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Papelucho perdido
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Soy un perdido y la Jimena del Carmen, ídem, y lo peor es que nadie nos busca. No hay avisos de radio que digan: “Se gratificará con un barril millonario al que devuelva niños perdidos, etc., etc.”, ni cosa por el estilo. Porque mi familia es de esa gente que busca las cosas perdidas, pero jamás la fruta ni la plata ni los parientes. Tampoco buscaron a la tía Ema, sino que dijeron siempre: La Ema es una perdida, y se acabó el cuento.
Ellos creen que uno se pierde adrede y quieren obligarlo a encontrarse. Pero, mis queridos radioescuchas, vean ustedes cómo sucedieron las cosas.
Una mañana de luna llena y bello atardecer, amaneció mi mamá con esos nervios de confusión tremenda que tienen las mamás para los días en que hacen maletas.
—¡Quítate, que estorbas! —le dicen al que quiere ayudar, y si uno se va, lo llaman: —¡Ven acá tú, y sé útil por una vez en tu vida!—. Y así entre cosas hirientes y refulgentes van desordenando la casa entera y revolviéndole a uno las ideas. Hasta que por fin conseguí preguntarle a la Domi:
—¿Qué pasa? ¿Es que nos persiguen o mi papá ha hecho algo malo? ¿Para dónde nos vamos?
—Nos vamos al África (¿o era Arica?).
—¿Echaron al papá de la refinería?
—Nos vamos porque queremos. Tenemos mejor trabajo... —y se rio misteriosa.
Fue un día atroz. Mi papá partió temprano a ordenar su oficina y quedó mamá contando cucharas, pañales y revolviéndolo todo para encontrar su chaqueta de piel. Hasta que por fin se acordó de que la había vendido en Santiago. Pero confundida y todo, dejó la casa entera metida en bolsas, maletas, atados y canastos para partir a la mañana siguiente en un taxi.
Era de esos taxis que dicen en la puerta “cierre suave”, con olor a extranjero y con chofer de bufanda café, pero con los tapabarros bastante arrugados y un tarro con agua para cuando hierven, y un braserito para el té y mil metros de cordel por si hay que remolcarlo y un letrero con patas que dice pare y, en fin, con la maleta llena. Total que vamos discutiendo que dónde pueden meterse los bultos, maletas y paquetes si no hay ni un hueco. Y mi papá se fue poniendo avión a chorro y hasta hubo puñetes y el chofer ni se fijó que le dio un portazo a su puerta “cierre suave” y partió con furor.
Mi mamá se puso a llorar de desesperación, pero en ese momento pasó Alejandrino Freire en su regio camión y nos trepó a todos, con cacerolas, cuna, radio, chupetes, maletas, bolsas, lámparas, paquetes, atados, etc.
Javier, la Domi y yo íbamos atrás entre los bultos y mientras Javier aprovechaba de escribirle a su polola, la Domi sacó unos sándwiches calentitos que traía en un bolsillo secreto y yo alimenté a mi pobre Judas, el pingüino que me regaló anoche mi amigo Ramón Freire. Y Judas no quería comer porque tenía la cabeza como lacia y dice la Domi que estaba fallecido. Y yo le hice respiración artificial y por fin se lo entregué a Alejandrino para que se lo llevara al Ramón para que se lo devolviera a su madre pingüina que vive en la isla.
Y estaba pensando en lo que haría la pingüina para enderezarle el pescuezo lacio a mi Judas, cuando mi mamá me zamarreó un brazo porque había que bajar del camión ahí en la estación de Viña. A ella se le habían olvidado sus lágrimas y otra vez se había vuelto general y daba órdenes a todo el mundo.
—¡Corre a comprar los boletos! —le chillaba al papá.
—¡Hazte cargo de la guagua! —le gritaba a la Domi.
—¡Cargue los bultos! —ordenaba al de la gorra colorada.
—¡Cuenta cuántos son! —le mandaba a Javier, y cada uno le obedecía calladito.
Había bastante gente y en la boletería una cola larga que se alargó otro poco con mi papá detrás. Mamá seguía al mando de nosotros y los bultos. Parecía un Arturo Prat en medio de la batalla y repetía todo el tiempo:
—El tren para en Viña solo un minuto. Hay que subir rápidamente y tomar asiento.
Y miraba la vía por si venía el tren y a papá en la punta de la cola. Era un verdadero aeronauta a punto de elevarse.
—Javier, anda a decirle a tu padre que se apure —dijo de pronto.
Javier partió y no volvió nunca más.
Apareció un tren acercándose a todo rechifle y mi mamá ordenó:
—Domitila, tú te encargas de los bultos. Tú, Papelucho, de la guagua. Yo voy en busca de Javier y papá —y desapareció en el espacio.
Llegó el tren majestuoso y antes de que parara yo metí a la Jimena y el pelotón de gente me metió a mí. Me senté con violencia en el primer asiento que encontré y miré por la ventana. Ahí estaba la Domi en la estación pescando los paquetes y canastos, haciendo un desparramo atómico. Sus brazos cortos se topaban con su gordura y no cabía nada en sus manos confundidas. Los atados se reventaban y era una revolución de chombas, cacerolas, cepillos de diente y zapatos, sábanas y coladores y el montón crecía cada vez más.
Pitó el tren y partimos suavemente mientras la Domi y su montaña se iba alejando poco a poco. El tren era muy largo y yo pensé que allá, en el último vagón, se treparían Javier, mi papá, mi mamá y la Domi con toda su confusión y su montón de paquetes. Era lógico, porque el último vagón pasa mucho más tarde por la estación.
Ahora corría el tren galopando por su vía entre peñascos chilenos sin importarle cerros ni postes y su genial castañeteo de fierros aturdía los nervios. Yo esperaba todo el tiempo ver aparecer a mi papá y mi mamá con la Domi y sus paquetes, trotando por el pasillo, pero nada... Hasta que me acostumbré a no esperarlos, porque cuando no se espera, es cuando llega la gente.
La Jimena del Carmen iba feliz. Apretaba los ojos y abría su tremenda boca sin poderla cerrar por la fuerza del viento y al fin se veía peinada con sus mechitas tiesas para atrás.
Resulta que cuando no pasa nada, da hambre. Y a mí me acongojaban mis tripas estereofónicas, porque dale con pasar unos mozos con bandejas de sándwiches.
Lo pesqué de la manga y le dije: —Señor, ¿me puede fiar dos? Mi papá se los paga cuando llegue.
—Cuando llegue te los doy —dijo con voz áspera, y se fue.
Conté hasta veinte, hasta trescientos, hasta mil novecientos setenta y uno... ¡Y nada! Mi papá no llegó. La Jimena se había puesto odiosita y no quería estar sentada. Ella sabe caminar para un solo lado. Yo la ponía de perfil en el pasillo y partía para el lado equivocado y se caía y lloraba. Los suelos del tren tienen una mugre rara y la Jimena al poco rato parecía un neumático. Una señora la compadeció y me dijo:
—Al fondo del vagón hay un lavatorio.
Llevé a la guagua y era un excusado del porte de un confesionario, pero con un olor tremendo, y yo empecé a lavar a la Jimena por pedazos, hasta que me aburrí y la lavé enterita con ropa y todo. No había con qué secarla y sus vestidos se le pegaban tal como a los santos de yeso. Tampoco podíamos salir de ahí porque la puerta se había cerrado perpetua. Pero de repente se estremeció el tren como terremoto y ¡zas!, se abrío la famosa puerta y caímos los dos afuera.
La genial señora del excusado recogió a la guagua que se había puesto entera negra otra vez con el costalazo, la desvistió, la secó con su pañuelo y me dijo que sujetara la ropa en la ventana para que el viento la secara.
Yo obedecí, pero ni sé si se desintegró en el viento la famosa ropa o quiza se voló. Menos mal que la Jimena es de esas guaguas gorditas que se ven bien en calzones y parecen muñecas plásticas de las más caras. En todo caso la gente ahí se hizo amiga y empezó a darnos galletas, caramelos y hasta un pañuelo de seda que le pusieron de vestido a la Ji.
En eso paró el tren y todo el mundo empezó a bajarse muy apurado.
Yo también me bajé muy apurado. Había miles de gente apurada que empujaba para subirse más apurada a otro tren. Yo ídem con la Ji porque me acordé de eso que siempre dice mi papá: “Donde fueres haz lo que vieres”.
Este tren resultó más estupendo y volví a creer que iba a encontrar en él a mi mamá, porque tenía gente nueva, asientos blandos, vidrios limpios y olor suave. Ya no teníamos hambre y ni nos importaban los vendedores de cosas.
Mirábamos apasionadamente a cada persona, pero ninguna era de la familia, cuando suavemente partió el tren. Casi pensé ponerme triste, pero después volví a pensar que era mejor creer que luego llegaríamos a Arica (¿o era al África?) y encontraríamos a todos en la estación esperándonos. Y con este pensamiento me dormí...
Soñaba que vivía con mi papá y mi mamá en una casa de nylon en Arica, y aunque había miles de chocolates importados a ella le daba por preparar sopas de pollo, y échale pollos y más pollos, y dale y dale hasta que por fin desperté con odio a los pollos.
Y otra vez nos dio hambre.
El tren era una especie de jet y volaba con un zangoloteo furibundo que me tiraba la guagua encima a cada instante. Junto con el olor a sopa de pollo salían todo el tiempo por la puerta del carro unos mozos con chaqueta casi blanca y montones de platos chorreando guisos ricos. Cada vez creía yo que era para nosotros, pero seguían de largo. Hasta que al fin le pregunté a uno:
—¿A qué hora nos vas a servir a nosotros, señor?
—Sirvo al vagón comedor —contestó con cara de león de la Metro Goldwyn Mayer, y nos hizo un desprecio.
—Vamos al comedor —le dije a mi hermana.
—Te te te te —me contestó ella amablemente...
—A lo mejor están ahí mamá y los demás... —le dije a la Ji.
—Te te te te. —Lo bueno de la guagua es que entiende todo lo que le dicen, pero contesta siempre lo mismo.
—Ponte de lado para que camines de frente.
—Te te te te.
Pero era inútil, porque el apuro del tren nos hacía chocar y chocar. Llegamos a un vagón con mesitas que tenían pan, mantel, mostaza, florero y aceitero. Pescamos un asiento y ahí nos instalamos perpetuamente; le di un pan a la guagua y se quedó tranquila baboséandolo. En la mesa de nosotros una señora y un caballero comían una chuleta jugosa que me daba tilimbre en las tripas. Por fin se acercó un mozo y preguntó:
—¿Qué le sirvo, joven?
—Lo mismo que al caballero —dije.
—¿Y a la criaturita?
—Ídem —contesté.
El caballero sonrió y se hizo amigo mientras volvía el mozo.
—¿Viajan solitos? —preguntó.
—No, en familia —expliqué—. A mi papá lo han trasladado al norte.
—¿Al norte? Pero este tren va hacia el sur... —me contradició.
—No digas tonterías —dijo la señora, soltando la chuleta—. Eso depende del pueblo en que viven.
—Pero este tren va al sur —alegó, un poco furioso—. Tú siempre me discutes.
—Solo cuando dices tonterías —dijo ella y volvió a morder el hueso. Por suerte apareció el mozo con los platos de chuletas. Cuando uno come algo tan sabroso no se oye, y solo se ven las caras llenas de furia.
La guagua se atoraba porque no tiene dientes, pero tragaba por fin, y cuando llegó el postre y estábamos contentos y sin hambre, se armó el enredo grande. Porque el caballero y la señora se agarraron a pelear con el mozo porque no querían pagar nuestra comida. Pero menos mal que aunque estaban furiosos, ya no peleaban entre ellos.
—Jovencito —me dijo a mí el caballero—. Haga el favor de decirme dónde está su padre...
—No tengo la mayor idea —contesté.
—Es que tendrá que decírmelo. Me debe su almuerzo y el de su hermana... ¿En qué vagón viaja su familia?
—Eso es lo que no sé.
—Explíquese.
—A mi papá lo trasladaron al norte y hoy fuimos juntos a la estación a tomar el tren. A mí me dejaron con la guagua mientras iban a ver no sé qué enredo de maletas. Cuando vi que el tren se iba, nos subimos y... Nada más.
—Vamos viajando hacia el sur —dijo con cara de odio.
Sentí una cosa rara. La guagua y yo íbamos viajando al sur, ¿a qué parte del sur? Menos mal que estábamos en el tren y ahí la cosa era segura. La cuestión era no bajarnos nunca del tren, así tendríamos comida y de todo. Además, mientras más lejos fuera el tren más se demoraba en llegar y más tiempo les daría a mi papá y a mi mamá para alcanzarnos.
—Parece que tomamos el tren equivocado —le dije a mi hermana.
—Te te te te —me contestó y se rio. Eso bueno tiene, que ni es miedosa ni acomplejada.
La señora seguía alegándole al marido:
—Hay que darle cuenta al conductor —decía.
—Déjate de tonterías... ¿Qué sabe el conductor?
—Telegrafiará a Investigaciones. ¿No te das cuenta que son niños chicos y van viajando solos? ¿No comprendes todavía que son niños perdidos?
¡Dios mío! Éramos igual que la tía Ema. Lo que yo no había querido ni pensar... Perdidos...
No en un teatro, no en la calle: ¡En una tierra extraña! Recé: “San Antonio, haz que alguien te haga una promesa y nos encuentren. Te ofrezco que mi mamá vaya de rodillas a alguna parte y mi papá dé todo lo que tiene a los pobres... ¡Pero haz que aparezcamos pronto!”.
No sé qué cara puse ni sé por qué me dio tanto romadizo (de esos que dan sin pañuelo), pero la cuestión es que de repente la señora y el caballero se volvieron como tíos, de esos tíos que vienen de Europa en avión, y nos empezaron a decir: “Mijito y mijita”, y como a cuidarnos y a mostrarnos el paisaje y a decirnos que ligerito íbamos a encontrar a nuestra mamá y a nuestro papá.
Y me compraron una revista de historietas y me fui a sentar bien lejos para poder leer y leer y no pensar más.
La Jimena se había dormido con su boca abierta, acurrucada entre un desconocido y yo. El tren veloz y supersónico esquiaba por los campos patriarcales y yo leía otra historieta del diario del desconocido, cuando su cara reemplazó a los monos.
—Voy a volver la página —me dijo con voz áspera.
—Espere un poco —le repliqué, mientras leía el final.
En ese momento se acercó el inspector.
—¿Los niños viajan con el señor diputado? —preguntó al desconocido.
—Así parece —respondió él con ojos picarescos. El inspector hizo un saludito a la gorra y partió. Entonces me fijé que el diputado era un señor igual que cualquiera, pero un poquito más gordo solamente.
—¿Usted también va al norte? —le pregunté.
—¿Al norte en flecha? —exclamó—. ¡Vamos al sur, hijo!
En ese momento me acordé de todo otra vez. Íbamos en viaje al sur mientras que mi mamá y los demás iban al norte. Cada minuto y cada vuelta de rueda de los dos trenes nos separaban más.
Mientras el tren que llevaba a mi mamá subía por el mapa, el de nosotros bajaba con violencia.
¿Qué hacer? Había que parar el tren, había que decirle al maquinista que pusiera marcha atrás. Pensé a chorro.
—¿Usted es diputado de nacimiento? —le pregunté al señor. Yo sabía que no.
—No, hijo: ¡Fui elegido por el pueblo!
—¿Para qué?
—Para estudiar las leyes, para gobernar en el Congreso.
—¿Usted puede mandar entonces? ¿Por qué no hace el favor de decirle al maquinista que ponga marcha atrás? Queremos ir al norte a juntarnos con mi papá. Si sigue andando este tren nos vamos perdiendo más y más...
—Comprendo —dijo con carraspera—. Sin embargo no es posible llevar al norte a toda esta gente que ha tomado pasaje para el sur. ¿No te parece?
Yo comprendí y me dio hipo.
—En Osorno me preocuparé de ti —dijo.
—¿Falta mucho para llegar a Osorno?
—Un par de horas. ¿Por qué no duermes como tu hermanita?
Cerré los ojos para no ver más estaciones, porque esta flecha fatal pasaba de largo en todas, despreciándolas. Los ojos se me abrían. Había que hacer algo. Yo me desesperaba, y cuando uno se desespera dan ganas de que venga un temblor para que la desesperación se remezca y cambie. Pero en un tren ni hay caso porque uno va remecido perpetuo. Y cuando uno no quiere perderse y se va perdiendo a cada minuto más y por la obligación de un estúpido tren... ¿Qué hacer para atajarlo?
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