Bicicleta, mon amour

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Bicicleta, mon amour
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Bicicleta, mon amour

Bicicleta, mon amour

Miguel Domínguez




TITULO: Bicicleta, mon amour

AUTOR: Miguel Domínguez, 2020

COMPOSICIÓN: MazingBooks - Optima, cuerpo 11

DISEÑO DE LA PORTADA: MazingBooks©

FOTOGRAFÍA DE LA PORTADA: Aportada por el autor©

FOTOGRAFÍAS INTERIOR: Aportada por el autor©

MAPAS INTERIOR: Trazados por autor sobre mapas Google Maps©

1ª EDICIÓN: diciembre 2020

ISBN: 978-84-18575-50-1

MAZINGBOOKS by HakaBooks

08201 Sabadell - Barcelona

+34 665 77 00 87

www.mazingbooks.com

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Todos los derechos reservados.

A mis tres mujeres preferidas:

Mi madre: por transmitirme el gen bici-viajero.

Mi esposa: por permitirme escapar, de vez en cuando,

para realizar estos viajes.

Mi hija: por marcar para siempre la bici en mi piel

con este tatuaje, que luzco orgulloso,

en mi pantorrilla izquierda.


I

Tras os Montes

15-22 agosto 1990

Mi primer viaje por etapas fue a Oporto, desde Nogarejas, un pueblo de la provincia de León en el límite con la de Zamora, pasando entre las sierras de La Cabrera y de La Culebra, antes de entrar en Portugal por la agreste región de Tras os Montes.

La bici empleada fue una Gacela, de BH, más apropiada para la ciudad, a la que había cambiado el pedalier de dos platos por uno de tres para tener más margen entre el llanear y las cuestas de los alrededores de casa, en Sabadell.

El viaje lo improvisé en el pueblo donde veraneaba, y en él no había tienda para equiparse, por lo que el traje de ciclista fue un chándal de rizo marca vulgaris y una gorra roja, visible desde lejos sí, aunque sin la protección de un casco. Como, al parecer, dijo el fundador de los Juegos Olímpicos modernos, Pierre de Coubertin: “Lo importante es participar, porque, si no participas, no podrás optar a ganar” Muchos no conocen ese lema en su totalidad, dando por bueno solo el hecho de participar, sin más objetivo. En mi caso, el atuendo era lo de menos, lo importante era llegar a Oporto y volver, en bici.

En el porta-bultos llevaba atada una mochila con todo el equipo, poca cosa: un par de mudas por si me pillaba agua, el saco de dormir y la famosa esterilla aislante que, enrollada, sobresale del equipaje de cualquier mochilero. Lo más importante era la tienda canadiense para pernoctar en los campings a lo largo del recorrido. Campings que localicé guiándome por los dibujitos característicos que aparecían en los mapas regionales Michelin, que había utilizado con agrado viajando en coche, antes de la era GPS. Eran (y siguen siendo) muy completos y fiables, aunque tuve que ir improvisando sobre la marcha, pues esta, la marcha, no fue lo rápida que había previsto a causa de la ausencia de letreros indicadores sobre el terreno (o la inexactitud de los mismos cuando sí existían), pero, sobre todo, del mal estado de las carreteras, que en algunos casos eran verdaderos caminos de cabras. Los radios de la pobre gacela, bici de ciudad, no aguantaban tanto traqueteo durante tanto rato seguido.

Ese viaje debía hacerlo en compañía de tres amigos de la bici, que también veraneaban en el citado pueblo, pero que se fueron apeando del proyecto uno tras otro, con excusas muy peregrinas, incumpliendo la promesa hecha al calor de unas cervezas en el bar de Manolo.

El abandono de los colegas no me contrarió demasiado. ¡Mejor solo que mal acompañado! Me dije. Recordaba lo que había padecido durante una salida de dos días, unos cuantos años atrás, cuando fui con un compañero de trabajo y un amigo de este, a presenciar la carrera de resistencia de coches más famosa de la época; las 24 horas de Le Mans. Desde Châteaudun (donde residía entonces), apenas nos separaban cien kilómetros, pero se me hicieron eternos con mis compañeros muy amateurs que se apeaban cada dos por tres para descansar, o cuando una cuesta subía más del 5%.

El día 15 de agosto a las 9 en punto, iniciaba la primera etapa saliendo en solitario de Nogarejas.

El tiempo era excelente y la comarcal en dirección a Puebla de Sanabria, poco transitada. Al atravesar Castrocontrigo, un pueblo mayor y última aglomeración en esa carretera antes de abandonar la provincia de León, tampoco me topé con nadie. La verbena de la noche anterior sería la causa de la ausencia de personal a esa hora mañanera.

Al avistar Quintanilla desde lo alto de la curva justo antes de llegar, parecía un pueblo fantasma. Las casas de piedra con los tejados de pizarra, tenían un aspecto desolador, como en ruinas. Después de cruzar el arroyo, o lo que quiera que fuese aquello que se salvaba por el puente de la carretera (agua no vi), llegué a la aldea. No pude comprobar si estaba en ruinas de verdad, pero la vegetación, que campaba a sus anchas y la ausencia de gente o animales domésticos daba la impresión de que aquel pueblo estaba realmente abandonado.

También me lo pareció Justel, un poco más adelante, pues tampoco me crucé con nadie en sus inmediaciones y el aspecto era similar.

Llegando a Muelas de los Caballeros busqué donde tomar algo caliente porque a pesar del buen tiempo y del pedaleo, por la meseta, a novecientos metros de altitud media, el fresco se hacía notar; pero mi gozo en un pozo. Todo cerrado también en ese pueblo. Ni rastro de personal. Se tomaron en serio la fiesta de la Asunción ¡No trabajaba nadie!

En Palacios de Sanabria, el bar del cruce con la N525 si estaba funcionando y muy concurrido. En él me paré para tomar un refresco; ya se había caldeado el ambiente. Aproveché para llevarme un bocadillo, relleno de tortilla de patata recién hecha que acababan de sacar a la barra, para complementar las viandas que había preparado en casa la noche anterior.

Continué por la Nacional Benavente-Orense, con mucho y rápido tráfico, hasta las inmediaciones de Puebla de Sanabria, pero sin llegar a entrar en la ciudad. Avisté un lugar excelente para comer, al pie de un árbol con buena sombra, en un prado alejado de la ruidosa carretera. Ahí cometí un grave error: comer mucho y beber más de la cuenta. Me sobrevino una somnolencia, que, alimentada por la tranquilidad y el trino de los pajarillos, me indujo a una siesta que me relajó en exceso, tanto, que me costó mucho volver a arrancar.

Al llegar a mitad de camino de la Portilla del Padornelo no tuve más remedio que parar para tomarme un respiro. Con el fuerte viento de cara, y la tripa llena, me fue muy difícil afrontar el ascenso de un tirón.

En esa subida tenía que ir esquivando los muchos residuos que invadían el estrecho arcén. Tuercas, tornillos y piezas varias desprendidas de los vehículos, poco revisados en aquella época, sin olvidar los cristales de botellas, latas y otras guarrerías que la gente tira por las ventanillas sin ningún pudor.

Además, tenía que vigilar a los coches que pasaban rozándome cuando se adelantaban unos a otros, manifestando poco o ningún respeto por el bicikletero que circulaba por el arcén, arcén que dentro del túnel se estrechaba aún más, aumentando el peligro pues no estaba iluminado y pasaban a toda leche. ¡Adrenalina a tope!


Km. 84, portilla de la Canda.

Después de Lubián me pare otra vez antes de emprender la subida a la Portilla de La Canda y, poco antes del túnel, volví a poner pie a tierra al iniciar el paso sobre el largo viaducto. Soplaba un viento fortísimo que me impedía seguir una trayectoria recta por la calzada. Sobre el puente no había arcén, y así, a patita, bien arrimado al quitamiedos, continúe chino chano hasta la boca del segundo y último túnel que me encontré en todo el recorrido.

Poco a poco (muy poco a poco) fui avanzando hasta que al fin llegué a La Agudiña donde me esperaba una sorpresa. ¡El camping estaba a diecisiete kilómetros! Y para más inri ¡en lo alto de un monte! Después de recorrer más de cien y con todo lo que había sufrido por programar mal la comida y descansos, desistí de ir y me alojé en el hostal a pie de carretera.

A pesar del cansancio, no pude dormirme enseguida. Había una puerta que golpeaba sin parar en el bar situado en el bajo. A la una de la madrugada, bajé a quejarme harto de tanto golpe. El bar estaba a rebosar y la puerta era la de la cocina que visitaban sin parar los activos camareros para buscar las tapas que los camioneros, conocedores de su exquisitez, paraban a degustarlas. Se excusaron y a partir de ese momento (se ve que calzaron la dichosa puerta) pude dormir del tirón, tanto, que me desperté a las diez de la mañana.

 

Salida de La Agudiña hacia Verín, jueves 16. Ochenta minutos más tarde ya estaba en el Alto de Fumaces. El descanso nocturno me fue bien, y el desayuno equilibrado antes de salir mejor, aunque, como casi todo el recorrido transcurría de bajada no tuvo mucho mérito.

Después de dejar Verín, sin apenas haberlo visto, continué por la N532 llegando a Feces de Abaixo, parando para comer algo ligero justo antes de entrar en Portugal, en un Snack-bar de los muchos que encontraría en el país vecino.

Ése era de dudosa reputación visto que, al entrar, los parroquianos dejaron de hablar y pasaron a observar descaradamente al forastero que acababa de invadir su chiringuito. ¡Algo relacionado con la cercana frontera tendría que ver! Al rato, al comprobar que el intruso viajaba en bicicleta, hasta entablaron conversación interesándose hacia dónde se dirigía, quizás pensando que la mochila podría servir de mula, ya que insinuaron que no iba del todo llena.

Lo que menos quería era buscarme problemas en aquel tugurio y con aquella gente (y menos aún con los aduaneros), por lo que, aprovechando el alboroto creado por la llegada de un grupo de jubilados, apuré mi consumición y salí pitando sin mirar atrás.


Paso fronterizo de Feces de Abajo.

Al poco llegaba a la raya, que es como llaman a la frontera de un lado y otro de ella. En la aduana, el guardia civil de turno no quería poner el sello en mi libreta de ruta al no ser un documento oficial, pero insistí y al final accedió a ello. Los portugueses no fueron menos y también lo sellaron. Muy majos todos.

Ya en tierras lusas, seguí con viento lateral y poco tráfico hasta llegar a Chaves localizando enseguida el Campismo San Roque, pequeño, pero bien preparado y céntrico, situado a orillas del río Tâmega.

Chaves, ciudad muy comercial, en la que convivían muchos pequeños locales con todo tipo de artículos expuestos en sendas mesas a la puerta, o colgados en la fachada, por lo que era fácil saber qué vendían en cada uno de ellos sin necesidad de letreros que lo anunciasen.

El castillo del siglo IX, muy compacto, situado en lo alto de una colina, da fe de que fue construido como defensa de la villa. Su torre del homenaje alberga un museo histórico-militar inaugurado hacia 1978, después de un largo periodo de restauración del conjunto, pero el monumento que realmente representa a esa villa, y que aparece en su escudo, es su puente romano de finales del siglo primero. Las inscripciones en las dos columnas cilíndricas, a un lado y otro en el centro del viaducto, certifican su construcción durante el reinado del emperador Trajano, siendo el símbolo principal de la villa, desde cuando se denominaba Aquae Flaviae.

Cené en la terraza de un restaurante de la Alameda de Trajano, al pie del puente del mismo nombre. Fue muy buena: sopa de verduras y ternera a la parrilla, crujiente, muy rica, acompañada de arroz, que en Portugal lo preparan de múltiples maneras y todas buenas. A pesar de la insistencia del hombre que me sirvió para que terminase los platos que, según él, me hacían buena falta para mover mi máquina, no pude finiquitarlos.

Regresé al camping para dejar la bici constatando que se había llenado de turistas extranjeros, incluidos los otros ibéricos. Tras ello, emprendí un paseo a pie por los alrededores para conocer mejor la villa y digerir la copiosa cena antes de ir a dormir.

Salida de Chaves a las 8h. Después de pasar por el parque del castillo, siguiendo el consejo del recepcionista del camping. Desde lo alto, se puede ver la ciudad y la campiña circundante casi a vuelo de pájaro. Tras disfrutar de la panorámica, continué por una carretera muy sinuosa, verdadera montaña rusa, por suerte sin viento. Parada en el Alto do Rabagao a repostar agua de una fuente que vi anunciada, aprovechando para regalarme la vista con el valle a mis pies.

Por esos montes portugueses, vi cómo habían mejorado con la explotación de los pinos resineros. (Siempre nos darán lecciones nuestros vecinos lusos). Para recoger la resina que supuran los árboles, por las “heridas” infringidas, habían acoplando unas bolsas de material soluble en el proceso de obtención de la colofonia que, una vez llenas, tiraban tal cual al bidón de recogida. Ese producto final era muy empleado el siglo pasado en la industria cosmética, química e incluso de automoción (neumáticos). En Nogarejas y alrededores usaban unos recipientes de barro, con formas muy diversas, siempre cóncavas, que dificultaba el vaciado de la resina pegajosa para pasarla al bidón de transporte a la fábrica. Esa operación se efectuaba con una especie de cuchillo plano, nada adaptado a la forma del recipiente que, además de perder tiempo, nunca aprovechabas todo el producto pegajoso. Fue una actividad muy importante que aportó mucho a las arcas de los pueblos con monte resinero. Tanto, que los que trabajaron en ello, como mi suegro, tuvieron una buena pensión gracias a la “caja” que se creó para tal fin. La pensión por campesino, agricultor o cualquier otro trabajo relacionado con el campo ¡de donde comemos todos! No daba ni para pipas.

En 2019, me consta que se vuelve a retomar la explotación de los pinos resineros, aunque de manera muy tímida, por esos emprendedores que no quieren abandonar sus pueblos. En Nogarejas tienen un museo dedicado a esa actividad: Centro de Interpretación de La Resina, que vale la pena visitar.

Entre los puntos kilométricos 115 y 100, la N103 estaba en obras. Un verdadero pedregal, con trozos de varios kilómetros solo de tierra. Allí me encontré con unos turistas holandeses* que arrastraban una de esas caravanas redonditas, pequeña. Parados, miraban un mapa sobre el capó del coche, no sabiendo si seguir o dar la vuelta al ver el estado de la vía.

Me preguntaron algo que intuí se refería a la carretera, pues lo hicieron en su lengua (pensarían que, al ir en bici, también sería holandés), pero al constatar que no les había entendido lo hicieron en inglés, eso sí, muy des-pa-ci-to (qué manía tenemos cuando nos dirigimos a alguien que no habla nuestro idioma, de hablarles despacio y gritando).

En vista de la escasa comunicación lingüística y al estar tan sorprendido con las obras como ellos, alcé los hombros mostrándoles que no sabía qué decir, cosa que sí entendieron. Yo, como podía circular por el arcén de tierra más compactada, seguí camino. Los rubios de rostro pálido, allí se quedaron sopesando la decisión de seguir o no.

En 2020 se sustituyó la denominación de Holanda por la de Países Bajos, por lo que en mi historia debería decir “unos turistas neerlandeses”.

Cuando acabó la zona de obras casi que fue peor. El arcén era de adoquines irregulares y la calzada con muchos baches, pero sobre todo muchos coches, por lo que no tenía más remedio que seguir por el minúsculo e inhóspito arcén, sufriendo la rotura de varios radios de la pobre gacela, y del trasero de quien la cabalgaba.


Km. 258, pantano en el río Cávado.

Llegando a Venda Nova, paré para comer algo de fruta y sustituir los radios rotos en un taller en el que me atendieron enseguida y muy bien. Era uno de esos mecánicos rurales que arreglan de todo y, aunque la estancia estaba muy revuelta, llena de trastos, sabía dónde encontrar cada cosa, además, el hombre no paraba de preguntarme sobre el viaje al mismo tiempo que reparaba la rueda casi sin mirar. ¡Un manitas!

Saliendo del pueblo, cuando pasaba delante de la última casa, un perro enorme que estaba tumbado en el porche empezó a perseguirme ladrando. Al ver que se acercaba con intenciones poco amistosas, sin pararme, extraje la bomba plateada que llevaba adosada al cuadro amenazándole con ella. Qué razón tiene el dicho: perro ladrador poco mordedor, todo lo que tenía de grande lo tenía de temeroso pues, al ver como crecía el hinchador (que se abrió y destelló al blandirlo), se sorprendió tanto que marchó chillando en dirección contraria con el rabo entre las patas, perdiéndose entre los huertos que bordeaban la carretera.

Seguí mi camino hasta que llegué al segundo pantano, el del río Cávado, donde pude apreciar otra panorámica boscosa que, desde lo alto, se precipitaba hasta tocar las aguas del lago artificial en el fondo del valle.

Dato curioso. Paré a unos veinticinco kilómetros antes de Braga, en otro Snack bar a pie de carretera para refrescarme por dentro y por fuera. Al pedir la cuenta, con un billete de quinientos escudos (2,5€) en la mano, no me hacían caso. Me miraban, se miraban entre ellos (camareros y parroquianos) comentando no sé qué, pero no me decían nada. La pedí varias veces sin resultado y al ver que me ignoraban, opté por marchar a ver si al verme salir se decidían. Estuve en el exterior colocando las cosas en la bici con mucha parsimonia, pero como no salió nadie a reclamar me largué. Miré por el retrovisor bastante rato, por si al final se habían decidido a cobrarme, pero no. Todavía hoy no comprendo su actitud.

¡Al fin apareció el campismo de Braga! Los últimos catorce kilómetros, rodando sobre una calzada de adoquines, con alguna que otra zona alquitranada... No me extrañó que los comercios de la zona (casi todos de muebles) se denominasen: Roma, Ben Hur o Emperador, pues la N103 se asemejaba más a una calzada romana del siglo primero que a una carretera de finales del XX.

Ya duchado, aseado y mi carpa montada, me fui a telefonear a casa y en busca de tiendas. El Isostar se acababa y todavía quedaban muchos kilómetros por recorrer.

Regresé de compras con menú muy variado en la bolsa: pan, sardinas en aceite, salchichas de Frankfurt, patatas chips (muy buenas) queso Camembert (también excelente) agua y cerveza. Tras su ingesta, paseé un rato para digerirlo todo.

El Parque Campismo da Câmara Municipal de Braga (abreviando: Camping Municipal) estaba muy bien: piscina, duchas calientes, bar, mini-mini tienda (sería por el hiper tan cercano) y cómo no, ¡los otros ibéricos dando la nota, como casi siempre! Los niños gritando y los mayores diciéndoles cariñitos como ¡cállate ca..ón! o ¡estate quieto hijop..a! Menos mal que la mayoría de los campistas eran galos y los españolitos copiaron sus buenos modales.

La noche se anunciaba tranquila, no como la anterior que, al levantarse un fuerte vendaval que meneaba todo, unido al ruido de los chopos a orillas del río, alertó a varios campistas que salieron para afianzar los vientos de sus tiendas, despertando a los que sí habíamos sido previsores fijándolos bien. En Braga la noche fue serena, sin aire y los robles, pinos o acacias que poblaban el recinto, poco ruidosos de por sí, permitieron dormir en silencio a todo el mundo. Los niños se portaron bien. ¡No nos levantamos excrementados!

Salida del camping de Braga en busca de un taller. La burra tenía más radios rotos. Abandoné Braga dos horas más tarde por la N14, una carretera mala, con muchas cuestas, cortas pero muy pendientes, y un tráfico infernal. Los coches adelantaban de cualquier forma, y ninguna legal. No aparté un ojo del retrovisor hasta llegar al campismo de Prelada, en Matosinhos, a pocos kilómetros al norte de Oporto, hacia donde salí de visita después de instalarme.

En Portugal conocían poco el alquitrán en aquella época, pero eran expertos en adoquines: pequeños y grandes. Blancos para los pasos de peatones, negros para las paradas del bus, marrones para los tranvías. ¡Una verdadera gozada para ir en bicicleta! Aunque reconozco que son visibles, decorativos y duraderos. No les afecta ni el calor ni el frío. Además, con ellos recrean unos dibujos muy majos, con adoquincitos blancos y negros, que adornan las aceras y que no he visto en ningún sitio más.

Al fin llegué al océano. La playa de Matosinhos estaba muy concurrida. Siguiendo mi costumbre de mojarme siempre que llego a un lugar costero, aunque solo sean los pies, decidí darme un chapuzón de cuerpo entero pues la temperatura ambiente era buena. Para ello escogí un sitio de difícil acceso, entre rocas, dejando la bici segura al estar cerca del agua y lejos del paseo por donde deambulaba el personal. El agua estaba muy fría, mejor dicho, helada, pero medicinal. ¡Tenía algas para dar y tomar! Menos mal que el sol pegaba fuerte y me repuse enseguida al salir.

 

Me llamó mucho la atención la gran cantidad de casetas de baño con sus cortinas a rayas blancas y rojas, o azules, que estaban tan de moda allá por los años del charlestón. Los bañistas lucían bañadores casi de la misma época, contrastando con los turistas en biquini o en topless.


Oporto. Castelo do Queijo y barco hundido

Comí en un chiringuito un bocata un tanto raro, aunque muy bueno. Bollo de pan tipo hamburguesa, pero XXL y semidulce. Dos salchichas enormes y una loncha de jamón york, también talla grande, rellenaban aquel sanduíche.

En Oporto, tuve la ocasión de ver sus iglesias con las características fachadas de azulejos, el parque da Boavista, con un monumento conmemorativo a los héroes caídos durante la invasión napoleónica (una columna cilíndrica con el león luso aplastando al águila galo, representados en lo alto) y su puente D’Arrábida, de un solo arco, último viaducto en salvar al Duero antes de que se diluya en el océano.


Oporto, Glorieta Joao VI.

De regreso, me paré en otro chiringuito del paseo marítimo, poco antes de llegar al camping, para tomar una cena caliente y abundante. Había que reponer fuerzas pues la etapa siguiente se anunciaba larga. Me atendieron muy bien unos simpáticos camareros que bromeaban con todo el mundo, como lo suelen hacer los chicos con sensibilidad especial que han salido del armario.

En el camping me sorprendió la verbena que tenían montada unos compatriotas. Tres jóvenes parejas, sentadas alrededor de una hoguera, cantaban a coro acompañados por la guitarra que tocaba con destreza una de las chicas. La melodía me engancho enseguida, sonaba muy bien, sin estridencias. La luz del fuego hacía que las sombras de los cantores, proyectadas en el suelo, oscilasen, dando la impresión por momentos que también seguían el compás de la música. Tumbado en la hierba, estuve escuchando un buen rato, hasta que apareció un vigilante que les hizo apagar la lumbre, provocando que también apagasen sus voces.

La etapa del día, a pesar de ser corta, fue mala por el calor excesivo al salir muy tarde de Braga. Nadie quería arreglarme la bici. En un taller accedieron a que me la arreglase yo mismo usando todas sus herramientas y materiales. Solo me pidieron doscientos escudos por todo lo usado. Lástima de energías perdidas fuera de los pedales, aunque el contacto con los oriundos fue mayor, que de eso se trata al viajar: conocer las gentes y costumbres por donde pasas, no solamente hacerse la foto con los monumentos de fondo para justificar el paso por el lugar.

Gracias a la serenata que me regalaron los madrileños, el día acabó mejor que había empezado y, como también se fueron a dormir pronto, pude descansar. ¡Tudo bem!

Salida de Matosinhos con viento. ¡Qué subida! Y como no podía ser menos, con adoquines durante más de veinte kilómetros del recorrido que transcurría por una gran zona urbana muy concurrida. En el norte de Portugal las poblaciones están esparcidas por el monte (y sus casas, más dispersas si cabe). Al tocarse unas localidades con otras parecía que no dejases nunca la ciudad.


Km. 420, Penafiel en fiestas, adoquines incluidos.

Parada y ligero almuerzo antes de seguir subiendo a Penafiel, que estaba en fiestas. Por ese motivo desviaban el tráfico por otro camino, sí, camino, no carretera y con un desnivel que hasta los coches subían con dificultad, como un BMW con muchos caballos (según su denominación extra larga incrustada en el maletero), que lo hizo en primera. El último tramo lo recorrí a pie empujando la bici hasta la N15, en lo alto de la villa.

Al llegar a Amârante desistí de seguir hasta Vila Real como previsto y me quedé en el campismo. Entre los desvíos y las pausas para saborear las visitas ya eran las tres de la tarde. Mañana más, pensé.

Una vez instalado me propuse ir a comer, pero al llegar a la cantina del recinto, tenían en marcha un banquete y no me querían servir. El padrino de los novios, pues era una boda lo que allí se festejaba, les dijo que uno más no se notaría. Me hicieron un sitio, separando a dos comensales, en aquella larga mesa que habían montado con tableros y caballetes, pero muy bien adornada y mejor surtida. Allí, sentado sobre una caja de cervezas, puesta de canto, comí tan ricamente como un invitado más. Eso es la hospitalidad de la gente humilde. ¡Vivan los novios!

Después de la siesta de rigor, cuando marchaba de visita al pueblo, antes de salir del recinto encontré un gentío que se chapuzaba en un remanso del río Tâmega. Allá que me fui también. El agua estaba estupenda, digna de cualquier playa con bandera azul. Además de la buena temperatura, el agua estaba limpísima, no como en el Mediterráneo que parece una sopa, caliente y con tropezones. Fue muy relajante. Después, seguí hasta el pueblo para telefonear a casa y curiosear.

La Villa de Amârante fue una de tantas donde los lusos e ingleses (entonces aliados) dieron caña al ejército de Napoleón, allá por 1809, aunque al final, los invasores consiguieron entrar por el puente que defendían los portugueses, que aún sigue en pie. ¡Y qué pie! En el de la ribera derecha construyeron el convento de Sao Gonçalo.

Terminé la visita en la terraza de un local del centro comercial, desde la que se podía contemplar gran parte de la villa, degustando una pizza al tiempo que observaba a extranjeros y autóctonos deambulando entre los numerosos puestos y comercios de una plaza cercana, a los pies, antes de regresar al campamento.

Una tarde completa: baño fluvial, baño cultural y baño de masas. Con tanto baño, esa noche dormiría como un bebé.

Salida de Amarante a las 8h. Tras desayunar en la terraza del bar al pie del puente (el snack-cantina del camping estaba cerrado). El día amaneció con neblina, excelente para la bici, buena temperatura y sin sol que molestase.

La N15, poco transitada y muy poco cuidada, a juzgar por los tramos con ramas y tierra en la calzada, debido casi seguro a las tormentas que se desataban por las tardes. Esa carretera discurría por el bosque dando muchas vueltas, además de los continuos cambios de rasante, siempre subiendo. No habían allanado nada el terreno para su construcción. Parecía que el asfalto lo hubiesen colocado, desenrollándolo tal cual, como si de una alfombra se tratase.

Los motoristas, verdaderos acróbatas. No era extraño ver a toda una familia de tres o cuatro miembros en la misma moto. Los críos muy pequeños, a caballo sobre el depósito de gasolina, sin más protección ni seguridad que los brazos del que conducía. Además, casi siempre bajaban las pendientes con el motor parado. También me encontré un coche bajando en punto muerto, con el consiguiente sobresalto al no oírlo llegar y encontrarme con él en plena curva.

Llegando a la Pousada do Marao, cerrada, aproveché para descansar y apreciar con calma la vista del valle por el que había iniciado la subida atravesando el bosque que lo cubría todo, antes de culminar un poco más arriba, en el Alto do Marao, a (1025m) donde se inicia el descenso hacia Vila Real.

En esa bajada me siguió un coche con matrícula inglesa durante bastante rato hasta que, cansado de tenerlo a la zaga, les hice señas para que pasasen. Es cuando me percaté que me estaban grabando con una de aquellas cámaras enormes. Sería por lo graciosa que estaba la mochila, tiesa, atada al porta-bultos con las eslingas amarillas tan vistosas, o quizás por la velocidad a la que la bici tomaba las curvas. Cuando al fin pasaron delante, les alcanzaba al llegar a los virajes en horquilla.

Parada en Vila Real para comer. El dueño del restaurante me invitó a guardar la bici en su garaje (seguía la tónica del buen trato), pues amenazaba lluvia que no acababa de descargar. Ya hacía rato que el trueno se dejaba oír.

Llegué a Mirandela con restos de agua por doquier. Algunos de ellos ocupaban la calzada de acera a acera.

El camping estaba a cuatro kilómetros, pero esta vez no había monte y fue un paseo llegar. Sorprendía la hierba seca a pesar de las intensas lluvias de esos días en la zona. El último aguacero dejó encharcado el recinto y había provocado la no potabilidad del agua de boca. Al quejarme, me aplicaron 35% de descuento (el que no llora no mama). Me dio de sobras para comprar agua embotellada. Buenas vibraciones.

Cuando estaba cenando en el Snack-bar, me extrañó ver a Ramón García en la TV con aquel programa concurso de pueblos contra pueblos. El camarero me aclaró que cogían muy bien la TVE. En esas estaba cuando me pilló el primer chaparrón del viaje. Me quedé viendo a Ramonchu y sus vaquillas hasta que escampó, saboreando una copa de Fim do Século (aguardiente añejo dorado), bueno para el corazón, según mi médico de cabecera, a quien sigo escrupulosamente sus consejos.