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Leandro se dejaba mimar por su tía. No eran sus atenciones, abundantes en caricias, lo que agradecía de ella, sino los guisos que le traía en cuencos de barro: nunca se imaginó que una persona pudiera comer otra cosa que no fueran las puches verdes del orfanato. Sin embargo, o tal vez por ello, miraba con envidia la gamella de los cerdos, donde Servando volcaba cada día un caldero humeante de ortigas y patatas cocidas.

El marido de Venancia entraba maldiciendo en el establo, mirando de soslayo a ese vago que dormitaba en el pesebre, echando cuentas con los dedos y en voz alta de la fortuna que le estaba costando mantenerle. Se lo contaba a los cerdos, a las ovejas y al burro, mientras hacía las labores, en las cuales Leandro puso mucha atención. Con esto evitó recibir unos cuantos pescozones de los muchos que le diera luego Servando (gran seguidor y divulgador de la máxima educativa “la letra con sangre entra”) cada vez que el muchacho hacía mal alguna faena, una vez que hubo recuperado la salud y con ella la viveza que suelen tener los niños de catorce años.

Para sorpresa de Servando, Leandro comenzó a realizar con gran presteza las labores que se le asignaron. Se ocupaba de los cerdos, cargando su estiércol en un carretillo y amontonándolo en un tablero; limpiaba la pocilga y la llenaba luego con agujuos. Hacía lo mismo con la corraliza del burro y la de las ovejas en donde, en vez de agujas de pino, echaba heno. Le costó más trabajo aprender a ordeñas las ovejas, por lo que se llevó más de un pescozón extra. Servando, un hombre de costumbres arraigadas, no dudaba sin embargo en darle alguna colleja sin motivo aparente, aunque él lo justificaba diciéndole al muchacho que era para que se le asentaran los conocimientos. Venancia sentía esos cachetes como si los recibiera ella y recompensaba a su sobrino con mimos y postres de leche, actitud que enfurecía a Servando; este aligeraba su ira con más pescozones y más mimbrazos. La lógica hacía que Leandro se alejara cada vez más de su tía, en cuerpo y alma. Venancia, mujer razonable pero vacía, sufría con los desprecios de su sobrino, que le dolían más que los golpes de su marido.

Un día, Servando consideró que el muchacho estaba preparado para ir de pastoreo. Cuatro días a la semana salió desde entonces Leandro con las ovejas, en busca de otros pastos. Allí, en aquellas soledades (con permiso de Perro Malo), pudo observar el mundo y apreciar como nunca el rastro cambiante de los días, el devenir de las estaciones, con sus melodías características y sus olores y colores efímeros. Advertía como los árboles de la ribera del rio renovaban el color de sus hojas del verde al cobrizo, pasando por el azafranado y el bermellón. Y como poco a poco se iban quedando desnudos, acolchando el suelo de hojas muertas, que sin embargo enriquecían la tierra o servían como escondrijo de escarabajos, como cobijo y trampa de arañas, como escenario de cigarras. Los árboles más alejados del río siempre vestían de verde y algunos de ellos se llenaban con dudosos adornos de nidos de procesionaria, que eran como tumores malignos que hacía que sus hojas, delgadas como agujas, amarillearan anunciando su muerte y no el otoño. Oyó el silencio blanco de los bosques, apenas alterado por sigilosos crujidos de andares de gineta sobre el pacífico manto de nieve. Bebió el agua del cielo y aprendió a distinguir los matices de sus sabores, dependiendo de la hora del día, del color de las nubes, de la dirección del viento o del tamaño de sus gotas. Olió el dulzor de las flores y los efluvios de los animales en celo. Perro Malo, que siempre le acompañaba, vigilaba con oficio el rebaño cuando Leandro, animado por la calor, se metía en el rio de aguas cristalinas, que al bajar desbravadas, se arremansaban en charcos poco profundos, donde chapoteaba o se tumbaba para hacerse el muerto, mimetizándose con las truchas, buscando la plena libertad que implica la inconsciencia.

Y así iban pasando los días, las semanas, los meses, y tal vez algún año: es difícil saberlo cuando todos los días son lunes.

Una mañana de lunes, mientras Leandro escardaba cebollinos, salió Servando de la casa como si a esta le hubiera dado una arcada. Venía rojo de ira, con una vara de mimbre en la mano. Leandro pudo oír un lamento apagado tras los cristales atemorizados y avergonzados de las ventanas. Cuando lo tuvo delante, Leandro se incorporó y miró a los ojos de Servando. Este se incomodó con la naturalidad del muchacho.

—“¡Date la vuelta, zagal, y empingorota el culo!- Le ordenó con voz zalamera, augurio de poco mimo.

Leandro obedeció. El mimbrazo a sobaquillo comenzó a dolerle con la primera corchea que se dibujó sibilante en el pentagrama del aire tembloroso, antes de que la vara le grabara en el culo un agudo y prolongado escozor en si bemol.

—“Tiene que tener como poco esta ligazón”. ¿Te has enterao o te lo repito?-Le dijo el director de orquesta zumbando la batuta en el aire.

Leandro asentía convencido con la cabeza, mientras su mano reconocía la textura de su culo y le daba consuelo. Descendió corriendo el prado, animado por las risotadas de Servando.

—“¡Tráete un buen brazao…y no tardes!”- Le gritó Servando, cuando el recadero ya tomaba la vereda que seguía el curso del rio serpenteando embuchado entre el prado y el pinar. Sus pulmones se expandían a cada paso, oxigenándose con los amplios y heterogéneos olores de la creación incalculable, purificándose del ambiente denso de la granja y del hedor de las risas de Servando.

El afluente se encontraba por fin con el principal, y un poco más abajo los dos se abrían sin cautela a un mirador desde donde el mundo se percibía eterno, llenando de vértigo los sentidos de Leandro. El rio se precipitaba por el barranco con grande a alboroto, abofeteando a arcaicas e inmutables pedruscos de granito que toleraban firmes e insensibles a las jóvenes aguas, siempre nuevas y vigorosas, curiosas y desvergonzadas, jugando a veces con ramas secas que se dejaban llevar indolentes hasta algún remanso, donde se apretujaban con hojas y otros palos muertos.

Leandro se quedó embelesado con el sonido de las aguas. De su bullicio aisló tranquilos parloteos, alteradas algarabías o rítmicos gorgoteos, y en el fondo un “rum-rum” uniforme y poderoso. Se acercó a la orilla y metió sus pies de esparto en el torrente del río, a pocos pasos de la cascada. Cerró los ojos y supo quién era. Era solo un espermatozoide que nunca debió llegar a su destino, una miaja de rocío que debió evaporarse con el primer rayo de sol; era una minúscula gota de lluvia que se dejaría llevar por la corriente de este imparable caudal, formado por insignificantes y determinantes gotas como él. Sus sentidos se unificaron en esa revelación y se fueron diluyendo en un fluir manso e indolente. Estaba en paz.

Cuando empezaba a dejarse caer sobre el torrente, una pedrada en la cabeza le devolvió de nuevo la naturaleza de sus genes primitivos; un ser dubitativo y temeroso. Miró conmocionado la cascada vertiginosa, que se desprendía con un jadeo alborozado en el profundo barranco al encuentro del origen, de la nada, y se alejó tembloroso hacia la orilla. Se tumbó exhausto sobre la hierba fresca: le dolía la cabeza. Entonces oyó su voz voluptuosa:

—“¿Estás pasmao o qué?”.

Miró al otro lado del rio y la vio. Una ninfa. Dos segundos inconmensurables. Salió corriendo perseguido por una emoción desconocida y turbadora. Por el camino se iba relamiendo con avidez la sangre que le escurría desde su cabeza a los labios, imaginando la blanca y preciosa mano acariciando la piedra que le desordenó el entendimiento.

Servando se partió de risa cuando el muchacho llegó a casa sin las mimbres. Al poco rato, a Leandro se le olvidó la herida de la cabeza, pues otro dolor más agudo reclamó rápido su atención. Venancia le curó con jugos de sabila y con lágrimas de madre la piquera de la cabeza y los varduscazos del culo. Servando se tronchaba.

El despertar a la sexualidad de Leandro fue repentino e implacable. Hasta ahora, sus empalmes matutinos se aflojaban con la primera meada, pero aquello era otra cosa, y no sabía por dónde meterle mano. Cuando lo supo, no podía parar.

No juzguemos a Leandro si sus instintos le decían que aquella era la primera hembra que había visto en su vida. Para él, su madre, la cuidadora y Venancia eran solo mujeres. Ella era diferente. Leandro la sentía detrás de sus ojos, incrustada en su cerebro, un pensamiento único y constante, como una ninfa, caminando infalible e imperturbable sobre un prado verde, tocando levemente, con sus pálidas e higiénicas manos, temblorosas florecillas: asperillas amarillas, nazarenos violáceos, blancas margaritas…. Ella se detuvo un instante para mirarlo a los ojos, sonriendo con su boca de nieve, mientras acariciaba un capullo péndulo de amapola que se fue abriendo poco a poco con el alago de sus dedos; y con una gozosa convulsión, decenas de semillas jadeantes se acomodaron en el viento chismoso.

Sin duda, aquella fue la más vívida de la docena de pajas que Leandro se hizo en poco menos de dos horas. Con esta no pudo evitar un gemido que emergió de la herrumbre de sus cuerdas vocales con grafía de dolor, (“¡aaayyyyy!”), pero que no era sino mensajero de placeres profundos. El jadeo, rasposo y afilado, enervó el aire viciado de la cuadra, amedrentando a los cerdos que hozaron enloquecidos en el estiércol como si quisieran enterrarse en su propia mierda. Aún vigoroso, el resuello se arrastró fuera del establo y se deslizó por las entretelas de Servando mientras éste cavaba en el tablero del patatal, avivando el tumor que crecía en sus intestinos; se metió luego por la ventana de la cocina, donde Venancia domaba el esparto para las pleitas y las alpargatas, y le susurró un recado al oído. Las ovejas y el burro, que pastaban aburridos en el prado, levantaron la cabeza y se quedaron inmóviles, siguiendo con el rabillo de sus ojos esa hilacha jadeante que ya se perdía en el bosque, enmudeciéndolo de ecos de vida durante tres eternos segundos. A Servando y a Venancia se les heló la sangre cuando ambos pasaron por delante de Perro Malo, apostado bajo el dintel de la puerta del cobertizo, aullando como nunca antes lo había hecho, salvaje, lobuno. Dentro, el panorama no era menos inquietante. Los cerdos, acurrucados en un rincón, con los hocicos ensangrentados de hozar buscando una salida bajo el estiércol, en el suelo de piedra, gruñían como si se les hubiera revelado su destino.

 

Leandro, acostado boca arriba en su pesebre, con la picha fuera, colorada y tiesa, roncaba hacia dentro, en silencio, relajado. Servando se acercó a él titubeante, haciendo muecas sólo achacables a los locos. Levantó una mano temblorosa como si fuera a abofetear al pacífico durmiente, pero enseguida se la llevó a su cara torcida, ya surcada por grumosas lágrimas añejas: no recordaba la última vez que había llorado, ni tampoco la primera. Se dio media vuelta atropellando a su mujer en la huida, como una mosca sin alas chocando contra un monolito. Venancia se estremeció y comenzó a llorar con franqueza y gran fervor; y así lo siguió haciendo toda la tarde y la noche entera. Con el canto del gallo, cesó en su llanto, se fue prado abajo y se bebió medio arroyo de un solo trago. Cuando volvió a casa, Servando, que había estado corriendo por los pinares toda la noche, huyendo de su propia negrura, la encaró, y esta vez fue él quien bajó la cabeza y hurgó con la mirada hueca en el suelo podrido.

Notó Leandro que el aire olía diferente a partir de aquel día. Había como una holgura en el respirar. Servando, sin embargo, resollaba como si siempre estuviera cansado y andaba más encorvado. Era notorio también su silencio, aunque no había sido costumbre en él la conversación, más inclinado al sermón y a la falta de réplica del que le escuchaba y, en el caso de que la hubiera, esta no iba más allá de un “amén”. Solo hablaba con Leandro lo imprescindible, dándole la espalda, pues no se atrevía a mirarlo de frente, cerrando los puños y clavándose las uñas empachadas de roña y bilis en sus callos fosilizados, estimulando su enfermedad.

Venancia miraba ahora a su marido a los ojos. Lo hacía con compasión. Servando agachaba a ras de suelo la mirada y se le llenaban los ojos de hormigas, que acarreaban en sus mandíbulas cobardía y culpa, malas consejeras de la rabia, pudriéndose esta sin salida en sus asaduras.

Venancia, en contra de su costumbre, decía ahora “adiós” con la mano, y quizás alguna palabra de aliento con su boca agostada y fugazmente rebrotada por el riego del orujo, viendo alejarse a Servando y al burro por el camino de la barranquera, en dirección al pueblo que la vio nacer y al que nunca había regresado desde su casamiento. Las gentes del pueblo, las que antes le miraban con recelo y antipatía, viendo a Servando tan cambiado y que no parecía a resultas de un extraño clima pasajero, le trataban ahora con un rencor afectuoso. Y ya viendo que el hombre no levantaba cabeza, pasaron pronto a la burla y al engaño y, mientras que con una mano le daban palmaditas en su lomo encorvado, con la otra le robaban algún queso o alguna cesta de mimbre de las que acarreaba en el burro para vender en el mercadillo.

“-Traes el serón vacío y la fratiquera poco llena. Se te habrá descosío. Anda que te la zurza, no vayas perdiendo los cuartos…- Le decía Venáncia, y Servando se la daba refunfuñando para dentro, llenando de toxinas cancerígenas sus entrañas. Venancia se lo decía con una voz y una pose de una humanidad invulnerable, en perfecta armonía con sus ojos siempre tristes, de un dolor inagotable, que formaba parte de su médula, y sin el cual se derrumbaría.

Leandro veía con indiferencia los cambios de aires, inconsciente de lo mucho que él había tenido que ver en ello, pero sí acogió con mucho agrado ese flujo ardiente que le embriaga el raciocinio a la altura de la bragueta. Cuando iba con las ovejas le gustaba aliviarse en el regajo de la chorrera, donde la viera aquel día. Espiaba la otra orilla del rio, imaginándola descalza sobre la hierba amarilla, atorando laberintos de topo que maldecían a la evolución natural por no poder contemplar tan fascinante belleza. Las fosas nasales de Leandro se abrían más allá de su perímetro respirando como un potro tras un galope sobrado; aspiraba incluso el canto de los grillos y los zumbidos de las avispas. Por fin, resoplaba y jadeaba hacía dentro, como él sabía hacerlo. Perro malo, perceptor de altas frecuencias, aullaba lobuno.

“-Mete las ovejas en el redil y apareja el burro”- le dijo Venancia a Leandro cuando este volvía del pastoreo. Su tía llevaba un vestido asalmonado con florecillas blancas. Le caía recto en el talle por la falta de cintura y las mangas se encogían hacia arriba obligadas por la corpulencia de sus hombros. Se había maquillado con tanta ilusión como torpeza, haciendo destacar aún más aquello que quería disimular. En los brochazos de sus mejillas, en el rímel disperso de sus ojos y en el carmín alborotado de sus labios, se adivinaba la melancolía. Sin embargo, en el pelo suelto y limpio, gozoso de verse liberado de un moño de diez años (¿Tanto tiempo hacía que se había casado?), se le figuraba a uno un anhelo de libertad.

“-Y prepara una cesta con un par de quesos…y cuando hayas acabao te vienes a casa que te voy a aviar”- Le apremió a su sobrino, con una sonrisa que parecía precedida de un puñetazo.

Al rato, ya andaba Leandro tirando del ramal y Venancia montada en el borrico por el camino de la barranca. En el paso del rio se toparon de frente con Servando, que venía sofocado con un haz de mimbres a los hombros.

“-¿Dónde vais los dos con esa pinta payasos?”- les preguntó Servando mirando las moscas de los ojos del burro y estando muy acertado en el epíteto referente a la hechura de los viajantes.

Venancia había vestido a Leandro con una camisa de cuadros verdes de Servando, y también con sus pantalones, que le dejaban al descubierto los tobillos insólitamente relucientes a base de jabón de sosa. Acostumbrado a calzar zapatillas de esparto, sus pies no encontraban el paso y ya se quejaban de rozaduras, prisioneros en esos zapatos de un solo uso, el que les diera Servando en su boda.

Venancia miró allí abajo, a su marido. Temblaba pero su voz sonó clara:

“-Vamos al pueblo”- le dijo.

—“¿Con qué razón?- preguntó Servando, que menguaba por momentos, cada vez más demacrado.

—“Quiero que mis padres conozcan a su nieto”- dijo Venancia con lagrimones negros de rímel que formaban surcos grumosos en sus melillas empolvadas.

Dejando un rastro de bilis se alejó renqueante un haz de mimbres sobre los lomos de una hormiga.

VENANCIA

“Mi padre me decía que no había nacido para llevar vestidos, con este cuerpo hombruno. Decía con desprecio que me parecía al padre de don Rodrigo, el Hacendado, que era como una ameal de grande y duro como el risco del Torozo, y que cuando le llegaban los detenidos al cuartelillo solo tenía que quitarse el tricornio, que era como un caldero de tres arrobas, y los pobres diablos le confesaban hasta las pillerías de los rusos. Pero mira tú que nunca he llevado otra cosa. Tengo el de andar por casa, de color ceniza y estampado con tréboles verdes, sobre el que siempre llevo puesto un mandil negro; para atender el ganao y las labores del campo tengo otro que antes era como mostaza y que ahora es de chocolate, de lo bregao que está. El que se conserva bien es el de las fiestas. Antes me lo ponía como poco una vez a la semana, para ir a misa de Domingo. Íbamos toda la familia: mi padre delante siempre, con un traje de maricastaña; luego mi madre, siempre de negro, de la mano de mi hermano pequeño, que siempre llevaba pantalones cortos aunque cayeran chuzos de punta, porque eran los menos rozaos; y detrás mi hermana la mediana que era muy guapa, como mí madre, y muy nerviosa, y yo, que era…como ahora, creo. De un día para otro dejamos de ir a los oficios, porque mi padre tuvo una pelotera en la puerta de la Iglesia con don Rodrigo, que le decía que le iba a matar porque le había robao la honra, y mi padre me señalaba a mí no sé por qué. El Hacendado, que parecía un cisne de lo blanco y lo creído que iba, se rio mucho. Así es que ya solo me ponía el vestido para arrodillarme junto a mi madre frente a la Virgen de Mayo, una estatuilla negra que mi bisabuelo se había traído del otro mundo cuando lo de las colonias, decían. Mi madre nunca se quitaba el luto porque decía que le iba a faltar tiempo para rezos y penitencias, porque decía que teníamos las alforjas llenas de pecaos, y decía que se conformaba con que su padre a lo poco fuera al purgatorio, porque lo mataron sin confesar y sin un entierro como Dios manda, en un hoyo con otros que también se habían dejado engañar por los rusos, y con un tiro en la cabeza que se lo pegaron los moros, según refería a veces mi abuela, engallada por la pitarra….”¡Los moros , los moros”, fueron sus últimas palabras, echándose nano a los bajos antes de destriparse en la barranca, a lomos del mulo, que se había desbocao por la mordida de una mosca perruna.

A mi hermana le quedaban mejor los vestidos, y un día el practicante se lo quitó para averiguarle una dolencia y la dejó preñada y se casaron un domingo de calima y más que una boda parecía un funeral porque mi madre iba de luto y no hacía más que llorar y santiguarse y mi padre tenía los labios apretaos como de rabia menos cuando bebía el vino que trajo el padre del novio en botellas con rótulo y todo y que decían que era muy bueno pero que a mi padre no le sentó muy bien y tuvieron que llevarle a dormir al cuartelillo porque se puso como loco a decir palabrotas e improperios y le dijo a mi madre mala puta y a mi hermana también puta y a mí hija de puta y de cabrón y se lio a romper platos que debía de ser muy caros porque luego mi padre tuvo que darle dos ovejas al del arriendo de la vajilla. Mi hermana se fue con el practicante a la ciudad, con la tripa palante y lloraba y lloraba y mi padre nunca más pronunció su nombre y mi madre nunca más volvió a reír y mi hermano se aficionó a la pitarra y mi padre se reía porque decía que ya era un hombre y resulta que nunca llegó a serlo porque un día que iba mu borracho se ahogó en el pilón de la fuente del camposanto. Mi madre entonces se volvió como loca y estaba todo el día santiguándose y rezando y llorando y mi padre la llamaba puta loca y mi madre decía todo el rato “que Dios nos perdone” y yo era como invisible, porque nadie me hacía caso, y un día mi padre me lo hizo y a partir de entonces me lo hacía todas las noches y a veces hasta por la mañana y mi madre me miró un día porque le dije que no me cabía el vestido y entonces llamó a la hermana de Servando, que le decían “Úrsula la bruja”, y me dio una bebida que me durmió y cuando me desperté ya no tenía panza, solo un hueco y un dolor y una congoja que mesa quedao para siempre cuando siento gruñir a los guarros. Y la bruja le dijo a mí madre que su hermano andaba buscando mujer recia para atender la casa y el ganao… y aquí paz y después gloria.”

***

La madre de Venancia tejía al lado del umbral, sentada en un poyo de granito que sobresalía a propósito de la sólida pared de la casa, para acomodo de las posaderas y para la contemplación reposada del telón de los montes de enfrente, detrás del cual se representaban otras comedias; aquellas que había imaginado muchas veces Venancia, en cientos de crepúsculos de su fugaz juventud. Un telón que nunca se abrió para ella, pues se quedó atrapada entre bastidores, con el guion ya olvidado, en este pequeño mundo…que la apretaba.

Ya hacía un buen rato que estaban allí parados, enfrente de ella, exactamente doscientas tres punzadas de ganchillo, cuando por fin Venancia se decidió a hablar a su madre, con un hilillo de voz que gorgoteó en su boca encharcada de lágrimas.

—“Hola madre”.

La mujer interrumpió su milimétrico y rutinario movimiento de agujas, levantó la cabeza, que brotaba mustia de un cascarón renegrido, y miró con ojos deslucidos a un mundo inexistente. Se murió el tiempo un minuto y por fin reposó su mirada vacía sobre los ojos llenos de moscas del burro, que no entendía tanto protagonismo y por qué, ya de paso, nadie le espantaba esos molestos bichos. El asno pestañeó pero las moscas apenas se movieron.

“-Es para mi hija la del praticante“- dijo con un hilillo de voz la madre de Venancia, agachando de nuevo la cabeza y metiéndola casi entera dentro de su enjuto cuerpo enlutado. Siguió enseguida, teje que te teje, con la colcha de lana que caía hasta el suelo y se perdía bajo el umbral de la puerta; cruzaba luego la mortecina oscuridad de la sala grande y continuaba por el pasillo, se metía en el dormitorio de las niñas y allí se amontonaba echa un gurruño casi hasta el techo.

 

Venancia se inclinó sobre su madre llorando con los ojos secos y le dio un beso húmedo en la frente.

—“Es para mi hija la del praticante”- dijo su madre, pero ya nadie la escuchaba, pues hacía rato que los endomingados habían traspuesto por el recodo del camino.

La vereda aun guardaba la memoria de las huellas de ida, sobre todo las pisadas del burro, que en las zonas barrizas habían formado herraduras de agua. Ahora, ya de vuelta, la que dejaba una profunda huella en el barro era la pierna tullida de Venancia, que se arrastraba como si llevara una carga pesada e invisible sobre sus hombros. Otra. Leandro temió que en un mal paso se le tragara la tierra, así es que la animó a que se montara en el burro. Este se derrengó por un momento cuando Venancia dejó caer su peso muerto sobre el viejo animal que, tras un pataleo indeciso y un pedo enorme, se enderezó y comenzó a andar resignado.

Un poco después, la vereda serpenteaba entre bancales. En uno de ellos, allí abajo, vieron al padre de Venancia, vinando un tablero de cepas con una azada de la teja, la cual pudiera ser el cordón umbilical que le uniera con la tierra. Venancia lo sintió así y creyó ver como la piel de su padre, embarrada de sudor y polvo, se endurecía con el sol de la tarde y se confundía con el terruño pretérito. Y allí lo dejaron, con el perdón de Venancia y convertido en un fósil inofensivo sepultado para siempre en la tierra que le dio el sustento, el pan amargo.

Los quesos olvidados sudaban suero, exhalando unos vahos densos que olían a leche podrida y que se enroscaban en el aire suave que acariciaba sus espaldas.

—“Venía oliendo el queso desde el paso del rio”-. Dijo de pronto el Hacendado, surgiendo majestuoso de la vuelta del camino. Montaba un caballo árabe que brillaba como si le hubieran embadurnado con betún negro.

Don Rodrigo y Venancia se miraron en silencio. Los dos se apearon a la vez de sus monturas y se encontraron a medio camino, lejos de los oídos de Leandro, y también de su mirada, pues el muchacho no podía apartar los ojos del caballo, el animal más hermoso que había visto nunca. Solo cuando el burro bufó intentando decir algo que nadie entendió, Leandro se fijó en los que hablaban quedamente, el uno enfrente de la otra. Si no fuera por las vestimentas se diría que se miraban en un espejo.

Leandro se encontró de pronto con la mirada penetrante y escudriñadora del hacendado, mientras Venancia miraba a su sobrino de reojo.

“Como dos gotas de agua”, quizás pensó Leandro. Ella más mineral. El más oxigenado.

—“¡Tráete la cesta con los quesos”-.Le ordenó de repente a su sobrino.

Leandro le entregó los quesos a Don Rodrigo y este le dio unos generosos dineros a Venancia que, sin decir “adiós”, enfiló camino adelante intentando disimular su cojera. Su sobrino volvió a por el burro para seguirla y cuando pasó al lado del hacendado, que le miraba con curiosidad, sus ojos se reflejaron en los del caballo y sintió un escalofrío, como si hubiera visto lo invisible.

Venancia caminaba delante con la cabeza gacha, empujando su cuerpo con la energía que da los pensamientos impetuosos. Leandro la seguía tirando del ramal, casi sin sentir las ampollas reventadas de los pies, pues sus pensamientos eran terapéuticos, sumergidos como estaban en el ojo del árabe.

Cruzando el paso de la chorrera Venancia, montada de nuevo en el burro, estiró el cuello y leyó mensajes en el cielo aparentemente despejado. Los pelillos del bigote se le erizaron de pronto y en su cara se fue dibujando una expresión desconocida. Su semblante se contrajo buscando acomodo en ese gesto novedoso, trazando pliegues inéditos que crujían al definirse: estaba preocupada por Servando.

—“¡Arre!”-. Le ordenó al asno dándole un manotazo en el lomo.- “¡Deprisa”!-.Le dijo luego a Leandro, que ya corría tras los pedos del burro, el cual se desinflaba con un valeroso esfuerzo.

Hasta que no llegaron a la orilla del prado no oyeron con claridad los aullidos de Perro Malo, que se desgañitaba en la puerta del cobertizo, con el cuerpo erizado, estirado hasta los límites de la rotura de tendones; la cabeza levantada buscando los vientos más favorables para su llamada de socorro. Parecía primitivo, salvaje y peligroso, pero también asustado. Venancia se apeó del burro y este se fue ligero al abrevadero donde recuperó un poco de autoestima. Leandro entró en el establo detrás de su tía acompañado del perro, que ya se había destensado y solo jadeaba agotado.

En la atmósfera densa de la cuadra se escurrían hilillos de sol por rendijas de podredumbre, dibujando cortinas de luz y, flotando en ellas, partículas de polvo de heno, telarañas, escamas de pieles, migajas de exoesqueletos, alas rotas de insectos, y un lamento profundo que oxidaba los clavos de las vigas de la techumbre, y los de la escalera del pajar por los que ascendía Venáncia. Cuando llegó arriba se inclinó sobre la paja metastásica, donde se retorcía Servando agarrándose la tripa con las manos inútiles, buscando el dolor que ya se desprendía por su ano en borbotones de sangre negra.

Venancia lo cogió con cuidado, como si fuera un bebé. Solo cuando pasaron delante de Leandro este pudo percibir el gemido esquelético y angustioso que brotaba de las entrañas de Servando, agotadas de tumores.

“-Quema el heno en el bancal baldío…todo…que no coma nada el burro…y ponte guantes.”- Le dijo la tía al sobrino con un hilillo de voz. Servando la abrazaba por el cuello con la cabeza acurrucada entre sus pechos.

Al poco, la paja ya chasqueaba liberada y el humo, plomizo y enfermo, se arrastraba por la tierra desolada y luego subía calmoso al cielo insondable, donde se mezclaba con las nubes sanguíneas del último crepúsculo.

Desde el tablero, Leandro miraba de vez en cuando hacia la casa. Tras los cristales de la ventana del dormitorio del matrimonio, Venancia iba y venía con un candil en la mano, cuya luz amarillenta a duras penas lograba deshacer más de paso y medio la oscuridad que se apretujaba casi impenetrable en la noche más negra.

Ya en su colchón de paja, Leandro inició su ritual onanístico, que consistía básicamente en fantasear con la ninfa del río; pero no había lugar para la imaginación en esa atmósfera tan irreal: los cerdos, las ovejas y el burro parecía que habían hecho una visita al taxidermista; en los escondrijos los ratones se hacían un ovillo de silenciosos pelos temblorosos, y las maderas del cobertizo no crujían como cada noche echando de menos sus corre-corre. Leandro solo oía el interior de su cuerpo, agitado por el plañir de Servando, un gemido ultrasónico que no se percibía por los oídos, sino que penetraba en el tuétano a través de la piel de gallina. Perro Malo tiritaba encogido junto al pesebre y Leandro, desmotivado, soltó lo que estaba agarrando y puso su mano sobre el lomo ralo del perro.

Poco antes del alba, el último soplo de Servando removió las cenizas del tablero baldío, elevándolas al cielo de luna nueva, donde se apagaban también las últimas estrellas. Fue entonces cuando las maderas crujieron con los trajines de los ratones, el burro rebuznó, los cerdos gruñeron, las ovejas balaron imitando el llanto coral de los niños del orfanato, y Perro Malo aulló plañidero junto al portalón, el cual se abrió bruscamente empujado por Venancia, que aún llevaba puesto el vestido de los domingos, con refregones de sangre y devueltos; los cabellos de noche en vela, greñudos y sudados, enmarcando su cara de arrugas frescas, palpitando aún, consolidándose en una piel sobre la que apenas quedaba sitio para cincelar más dolor.

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