Recorridos por el blanco y negro de la música.

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Recorridos por el blanco y negro de la música.
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© Fernando Díez de Urdanivia Serrano

Primera edición: 2010

ISBN libro impreso: 978-607-00-3615-6

ISBN libro electrónico: 978-607-8427-10-9

Biblioteca Musical Mínima

Director de la colección:

Fernando Díez de Urdanivia

Diseño y cuidado de la edición:

Carmen Bermejo

Editor:

LUZAM

Río Lerma No. 260

Col. Vistahermosa

62290 Cuernavaca, Mor.

Tel. (777) 315-4022

discosluzam@gmail.com

www.luzam.com.mx

Impreso y hecho en México

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio. Se autorizan breves citas en artículos y comentarios bibliográficos, periodísticos, radiofónicos y televisivos, dando al autor el crédito correspondiente.

Recorridos por

el blanco y negro de la música

Cuentos

145 páginas de 14 x 20.5 cms

Vol. 5 de la Biblioteca Musical Mínima

Presentación de

Manuel Naredo

BIBLIOTECA MUSICAL MÍNIMA

5

Recorridos por el Blanco y Negro de la Música

MARTA GARCÍA RENART


Acerca de la Autora

Marta García Renart ha seguido caminos que se unen al conjuro de un espíritu para el que música y familia, docencia y letras podrán diferenciarse en sus formas, pero nunca en la esencia. Educada dentro de una estirpe catalana, su formación incipiente con Francisco Agea y Pedro Michaca floreció después con Rudolf Serkin.

Su carrera, que pudo apuntar hacia el concertismo convencional del piano, se abrió en un abanico que abarcaba la dirección coral y las clases; música de cámara y apariciones como solista. Tocada por el estro creativo, una de sus más recientes producciones pisa los terrenos de la escena con la ópera mínima de bolsillo La olla de las once orejas, que muestra su inventiva sonora y su capacidad para usar la palabra como elemento multiexpresivo, al amparo de dos voces femeninas, una flauta, un piano, un trombón y una guitarra.

Radicada en Querétaro, trotamundos que pasea su mensaje por todos los ámbitos, y en todos deja un remanente saludable forjado de presencia musical y humana, la Marta García Renart que aquí leemos no es la que hubiésemos conocido hace cuarenta años, pero tampoco deja de serlo. El blanco y el negro del que habla la autora, mucho más que el de un teclado del piano, es el de una intensa vida.

F. D.U.

Agradecimientos

Cada palabra se nutre de lo que somos y vivimos. El agradecimiento es por todo aquello que me ha rodeado desde el 23 de noviembre de 1942, el día que nací en la Ciudad de México. Pero el entusiasmo de Fernando Díez de Urdanivia y Carmen Bermejo hicieron que me atreviera a compartirlo con ustedes. Hay demasiadas disgregaciones, demasiadas omisiones. Pero todavía hay mucho por andar y paciencia para hacerlo.

Dedico estos momentos a Mara, Cora y Marco, lo mejor que me ha pasado en la vida.

Presentación

Llevo años de conocerla y de admirarla. De saberla conocedora de la escena y experta en ese mundo que entre teclas blancas y negras envuelve al mundo de belleza.

Llevo años de quererla. No por su capacidad profesional indiscutible, sino sobre todo por esa su desbordante vida interior y esa su honestidad absoluta y sin concesiones, que la hacen distinta, única, en un mundo que parece haber olvidado la interioridad y donde la honestidad es tan escasa que acaba por no ser bien vista.

Marta García Renart me sorprende ahora con su pluma. Me sorprende, y como es su costumbre, me conmueve.

Leerla es mirar al mundo desde esa perspectiva única e insustituible que tiene su alma. Es apreciar de pronto, abruptamente, la diferencia entre quien puede preguntar a alguien que toma pastillas para el corazón sobre sus males cardiacos, o quien inquiere un “¿cuántas veces te lo han roto?”.

Marta logra ver a su alrededor, más allá de lo que los ojos sin vista admiran, infinidad de detalles, de mensajes y colores que la vida regala todos los días, lo mismo frente al mar de Tampico, que en la lejanía de la Sierra Gorda queretana, que en un autobús rodando en un largo viaje a Nueva York.

Es una vida que se descubre entre perros y gatos, medida por lustros o por lunas, aderezada con humor, sustentada con espíritu. Una vida descubierta entre relatos, con recuerdos donde se igualan los dolores más profundos con las anécdotas cotidianas, a semejanza de esa misma vida.

“Han pasado casi cuarenta años de ese día de julio y la sigo añorando en cada pedazo de piel”, escribe Marta sobre la muerte de su madre, pero también recuerda cómo otro día, con lentes oscuros y acompañada del fiel Skilos fue confundida con ciega al cruzar la calle en pleno zócalo de la capital del país.

Ella es capaz de colocar el acento no en la experiencia del terremoto del 57, sino en la coladera de la azotea de su casa; de hacernos querer a Clara mientras la observamos, triste y desamparada, en cualquier esquina; de sentir el movimiento del cuerpo en homenaje a su padre muerto; de creer sin reservas la visita de su madre ausente sin más testigos que Yumare, su perra…

Todos hechos sencillos, anécdotas cotidianas, vivencias de todos los días, que nos hacen revalorar la existencia. ¿De cuántas cosas nos hemos perdido, me pregunto hoy, por la tonta necedad de ver la vida como dicen que es, y no como la pueden descubrir los ojos penetrantes de Marta García Renart?

Leer sus recuerdos, adentrarse en su intimidad, gozar de los muchos detalles que han envuelto su vida, es como, de pronto y finalmente, cerrar la puerta de ese exterior contaminado de vilezas y abrazar sin reparos ese frondoso árbol que aún debería vivir en nuestro jardín interior.

Manuel Naredo

La foto

Otra vez vuelves a garrapatear una lista. Quieres empezar a poner orden en tus pendientes y proyectos en este cuaderno recién comprado. ¡Qué ilusa eres! Tu voracidad me cansa. Estornudas y de inmediato te contestas “salud-gracias-de-nada”.

Junto al refrigerador hay un clavo del que cuelga una tabla tamaño carta. Aprisionadas por un clip muy grande, más de cincuenta hojas. Todas las hojas ya tienen historias por un lado: listas para el mercado, partituras, anotaciones de juegos, ejercicios literarios, pesos en kilos y gramos de los nueve perros y siete gatos con la dosis exacta para sus desparasitaciones, recortes de periódicos que no quiero olvidar. Como siempre, tienes prisa para anotar lo que en ese momento te parece perfectamente claro y mueves las hojas buscando la más pulcra. En el jaloneo sale el clavo de la madera y se desabrocha el clip. En desordenada cascada cae el montón de hojas tapizando una buena parte del piso de la cocina. Parece mentira que a tus bien cumplidos sesenta no te comportes como una adulta mesurada. Los perros lo toman a juego y van dejando sus huellas al derecho y al revés de las hojas. Y, ¡claro!, ahora esos papeles tienen un valor agregado; pasarán a sobrevivir como improntas especialísimas en ese revoltijo mordido por el gran clip de latón casi oxidado.

¿Y sabes por qué tienes ese caos en la casa? Porque todo lo que ha sido vivido por los tuyos merece seguir viviendo ahí por siempre. Y me pregunto, cuando ya estoy tranquila, acostada, esperando que me aturda el sueño, ¿qué harán tus pobres hijos cuando ya no estés? Me temo que les habrás heredado la manía de no tirar la taza con la jirafa esmaltada que te regaló Paloma; las rosas resecas descansando en las ramas exuberantes del laurel; la playera minúscula con la que enamoraste a su padre; los dibujos del 10 de mayo; el suéter que tejió la Iaia para Mara, que se lo heredó a Cora, que se lo heredó a Marco.

Me adormilo mecida por nostalgias. Con los ojos cerrados oigo la puerta de la jaula del Nataju. ¿Habrá regresado? Abro los ojos y la plata lunar me baña. Ahí, en ese otro mundo al que partiste, ¿te llegará esta paz cósmica? En la estela nos podríamos fundir, mi salvaje sabio, mi sabio salvaje.

Empieza el alba y el sol traga la noche. Se mete por la ventana para arrancarme las sábanas. ¿Y ahora qué vas a hacer? Te vistes de prisa y corres a la parada del autobús que te llevará al supermercado. Y no me digas que vas por leche y pan dulce. Eso, ni tú te lo crees. En el supermercado la sección de papelería es extensa. Se puede tomar, dejar, retomar y hojear infinitos cuadernos pequeños, grandes, de formas francesa, italiana, a rayas, blancos o de cuadrícula pequeña. Nadie presiona para acelerar el proceso de elección. Mis ojos caen sobre una libreta. Es la idónea. Lo bastante pequeña para llevarla a todas partes, lo suficientemente gruesa para anotar desde una palabra tan especial como melancolía, hasta llenarla de recordatorios, esbozos de relatos, nombres posibles que podrían usar animales recién llegados a la casa, mejoras sustanciales a los planes políticos para la nación, el teléfono de un almacén para manufactura de vitrales… En la última lista de la tercera hoja de la libreta idónea comprada en el supermercado, apenas hace un par de semanas, apuntaste diecisiete pendientes. Entre ellos, y en total desequilibrio, el recado vacaciones junto al mar. ¿El mar? Oír totalmente hipnotizada una y otra vez el rumor sordo del mar trepado en las olas ordenadas en el caos. Quieres volver a ver, como en esa tarde lejana en las playas de Nayarit, un cebú enorme caminando con ancestral parsimonia, mientras con su cola espanta sin prisa los insectos que se le encaraman en el lomo. Ver el sol mojándose su calor anaranjado.

 

Y ahora, ¿por qué no dejas de moverte? Ya sé que sólo te quedas quieta, o eso ansías, cada vez que por fin vaciaste las cenizas del cenicero, lavaste los platos de la comida y acomodaste de regreso el mantel en el armario. Es el mantel de siempre, el de cuadros rojos con rayas azules. O el otro, el de cuadros azules con rayas rojas. Estos mismos manteles acompañaron hace más de cincuenta años las comidas familiares en la casa-granja. A veces recibía los platos con paella que se empezaba a hacer desde la mañana en un vértigo de ingredientes y aromas. A veces unos pobres pichones a las hierbas finas me atormentaban con su pequeñez desnuda. Los hilos de los manteles se habían tramado y urdido a partir de unos carretes acomodados formalmente por colores y matices. Eran de la fábrica La Carolina de tu papá. ¿Ya viste? El mantel de hoy está desgarrado en un extremo por el juego de Nataju. Es un rectángulo que casi se ha vuelto un rombo. El mantel ahora vive con otra dieta y casi desconoce la carne. Se colma de salsas y ensaladas.

Sacudo el mantel y queda al descubierto la mesa que también te ha acompañado por muchos años. Más de treinta. Cuando la compraste olía a pino entintado con petróleo. En esta mesa se han escapado colores de crayola de los trazos de tus hijos, se han definido amistades y discutido esencias existenciales. Más de una vez ha servido de mesa quirúrgica para emergencias veterinarias y está mojada en su alma por los caballitos de tequila que se le han derramado. Ahora puedes buscar tu revista de crucigramas y seguir resolviendo encrucijadas. Afilo el lápiz que me regala su origen arbóreo. En la mano izquierda cobijo la goma de borrar. Dicen que es un ejercicio mental excelente. Puedo sentir cómo salta una línea de pensamiento a otra, deshaciendo la maraña de cables. Estoy sentada, sí, pero la cabeza me salta de “parte de un todo que se ha de distribuir” a “una cadena montañosa de los Balcanes”. La tarde pardea la estancia y vuelve más madera el café de la mesa. La mano me pide que detenga el vértigo desbocado de la escritura y al levantar la vista veo, a través de la ventana en arco, que se ha quedado otra vez a medio abrir la puerta del Nataju. ¿Nataju? ¿Sabrán quién fuiste? Prefiero que hurguen en mis papeles y fotos y te encuentren en ellos. Ahora, y en esta luz, sólo quiero recordar tus ojos en medio del antifaz y tus manos de seda acariciando grietas sobre el piso y ojales en la pared. ¿Se quedó la puerta abierta para seguirte esperando? Mejor iré a cerrarla para que te contenga tu jaula y no se escape tu aguacate, ni el agua de tu bandeja.

¿Recuerdas cuando en uno de tus torbellinos al mediodía alborotaste tú también la tabla tamaño carta junto al refrigerador pendiente de un clavo? Por ahí se había estacionado una foto desubicada. La miraste y quisiste entenderla. Me veo en esa foto y sé que soy yo porque siempre lo he sido en esa foto. Te han dicho que esa cara redonda, con el pelo café amaestrado por un pequeño moño que esconde un pasador es Marta. De la sonrisa a medio hacer se escapa un par de hileras de dientes. No están todos. Al centro se asoma una ventanita oscura porque ya perdiste dos incisivos de leche. ¿Por qué les dirán “dientes de leche” si están cubiertos de marfil? La leche bronca que tomabas de las ordeñas recientes te bañaba la boca y, tal vez, guardaba su huella. Tu primer diente en caer fue después de un empujón sin malicia que te dio tu hermano Luis. ¿Recuerdas? Estaban jugando a las escondidillas y para evitar ser atrapada por él, tropezaste con su codo. Después, en un descuido corriste hacia un closet casi vacío. Era la cueva perfecta para desaparecer cuerpos y sofocar risas nerviosas. Dentro del closet oscuro, sin una rendija para alinear la luz, te acuclillaste pegada al rincón, alerta, ansiando que se abriera la puerta para ser descubierta. En la espera, con el corazón exaltado, de seguro recorriste con la lengua esa caverna húmeda al sentir el gusto dulzón de la sangre. Te sorprendió encontrarte con un pedazo firme, como una pequeña piedra en un plato de lentejas. Esa lengua se sorprendió también al sentir en el vacío de tu hilera de dientes, una sierra minúscula que delataba el brote nuevo del diente por venir. Me imagino que toda tú no habrás sabido qué hacer. Tu corazón oscilaba entre el placer del juego escondido y el temor de estar sumergida en la tinta negra del espacio. Era tan totalmente negro que no podías ver ni tu propia mano levantada ante un par de ojos atónitos. No importaba cuánto abrías las cuencas de los ojos. No veías nada aunque los abrieras cada vez más. Y ese sabor dulzón inquietado por una lengua que pasaba y repasaba la nueva manera de la boca. Esos latidos a flor de piel estaban secundados por el repiqueteo cantarín de un juego de ping-pong. En ese closet donde estabas sin verte se guardaban la red, raquetas, y pelotas. Esperabas y no tenías miedo. Esperabas y sentías cómo la lengua se raspaba en canales. Las risas y gritos del juego guardaban las puertas de tu castillo.

La foto es en blancos, grises y negros, pero no puedo dejar de verte con tu vestido azul añil y una cenefa pequeña de flores bordadas en rojo sangre como cuando se muerde una granada. Cubriendo un poco los hombros, hasta el principio de los brazos, un bolero de paño rojo granate. Recuerdo bien que fue tomada el día que cumpliste seis años, dos meses antes de que naciera tu hermana Laura.

Hoy volviste a ver la foto, casi sesenta años después y en mi boca se dibuja esa misma sonrisa en enigma. Todavía no he aprendido a ver mis manos en la oscuridad.

Leonardo Velázquez1

1949

La secundaria estaba instalada en el mismo edificio que el Conservatorio Nacional de Música, ahí donde las vías no cruzaban todavía el Anillo Periférico. El tren se entretenía arrimando a un lado el zacate y espantando bicicletas, queriéndoles ganar el derecho de paso. La construcción estaba hecha para aguantar las corretizas de los muchachos que subían a tomar una clase de chelo o bajaban tarareando las lecciones de solfeo, sin olvidar nunca en esos trayectos una ocurrencia, como ensartar toda una caja de popotes de papel, transportando toda la muchachada del Primero de Secundaria el tubo infinitamente largo y liviano, esquivando maestros cansados de dar clases.

Pero entre el caos que ocupaba grandes salas, brotaron compromisos y realidades. Mi hermano Luis, gran promotor de los ríos de popotes nadando por los aires gélidos, se convirtió en violonchelista de gran renombre. Leonardo, un año mayor que él, llegado desde Oaxaca, montado en persistencia y talento, transformó su lenguaje indígena en obras musicales.

Recuerdo que en ese año, o el siguiente, mi hermano Luis ganó una beca por excelencia musical. Llegó a casa y lo anunció con todo el orgullo que le daban sus 13, 14 años. ¡Doscientos pesos por talentoso! Mi padre, con la sonrisa escondida tras su bigote, le pidió que le cediera el premio a Leonardo: “A ti no te falta el dinero y Leonardo viene de lejos y lo necesita más que tú”.

1951

Un domingo en nuestra casa-granja. En el jardín, un montón de compañeros jugando bádminton, equipos de seis en cada lado de la red, correteaban tras el gallito, acariciando perros, comiendo paella, riendo en todas direcciones bajo el sol. José Luis Sosa, cargando en brazos a mi hermana Laura de dos años, que se le deshacía en coqueterías. Leonardo, pausado, ocultando desde siempre su mirada atrás de vidrios gruesos atrapados en un armazón y la sonrisa enorme, siempre presente, aun cuando no estuviese de acuerdo. Observador de tez morena.

1967

A mi regreso de Estados Unidos, con el corazón roto por el amor y extraditada por mi mala-buena conducta política, llegué a casa con una carrera por empezar y sin un trabajo que me diera seguridad. Leonardo ya tenía en esa época mucho trabajo como compositor y maestro. Me ofreció sus clases de música en la Escuela Nacional de Danza. A él le faltaba tiempo y a mí me sobraban incertidumbres. Se había casado con la bailarina Carmen Castro y tenían dos hijos: Adrián y Gabriel. A las pocas semanas los conocí a todos y empecé a darle clases de piano a Adrián, apenas cumplidos sus seis años. Adrián llegó a la clase envuelto en aromas masculinos. Se había casi acabado la loción de su padre. Al nacer mi hija Mara en 1973, le desbordó la ternura.

1977

Estando embarazada de Cora, toqué varias veces su concierto para piano, metales y percusiones, musicalizando una puesta en escena de Ballet Nacional. Lo había estrenado yo misma en 1972 con la Sinfónica Nacional.

1982

Adrián había decidido un poco antes dedicarse casi completamente a la Arqueología, dejando que la música le revoloteara en tramos.

Esperando que empezara una función de Danza, estamos ellos, los Velázquez-Castro y los García Renart, tomando el sol alagartijados sobre el pasto. Marco, de casi dos años, experto en la materia del gateo, no había dado nunca un paso. Entre nuestras bromas pastoriles, con la seriedad que sólo es creíble a los dos años, Marco alargó su manita a Leonardo, e incorporándose, caminó con seguridad y sin titubeos.

1985

El 19 de Septiembre Carmen desaparece engullida por el terremoto en uno de los edificios de Tlaltelolco.

1986

Sigo estrenando varias de las obras de Leonardo. En un arrebato de soledades, quiere fundir su vida con la mía. Nos distanciamos. Poco tiempo después nos encaminamos los García Renart a Querétaro. Las distancias las acorta Adrián que nos viene a visitar con frecuencia. Adrián y yo preparamos recitales de piano a cuatro manos, descubriendo recovecos en notas y silencios. En la tarde nos escapamos al cine, Adrián, mis hijos y yo, a ver cualquier programa doble.

2004, l9 de julio

Leonardo murió hoy en las aguas caribeñas de Cuba.

Toccata

Los papeles son de un amarillo quemado por los años. En su encierro, la humedad los ha recubierto con un olor dulzón, indefinido, casi líquido.

Leonardo me entregó la partitura en su escaso departamento de la colonia Balbuena, ensordecido por las llegadas y partidas de los aviones del aeropuerto tan cercano. Ese día conocí a sus dos hijos Adrián y Gabriel y a su magnífica esposa Carmen, bailarina extraordinaria.

A Leonardo lo conocía desde los años 50, cuando él era estudiante del Conservatorio Nacional de Música y compañero de mi hermano Luis.

Por la tarde tomamos café reunidos en la sala. El espacio estaba lleno de juguetes, libros, papel pautado, mallas, zapatillas, pasadores, lápices de colores y gomas para borrar descuidos. A la mesa humilde le habían reservado un pedazo para las tazas con sus platos, la azucarera y la leche. Gabriel gateaba con soltura subiendo y bajando cualquier silla, robando la atención de Carmen. Adrián, ya desde entonces lleno de seriedad ante la vida, compartía con solemnidad sus seis años; mostraba con orgullo y complicidad unos dibujos recién trazados. El departamento estaba ocupado por todo en cada rincón. La luz del exterior no entraba por falta de ojos en las paredes. Un foco central iluminaba la estancia. Reímos, cavilamos, y cuando parecía que se nos acababan las palabras, brotaban los recuerdos íntimos.

Casi al momento de irme, Leonardo se acercó a una pila de partituras y me entregó la Toccata. La dedicatoria me obligó, en cuanto llegué a mi departamento, a empezarle a descifrar sus giros rítmicos y armónicos. Era tremendamente difícil, pero tan hipnótica en sus quiebros y requiebros, que se me volvió una obsesión. La estudié cada día durante meses. Primero muy despacio como si tuviera entre las piernas un caballo brioso que quisiera liberarse en un galope infinito y yo jalando las riendas, para enseñarme a depurar trotes y saltos.

La primera vez que pude soltar la Toccata ante el público fue en el departamento de mi tía Angelina. Mi Padre, que había oído mis balbuceos, no la pudo oír formalmente. En agosto de ese año no resistió más la muerte de mi Madre y siguió sus pasos. Leonardo estuvo presente en la audición y después de sus expresiones de aprobación momentánea, nos dispusimos a trabajarla con detenimiento.

No sé cuantas veces la llegué a tocar en público. Fueron varios años de incluirla en los programas, hasta hacerla casi mía. Pero nunca dejó de darme coces en los lugares más inesperados, retándome la memoria y la agilidad de los dedos aun cuando la idea, la obra salida de los caminos creativos de Leonardo, nunca tuvo problemas con mi entendimiento y con mi corazón.

 

Después de varios años de olvido he retomado la Toccata. En cada nota, en cada frase, recuerdo al amigo que acaba de acallar su voz ante el mar de Varadero, en el azul turquesa del Caribe Cubano, envuelto entre sus espumas y el sol en caída vertical.

Mamá, ¿de dónde son los cantantes?

El pájaro enorme se va acercando a la pista. Los dientes apretados cuadran la mandíbula y casi reconocen el sabor a fierro enterrado entre tuercas y tornillos. Los oídos quieren cerrarse al estruendo, pero la necesidad de tragar saliva los mantiene desconfiados y alertas a cualquier variante. Los ojos morbosos acortan los últimos metros tratando de borrar los últimos segundos. Una sacudida, una patinada. Las ruedas tensas salidas de su propio vientre quieren atenuar el golpe y lo van logrando con velocidades inhumanas, emborronando árboles lejanos. En esta carrera loca se desliza la vorágine del atardecer por una ventanilla escueta. Entre el miedo se me cuelan las lágrimas y el corazón a punto de estallar. Ahora ya se ha detenido el pájaro y el silencio cae de una sola vez. El bullicio vacuo lo corta en pedazos y el parloteo despeinado me sacude. Me escapo de la silla que me tenía atrapada y casi olvido recoger mi alma espantada.

Le abren una puerta por un costado y de sus entrañas vamos saliendo en fila. Al pie de la escalerilla me envuelve por primera vez el aire tibio y espeso de una tarde en La Habana. Las piernas van recobrando su firmeza y obligo a la cordura olvidar el viaje de regreso en 10 días. Los ojos quieren abarcarlo todo y la piel abierta recibe la humedad salada.

“Mamá, ¿y de dónde son los cantantes?” En medio de la sala de espera un coro mixto hace brotar por cada cuerpo sus melodías entrelazadas al son de los brazos cortos y expresivos de su directora. Digna Guerra se llama esta mujer pequeñita y de contradictoria dulzura.

El tiempo deja sus urgencias y me dejo sedar por los encantos del sol crepuscular. Tengo diez días para beberme La Habana entera.

Bodil

Agosto de 1969. Día 19 para precisar. Fui a la clase de danza contemporánea de Bodil Henkel como todos los días de ese año 1969. Bodil, bailarina danesa y pareja esencial de Xavier Francis. Bodil tenía la palidez característica de la gente nórdica y Xavier el negro ébano de sus ancestros africanos. Se habían conocido en México hacía más de treinta años y sus mismas búsquedas estéticas los habían amarrado en sus danzas. La primera vez que los vi en el escenario bailaron El Advenimiento de la Luz y yo tenía ocho años. Recuerdo que no entendí la abstracción de la coreografía pero los enlaces y desenlaces de sus cuerpos contrastados me atraparon el ojo y el alma hasta dejarme sin aliento. Los cuerpos se complementaban en necesidades y desafíos. Imaginé que eran mutaciones de sombras en luces, pieles de marfil enredados en ébanos lustrosos.

Pero regreso al 19 de agosto de 1969 cuando ya tenía 26 años y la danza era mi propia necesidad y desafío.

La clase empezaba a las ocho de la mañana en la Escuela Nacional de Danza. Siempre llegaba temprano para oler los eucaliptos que rodeaban a la escuela y para calentar y estirar un poco el cuerpo en ese espacio enorme, gélido. La luz matinal entraba por el friso de ventanas encaramadas en las paredes hasta unirse con el techo. La duela de madera pulida esperaba.

A las ocho en punto empezaba Bodil a poner ejercicios y secuencias, acompañando el ritmo vital de cada paso con un pequeño tambor que sostenía con la mano izquierda. Los golpes de la baqueta sostenida en su mano derecha entrelazaban pulsos cosiendo con hilos invisibles los músculos, las tensiones y las pasiones. Sus clases estaban estructuradas de tal manera que con la semilla del primer movimiento podía intuirse el bosque futuro de enramadas en brazos, torsos y piernas.

Sus clases eran apasionantes para mí. Pero ese 19 de agosto de 1969 mi cuerpo tenía una responsabilidad única. El alargamiento del pie hasta llegar al centro mismo del cuerpo gritaba en silencio mi razón de ser.

Al terminar la clase, Bodil se me acercó y me dijo que nunca había visto tanta expresividad y desesperación en mis movimientos. Lo dijo con su voz ronca de siempre y por primera vez conmovida. Me acurruqué en su abrazo y le dije, toda rota por dentro, que el día anterior había enterrado a mi Padre. Sólo había querido hacerlo bailar a él en cada una de las células que me había heredado.

Bodil no supo qué responder. Sólo pudo ofrecerme un cigarro como un acto comunitario, como si lo hubiera aprendido de los indios americanos. Una gran pipa fumada en sus rituales entrañables, en silencios, en sabidurías.

Ése fue el primer cigarro de mi vida.

El closet

Abrí el closet para buscar, como siempre en el último momento, bajo un tropel de segundos que parecían correr cada vez más de prisa, el vestido largo que debía ponerme o enfundarme más bien, para ir a dar un concierto. Lo buscaba a tientas, ya que el foco se había fundido justo al prenderlo, arrojando en una explosión instantánea, todo su poder lumínico de 100 watts.

No tenía ni el tiempo, ni la cabeza para reemplazarlo, así que me dispuse a recorrer con la mano, acariciando faldas, blusas, batas y abrigos, empujando de tres en tres, de cinco en dos, sin orden ni cordura, la colección de perchas que los mantenían en su sitio de espera.

Ahí debería de estar colgado el vestido cubierto de lentejuelas en tantos tonos de verde como pavo real irisado, largo hasta el piso, con la espalda descubierta y una tajada casi desde la cintura para mostrar la pierna derecha al caminar, el que más de una vez me acompañó a desquiciar corazones.

Las puntas de los dedos hormigueaban en anticipaciones, pero se distraían en la rudeza de la mezclilla obrera, la cursilería de la bata de franela suave de ositos dormilones estampados, las sedas de las blusas de mi tía Angelina que yo conservaba con terquedad desde su muerte, por si un día se me antojaba vivir en su piel. El ruido de los ganchos, a diestra y siniestra, sólo escondían cuerpos ausentes. El olor a polvo me hizo estornudar varias veces y los malditos segundos se negaban a detener.

Oí a lo lejos la bocina de un carro. El taxi solicitado para mi transporte había llegado, desatando con su insistencia todas las posibilidades de ladridos caninos: el que aúlla, el que gime, el que muerde amenazador sus propios gruñidos.

—¡Ya voy! —pienso—. ¡Ya voooy! —grito desde el fondo del closet, regresándose en tumbos los “ya” y los “voy”. Y sigo sobando frenéticamente, suplicando texturas brillantes de colores verdosos. Es que tiene que ser ese vestido y no otro, en éste ya me había presentido en la duermevela. ¿Cuándo sentiré en la caricia la amabilidad de las lentejuelas cuando baje la mano del escote al pie, y lo indómito cuando la regrese a contrapelo de los pies al escote?

Más bocinazos, jaloneos de la campana, ladridos redondos, cuadrados y en serpentinas taladrantes...

Mi mano se hiela ante un porta-trajes de plástico casi pegado a la pared izquierda del closet.

—¡Claro! —me digo, mientras busco a tientas el inicio de la cremallera. Descorro con torpeza, atropellando dientes, de arriba abajo. Debería haber sopesado la bolsa antes y me habría ahorrado el desencanto. Al meter la mano en el interior de la bolsa, sólo encontré un gancho burlonamente vacío.

Ese día cambié para siempre mis atuendos concertantes. Los huipiles oaxaqueños, a veces con unos tenis chinos, me acompañarán hasta el final de los días de mis andanzas musicales.

Relatos de un viaje

Mi lengua materna es el catalán, aquella con el que cuento las pisadas al subir y bajar escaleras, los chícharos al pelarlos, y en el que las groserías brotan con naturalidad. Aprendí el español con mi nana Juliana a los tres años y en los primeros pasos por la escuela. A la hora del recreo se me develaron las magias de “Doña Blanca”. No entendí qué era un “jicotillo” ni la soledad de Doña Blanca por estar cubierta de pilares de oro y plata. Las palabras adquirieron su calidad de códigos ocultos. He tratado de recordar mis improntas primarias en el taller de creación literaria y hurgo en mi español con afán y disciplina. Pero el inglés que me formó de los 16 a los 24 años construye las ideas con la claridad necesaria, aun si lo hablo con el acento peculiar de quien no ha querido ser devorado por el idioma. El catalán me remite al seno familiar; el español me abre los caminos; el inglés me asegura las ideas.

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