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Papelucho casi huerfano

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Antes, yo siempre escribía mi diario, pero un cabro de la clase me lo tiró a la basura y ya no escribí nunca más.

Un buen día, llegó un señor a verme. Era un señor con cara de águila y miles de arruguitas debajo de los ojos. También tenía una camisa con caracoles y la nariz con pelitos asomados.

—Papelucho —me dijo—. Me ha costado trabajo dar contigo... Fui yo el que encontró tu diario en la basura, y ahora es todo un libro. ¿Has seguido escribiendo?

—No.

—Eso me parece mal. Te he traído un precioso cuaderno con tapas de jabalí, para que sigas escribiendo tu diario.

—Muchas gracias —le dije. Era una pena pensar que esas tapas habían sido un verdadero jabalí y este señor lo aplastó para hacerlo un puro cuaderno. ¿Por qué no me traería el jabalí mejor?

—¿Usted es explorador? —le pregunté.

—¿Explorador? Bueno, en cierto modo —dijo—. A veces se encuentran tesoros en un basural...

—¿Y el jabalí?

—¡Ah! Te refieres a mi regalo... Bueno, me pareció justo buscar lo más valioso en la materia para regalarte. Es muy escaso encontrar una encuadernación como esa. Pero para tu diario...

—Para otra vez me trae el jabalí. No pienso escribir más mi diario...


Me da mucha rabia ver que los hombres son tan injustos con los animales. Y creo que es de pura envidia. Porque los animales no tienen que hacer tantas tonteras como ellos: no tienen que cortarse el pelo ni las uñas, ni andar limpios, ni pagar cuentas, ni trabajar, ni hacer tareas, ni ser ricos, ni enfermarse, sino que simplemente se mueren y se acabó. Y tampoco tienen alma y eso es una cuestión con que uno nace sin que le consulten siquiera. Y el alma es una cosa que estropea muchos programas. Sería bueno podérsela sacar y poner, como los zapatos nuevos que aprietan o se estropean.

—¿Que no piensas escribir más tu diario? —el señor de cara de águila casi hacía pucheros. Se veía que no era muy hombre, y no daba lástima, sino al contrario.

—No pienso —le dije— y si quiere le devuelvo su regalo.

—De ninguna manera —dijo poniéndose chinchoso—. Es tuyo. Pero sobre la cuestión de tu diario voy a proponerte un negocio.

—¿Un negocio?

—Algo que te dé interés en escribir. Por ejemplo, ¿te vendría bien tener unas diez lucas?

Apenas lo dijo, me acordé de ese pollo asado en la vidriera de la fiambrería, de esa máquina fotográfica, de ese rifle...

Total que no por el interés de la plata, sino de las cosas que voy a comprar con mis diez lucas ahora escribo mi diario otra vez.

Y cuando le dije que sí al señor, se puso tan feliz que habló con mi papá, mi mamá y la Domitila y a todos les dio por mirarme como si yo fuera telenovela. Y todo lo que yo decía lo encontraban original. Y me daba un poco de rabia, porque yo no conocía más que al pecado original. Pero después supe que había gente original también y que Cantinflas era como yo y me consolé.

Y cuando por fin se fue, casi le cuento a mi mamá que me habían prometido las diez lucas. Pero ella estaba tan injusta, retándome porque se me habían roto los zapatos, que ni pude decírselo.

Fui feliz todo el día, pero mi papá estaba rabioso y no me dejó gozar de la vida. Lo que pasa es que él está un poco pobre... Y a mí ni me importa no comprarme el pollo y las demás cosas por ahora con tal de darles la sorpresa de mis diez lucas.

¡Cómo se van a arrepentir de haberme retado! Debe ser terrible ser injusto con un hijo que les da tanta felicidad como la que yo les voy a dar.

Y después, cuando los vea contentos y con plata, escribo otro diario y me doy gusto yo con lo que me paguen, y ¡listo!

El otro día mi mamá le decía a alguien que estamos en la miseria y trataba de llorar o cosa por el estilo y a mí me dio mucha pena pensar que estamos en la miseria y que esto es la miseria, aunque no se nota mucho. Porque algunos creen que la miseria es con frío y harapos y hambre, pero en realidad hay de todo igual que antes, lo único es que eso que hay es “a la cuenta”.

A uno lo encuentran flacuchento y los chiquillos le andan poniendo nombres, pero es que uno se preocupa de pensar que sus padres no tengan ni un peso y dicen que las preocupaciones matan y sería terrible morir tan joven. Uno tiene tanto por venir. Yo no quiero morir de eso todavía y por eso tengo que distraerme y tomar helados o salir. Lo malo que hay es que el padre de uno es algo que está ahí como un dedo apuntando y si a él le va mal, ese dedo se pone como aviso luminoso y nos persigue y todo se ve igual y cuando uno come helados les encuentra gusto a dedo y cara de padre de uno. Es muy atroz.

Lo bueno de ser pobre es: 1º que uno no va al colegio el último trimestre; 2º no importa si a la casa se le caen pedazos o se rebalsan los lavatorios, porque es casa antigua, y 3º no hay necesidad de andar pituco. Y lo malo es que los papás dale con que no hay plata ni para helados. Total que yo decidí poner un taller de composturas y puse un letrero en la puerta que dice: “El componedor mágico, se arregla de todo: Papelucho y Co., Limitada y Anónima” y me trajeron una silla rota y le amarré bien la pata, pero después vino la cocinera de al lado y quería que le arreglara su reloj y claro que no tenía remedio.

Resulta que en la tarde vino un inspector de esos que andan por ahí con la tontera del comisariato. Y me preguntó si tenía patente de negocio y aquí y allá y que el parte y que la multa.

Hasta que total, que yo le di el frasco de mermelada que había guardado mi mamá en el armario. Peor era que me llevara preso, pensé. Así que cuando llegó mi mamá yo le dije:

—¿Quién hizo las leyes? Yo creo que debe haber sido un perverso, porque si no las hubiera hecho, nadie estaría preso...

—Pero no habría manera de defenderse —dijo ella sorbiendo el té.

—De defenderse, ¿de qué? Así que tú encontrarías que tienen razón si mañana toman preso al papá por la cuestión de la ley...

—¿Por qué dices eso? Tu papá no hace nada en contra de la ley. ¿De dónde has sacado semejante disparate? —y siguió hablando y hablando y sorbiendo y hablando cada vez más ligero y poniéndose colorada de nervios y me preguntaba quién me había dicho eso y etc., etc.

Y yo también me contagié de verla y no sabía lo que pasaba y quería explicarle que podía ser yo el preso, pero ella no me dejaba, y dale con seguir hablando y hablando. Al fin le pude decir que ya no había mermelada porque yo la había tenido que dar para no ir preso.

—¡Explícate! —me dijo con cara de insulto y se me quitaron todas las ganas de explicarle. Entonces Javier le contó lo del inspector y a ella le vino el estérico y dale con reírse y reírse hasta que la Domi le trajo las píldoras.

En fin, que uno más vale que no tratara de ayudar a los grandes porque es inútil entenderse con ellos. O sale mal o le largan un tremendo reto y más vale no tratar...


Resulta que anoche sonó el teléfono y era para avisar que se había muerto el tío Tristán. Javier recibió el recado y cuando lo contó en el comedor, alguien dijo: “¡Al fin!” o puede haber sido: “¡En fin!”. En todo caso mi papá y mi mamá salieron altiro y ella se puso el abrigo negro que tenía en venta y que quería que le comprara a plazo la Domi. Y después llamaron diez personas más para avisar que se había muerto el tío Tristán. A la once vez que sonó el teléfono antes de que me lo dijeran, yo dije: “¡Ya sé que murió el tío Tristán!” y una voz me contestó: “¡Mocoso insolente!” y cortó.

Dice la Domi que a nadie le falta un tío millonario en caso de apuro y que el tío Tristán era tan rico porque era demente y no tenía ninguna idea en la cabeza, dice la Domi, ni siquiera la de casarse. Pero que a cambio de hijos tiene sobrinos, familia y lo demás, y parece que ahora vamos a ser requetemillonarios. Igual que en los libros, justo cuando nos moríamos de pobres, ¡zas! nos volvemos millonarios.

—Capaz que nos metan en el colegio otra vez —le dije—. Pero la Domi piensa que si somos tan ricos no necesitamos educarnos mucho porque en todo caso no vamos a trabajar.

Total que con Javier casi no dormimos haciendo la lista de las cosas que vamos a comprar mañana.


Parece que estamos de luto porque se murió el tío Tristán. Lo malo es que todavía no le entregan la plata al papá, así que no podemos comprar. Hoy vino una señora a dar el pésame y cuando la Domi nos dijo que venía a eso, fuimos a ver cómo lo daba. Mi mamá parecía muy triste, así que pensé que algo le pasaba y sobre todo cuando nos dijo:

—Lindos, por favor váyanse a jugar...

—No tenemos a qué jugar —dijimos.

—Por favor, lindos... —suplicó.

Javier la miró asustado y después dijo que queríamos ver el pésame que le iban a dar y la visita soltó la risa y la mamá se hacía la que se reía; pero yo creo que tenía algún dolor, así que no me moví porque pensé que podía darle un ataque y quería esperarlo. Entonces ella dijo:

—Cámbiate el pantalón, hijito, está roto...

—Usted sabe que no tengo otro —le dije y me senté en la rotura. Entonces me dio un tremendo pellizco y yo grité del dolor y ella me miró con ojos de loca y yo me fui. Y tenía tanta rabia cuando me encerré en mi cuarto, porque quería entenderla y entenderla y al último se me pasó la rabia porque no la pude entender jamás.


Apenas se fue la visita, mi mamá vino a buscarme y ya me iba a retar cuando por suerte me acordé de ese día en que me dolió tanto el estómago y le conté sin decirle que era el año pasado.

Entonces armó el escándalo de que me fuera a la cama, que el caldito y el pan caliente en el estómago. Y ahí quedé yo metido, y el pan estaba rico y bien quemadito y crujidor. Pero es más aburrido acostarse en verano y también no poder comer ni helados. Por suerte la Domi me trajo un cartucho de caramelos de limón para matar el hambre; pero me suenan las tripas y de pura desesperación me comí el queso de la trampa que estaba limpiecito, porque si el ratón lo hubiera probado se habría quedado preso.


Parece que somos millonarios, pero es igual a la cuestión miseria: no se nota nada. Todo es ídem que antes y no hemos podido comprar lo que necesitamos. Javier ya ha hecho diecisiete listas y yo veintitrés y todavía nada. Dicen que estamos todos muy contentos por esto de la herencia, pero la única ventaja es que uno puede pensar en lo que va a comprar. Nada más.

Han venido cuatro visitas y mi mamá todo el tiempo cuenta el mismo cuento de que el tío tenía un poquito de cáncer no más y murió y es mejor para que no sufra. También hablan mucho en el comedor de comprar una casa propia, pero mi mamá quiere ir a viajar. A papá lo llaman por teléfono todo el tiempo y hablan de negocios y millones y cuando corta, sale silbando a la ventana y mira para afuera con las manos en los bolsillos. Hoy vinieron unos señores a pedirle que por favor fuera diputado. Yo sé que es algo importante, como ministro o por el estilo. Mi mamá y mi papá discutieron mucho el asunto porque mi mamá dice que es muy caro. Pero de todos modos a él le parece rechoro, se le nota, aunque dice todo el tiempo que hay que salvar a la patria.

En todo caso nos regaló una luca a Javier y otra a mí, pero no nos alcanzó ni para tres cosas de la lista y eran ochenta y nueve las que necesitábamos.

Ayer vinieron a ofrecerle un auto remacanudo al papá. Tenía ocho faroles, radio, calefacción, televisión y lavadora, y salimos a probarlo felices, pero a mi mamá le ha dado con el viaje y se ponen a discutir y al último gana mi mamá porque el tío Tristán era tío de ella. Así que el auto se fue con el señor que lo vendía y bien triste, pero no tanto como Javier y yo.


Cuando éramos pobres nos hicimos tan amigos con Javier porque como no íbamos al colegio teníamos que jugar juntos, sino ¿con quién? Bueno, cuando nos hicimos millonarios seguimos amigos un tiempo, pero ya me está pateando la amistad porque Javier está tan fantoche que no se puede aguantar. Por eso le dicen “el Haga Kan en chauchas” y a uno no le cae bien tener un hermano con sobrenombre. Pero lo malo fue que la mamá nos pillara peleando. Tantas veces que hemos peleado y nunca nos agarraban... Ahora, claro, aprovechó para castigarnos y decir que nos iba a dejar otra semana sin plata. Eso lo hace de puro aprovechadora porque la plata no la tenía de ninguna manera. Este es el verdadero cuento del tío.

Y no sería raro, porque nosotros nunca conocimos al tal tío Tristán y nadie hablaba de él cuando estaba vivo y ahora no más viene a ponerse de moda.

La mamá se compró un abrigo de piel de ocasión que le vendió una amiga y parece una artista. Los visones son lo más suave que hay. Valía no sé cuántos millones, pero la amiga se lo dio casi regalado. La Domi quiere que le suban el sueldo, pero no se atreve a decirlo, así que yo le dije al papá, porque mi mamá habla mal de ella todo el tiempo. Y papá dijo que era justo.

Bueno, yo había sacado la piel para mostrarle a la Domi lo que es un visón verdadero y le estaba explicando cuando entró Javier y me lo quitó de un tirón. El cuello estaba mal pegado porque se me quedó en la mano, pero yo lo pegué con scotch. Y Javier se burló y dijo que los pelos se le iban a pegar también y que se iba a enojar la mamá y esto y lo otro y me fue subiendo la calefacción a la cabeza y se me fueron las manos y en eso llegó la mamá. Por suerte la Domi había guardado el famoso abrigo, pero el reto y el castigo nos llegó de todos modos.



Javier está enfermo, pero yo creo que son puros calambres y como él es tan aprovechador. Ahora que hay plata es buen negocio enfermarse porque ya le compraron un mecano. A mí me revientan los mecanos que son pura tuerquecita y fierros con hoyos y dale que dale atornillando... Si yo me enfermara pediría un tren eléctrico igual al que tiene el papá del Soto y lo armaría en mi cama y no necesitaría levantarme más de lo entretenido que lo pasaría.

Resulta que anda una cosa misteriosa por ahí y se callan cuando entro yo y mi mamá me hace cariños y no hay para qué. No sé lo que pasa, pero me da por creer que yo soy Hansel, pero Javier no es Gretel. Prefería que no me hicieran tanto cariño. Y la Domi también está en el secreto, pero no lo larga y yo tengo que saber lo que es.


Está pasando algo muy raro en esta casa. A veces pienso que yo tengo una enfermedad terrible y mortal y no se atreven a decirme que me voy a morir. La cuestión es que nadie me reta aunque pase lo que pase. Llego a tener ganas de que me den un gritazo, al menos para estar seguro de que estoy vivo, porque de tanto pensar que me voy a morir, creo que ya soy ánima.

El gringo Ripley que vive enfrente andaba con su famoso chicle masca y masca, buscando pelea. Yo lo busqué por la buena y le pedí que me lo prestara un rato. Después le pedí que me lo vendiera. El muy fresco quería que le pagara una luca por él.

—Es importado de North-America —decía con sus ojos de agua limpia.

—Sí, pero está usado —le contestaba yo—. Además es de segunda mano y de ocasión; tiene que ser barato.

—Pero es legítimo —seguía diciendo el gringo y dale y dale y el negocio no se arreglaba y yo me moría de ganas y más ganas de chuparlo hasta que no supe más y de repente me vi en el suelo lleno de tierra y con el chicle y el gringo llorando encima. Y la mamá de él vino a reclamar contra mí en inglés y ahí fue lo raro porque la mía no me retó. Y nunca he visto tanta sangre de narices. Los americanos son resangrientos. Y llorones también.

Por fin parece que tenemos algo de plata, porque compraron maletas nuevas y me van a llevar a ver una bicicleta para regalarme. Resulta tan raro comprarme bicicleta después de la tremenda rosca del chicle y el gringo que hasta la hija del juez, que vive al lado, se metió.

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0+
Umfang:
87 S. 46 Illustrationen
ISBN:
9789563634068
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Bookwire
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