Mamá, ¿Dios es verde?

Text
Aus der Reihe: Religión y educación
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Mamá, ¿Dios es verde?
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Mamá ¿Dios es verde?

Cómo responder a los niños con palabras de hoy

María Ángeles López Romero


© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

© Ma Angeles Lopez Romero

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: ventas@sanpablo.es

ISBN: 9788428563598

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

www.sanpablo.es

Versión electrónica

SAN PABLO 2012

(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com

comunicacion@sanpablo.com

ISBN: 978842842234

Realizado por

Editorial San Pablo España

Departamento Página Web

Prólogo

Una luz que te da un beso

Frisaba los dieciséis años cuando cada domingo subía yo la calle Serrano a primera hora de la mañana para dirigirme a dar catequesis en el suburbio de Peñagrande. Todo un contraste entre la calle más burguesa de Madrid –el «tontódromo» la llamaban entonces porque en ella se daban cita los más pijos de la capital para tomar el aperitivo–, y un barrio extremo del chabolismo urbano. Entre mis pequeños catecúmenos había un «niño azul», afectado de una enfermedad cianótica y amenazado de muerte, que me escuchaba con especial interés. Se llamaba Manolito. Aquel chaval de siete años se bebía mis explicaciones de catecismo de tal manera que por momentos me daba la sensación de que sólo hablaba para él. Su frágil dulzura transparentaba algo que marcó mi juventud y mi más profunda opción vital. Hacía frío en el destartalado cuchitril en que me reunía con mi grupo, una docena de chiquillos. Al acabar, Manolito se quedaba siempre conmigo a charlar un rato. Un día me dijo sonriendo desde su rostro azulado:

—Tú dices que Dios es invisible, ¿no?

—Sí, porque es infinito y está en todas partes.

—Pues yo he visto a Dios.

—¿De veras? No me digas. ¿Y cómo es?

—Es una luz que te da un beso.

Dos semanas después Manolito no volvió a la catequesis. Sus padres vinieron a verme llorando y me contaron que hacía un par de noches que esa luz se lo había llevado para siempre.

—Quiero decirte que hablaba mucho de ti. Te quería mucho –me confesó entre lágrimas su madre.

Puede parecer una historia triste, pero creo que es una de las más alegres que puedo contar de mi vida. La imagen de aquel niño me ha acompañado siempre. Me ayudó a comprender que la tarea más hermosa del hombre es transmitir la vivencia de Dios y muchos años después las hermosas palabras de Rabindranath Tagore: «Para quien lo sabe amar, el mundo se quita su careta de infinito. Se hace tan pequeño como una canción, como un beso de lo eterno».

Ha cambiado mucho el mundo desde entonces. La democracia, la tecnología, la secularización, la globalización, la llamada sociedad del bienestar nos han hecho más poderosos y superficialmente comunicados, pero también más solos y separados de los países pobres. Lo de ahora nada tiene que ver con aquel ambiente del nacionalcatolicismo en que Dios era casi una imposición y un concepto heredado. Quizás en estos momentos andamos por otra acera, la opuesta, en la que Dios es un extraño, la Iglesia una institución cuestionada sin demasiada buena prensa, y el hombre un solitario en un bosque de bytes, redes cibernéticas y ruidos sin codificar.

Sin embargo un niño sigue siendo un milagro para el que lo sabe mirar, mientras permanecen vivas las palabras de Jesús: «El que recibe a este niño en mi nombre me recibe a mí, y el que me recibe a mí recibe a aquel que me envió» (cf Lc 9,46-50). Y ellos, todos los niños hasta que los maleamos, están viendo con naturalidad a los ángeles de Dios, y nos acercan a Él.

De ahí la importancia de este libro de Mª Ángeles López Romero, pues trata de cómo hablar de Dios y de nuestras creencias cristianas a un niño concreto. Su autora es una periodista cristiana y comprometida, que recibió la fe en un hogar católico, la alimentó en una de esas parroquias vivas y alegres de Sevilla y la transmite como madre y a través de su pluma como redactora-jefe de la revista 21, uno de los escasos oasis de libertad de información que nos quedan en la Iglesia española. Sus personales inquietudes se han dirigido sobre todo a los temas pedagógicos, nacidos de la experiencia y la investigación, en dos libros de éxito publicados por esta misma editorial: Papás blandiblup y Morir nos sienta fatal.

El que presentamos aquí es más breve que los anteriores, pero mucho más íntimo. No es un prontuario de catequesis para padres, ni un estudio pedagógico para formarlos en la difícil tarea de transmitir la fe a los hijos. Es un diálogo entre una madre y un hijo, Mª Ángeles y Miguel, a través de una conversación espontánea, complementaria a la catequesis con que a los siete años su pequeño se preparaba a la Primera Comunión en la parroquia, un simpático diálogo, vivo y entrañable, enmarcado en el mundo que nos ha tocado vivir.

Sin duda se trataba de un difícil desafío, el de penetrar en el alma de su hijo, superando tópicos, clichés, conceptos trillados e imágenes deformadas de Dios y la fe, a las que seguimos habituados, para agrandársela con un Dios mayor, el rostro de Dios revelado por Jesús de Nazaret. Y eso sin escatimar el sentido crítico necesario para que luego no se le caiga y se le rompa como un fetiche de barro cuando sea mayor. Con dulzura, paciencia, sentido del humor, lenguaje actual y cercano a la mentalidad de un niño de siete años, y sobre todo con mucho amor, Mª Ángeles no escatima sesudas cuestiones teológicas como la Trinidad, la historicidad de los evangelios, el pluralismo religioso, la importancia de la participación del pueblo de Dios, el sacerdocio, el Concilio, el papel de la mujer o el conflicto entre la norma y el radical compromiso con el amor y la justicia.

Reconozco que cuando iba avanzando por sus páginas, escritas con la amenidad, soltura y gracia que la caracterizan, me asustaba un poco preguntándome: ¿y ahora cómo va a salir de esta? Lo hace a través de un difícil equilibrio entre la aportación de la actual Teología –sobre todo apoyándose en buenos divulgadores–, y el acercamiento al lenguaje y la mentalidad de un niño.

El resultado es una catequesis familiar, no para seguirla al pie de la letra, sino para inspirar a muchos padres inquietos, que no se resignan a que sus hijos se limiten a recibir los códigos cerrados –superada la «memorieta» que recibió mi generación del Ripalda o el Astete–, ni tampoco una mera traducción en píldoras y encorsetada del vigente Catecismo de la Iglesia católica. Más me recuerda, salvando las distancias, a aquellos catecismos holandés y alemán, por ejemplo, en cuanto que no se resignaban a sortear los problemas y las preguntas del hombre contemporáneo e intentaban bajar a la plaza de sus inquietudes más vitales. Una buena aportación pues para superar esa catequesis un tanto fixista que en los últimos años, frente a la creatividad posconciliar, parece haberse quedado doctrinalmente, por miedo a la heterodoxia, convertida en un inamovible bloque de hielo. Por otra parte un niño debe ser tratado como un ser humano, capaz de pensar y prepararse para las grandes cuestiones y dudas del futuro. Y que esto en el hogar hay que hacerlo desde el diálogo, sin miedo ni ñoñerías, como por ejemplo se plantea hoy día la necesidad de la educación sexual.

Veamos por ejemplo cómo transmite el peliagudo tema de las dudas de fe:

«—¿Dudas de qué?

—Pues dudas sobre la existencia de Dios.

—Qué va, mamá. Porque yo sé que Dios es buenísimo y que su hijo es el mejor.

—Me parece estupendo, pero yo quiero que sepas que no es malo tener dudas (...). De hecho, tú ahora no las tienes porque eres pequeño. Pero seguramente cuando seas mayor las tengas en algún momento. Y eso no debe preocuparte demasiado. Las dudas forman parte de la fe. Son como la otra cara de la misma moneda, como el disco de extras de un juego de ordenador. A veces pueden ser, entre comillas, más divertidos que el juego original, ¿no?

—Hombre, no tanto...

—Pero están bien porque las dudas te ayudan a pensar, a mejorar tu fe.

—¿A mejorarla?

—Sí. Porque a veces los creyentes recibimos la fe como si fuera un carné que nos dan al nacer por el hecho de haberlo hecho en una familia cristiana. Y nos guardamos ese carné en el bolsillo y lo conservamos intacto hasta el último día de nuestra vida. Cuando vemos que ya nos vamos a morir, entonces lo sacamos y queremos usarlo pero, claro, al no haberlo renovado, el carné ha caducado y no sirve absolutamente para nada. ¿Lo entiendes?».

Advierto a algunos lectores que Mª Ángeles toma partido. Por tanto es posible que algunos padres, madres o enseñantes que lean este libro no estén del todo de acuerdo con todas y cada una de sus tesis, por ejemplo en la insistencia en la horizontalidad de la fe sobre la trascendencia o en sus templadas críticas a la Iglesia real o institucional.

 

Están en su derecho. Ella misma en su último capítulo hace una confesión de modestia que la honra ante el ingente propósito de su obra. Todo el mundo, dentro de unos límites, deber aportar matices y ver las cosas a su manera, especialmente en materia de fe, donde hoy hay tanta controversia. Pero creo al mismo tiempo que ningún creyente podrá diferir de su planteamiento y orientación de fondo. Nadie puede poner en duda, como dice el evangelista Juan, que «Dios es amor», que entra en la historia hecho carne en la persona de su Hijo Jesucristo y que a través de nuestra adhesión a él nos situamos en la dimensión eterna sólo si somos capaces de amar a los hermanos, y de estos especialmente a los más pobres. Esa es la médula del Evangelio. Como ha dicho el recién elegido papa Francisco, que tantas esperanzas está dando a la Iglesia con sus primeros gestos, nuestro mundo necesita un plus de ternura, y la Iglesia salir de sí misma para acudir a los pobres de este injusto mundo, los situados en la periferia.

Este libro está escrito con sabiduría, sencillez y ternura. Supone un meritorio intento de encontrar un lenguaje innovador en la transmisión de la fe, no sólo a los niños, sino a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. En el neopaganismo que nos invade y en la cultura del WhatsApp caminamos a grandes zancadas hacia el deterioro del lenguaje y hacia una falta de profundidad, por no hablar de la carencia de la más mínima formación religiosa. Me asombro cuando, por ejemplo, veo escribir a mis jóvenes colegas periodistas «dar misa», en vez de celebrarla, por no mencionar la total ignorancia a la hora de distinguir entre Ascensión, Asunción y Anunciación, términos de cultura general imprescindibles para visitar con un mínimo provecho el Museo del Prado, se sea o no creyente. Respeto la libertad y por tanto la secularización, el agnosticismo y hasta el ateísmo asumidos en conciencia, pero aborrezco la incultura papanática y culpable.

Pues bien, en materia religiosa mucha gente está en un estadio infantil. Y aunque existen manuales excelentes, como los que Mª Ángeles cita en sus notas para facilitar la ampliación de conocimientos, la ignorancia es tal que en algunos casos para explicar la fe incluso para adultos hay que bajarse al nivel del niño, pues como se dijo una vez de Francia, España hoy día es un país de misión. En este sentido, Mamá, ¿Dios es verde? es la catequesis o explicación más popular y cercana al lenguaje de hoy que conozco y por tanto un primer acercamiento a la fe también para jóvenes y adultos que no tengan ni idea de estas cuestiones.

Han pasado muchos años desde que como joven catequista conocí a Manolito. Aquellos primeros escarceos de explicar la Palabra cuajaron en mi vocación sacerdotal y religiosa. Por eso puedo decir que, junto a mis padres, el colegio y la vida, fue un niño el primero que me evangelizó. Luego hemos caminado en la Iglesia entre muchas luces, sombras y hasta abismos. Pudieron sobrevenir dudas, caídas, desviaciones del camino emprendido, desde el invierno al verano, pasando por la primavera. Lo importante es cómo se sembró la semilla. En el fondo del corazón latía siempre esa sensación caliente de Dios, «una luz que te da un beso». Este libro puede ayudar a muchos a encontrarla por primera vez o a recuperarla como el más preciado don de nuestra vida.

Pedro Miguel Lamet

Introducción

Hay un fenómeno muy frecuente entre los creyentes al que rara vez se le presta la debida atención: el desfase entre la evolución normal de las personas, en todas sus áreas, y la dimensión religiosa. Es corriente encontrarse adultos, hombres y mujeres, que lo son en todo excepto en la faceta religiosa. Esta última suele estancarse de por vida en el momento previo a la pubertad, al que se añaden algunos elementos de la adolescencia. Es lo que manifiesta la persistencia del «pensamiento mágico», por ejemplo, entre los adultos; elementos de la «fe del carbonero» que se resiste a las preguntas y las dudas; o la tendencia tan corriente a convertir la fe religiosa en el campo de tiro del escepticismo y esa forma de crítica tan propia de la adolescencia que no acaba de superar la rebeldía «sin causa». El sujeto adulto que ha madurado en su fe sabe que esta, la fe, se encuentra en una dimensión diferente a la del pensamiento, digamos, científico. Sabe que en la fe es necesario equilibrar lo emocional con lo cognitivo o razonable y lo conductual, como corresponde a la actitud en proceso continuo de maduración. Pero no es fácil encontrar sujetos adultos y psicológicamente maduros en la fe, como sería lógico esperar. Esto es indicio de varias cosas, entre ellas, tal vez la más importante, la ausencia de consciencia de que la fe no puede madurar si no es en la misma trama de maduración de todo el individuo. Los y las adultos siempre tenemos la posibilidad de acelerar la maduración moviéndola de su estancamiento, pero lo normal sería haber ido evolucionando, permitiendo que la dimensión religiosa avance en la medida en que avanza cada persona atravesando las fases propias de los distintos momentos evolutivos. Esta necesidad de normalidad en la evolución de la fe otorga a este libro una enorme importancia, pues la mayoría de creyentes (madres y padres, educadores y educadoras, catequistas…) que tienen menores a su cargo no cuentan ni con información ni con formación en psicología evolutiva, ni en general, ni en concreto en psicología evolutiva religiosa. Esta es una de las muchas carencias, ante las cuales los adultos hacen lo que pueden. Este libro es, sin lugar a dudas, de mucha ayuda para quienes desean conocer mejor la etapa religiosa de sus hijos e hijas de entre 6 y 8 años.

En esta etapa, las niñas y los niños están terminando de llevar a cabo la distinción entre ellos y el mundo, entre ellos y las otras personas. Todavía se encuentran bajo el «egocentrismo» (todo lo refieren a sí mismos, como bien se ve en muchas de las respuestas de Miguel a su madre) y su pensamiento es todavía pre-causal a pesar de los adelantos tecnológicos y pedagógicos actuales. Es una etapa en la que van adquiriendo mayor capacidad de introspección, por lo que la dimensión espiritual, la práctica de la oración y la participación en los ritos religiosos tienen la posibilidad de hacerse más profundos y personales.

En este momento, los niños y niñas todavía sienten una gran admiración y curiosidad por el mundo y por las personas. Necesitan identificarse con personajes heroicos, que tienen muchas funciones psicológicas, entre ellas la de proyectar los grandes valores que reciben en su familia, educación y entorno cultural. Pueden proyectar esos valores y rasgos en alguien, o en un grupito pequeño de personajes, de la vida real o de la vida imaginaria (también real de otra forma), a quienes pueden, además, imitar. Esta disposición para la imitación durará hasta la etapa de la pubertad, cuando ven perder la autoridad de los adultos y prefieren vivir la propia experiencia a la experiencia ajena. Esto es importante de cara a las figuras centrales de la propia fe. Por supuesto, es importante presentar a Jesús como el superhéroe, pero no sólo. Es un buen momento para ampliar el mundo de héroes y heroínas y presentarles a otros personajes a los que puedan admirar e imitar, ojalá que de los dos géneros y evitando los estereotipos. Ello ayuda a salir del egocentrismo. El cristianismo cuenta con un depósito riquísimo (y vivo) de personajes para la imitación: personajes de la Biblia, personajes de la historia de la Iglesia, ya sean o no del santoral, personajes de la actualidad. En muchos de los diálogos del libro entre madre e hijo, la madre va mencionando amigas y amigos, personas a las que ha conocido y entrevistado, de la vida cotidiana o de la historia, que, para Miguel, resultan seres extraordinarios. La admiración es el primer paso para suscitar la imitación sin necesidad de imponerla. En esta fase las niñas y los niños todavía se encuentran bajo las características del «animismo», que es la tendencia a atribuir vida e intención a las cosas, los sucesos externos o a seres inanimados a quienes otorgan el poder de premiarles o castigarles.

Con sus siete años, Miguel todavía tiene reacciones coherentes con la «justicia inmanente» (castigo o premio inmediatos) que es propia de su edad, aunque va disminuyendo lentamente. En este momento todavía permanece el «pensamiento mágico», que es afín al «animismo» porque ambos se arraigan en el egocentrismo. A partir de los siete años disminuye progresivamente, también, el «antropomorfismo imaginativo». Por ello, aunque niños y niñas siguen construyendo su imagen de Dios con características humanas, más descriptivas que especulativas, poco a poco irán accediendo a la imagen de un Dios diferente de los humanos, distinto a sus padres, o de representaciones fijas, y esa imagen se irá volviendo más trascendente y universal. Para este paso lo prepara esa relación que su madre establece entre el Dios de los cristianos y el Dios de otras religiones que conviven en nuestro entorno y, probablemente, en el suyo de la escuela o del barrio.

En esta edad las historias y los ritos adquieren una enorme importancia para la evolución normal de la religiosidad. Es conveniente que el adulto observe sus percepciones, juicios de valor, tendencias, reacciones y comportamientos ante las historias entre las que se manejan los niños y niñas de dicha edad y en los ritos normales de la vida cotidiana, ritos diarios, ritos extraordinarios como fiestas, cumpleaños, etc., pues darán muchas claves sobre cómo tratar esto mismo en el plano de la religiosidad. No es preciso contarles muchas historias, sino las precisas. Algunas de la Biblia hebrea o Antiguo Testamento, que salgan al paso de la vida (siempre desde ellos), y algunas de Jesús, pues sólo desde él se puede conocer algo de Dios, incluido el Dios bíblico. Y con respecto a los ritos es necesario estar atentos y atentas a su mundo emocional: qué les entusiasma, qué les sobrepasa emocionalmente, qué les gusta y en qué se sienten dentro, participando. Son experiencias importantísimas. Las explicaciones hay que dosificarlas y no desmitificar ni historias ni ritos antes de tiempo. Es importante observar, a este propósito, que no se debe engañar nunca a los niños y niñas. Una cosa es limitar y delimitar la información, y otra muy distinta es desmitificarla, sobre todo cuando los niños y niñas todavía demandan «mitos», ya que experimentan un gran despliegue de fantasía que, con el paso de los años, irá cambiando (y ojalá no disminuya). Si se desmitifica antes de tiempo se perderían muchas posibilidades para la profundidad de la experiencia religiosa en ese momento y posteriormente. No engañarles significa que nada de cuanto se les diga o se les cuente, ni la forma en que se diga o se cuente, tenga que ser después desmentido, pues eso les hace daño: daña su confianza en lo narrado y en las personas que lo transmiten y narran.

Las personas adultas que inician a los niños y niñas, que les acompañan, o les instruyen en la vida de fe tienen más recursos de los que a primera vista parece. Si son capaces de acompañarles en su evolución a la vida de adultos, también lo han de ser en la dimensión de la fe. Las ayudas específicas siempre son bienvenidas, pero este libro indica que la educación en la fe y la transmisión de la experiencia cristiana puede ser un éxito cuando se integra en la totalidad de la vida y la persona, tanto de quienes la transmiten como de quienes la reciben.

Mercedes Navarro Puerto, MC

Profesora de Psicología y Religión en la Facultad

de Psicología de la UPSA durante 15 años