Buch lesen: «Envolturas»
Envolturas
Fernández, Mario Martín
ISBN: 978-84-19198-28-0
1ª edición, noviembre de 2020.
Dibujo de portada: Ernesto Martín Fernández (CURRO).
Editorial Autografía
Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona
www.autografia.es
Reservados todos los derechos.
Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.
Índice
ENVOLTURAS
LEANDRO
VENANCIA
SERVANDO, HERMANO DE ÚRSULA
DIONISIO, EL HIJO DEL HERRERO
DON RODRIGO, PADRE DE BELINDA
AMIGO
MARÍA
DON AQUILINO, PADRE DE SILVERIO.
LA SEÑORA FELICIDAD….
La primera vez que conocí al autor de la presente novela era día de boda. Se hizo enseguida con el desgobierno de nuestra mesa de invitados. Pronto descubrí que, a su lado, todos los días son fiesta; ingeniero en neologismos, siempre tiene los ojos a punto de travesura y ejerce de farandulero a tiempo completo.
Pero, por encima de todo, presenta dos cualidades que hacen posible este cuento: aún en vena la savia de su pueblo natal, la localidad española con mayor número de talentos por kilómetro cuadrado, y la sensibilidad por el dolor ajeno.
Como sus quintos, Mario asistió a los últimos coletazos del servicio militar obligatorio. Podría atormentarnos con historias de la mili; sin embargo, prefiere empezar “en mi pueblo una vez...” Posee enquistada la querencia por la piedra, el viento, la forja, el barro, y pastorea el jardín de su casa con pulso firme de manos artesanas.
Como todo hombre de bien, se conduele de la extinción del colobo rojo, de la inconsistencia en el sabor de los tomates, de las tribulaciones del alma.
Y así ha parido Envolturas.
El libro camina, sin prisa, en un momento indeterminado de la posguerra entre senderos sellados por el instinto de supervivencia.
A los secretos que esconden, les preceden siempre olores: La atmósfera agria en el hospicio de soledades, desde el que el protagonista intuye el mundo; el heno sofocante para el establo, el vaho a leche podrida del queso cerca de las riveras, el guiso de níscalos sobre el trébede del hogar... Tantos vapores no son casualidad, pues Mario suele consignar la realidad en términos de aromas y tufillos. Su anterior relato, Olores, es un buen ejemplo.
Envolturas es, más que otra cosa, un verso encadenado sobre la luz que desprenden sus personajes alrededor de Leandro, el silencioso y atormentado protagonista cuya maldición solo descubre lo que todos, ya antes, llevaban dentro.
Por todo ello, así en lo humano como en lo literario, agradecemos a Mario que los días descariñados se compensen con chascarrillos y, con Envolturas, que siembre de pasados la tierra deshabitada de nuestra memoria.
(Nuria Alda López)
ENVOLTURAS
La madrugada le sorprendió vestida para la fiesta;
con las manos ensortijadas con perlas de rocío buscó el cartón de vino,
apuró el último trago, y siguió soñando.
Para Nieves y Héctor, por desnudarme.
A mi madre, Felicidad, y a mi padre, Daniel, por vestirme.
A mis hermanos Curro y Jaime y a mi hermana Ana, por
compartir mis envolturas.
La casa apareció ante Leandro patas arriba, envuelta en una bruma temblorosa y desprendiendo fulgores de otro mundo. El burro le había traído balanceándose de un lado a otro por los apuros del terreno, a lo largo de un camino que discurría sin prisa, estrecho y tortuoso, por laderas de frondosos pinares. Servando caminaba unas veces delante tirando del ramal, y otras detrás, arreando al burro con manotazos en el lomo. Había tenido el detalle de atar al muchacho boca abajo sobre el aparejo para que no se cayera, ya que este había venido inconsciente todo el viaje.
Cuando pararon delante de la casa, Leandro se despabiló muy descompuesto, no pudiendo evitar un vómito de protesta. Servando le miró con desagrado, arrugó el morro asomando los paletos abandonados al sarro y silbó aguzado. Al momento apareció un perro corriendo desmañado, pues solo tenía tres patas; miró a su amo y dijo “guau”, pidiendo permiso. Servando consintió con la cabeza. El perro olisqueó el suelo debajo de la cabeza de Leandro y lo dejó limpio de protestas. Luego su amo le dijo: “¡Anda con él Perro Malo!”, y éste se lio a lametones con la cara de Leandro, con meticulosa devoción. Servando se reía con tal holgura que el muchacho se sintió un comediante involuntario, e incluso agradecido de tener la cara limpia cuando apareció su tía, abriéndose paso entre relumbrones de sol de poniente, rebotando en hojalatas y somieres que emperifollaban la cerca de madera que rodeaba la casa.
Venancia venía también renqueando con un costurón en la pierna. El cepo para bestias que la mordió en la noche de bodas, lo colocó Servando entre las sábanas de franela, recién lavadas con jabón de sosa y perfumadas con golpes de cantueso en flor para la ocasión. Su recién estrenado marido colgó las sábanas ensangrentadas enfrente de casa, para que todo el mundo las viera, y acallar así las habladurías malintencionadas y burlonas referidas a la virginidad de su recién estrenada esposa. Nadie lo puso en duda, ni siquiera el que encontró entre el estiércol que le había vendido el padre de Venancia, antes de que ésta se desposara, lo que no se pudieron comer los cerdos: un pequeño cráneo con las fontanelas abiertas fruto de las entrañas de su hija. Todos dieron por bueno el cuento del “perro malo” que, ofuscado por el olor a sangre desflorada, mordió a Venancia mientras esta lavaba en el rio las sábanas de la consumación, que hubieran coloreado las aguas con hilillos de púrpura sumisión.
“Ojo por ojo”, respondía ceremonioso Servando cuando le preguntaban la razón de haberle cortado al perro una pata.
“¿Qué te parece el mozo?”.- Venancia permanecía inmóvil mirando desde muy adentro a Leandro.
—“¿Está vivo?”_ dijo Venancia con poco entusiasmo y arrastrando las palabras, como si algo tirara de su lengua hacia dentro.
—”¡ Hay que joderse con la señoritanga , tó le parece poco! .Anda tira pa la cuadra y prepárale la suit”- dijo malhumorado y amenazante Servando.
Su esposa obedeció con la expresión disecada; hacía tiempo que había dejado de estar viva.
—”¡ Y tú, tira detrás de ella”!- Le ordenó a Leandro, desatándole del burro. Al desmontar, el muchacho apenas se tenía en pie y la claridad del mundo le cegaba. Siguió a su tía tambaleándose, encorvado y sujetándose el pecho con las dos manos. El sol se acostaba en la ancha espalda de Venáncia, y allí también dejó Leandro que su sombra descansara.
LEANDRO
“Mi madre deseaba que naciera envuelto en un sudario. Yo, chapoteando en el útero, en un fluido viscoso de levadura de cerveza ipa, la oía runrunear: “No se mueve, puede que esté muerto”.
Sentía sus temblorosas manos sobre la panza preñada, temerosa de un latido, de un respingo. Y yo me hacía el muerto, para contentar sus miedos, para que así, cuando naciera, me quisiera un poquito por haberle dado una pequeña esperanza. Este deseo o necesidad de pasar desapercibido, de no ser escuchado, debió causar en mí organismo una avería, un descontento por mi intento de negación que envenenó de alguna manera mí ser racional y con ello el vehículo que lo hace más evidente: la palabra.
Yo creo que no era deseado porque el marido de mi madre no tuvo ningún contacto con ella en año y pico, y claro, no podía ser. Anduvo por ahí perdido, escondido, porque había auscultado muy a menudo y en profundidad a una paciente pubescente que luego se quedó preñada. Regresó un mes antes de que mi madre me pariera, que según decían estaba más guapa que nunca y que, justo cuando sonó el timbre de la puerta y vio la silueta de su esposo echando humo a través de la mosquitera de la ventana, se le vinieron encima mil achaques y dos mil arrugas y ya no volvió a sonreír nunca y me odio un poco más.
Cuando nací era la viva imagen de mi padre, el vecino de al lado, un señor solitario de mirada triste, pero que andaba muy tieso porque aún no le había invadido la melancolía. De un día para otro se marchó acompañado de un camión de mudanzas, abrumado por los agasajos del marido de mi madre; pero, a pesar del disgusto, se fue andando muy estirado pues el miedo le hacía estar alerta. El regalo que más le abrumó y que le empujó a la rendición, fue un perro que se encontró en el sobrado de su casa con las tripas fuera. Los aullidos del pobre animal y una coreografía de buitres que sobrevolaban la casa, estimulados por el hedor a vísceras que ya había contaminado las cortinas y cubrecamas de los hogares y adulterado las fragancias de los jazmines, estremeció los miedos del vecindario e hizo invencible al de mi padre biológico.
Los primeros olores que respiré en el nuevo mundo fueron el del yodo y el pis. Me alegré al comprobar que el que olía así era el marido de mi madre y que no era el olor de esta extraña atmósfera .Enseguida, el maloliente ginecólogo, mordió con acierto el único nexo que he tenido con mi madre, mientras me sujetaba de los tobillos boca abajo, y me lanzo por la ventana. Fui a caer encima de una montonera de hojas secas, mullidas y crujientes. Mis dos hermanos jugaban en el jardín. El mayor se acercó a ver lo que se removía y gemía entre la hojarasca muerta.
—“ Buha, qué asco…que se calle…tá to lleno de babas y pellejos…rata paría..¡ Qué se calle!- dijo mi hermano mayor.
Mi hermano pequeño, que se mantenía apartado, me tiró una piedra, con tan buena puntería que le acertó a nuestro hermano mayor en un ojo y le dejó tuerto veintisiete años. Mientras uno gritaba con entusiasmo al pequeño le entró una congoja que daba lástima y entre balbuceos le dijo al hermano mayor: “¡No me mires así, casio sin querer!”. El otro sujetaba con una mano el ojo derecho que colgaba desahuciado de su cuenca.
El marido de mi madre, al oír la escandalera, vino a ver qué pasaba y probablemente a estrangularme, pues traía entre las manos, sujetándolo de aquella manera, mi cordón umbilical, pero apareció de repente un señor muy enfadado con una escopeta en la mano diciendo algo de su hija y del padre de mis hermanos.
A pesar del alboroto podía oír los ronquidos que procedían del cuarto de baño donde, tirada en el suelo sobre un batiburrillo de sangre y otros líquidos sin nombre, mi madre dormía a pierna suelta. Se despertó en el hospital totalmente viuda. Yo estaba acostadito a su lado, en mi cunita, todo limpio y rosado, mirándola con ojos amorosos. Ella también intentó mirarme, con una fingida ternura, con un puñal en el pecho, bizca y con un tic nervioso en sus ojos a causa del esfuerzo. Me partía el corazón verla así y quise animarla. Le dije “engué”, y ella rompió a llorar con tan sincera amargura que la habitación se quedó para siempre desamparada e inútil; para olvidar su existencia hubo que tapiar la puerta y también la ventana por la que se arrojó mi madre que, destrozada sobre la acera, aún tuvo tiempo de llevarse el índice a los labios para mandarme callar. Me propuse desde entonces mantener mi boca en silencio, no tanto por respetar la última voluntad de mi madre, sino porque había comprobado que los aires de mi voz penetraban en la médula de la reflexión de todos aquellos que la oían, derribando los contravientos más sólidos y egocéntricos, revolviendo las entendederas con argumentos irrebatibles y dolorosos.
***
Sin chistar al orfanato. Mi nuevo hogar fomentaba la autonomía y forjaba el carácter. Cada cual a su manera y condicionado por la calidad de su fibra. En mi caso era de índole de supervivencia, atributo que se daba de sopapos con mis pocas ganas de estar vivo.
A los pocos meses de estar allí aprendí a controlar mis evacuaciones para que coincidieran con el único cambio de pañal que realizaban a última hora de la tarde. Como el biberón era más bien escaso y poco frecuente no fue tarea difícil controlar mis esfínteres. Mi compañero de cesto, sin embargo, estaba todo el día hecho unos zorros y quejándose sin parar. Yo dominaba la técnica connatural de mantener la calma y también mi responsabilidad de permanecer en silencio, y no era partícipe de la algarabía que provocaba la afortunadamente infrecuente aparición de nuestra cuidadora, que entraba en la sala como un ciclón dejando desolación a su paso. Mi templanza no se acaloraba ni siquiera cuando mi compañero se metía el dedo gordo de mi pie en la boca y lo chupeteaba y lo mordía con las encías, apurado por el hambre. Mi dedo, con el tiempo, adquirió tal flacidez que se le desprendió la uña, que el otro tragó con avidez, quedándosele atascada en la laringe y asfixiándolo. Pude, entonces, dormir a pierna suelta.
El tiempo pasaba desabrido, indiferente a la rutina que le confería, sin embargo, su esencia. Nada perturbaba mi indolencia, libre de pensamientos triviales o metafísicos; como una planta en una maceta abandonada en un rincón, apenas nutrida por un rayo de sol y un hálito de lluvia, oculta a las miradas, con la tranquilidad de no ser juzgada por su belleza o desaliño, casi inexistente.
Una mañana incolora de soberbia y apreciada insipidez, el ambiente se malogró con la visita de una pareja que ya pasaba la media vida. La cuidadora puso en sus brazos temblorosos un bebé monísimo y desaseado .Este se agarró fuerte y con ansia al pecho palpitante de sus padres adoptivos. Un olor desconocido para mí surgió de aquella escena: una pestilencia de amor. Se lo llevaron.
Temí que algún día pudiera ocurrirme lo mismo, pero las noches siguieron pariendo días exactos y mi espíritu se fue serenando, y ya no sufría esa desazón cada vez que algún visitante nos incomodaba con su pestilente presencia. Nadie me quería, ni siquiera se fijaban en mí: ¿Quién se iba a encariñar de un niño con la mirada escondida y una boca inexpresiva, habiendo allí tal montonera de ojos con destellos de zozobrante anhelo y otras tantas boquitas con sonrisas ensayadas?
Puede que la Tierra hubiera dado un par de vueltas o tres al Sol desde mi lóbrego alumbramiento, cuando mi pequeño cuerpo se puso en pie y comenzó a corretear de aquí para allá como un robot con pilas alcalinas y una guindilla en el culo. Ese ímpetu de lo novedoso y lo tardío se frenó en seco con un sopapo descomunal de nuestra sufrida cuidadora. A partir de entonces aminoré la marcha, inspeccionando con calma mi pequeño mundo que de repente había enanchado y alargado. La gran sala estaba ocupada por veintisiete canastos y cunas y treintainueve criaturitas a cual más desamparadas y cochinas. Se ve que nuestra sacrificada nodriza no daba abasto. Mi estrenada autonomía y las necesidades de mis compañeros, despertó en mí una conciencia de grupo, de clan, un talante de compañerismo. Y sin más, me dediqué en cuerpo y alma a su cuidado.
Me llevé más de un pescozón de nuestra desconcertada cancerbera, pero viendo que yo insistía y, sobre todo, que me daba buena maña en el aseo de los chiquillos, terminó por dejarme a mi aire y solo entraba en el barracón para traerme un carro lleno de pañales, un caldero con agua y unos trapos recortados de alguna sábana veterana. La perspicaz niñera, comprobando que aún me sobraba tiempo, me asignó también la tarea de alimentar a los pequeños.
Y así gobernaba yo mi feudo, como un rey que ama a su pueblo, solícito a las necesidades de la corte y manteniendo al rebaño en paz y en perfecto estado de revista para los malolientes pastores adoptivos, que inquietaban al ganado con su índice escogedor, pito- pito- gorgorito….Ellos, que contaminaban nuestro aire con su pestilencia, se tapaban la boca y la nariz con las manos como si allí hubiera virus transmisores de la soledad y el abandono.
Alcahuetes de otro mundo eran también los ventanucos que había en una de las paredes, mirándonos desde fuera con cristales de una cuarta y legañas de polvo remoto, donde repicaba la lluvia de Abril mil veces y aires destemplados hacían tiritar los cansados vidrios con ráfagas de cuentos de miedo, y por donde algún rayo de sol se filtraba mortecino, dibujando deslucidos arcoíris en los pises del suelo. Hacia esos ventanucos alzaba yo a mis camaradas, a la caza de vitamina D, escasa en nuestro organismo, pues nadie salía nunca de allí a no ser que fuera señalado por el dedo del padrinazgo. A los elegidos les veía marchar sin más emoción que la que pueda sentir un poyo de granito, asiento de culos anónimos, dejándome tan solo efímeros olores de su casual presencia. Ni una lágrima temblorosa en la despedida, ni una mirada de agradecimiento. Así debía ser y así era. Los que no eran seleccionados por la ventura y se les ponía el culo demasiado gordo para tan pequeño asiento, eran trasladados a otro edificio donde mohínos mancebos se atusaban los incipientes bigotes, anuncio de un futuro borroso, y que se vislumbraba ya sombrío para otros zagales de pelo en pecho. Yo con el tiempo anduve a la zaga de los bigotones, aunque no tenía ni un pelo en la cara. La centinela de la pubertad y del mínimo esfuerzo valoró con gran acierto el que yo me quedara donde estaba.
En fin, así realizaba yo mis labores, con eficacia y aplicación, sin que se manifestara en mi conciencia ningún apego, de modo que mi espíritu no se perturbaba ante cualquier lamentable suceso. Como el que acaeció a un niñito que había nacido, creo yo, con el don del equilibrio entre cuerpo y alma. Ejercitaba esa virtud con oscilaciones adelante y atrás de cintura para arriba y siempre sentado en el camastro, del que no se había bajado nunca. El vaivén era suave y armonioso, solo al alcance de mentes en expansión, más allá de las limitaciones que los científicos exponen en conferencias con láminas a todo color de nuestro laberíntico cerebro. Un mediodía, mientras le daba de comer unas puches verdes (plato estrella del menú), cesó de pronto en su balanceo emitiendo un gemido burbujeante, mientras su cuerpo convulsionaba y su cara se ponía del color de la comida. Finalmente un silbido sordo salió de su boca retorcida y cayó muerto hacia atrás. Nuestra abnegada cuidadora se puso contenta al recuperar, de la garganta del pequeño místico, el anillo que había perdido la cocinera el día anterior.
Y así fueron pasando los días, agrupándose cada vez más deprisa en años. Es el tiempo, que parece que está quieto de lo deprisa que anda, animado por la perspectiva que conceden los días mellizos y llanos. Pues andaba yo por esas latitudes, una noche cualquiera, soñando que se me abría una puerta de par en par, por la que entraba una luz tan limpia y repleta de anuncios de amplitud y diversidad que se me envenenó el despertar. Mi tranquilo discurrir se atenazó con la sospecha de que algún día tuviera que salir de aquella habitación, en cuya medida me sentía como un pez en una pecera: libre de libertad.
La pesadilla se hizo realidad aquella misma tarde, cuando nuestra emprendedora veladora me invitó a salir al patio, porque según ella me lo merecía. Yo no sabía lo que era un “patio”, pero sí que estaba más allá de la puerta y eso ya le quitaba mucho atractivo. Ella intentó animarme diciéndome que fuera me esperaba alguien, y eso hizo que ni siquiera sintiera curiosidad. Ante mi aturullada negativa la pobre mujer no tuvo más remedio que cogerme amablemente del brazo y arrastrarme por el suelo al que yo intentaba agarrarme con uñas y dientes. Un paleto se me quedó acuñando una baldosa. Al trasponer el umbral me deslumbró un claror que creí celestial, pero enseguida sentí la tierra dura y desamparada, hastiada de pasos que no iban a ninguna parte, metiéndose entre mis uñas. Me quedé tumbado boca abajo, resoplando babas de impotencia. Mi guía espiritual se marchó y me dejó a la intemperie. Levanté tímidamente la cabeza y eché un vistazo somero. Una figura turbia avanzaba hacia mí entre volutas de polvo; tras ella, unos altos muros de hormigón oxidado apenas dejaban imaginar otra existencia. Entonces lo reconocí: era mi hermano, el tuerto. Se quedó parado delante de mí echando humo por las narices. Me animó a incorporarme. Primero con palabras de aliento:
“¡O te levantas o te reviento!”
Y luego pasando de las palabras a los hechos. Lo que más me dolió no fue la patada en el estómago, ni siquiera la patada en la cara, sino que se alejara de mí sin cumplir su palabra. Le hice saber de mi descontento lanzándole un escupitajo a la nuca, un batiburrillo de saliva, tierra y sangre. Le vi darse la vuelta envuelto en un ciclón de furia. Su único ojo brillaba como cruzado por un rayo; en la cuenca donde tuviera el otro palpitaban pellejos colgantes. Empezó a cumplir su palabra. Quizás porque hubiera sido un trofeo ganado sin esfuerzo, más parecido a una donación, la muerte se fue otra vez de vacío, pues la entrometida cuidadora hizo volar por los aires, contaminados con olor a sangre y silbidos de tendones descompuestos, a mi hermano, que se fue a dar de bruces contra el muro; luego se arrastró hasta el barracón de los de pelo en pecho, farfullando maldiciones entrecortadas por toses de dolor.
Mi protectora improcedente recogió el escombro de mi cuerpo con sus manazas, con la misma delicadeza que una pala excavadora. Mi organismo crujió con un acorde desafinado de huesos rotos al caer desordenado en el camastro, no más confortable que una lancha de granito, con enormes chichones apelmazados de pises y sudores añejos.
En mi convalecencia estuve bastante quejica y no supe estar a la altura de las circunstancias. Mis tremendos dolores y mi centrifugada fiebre no eran excusa para mi desánimo y mi mal humor. No le regalé ni media sonrisa a mi enfermera, mi polivalente cuidadora, que no sé cómo se las arreglaba para dedicarme un par de minutos al día, como si no tuviera otra cosa que hacer. Con mis compañeros tampoco fui muy amable, pues cuando empezaron a hurgar en mis heridas y a arrancarme las costras para comérselas, no se me ocurrió otra cosa que, henchido del egoísmo de los Dioses, pedirles, con un susurro suplicante, que pararan. El veneno de mi voz. El come-come de las seseras.
Hasta los que no sabían ni siquiera gatear se las apañaron para apretujarse junto a los demás en el rincón más alejado de mí, y desde allí me regalaron un espectacular llanto de orfeón, tan sobrecogedor que la cuidadora, sin haber puesto los dos pies dentro del auditorio, se fue espantada en busca de ayuda.
Los últimos días de mi reinado los pasé exiliado en un cuartucho donde no cabían más que mi camastro y un cubo de latón que no sabía para lo que era. No sé cuánto tiempo estuve convaleciente. Teniendo en cuenta que la enfermera, la cuidadora heterogénea, vino a verme de refilón veintitrés veces, podrían ser veintitrés días. Aunque yo creo que esta cadencia a veces se alargaba o es que a mí se me hacía eterna, desorientado por mi malestar. En cualquier caso, aprendí a convivir con mi sufrimiento en un estado de silencio y quietud tal, que muchas veces la cuidadora me dio por felizmente muerto. Un día, por fin, pude levantarme del lodazal en el que se había convertido mi cama y darle uso al cubo de latón: me alegró el hacer mis evacuaciones lejos de mi cuerpo. Aunque me dolía bastante el pecho, ya que la última patada que me dio mi hermano estuvo muy acertada y puede que me rompiera alguna costilla, en general estaba bastante aceptable: era hora de recuperar mi reino.
No era un cetro lo que empuñaba la cuidadora en su manaza, sino una enorme jeringuilla que me clavó en el brazo sin mediar palabra y sin subirme la manga.
Cuando recobré el sentido, mi pecho aplastado se llenó de aire suelto, de olores desconocidos que me distrajeron del dolor. Un suelo de tierra y piedras se zarandeaba bajo mis ojos recién abiertos. Sentí náuseas, y conocí a Perro Malo.”
***
Leandro se despertó salivando jugos que no procedían de sus glándulas. El burro le lamía la cara, mostrando especial predilección por su boca entreabierta y por sus labios aun sabrosamente costrosos. Se incorporó sintiendo un agudo dolor en el pecho. Estaba tumbado sobre un saco de esparto relleno de paja, compartiendo alcoba con el burro que le miraba relamiéndose el hocico. Un poco más allá gruñían dos cerdos tras un cerramiento de mugrientos palos. A su lado, una escalera de madera de castaño con siete escalones ascendía, casi vertical, a un pajar, bajo el cual, un rebaño de una docena de ovejas se apretujaban en silencio tras un cercado de palos y hojalatas oxidadas atados con cuerdas. Leandro se limpió los lametones con el envés de una mano mientras que con la otra apartaba la cara del burro con cierto recelo. Los cerdos le causaban aún más desconfianza, gruñendo sin parar y hozando en el estiércol. Las ovejas parecían inofensivas; con el tiempo llegó a la conclusión de que eran estúpidas. Era la primera vez que veía animales, pero no se mostró muy sorprendido. Respiró profundamente. Todo lo que entró por su nariz también era nuevo para él. Después de un tiempo para el análisis decidió que olía bien, al menos mejor que de dónde venía.
La penumbra de la cuadra apenas se vio alterada cuando el portón se abrió de repente. Leandro se quedó mirando la pequeña figura que apareció bajo el umbral envuelta en la tenue luz que anunciaba el alba. Llevaba un caldero humeante en la mano. El burro aprovechó la coyuntura para darle a Leandro otro jugoso lametón.
“-Ya veo que te has aseao”- dijo Servando tras una risotada- “¡Pues a trabajar, caquí no vas a estar a cuerpo rey como en la inclusa.”
Los cerdos gruñeron ansiosos cuando Servando volcó el cubo de ortigas y patatas cocidas en la gamella. Un rugido imparable surgió entonces de las tripas vacías de Leandro cuando olió lo que consideró “el mejor aroma que había llegado a sus narices”.
“¡Mu pedigüeño estás tú dende el primer día!”- Opinó Servando acercándose a Leandro y dándole una colleja.
—“Primero la obligación y luego la devoción. ¡Atiende el ganao!- Le ordenó. Luego se marchó como solía hacerlo, sin dejar huellas en el suelo pero si marcas indelebles y profundas en los esqueletos.
Leandro se quedó allí sin saber qué hacer. El alba apareció de repente inundado el hueco de la puerta con una luz de mandarina. Se bajó del pesebre y avanzó hacía ese fulgor como si fuera una llamada divina e incuestionable. Ya fuera, contempló el nuevo mundo con los ojos empañados.
La puerta de la cuadra se abría al sur, a un tablero amplio, cercado con cándalos de pino, desde el que nacía un prado cuesta abajo mojando sus lindes en las aguas de un generoso arroyo. A ambos lados del prado había bancales de siembra, y perales, manzanos, castaños y nogales. Aquí a la derecha, en el oeste, estaba la casa de su tía, dando paso a un bosque de pinos resineros, que se alzaban muy altos en el cercano horizonte, ocultando al sol cuando a este se le veía más animado y después del trabajo que le había costado trepar por las montañas del este, en cuyas faldas se apretaban piornos de flores amarillas que daban luego el relevo a un espeso bosque de robles. Leandro fijó su mirada en el fondo del valle, que se despeñaba invisible más allá del arroyo. El cielo pálido se le antojaba infinito. Solo una nubecilla ambarina se dibujaba en lo alto. Aquí abajo, Perro Malo recibía con la boca abierta las lágrimas que brotaban por primera vez de los ojos de Leandro, abarrotados de vértigo y de belleza. Se desmayó sobre el suelo embarrado.
La cara grande y redonda de cabellos desgreñados y canos que se encontró frente a él cuando abrió los ojos, provocó en Leandro un respingo de sorpresa. Venancia retiró la penca de sábila con la que hidrataba los labios de su sobrino y, sujetándole la frente febril con la mano, le dijo: “tranquilo”. De las narices de su tía salían pelillos blancos y duros como cerdas de jabalí de los que colgaban, amenazantes, glutinosas gotitas transparentes. Leandro se palpó el pecho alrededor del cual tenía ceñida una venda. Venancia le miró con una sonrisa bobalicona y timorata, pues hacía lustros que la alegría era solo el recuerdo de otro ser. Una densa gota se desprendió por fin de su nariz. Se oyó como bullía al caer en la mejilla de Leandro. Venancia le limpió la cara con la mano. Una caricia. Un hambre compartida. El paño humedecido con agua fría y vinagre que le puso la tía en la frente aplacó los calores febriles del sobrino que se sumió de nuevo en un sueño sereno.
Servando esperaba a su esposa a la salida del establo cimbreando una vara de mimbre. Venancia pasó a su lado sin mirarle, apretando las nalgas por si acaso.
—“¡ Veraila, que ñoña está con el mozo. Me lo estás malcriando”!.- le dijo haciendo silbar la vara en el aire acobardado.- “¡Tira pa casa que te voy a enseñar yo a dar caricias!”
Venancia agachó la cabeza, y mirando la tierra podrida deseó enterrarse en ella como un topo. Sin embargo, contradiciendo la costumbre y estimulada por un sentimiento protector, quizás de madre, se paró y levantando la cabeza miró a su marido no más arriba del pecho.
—“Está enfermo y tiene algo roto”- Dijo con la cabeza gacha Venancia, dando muestras de una valentía que confundió a su marido.
—“¡Que tires pa dentro te he dicho!”- Dijo furioso Servando caminando detrás de ella, apretando los dientes y espantando moscas con la vara de mimbre. El mismo parecía un pequeño insecto al lado de su esposa, que si se hubiera dejado caer hacía atrás lo habría aplastado como a una cucaracha.
Perro Malo estuvo toda la mañana parado enfrente de la casa, abstraído por la tristeza que rezumaban los cristales de la ventana, tras la cual ,la silueta menhírica de Venancia estaba tan inmóvil y solitaria que parecía haber alcanzado a la muerte antes de que a esta le diera tiempo a desenfundar su guadaña.
A Servando, sin embargo, no le quedó más remedio que permitir que “su mujer” (como el la llamaba con todas sus connotaciones y consecuencias), cuidara del muchacho porque, después de recibir la carta del hospicio donde se les decía que el sobrino de Venancia era poco menos que un estorbo del que se iban a deshacer, Servando, agobiado por el mucho trabajo que le ocupaba desde la madrugada hasta el ocaso, decidió traérselo a casa. Podría haber empleado a cualquier mozo del pueblo, conocedores todos de las labores del campo y el ganado, pero Leandro le salía gratis. Y era mudo, tanto mejor. Así pues, Venancia se ocupó del muchacho con la devoción de una madre, esa que pudo ser, pagando el precio, que ella no consideró alto, de una paliza casi diaria: al fin y al cabo ya las recibía antes sin que le diera motivos y sin obtener beneficio.