multitud empezó a dispersarse, y ambas partes—los MacGil y los McCloud—comenzaron a acercarse unos a otros, a pie.

“Esto no es bueno”, dijo Feithgold a Thor, mientras estaban en un costado, observando.

Momentos después, la multitud estalló; hubo golpes, y se convirtió en una pelea sin cuartel.  Fue un caos.  Los hombres se movían salvajemente, entrelazados, tirándose mutuamente al suelo. La multitud se incrementó y la pelea amenazó con terminar en una guerra sin cuartel.

Sonó un cuerno y los guardias de ambos lados entraron, logrando separar a la multitud.  Sonó otro cuerno más fuerte, y se hizo el silencio cuando el Rey MacGil se levantó de su trono.

“¡Hoy no habrá escaramuzas!”, dijo con su voz de rey. “No en este día de celebración. ¡Y no en mi Corte!”.

Poco a poco, la multitud se calmó.

“Si este es un concurso que deseaban entre nuestros dos grandes clanes, será decidido por un combatiente, un campeón de cada lado”.

MacGil miró al Rey McCloud, quien estaba sentado en el otro extremo, con su séquito.

“¿De acuerdo?”, gritó MacGil.

McCloud se puso de pie solemnemente.

“¡De acuerdo!”, repitió.

La multitud aplaudió en ambos lados.

“¡Elijan a su mejor hombre!”, gritó MacGil.

“Ya lo tengo”, dijo McCloud.

Del lado de McCloud surgió un caballero formidable, el hombre más grande que Thor había visto en su vida, montado en su caballo.  Parecía una roca, corpulento, con una barba larga y un ceño fruncido que parecía ser permanente.

Thor detectó movimiento junto a él, y a un lado.  Erec se acercó, montando a Warkfin, y avanzó hacia adelante. Thor tragó saliva.  Apenas podía creer lo que estaba sucediendo a su alrededor. Se hinchó de orgullo por Erec.

Después, se llenó de ansiedad, al darse cuenta de que él estaba en servicio.  Después de todo, era un escudero y su caballero estaba a punto de pelear.

“¿Qué hacemos?”, preguntó Thor a Feithgold, de manera apresurada.

“Quédate atrás y haz lo que te diga”, contestó él.

Erec avanzó al carril de justas y los dos caballeros se quedaron ahí, uno frente al otro, con sus caballos pateando, en una tensa espera. El corazón de Thor latía en su pecho aceleradamente, mientras esperaba y observaba.

Sonó un cuerno, y ambos fueron al ataque mutuo.

Thor no podía creer la belleza y gracia de Warkfin—era como mirar un pez saltar del mar.  El otro caballero era enorme, pero Erec era un grácil y elegante combatiente. Se abrió paso, con la cabeza baja, con su armadura de plata ondulada, más pulida que cualquier armadura que hubiera visto en su vida.

Cuando ambos hombres se enfrentaron, Erec sostenía su lanza con perfecta puntería e inclinada a un costado.  Logró golpear al caballero en el centro de su escudo, mientras que a la vez, esquivaba su golpe.