Buch lesen: «Mujeres que tocan el corazón de Dios»
Título original: Mulheres que tocam o coração de Deus
Traducción: Óscar Madrigal Muñiz
Diseño de portada e interiores:
Paola Álvarez Baldit
Ilustraciones:
Ricardo Aguilar
© 2020 Ediciones Dabar, S.A. de C.V.
Mirador, 42
Col. El Mirador
C.P. 04950, Ciudad de México
Teléfonos: (55) 5603 3630 / 5673 8855
E-mail: contacto@dabar.com.mx www.dabar.com.mx EdicionesDabar edicionesdabar
ISBN: 978-607-612-213-6
Hecho en México
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
Mujeres de la memoria bíblica
Las comadronas hebreas: ingenio que defiende la vida
Débora: La victoria no le pertenece a un hombre
Ana: Murmullo sin palabras
La Sunamita: El camino del amor
Rut y Noemí: Solidarias en el infortunio
Mujeres sanadas por Jesús: Con toda la dignidad
Marta y María: Escuchar la Palabra y actuar
María de Magdala: Apóstola de los apóstoles
Lidia: Trabajadora y apóstola
Priscila: Ministra que enseña con autoridad
María, la madre de Jesús
María de Nazareth
María de la Visitación
María, madre de Jesús
María del Destierro
María de los Dolores
María de las Alegrías
Mujeres del cristianismo primitivo
Tecla de Iconio
Perpetua y Felicidad
Cecilia, la romana
Lucía, ojos de gracias
Inés de Roma
Bárbara de Nicomedia
Mónica, madre de san Agustín
Mujeres cristianas del medioevo y la época moderna
Hildegarda de Bingen
Eduviges, patrona de los desvalidos
Viridiana, la peregrina
Clara de Asís
Isabel de Hungría
Zita de Lucca
Catalina de Siena
Rita de Casia
Juana de Arco
Teresa de Ávila
Rosa de Lima
Margarita María de Alacoque
Juana Inés de la Cruz
Mama Antula
Mujeres cristianas de la época contemporánea
Nha Chica de Baependi
María de Araújo
Conchita: esposa, madre y mística
Paulina del Corazón Agonizante de Jesús
Bakhita, la niña esclava
Bakhita, la hija del “Buen Señor”
Teresa del Niño Jesús
Isabel de la Trinidad
María Goretti
Edith Stein
Teresa de Calcuta
Dulce de los pobres
Veva Tapirapé
Dorothy Stang
Adelaide Molinari
Zilda Arns
Jean Donovan
PRESENTACIÓN
Orar es entrar en el corazón de Dios. La fe nos dice que él todo lo sabe y todo lo ve, hasta nuestros pensamientos. Él es infinitamente más grande que nuestras expresiones humanas. Sin embargo, nosotros nos expresamos a través de palabras, gestos, actitudes e imágenes humanas. Dios nos acoge por entero, y toma parte en nuestra manera de comunicarnos con él.
Oramos en comunidad, en grupo, en compañía de alguien, y también individualmente. Lo hacemos con palabras de la Biblia, con cánticos, con rezos de la tradición cristiana, con el rosario, con bendiciones de la devoción popular, con fórmulas que aprendemos en la familia y en la catequesis. Oramos de forma espontánea, en silencio, en contemplación, dejando que nuestro corazón se abra a Dios.
Jesús oraba, y lo hacía incluso en medio de la multitud. A veces optaba por retirarse a un lugar apartado. Llegó a pasar noches enteras en oración, hablando con el Padre. Él fue quien nos enseñó a llamar a Dios de esa manera, y nos legó el Padrenuestro (Lucas 11,1-4 y Mateo 6,9-13). Platicaba con Dios en su lengua materna, el arameo, nombrándolo cariñosamente como Abbá, papito. También nos hizo saber que Dios es comunidad de amor: Trinidad santísima y bendita, un solo Dios en tres Personas. Y se reveló Hijo de Dios y hermano nuestro, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Padre es la palabra humana que activa en nosotros la gratitud, la confianza, la búsqueda de protección, y nos ayuda a acercarnos más a la presencia de Dios, como nuestro creador y protector.
No obstante, la Biblia evidencia también una dimensión maternal en el amor de Dios. “Pero, ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti…” (Isaías 49,15). Tal como las madres consuelan a sus hijos, Dios conforta a su pueblo (Isaías 66,13); extiende sus alas sobre él y lo lleva sobre sus plumas como un águila que defiende a sus polluelos (Deuteronomio 32,11). En muchos salmos se leen expresiones como: “A la sombra de tus alas me cobijo” (por ejemplo, en el Salmo 57,2).
Jesús se valió de esa imagen al orar sobre la ciudad que oprimía al pueblo: “¡Jerusalén, Jerusalén qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido!” (Mateo 23,37).
En 1978, el interés de los teólogos del mundo se despertó a partir de una afirmación que el papa Juan Pablo I hizo a la hora del Ángelus. Al mencionar que Dios nos ama con un amor inagotable, un amor tierno, añadió: “Él es Padre, más aun, es Madre”.
A partir de esa sensibilidad, las páginas siguientes ofrecen una invitación a orar en femenino, con inspiración en el testimonio de diversas mujeres. En su mayor parte, se trata de mujeres históricamente reconocibles. Algunas de ellas, cuya referencia consta en los textos bíblicos, son personas reales, representantes de las aspiraciones y del caminar de las mujeres del pueblo de Dios.
Además, en diferentes épocas, en distintas culturas y de múltiples formas, vivieron un amor operante al prójimo, a la humanidad, a todas las criaturas. Amaron a los demás por encima de sí mismas. Por eso tocaron el corazón de Dios, eterna e infinitamente enamorado de todos los seres por él creados, redimidos, sanados, liberados, glorificados.
Mujeres
de la memoria bíblica
Dios habla a través de la Biblia. Los textos bíblicos fueron inspirados por el Espíritu Santo. No obstante, pasaron por las manos de los hombres, casi siempre convencidos de que eran superiores a las mujeres.
Debido a ello, también debemos buscar en la Biblia lo que Dios expresa a partir de las mujeres. Fueron mujeres de inquebrantable fe en Dios liberador; valientes cuando de ayudar a su pueblo se trataba. Y se convirtieron en parte de la Biblia, en la que aparecen en fragmentos preciosos, o entre líneas en las historias contadas por los varones.
Respondieron Raquel y Lía [a Jacob]: ¿Acaso tenemos que ver algo todavía con la casa de nuestro padre, o somos aún sus herederas? ¿No hemos sido tratadas como extrañas después que nos vendió y se comió nuestra plata? Pero Dios ha tomado las riquezas de nuestro padre y nos las ha dado a nosotras y a nuestros hijos. Haz, pues, todo lo que Dios te ha dicho.
(Génesis 31,14-16).
Las comadronas hebreas:
Ingenio que defiende la vida
La Palabra de Dios se pronuncia al estilo humano. Incluso a través de la memoria popular de las mujeres. Esto queda evidenciado en las campesinas que, en Egipto, ayudaban a las mujeres hebreas en sus partos (Éxodo 1,8-22).
A los hebreos que habían migrado hacia Egipto, el faraón los sometía a trabajos forzados y a una gran opresión. Y ordenó a Sifra, Púa y las demás parteras que atendían a las mujeres hebreas, que mataran a los bebés varones y solo dejaran vivir a las niñas. Pero las parteras tenían temor de Dios. Esto quiere decir que siguieron mostrando un profundo respeto por él, confiaron en su acción libertadora y desobedecieron al faraón. Este les preguntaba por qué dejaban que los bebés de sexo masculino vivieran, a lo que ellas respondían: “Es que las mujeres hebreas no son como las egipcias. Son más robustas y dan a luz antes de que llegue la partera”. Dios fue benévolo con las comadronas, así que los hebreos avecindados en Egipto iban convirtiéndose en un pueblo numeroso y fuerte. Entonces el faraón decretó que los hebreos debían lanzar al río a todos los niños que nacieran.
No había salida. Pero aquellas parteras creían que Yahvé protege la vida de los indefensos. Que el proyecto de Dios vence los proyectos de muerte de la autoridad humana injusta y absurdamente violenta. Ellas pusieron el temor a Yahvé por encima del miedo. Y como estaban acostumbradas a visitar a las mujeres embarazadas en sus casas, utilizaron el argumento de que las hebreas eran más fuertes, con lo cual quedan demostrados su ingenio y su creatividad.
En este relato bíblico se repiten muchas veces las palabras nacer y vivir. Esto muestra que al “no hacer” de las parteras se corresponde el “hacer” de Dios a favor de la vida de los indefensos. Evidencia, asimismo, que la resistencia inteligente y valiente de aquellas mujeres, preparó la gran victoria de los hebreos. Con Yahvé de su lado, ellos se liberaron de la opresión de Egipto atravesando el Mar Rojo. Moisés fue quien lideró al pueblo hebreo en su salida del país africano; de hecho, él fue justamente uno de los salvados de las aguas por la acción de las mujeres.
La profetisa Miriam, hermana de Aarón, estuvo al frente de una destacada participación de las mujeres en la celebración de la fiesta de la victoria. Miriam tomó un pandero y entonó su cántico: “Cantemos a Yahvé, que se hizo famoso; arrojó en el mar al caballo y su jinete”. Las mujeres la siguieron, tocando panderos y danzando a coro (Éxodo 15,20-21).
Al lado de Dios, somos capaces de defender la vida y la justicia, aun en las situaciones extremas.
Pero tienes lástima de todo, porque todo
te pertenece, ¡oh Señor, que amas la vida!
(Sabiduría 11,26).
Oh, Dios, creador y protector de la vida,
dame la sabiduría y la dedicación de la partera
para defender y promover la vida
en todas sus formas, etapas y situaciones.
Protege a las parteras
que van apresuradas a lugares difíciles,
donde no hay médicos ni recursos sanitarios,
y contribuyen a que ocurra el milagro de la vida.
Bendice a las médicas y a las enfermeras
que atienden partos.
Libra mi corazón de todo pensamiento violento.
Quiero ayudar a la humanidad a superar
todo proyecto que mate, cualquier pena
de muerte, toda forma de esclavitud
y toda el hambre sin razón.
Que se haga tu voluntad
en la vida plena para todas tus criaturas.
Amén.
Débora:
La victoria no le pertenece a un hombre
En uno de los textos literarios más antiguos de la Biblia (Jueces 4 y 5), la Palabra de Dios se expresa a través de la memoria viva de una mujer sabia y valiente: Débora.
Liberados de Egipto, los hebreos enfrentaron la vida en el desierto y se propusieron la conquista de Canaán, la tierra prometida por Dios. Allí se unieron a otras tribus de su mismo origen, que estaban siendo oprimidas por los reyes de las ciudades fortificadas. Fueron doce las tribus de hebreos que se congregaron en torno de la fidelidad a Yahvé, conformando una alianza llamada Israel. En los primeros tiempos, no tenían rey, así que las necesidades eran atendidas por líderes transitorios, conocidos como jueces.
Débora está entre los seis grandes jueces que quedaron como héroes en la memoria del pueblo de Israel. Además de jueza era profetisa, pues sabía discernir y orientar a la gente en los momentos críticos. Su método consistía en sentarse debajo de una palmera para resolver los casos que se le presentaban.
Los campesinos israelitas estaban siendo atacados por numerosos reyes cananeos que esclavizaban a la gente, robaban el ganado y se apoderaban de las cosechas. Por si fuera poco, el general Sísara, jefe militar del rey Yabín, los atacó con un arsenal de guerra. Desmotivado, disperso y con sus aldeas muertas, en el pueblo de Israel no había nadie que tuviera el valor de reaccionar.
Débora tomó la iniciativa de ponerse de acuerdo con cada una de las tribus de Israel. Mandó llamar a Barac y le dijo que, por orden de Yahvé, debía organizar a la gente para la guerra. Pero Barac le respondió que solo enfrentaría a Yabín y a Sísara si ella lo acompañaba. Así, Débora se comprometió a ir con él, aunque le advirtió que la gloria de la expedición no le pertenecería: “Yahvé entregará a Sísara en manos de una mujer”.
La victoria del pueblo de Israel se celebra con el Cántico de Débora, que es un agradecimiento a Yahvé (Jueces 5). En el canto se enaltece también a otra mujer: Yael, esposa de Heber, un extranjero que practicaba la herrería y reparaba las armas de los cananeos. Sísara lo consideraba su aliado, así que no tuvo recelos cuando lo invitaron a refugiarse en su tienda. Pero Yael se unió al movimiento liderado por Débora y mató al general, utilizando una estaca de la tienda y un martillo. Por ello, los israelitas la llamaron “bendita entre las mujeres”.
Débora fue una mujer que confió en Yahvé más allá de cualquier cosa. Creyendo en sí misma y en la fuerza del pueblo unido, puso de acuerdo a las tribus, las convocó y las ayudó a organizarse. Además, invitó a la gente a asumir responsabilidades a partir de su fe. En su canto, ella también celebra el triunfo de Dios en la victoria de los campesinos de Israel.
La política… es una altísima vocación,
es una de las formas más preciosas de la caridad,
porque busca el bien común.
(Papa Francisco, Evangelii Gaudium 205).
¡Oh Dios todopoderoso, eres fortaleza
de los débiles y los vulnerables que se unen
en una alianza de paz y fraternidad!
Perdóname si me acobardo
en los momentos críticos
que vive la sociedad de la que formo parte.
Quiero practicar la caridad
en la noble forma que representa
el ejercicio de la política.
Quiero amar a mis semejantes,
haciendo política por el bien común.
Con tu gracia seré una mujer activa
en todo lugar, al servicio del pueblo
que busca condiciones humanas de vida.
Ampara a las mujeres que sufren difamación
y persecución, porque hacen política
con ética y principios cristianos.
Amén.
Ana:
Murmullo sin palabras
Como señala el relato bíblico del primer libro de Samuel (1,1-2,10), Ana es una mujer que se regocija en el Dios de
la vida. Su nombre significa agraciada, pues se convirtió en madre por la gracia de Yahvé, que la libró de la esterilidad.
Elcaná, su esposo, tenía otra mujer, Penena, con la cual había procreado; sin embargo, amaba más a Ana. Penena provocaba a Ana y la insultaba por su esterilidad. De hecho, se aprovechaba de su propia fertilidad para humillarla. En su dolor, Ana lloraba, dejaba de comer y se aislaba, pidiendo a Dios que revirtiera su condición, que le diera un hijo. Al darse cuenta de su tristeza, Elcaná le dijo: “Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué estás triste y no comes? ¿Acaso no valgo para ti más que diez hijos?”.
Pero Ana quería que las cosas cambiaran. Por eso suplicaba a Yahvé que la quitara de padecer aquella humillación. Era una mujer osada y generosa. A pesar de que en aquel tiempo las mujeres no podían tener acceso a lo divino por sí mismas, Ana tomó la iniciativa de presentarse directamente ante Dios y pedirle un hijo. Además, le hizo el juramento de que el niño se dedicaría por completo al servicio religioso. Actuó sola, sin consultar a Elcaná, que era un israelita practicante de la ley. De esta manera, Ana ignoró la norma de que una mujer solo podía hacer un juramento si estaba avalada por un hombre: el padre si era soltera, y el marido si había contraído matrimonio.
Ana siguió orando mientras Helí, un sacerdote, la observaba. Sus labios se movían en un murmullo tan bajo, que era imposible escuchar sus palabras. Derramaba su corazón delante del Creador. Helí, pensando que estaba borracha, la reprendió. Sin embargo, ella se justificó: no había bebido; en su tristeza y aflicción, lo que hacía era desahogarse ante Yahvé. El sacerdote le dijo entonces: “Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que has pedido”. Llena de esperanza, Ana se fue, y comió. Dios atendió su súplica, convirtiéndola en madre de Samuel.
Tan pronto como dejó de amamantar al niño, Ana cumplió su promesa. Y mientras Samuel crecía a la sombra del santuario, Dios les concedió a ella y a Elcaná tres hijos más y dos hijas. Samuel se convirtió en sacerdote, profeta y juez del antiguo Pueblo de Dios.
Justo después de relatar lo anterior, la Biblia nos presenta la Oración de Ana (1 Samuel 2,1-10), que dice: “¡En Dios me siento llena de fuerza!” Esta oración influyó en la literatura cristiana: el Cántico de María (Magnificat), incluido en el evangelio de Lucas (1,40-55), tiene muchas similitudes con el Cántico de Ana.
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora
todas las generaciones me dirán feliz.
l Poderoso ha hecho grandes cosas por mí…
(Lucas 1,46-49).
¡Oh, Dios, mi fuerza y mi todo,
derramo en ti mi corazón!
Tú ves el vacío que hay en mi alma
y el nudo en mi garganta!
Conoces el peso de las discriminaciones
que me mantienen postrada
y percibes tu imagen
en lo más profundo de mi ser.
Busco tu mano, que me levanta
de las situaciones sin sentido
y me hace florecer en todo mi ser femenino.
Hazme fértil, fuerte, digna y hermosa;
enséñame a ser madre
con tus entrañas de compasión.
Amén.
La Sunamita:
El camino del amor
En la Biblia, el libro del Cantar de los Cantares incluye una colección de canciones populares sobre el amor. Este libro fue escrito poco después del exilio de los judíos en Babilonia. Su tierra estaba devastada; Jerusalén y el templo habían sido destruidos. El reinicio de la existencia del pueblo dependía del amor en pareja, puesto que es una chispa de la vida del mismo Dios.
Entre tanto, el sustento de la gran familia y de la identidad judía era responsabilidad de la madre. Es a partir de la casa materna y en torno a ella donde se desarrolla el camino del amor de una campesina de piel morena, la Sunamita, novia de un pastor de ovejas. Pero ella es conducida a la corte del rey Salomón, y de pronto se ve en su palacio y entre sus mujeres. El rey insiste en seducirla, pero la Sunamita se resiste, fiel a su amado. Al resto de las jóvenes, las hijas de Jerusalén, les dice que sus hermanos se volvieron en su contra, porque le ordenaron cuidar los viñedos, y de esa manera no puede vigilar sus propios sembrados.
Un día, la Sunamita escucha los pasos de su amado y, a través del enrejado del jardín del palacio, logra conversar un momento con él: entona para el hombre un canto campesino, y luego, atemorizada de que el rey lo encuentre y los castigue, le pide que se vaya. Cierta noche, despierta llena de angustia y sale a recorrer la ciudad, buscándolo. Y cuenta: “… encontré al amado de mi alma. Lo abracé y no lo soltaré más hasta que lo haya hecho entrar en la casa de mi madre” (Canto 3,4).
Sin embargo, los apasionados encuentros de los novios se ven interrumpidos por las tentativas de seducción del rey.
En una ocasión, mientras duerme en palacio, la Sunamita oye la voz del novio y percibe que manipula la cerradura de la puerta. Su corazón se estremece. Entonces se levanta para abrir, pero el amado ya huye de los guardias. Ella sale preocupada por él, y lo llama; los guardias la persiguen, la hieren y le arrancan el velo que cubre su rostro. La Sunamita vuelve a su aposento y suplica a las hijas de Jerusalén: “… si encuentran a mi amado… ¿Qué le dirán? Que estoy enferma de amor” (Canto 5,8).
La campesina crea un poema para su amado y le dedica sus danzas. El rey termina dando la orden de liberarla. La Sunamita va entonces detrás de su novio, mientras el coro canta: “¿Quién es esa que sube del desierto apoyada en su amado?” (Canto 8,5).
Con todo, la revolución del amor no está completa. El novio todavía tiene que huir. Y ella va siempre en pos de él, tal como la gente siempre tiene que vivir buscando permanentemente a su Dios amado.
La Sunamita es la mujer-paz, que en su ser más profundo incorpora la vida del Pueblo de Dios. Es, también, una mujer fuerte, llena de la belleza de la sabiduría.
Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás
con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges,
corregirás con amor; si perdonas,
perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado
en ti, ninguna otra cosa sino amor
serán tus frutos.
(Agustín de Hipona).
¡Oh Santísima Trinidad,
amor total que se da y que circula
en Tres Personas Divinas
y en todas las criaturas!
En tu comunión me sumerjo por completo:
cuerpo, espíritu, afecto,
con sed de encuentro y hambre de infinito.
Integra en ti mi amor y pasión,
mis sentimientos y mi razón,
mi don y mi carencia, mi entrega
y mi receptividad, mi ímpetu y mi espera.
Líbrame de todo ensimismamiento egoísta,
porque quiero amar sin miedo
y sin medida.
Amén.