Buch lesen: «La bicicleta mágica de Sergio Krumm»
En memoria de Sergio Tormén y Luis Guajardo
PRIMERA PARTE
UNA BICICLETA SUBE LA CORDILLERA
1
Llegamos a la casa de calle San Dionisio en Santiago Sur en julio de 1980. Era la primera casa propia de mi familia después de años de ahorro y de arrendar por aquí y por allá.
A mi padre siempre le gustó ese barrio, un lugar de gente honesta y trabajadora, decía.
Él era juez y su oficina estaba en el centro de Santiago. Mi madre se ocupaba de las labores de la casa y mantenía un pequeño taller de costura. Era silenciosa, de la manera en que solo las madres pueden serlo. Amorosa y severa cuando correspondía.
Mi hermana pequeña y yo fuimos niños afortunados. Mis padres nunca fueron mezquinos con el cariño y nos llenaban de arrumacos cada vez que podían. No nos faltó nada, ni nada nos sobró. Con los años he aprendido a apreciar la austeridad de mi familia. En un mundo que acumula sin juicio todo tipo de cachivaches sin utilidad, las lecciones que recibí de niño me han servido para ser feliz con lo justo.
La historia que les voy a contar comenzó el verano de 1986. El año anterior había sido agitado en muchos sentidos. En marzo, un terremoto había remecido la Zona Central de Chile. El sismo nos había encontrado en la casa de nuestros abuelos paternos. Recuerdo con claridad el movimiento acompasado del parrón lleno de racimos maduros, mientras un ruido ensordecedor, como el de un río de piedras enormes chocando con otro, subía desde el fondo de la tierra.
Cuando pienso en ese día, aún hoy vuelve a mí esa extraña sensación de sobresalto y confusión. Y aunque para un chileno los temblores son cosa común, seguramente nunca nos acostumbraremos lo suficiente a los terremotos. Creo que esto pasa porque para la mayoría de las personas lo más seguro es la tierra que pisan y cuando esta seguridad se pierde, simplemente abandonan toda esperanza.
Esas vacaciones empezaron como todas: con la sensación de navegar en un inmenso mar de tiempo disponible. Un enorme mar calmo donde los minutos y las horas pasan tan lentamente como aquellas nubes del verano movidas por la brisa. Un mar tranquilo, solo alterado por el estridente timbre de la tarde que anunciaba la hora de salir a jugar con los amigos. Mis amigos. Los verdaderos protagonistas de esta historia. ¿Qué hombre es capaz de escapar de los dulces recuerdos de sus amigos de infancia? ¿No son acaso esos recuerdos la única ciudad que nos pertenece para siempre? No lo sabemos con certeza hasta que los años nos abrazan el cuerpo y el alma.
2
La calle San Dionisio era muy tranquila. Una típica calle de Santiago construida en los años cincuenta, de casas de fachada única y patios interiores. Las acacias crecían en sus veredas, un árbol noble que soporta bien la falta de agua y florece al despuntar la primavera con pequeñas flores blancas y aromáticas.
Lily Santibáñez vivía justo al frente, en una casa azul de puertas y ventanas blancas. Era la menor de cinco hermanas, de mi estatura, delgada, de pelo castaño, corto y ojos grandes y vivaces. Muy veloz y ágil, trepaba árboles y tejados más rápido que cualquiera de nosotros.
Tres casas más allá, por la misma vereda, vivía Nando Bastidas. Alto para su edad, de abundante pelo grueso y rubio, pecas marrón y ojos verdes. Desaliñado, siempre con camiseta blanca, jeans y zapatillas. Vivía junto a su padre, un jubilado de ferrocarriles, lacónico y malhumorado que lo regañaba constantemente.
Marraqueta Mardones vivía en la casa contigua al almacén de doña Olivia, casi al llegar a la esquina de San Dionisio y Club Hípico. Le decían así por el peinado que de niño le hacía su mamá: una partidura al medio que, en su grueso cabello colorín, lo hacía ver como una verdadera marraqueta.
Yo, Beto Cisternas, vivía con mi hermana Teresa y mis padres en San Dionisio 1323.
Como les decía, todo comenzó un día de enero de 1986. Marraqueta había pinchado su querida bicicleta Caloi —digo querida porque su padre se la había comprado siendo él muy niño, tanto que tuvo que esperar a crecer para usarla—. La Caloi de Marraqueta era toda una celebridad en el barrio. Todos los niños decían que tenía poderes mágicos. Y aunque yo nunca me terminé de convencer de esa teoría, debo decir que la historia que le dio origen aún no me la explico totalmente.
Sucedió un par de veranos antes del 86. Con mis amigos habíamos creado un circuito para correr con nuestras bicicletas. Le llamábamos el circuito suicida porque había un par de saltos que eran de lo más peligrosos. Uno de ellos, que estaba justo antes de la meta, consistía en sortear una acequia —que por sus dimensiones, más parecía un canal— tomando impulso sobre una rampa que habíamos construido con piedras y palos. Era un artefacto completamente inestable, como supondrán.
Una mañana, vinieron los niños de la otra calle a pavonearse con sus bicis nuevas. Unas bicicrós que habían recibido para la Pascua y que, a juzgar por cómo brillaban, las habían usado muy poco. Resultó que uno de los niños, el Gordo Pulgar —¡sí!, como el dedo—, que era el líder de los Parafina (les decíamos así porque vivían en la calle de la única bomba de bencina que había en el barrio y, según nuestro particular olfato, siempre tenían olor a parafina), nos desafió a una carrera en nuestro circuito suicida. El Gordo Pulgar nos dijo que no tendría problemas en derrotar al mejor de nosotros y que, para demostrar la confianza en sus capacidades y las de su nueva bicicrós, apostaría su bolsa de bolitas.
La bolsa de bolitas de Pulgar también era célebre en el barrio. Contenía los más finos ojitos de gato, bolones de acero y bolitas multicolores que la imaginación pudiera concebir. Se decía que había tardado años en reunirla. Para nosotros, aquella bolsa era lo más parecido al mayor tesoro que hubiésemos visto en nuestras cortas existencias.
Nuestro mejor corredor, Nando, estaba con yeso desde hacía una semana, y Lily, quien le seguía en velocidad arriba de la chancha, no estaba dispuesta a probar esa precaria construcción que llamábamos rampa y que, curiosamente, ella había ayudado a construir.
—Yo voy —dijo Marraqueta, acercando al grupo su antiquísima Caloi azul. Y al verla, el Gordo soltó una gran carcajada que se oyó hasta en el estadio San Eugenio.
—¿Y contra ese vejestorio quieren que compita? —preguntó burlonamente—. Deben estar locos, pero si así lo quieren, acepto. Y si pierden, me llevo este fierro viejo para vendérselo a don Lalo, el de la desarmaduría. ¿Estamos?
—Estamos —contestó Marraqueta muy seguro. Demasiado, considerando lo malo que era para andar en bicicleta. Los demás tratamos de disuadirlo, pero fue inútil. Marraqueta tenía una fe ciega en su bici y estaba convencido de poder vencer a su contrincante.
Los corredores se pusieron en el punto de partida, y a la señal convenida, partieron raudos. Como era de suponer, Marraqueta se quedó atrás de inmediato. El Gordo rápidamente le había sacado una vuelta de ventaja y pedaleaba como si fuese la última carrera de su vida. Marraqueta mantenía un ritmo cansino, y parecía estar más preocupado de sortear con decoro todos los obstáculos antes que de derrotar a su oponente.
Llegó la última vuelta y, con ella, el salto sobre la acequia que era necesario para ganar la carrera. Frente a nosotros pasó soplado Pulgar, arriba de su bicicrós, dispuesto a alcanzar la mayor velocidad posible para sortear la zanja. Iba todo bien, hasta que puso una rueda sobre la rampa. Como era de suponer, esta cedió al peso del corredor y se abrió cual banana split. La bici del Gordo no se elevó en lo más mínimo y avanzó directo al fondo pantanoso de la acequia.
Mientras, Marraqueta avanzaba sereno hacia el obstáculo.
—¡No, Marra, no! —gritamos a coro, pero Marraqueta continuó avanzando, preso de un inexplicable trance que le impedía escuchar lo que ocurría a su alrededor.
Siguió pedaleando como si nada y a unos metros del foso aceleró su Caloi. Ya estábamos preparados para lo peor, cuando sucedió algo extraordinario. Marraqueta, a unos cuantos centímetros de la acequia, se paró sobre los pedales y con un rápido movimiento de su cuerpo levantó la bici. La maquinita se elevó del suelo como una pluma y cruzó sin problemas la zanja.
En este punto de la historia, los testigos del hecho tenemos distintas versiones. Para mí, el salto era físicamente realizable, considerando la velocidad que alcanzó Marraqueta y el peso de mi amigo, que por ese entonces estaba literalmente en los huesos. Para Nando y Lily, la bici se mantuvo suspendida por más tiempo del que las leyes de la física permiten, y aseguran que la Caloi voló sobre aquella acequia.
A juzgar por el rostro de asombro del Gordo Pulgar —testigo privilegiado del hecho— al salir de su fangoso destino, la teoría del vuelo me pareció más razonable. Con hidalguía aceptó su derrota, se acercó a Marraqueta y le entregó, sin decir palabra, la bolsa de bolitas que había prometido. Nosotros desarmamos la rampa, o lo que quedaba de ella, y nunca más incluimos ese salto en nuestros circuitos ciclísticos.
3
Pero volvamos al día del pinchazo de la célebre Caloi azul de Marraqueta.
Con la maquinita pinchada fuimos a ver a don Anselmo, un antiguo entrenador de ciclistas que, ya retirado, había puesto su taller en nuestra cuadra. El local estaba desde hace años, mucho antes de que nosotros llegáramos en 1980. Era una casa verde, igual a la nuestra, pero tenía un gran agujero en una de las murallas que daba a la calle. En lo que había sido un dormitorio de la casa estaba el taller.
Dos mesones de gruesa madera dispuestos de manera perpendicular flanqueaban el espacio central. Al costado opuesto, un tambor cortado a la mitad lleno de agua oscura sobre unos caballetes de madera ennegrecidos por el aceite. En las paredes, un sinnúmero de herramientas y repuestos ordenados por clase y tamaño. Todas las llaves inglesas en un sector, las allen en otro, volantes, bielas y cadenas en otro. Sobre los mesones, algunos tarros en los que sobresalían pernos, tuercas y golillas. Y más allá, colgados del cielo raso, marcos de bicicletas, llantas y neumáticos.
Cuando llegamos, don Anselmo estaba sentado en un banquito carpintero a la salida del taller, bajo un añoso pimiento que daba muy buena sombra. Era un viejito menudo y delgado, siempre con un overol de mezclilla, bigote cano, gafas caídas sobre su nariz, frente amplia y abundante pelo rizado. Hombre de pocas palabras, nos vio acercarnos sin sobresalto y dejó que habláramos primero.
—Buenas tardes, don Anselmo —saludó Lily, y continuó sin esperar la respuesta—. Mire, le traemos la Caloi de Marraqueta para que le arregle este pinchazo —y le acercó la bici al viejo entrenador. Este le echó una mirada al aparato y luego a su reloj de pulsera.
—Nada hasta las tres y media —dijo indicando su reloj que marcaba las tres veinticinco. Nos miramos resignados y nos fuimos a sentar a la cuneta de enfrente.
—Tres y media —gritó un momento después, y entró en su taller.
Mientras arreglaba la bicicleta, y los demás, en especial Marraqueta, permanecían atentos a la operación, me fijé en un rincón del lugar. Limpio de grasa y polvo, parecía tener un tratamiento especial respecto del resto del cuarto. De hecho, se podían distinguir las pequeñas flores lila del papel mural original. Sobre este tapiz, enmarcadas en brillantes marcos de bronce, había tres fotografías de un mismo ciclista. Eran fotografías antiguas, recortadas de algún diario. En la primera, el deportista pedaleaba sobre su bicicleta, levemente inclinado a la derecha, concentrado, con la vista fija en el camino. En la segunda, aparecía el mismo ciclista, esta vez rodeado de una muchedumbre que lo abrazaba y posaba feliz para las cámaras. En la tercera, el pedalero estaba detenido sobre su bicicleta, con las manos en la parte superior del manubrio, serio, posiblemente en algún velódromo, pues al fondo se recortaba la franja blanca característica de este tipo de pistas. Su bicicleta era completamente negra, excepto por cinco letras blancas sobre uno de los tubos del aparato que completaban la palabra “Krumm”.
—¿Quién es él, don Anselmo? —pregunté volviéndome al entrenador.
—Pues un ciclista, chiquillo, qué más, un ciclista —gruñó el viejito.
—Pero cómo se llamaba pues, don Anse —insistió Nando, que también se había fijado en las fotos.
El entrenador dejó lo que estaba haciendo, se quitó los lentes, miró las fotos y algo molesto nos dijo:
—Qué importa su nombre, mejor olvidarlo como lo han hecho todos. Además, no son tiempos para andar buscando nombres—. Dicho esto, volvió al pinchazo de la Caloi, que ya estaba casi lista para dar unas vueltas más a la manzana.
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