Buch lesen: «Papelucho»

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Papelucho

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Lo que sucede es terrible. Muy terrible y anoche me he pasado la noche sin dormir pensando en esto. Es de aquellas cosas que no se pueden contar porque no salen por la boca. Y yo sé que mientras no la haya contado no podré dormir. Le pregunté a la Domitila qué hacía ella cuando tenía un secreto terrible.

—Se lo cuento a otra —me contestó.

—Pero, ¿si es algo que no se puede contar a nadie?

—Entonces lo escribo en una carta.

—Tú no entiendes nada —le dije—. Es algo que no puede saberlo nadie.

—Entonces, escríbaselo a nadie —me dijo, y soltó la risa.

Otra vez es de noche y ya debería estar durmiendo. Pensando en lo que dijo la Domitila, he decidido escribirle a “nadie”, como ella dice, y que es lo que otros llaman su “diario”. Cuando esté escrito, me habré librado de seguir pensando.

Yo tenía en mi laboratorio un frasco con un invento. Estaba hecho de muchas cosas y, entre otras, tenía dos cajas de cabezas de fósforos, Rinso, miel de abeja, un poco de aceite, crema para la cara y pólvora. La idea mía era ver lo que resultaba y por eso hice con él un sándwich para algún ratón goloso.


Lo dejé sobre mi velador, pero cuando volví, no estaba. Y la Domitila me dijo que se lo había comido. Naturalmente que a ella no podía decirle yo que estaba envenenada. Pero le pregunté qué haría si supiera que se iba a morir.

—Me daría una vuelta de carnero —dijo— porque la muerte es la felicidad del pobre.

—¿Y qué otra cosa más harías?

—Me daría una fiesta y gastaría mil pesos en comer...

—Toma —le dije—. Te doy lo de mi alcancía (treinta y dos pesos). Cómete algo bueno, pero sería mejor que te confesaras.

Me miró con cara de lagartija y me preguntó:

—¿Por qué cree que me voy a morir?

—Porque la muerte viene cuando menos se piensa —le contesté y me encerré en mi cuarto a pensar. Pensé que tal vez sería bueno que ella tomara un purgante, pero después pensé que sería peor. Pensé que debería decirle lo que le pasaba y pensé después, que a lo peor se moría del corazón. Porque no hay seguridad de que se muera del veneno.

Es claro que, si se muere, yo deberé entregarme a la policía. Le escribiré una carta a mis padres y después me entregaré, y cuando cumpla mi condena ya no seré culpable.

En la cárcel puedo estudiar para ser inventor, porque tendré toda mi vida libre para eso. Y tal vez, cuando invente lo que habré de inventar, me absuelvan y todo.

Este pensamiento me pone más tranquilo. Pero lo terrible es estar esperando que suceda la muerte. Es decir, que a ratos me dan ganas de que se muera pronto para arreglar mis cosas de una vez.

A la hora del té, la encontré pálida y sentí frío en el estómago. Le pregunté qué tenía y ella soltó la risa.

—Parece que usté se está enfermando de la cabeza —me dijo—. A cada rato me pregunta unas cosas... Y me mira con unos ojos... —y se rio otra vez. Es una suerte que la Domitila no tenga hijos. Ella dice que no le hará falta a nadie. Eso es muy tranquilizador.

Ahora se me quiere ocurrir que no es cierto que se haya comido el sándwich y que me ha engañado. Quiero pensar que, como es tan mentirosa, me ha mentido otra vez. Con este pensamiento creo que podré dormir.



La Domitila todavía no se ha muerto. Yo hice una promesa para que no se muriera y prometí ser santo. Hoy regalé todas mis cosas, porque para ser santo es necesario regalarlo todo. Todo, menos mi pelota de fútbol, mi escopeta, mi revólver y otras cosas que necesito. Yo no me creo santo porque los santos nunca se creen que lo son. Me gustaría que Javier también fuera santo y me regalara su raqueta. Cuando yo sea santo, voy a hacer verdaderos milagros y que los pobres tengan aviones y cosas por el estilo.

Hoy es Año Nuevo, el aniversario del día en que Dios hizo el mundo. ¿Qué día sería antes?

Me cargan los días de fiesta, porque ya son; prefiero el día antes, porque entonces es “mañana” el día de fiesta.

Sin querer estoy escribiendo mi diario, pero si no escribo, no puedo dormir con este negocio de la Domitila. También es bueno dejar su diario cuando uno se muere para que la gente comprenda lo que uno era por dentro y conozca sus intenciones.

Inventé una oración, y eso que no tengo más que ocho años. La repartí a todos, porque da mil años de indulgencia.

Hoy hubo pollo para el almuerzo y postre de helados de fresas, y para la comida, lo que sobró del almuerzo. Pusieron las copas finas y una se quebró en mi asiento. Me gusta que vengan visitas porque así no hay boche en las comidas. A mí no me alcanzó postre, pero no importa, porque me lo había comido antes.

Ahora que no tengo útiles para hacer mis experimentos, tengo que hacerlos con las cosas de otro. Por eso le pedí a Miguel, el jardinero, que me diera un alicate y un alambre. Y tuve que regalarle dos corbatas de mi papá. Mi papá tiene demasiadas corbatas, y eso es como avaricia, y también hace que Miguel se ponga comunista.

Resulta que junté los alambres del teléfono con los de la lamparita del velador de mi mamá. Lo que yo quería era ver si salían luces del teléfono y voces de la lamparita. Pero nada de eso.


Cuando se hizo de noche, la casa estaba a oscuras y no había a quién llamar porque era día de fiesta y porque estaba descompuesto el teléfono. Pero yo saqué como pude mi instalación, y cuando llegó mi papá cambió los tapones y ¡listo! Ni siquiera hubo alboroto. Siempre es así: cuando uno cree que se va a armar la grande, no pasa nada.

Parece que se murió la señora de la casa de enfrente y había quince autos en la puerta y dos Mercedes Benz de ocho cilindros.


Anoche, cuando estaba durmiendo, desperté con la idea de que la Domitila se había muerto y me puse a pensar y pensar y, por último, me levanté a verla. Resulta que mi papá creyó que andaban ladrones por la casa porque una puerta se cerró de golpe y sacó revólver y todo. Dice que recorrió la casa entera. Por suerte no me vio. La Domitila estaba roncando en su cama, y como yo creí que agonizaba, la desperté y ella me mandó a acostarme y me recomendó que me pusiera un paño frío en la cabeza para mis nervios. Pero no sé qué pasó que amaneció mi cama mojada y yo con tos. Y resulta que solo después del almuerzo he tosido ya ciento ocho veces.

A lo mejor me voy a morir y, en ese caso, me gustaría que me enterraran en un cajón bien pobre y con la plata del más fino le compraran chocolates a los niños pobres. También recomiendo que no me registren mis cajones y que le den alpiste a mi canario. Y que no lloren por mí, porque a lo mejor me voy al cielo.



Todavía estoy en cama con fiebre y bronquitis. Lloré porque Javier fue al cine, pero después pensé que estaba llorando porque quería sufrir y me consolé. Cuando uno quiere sufrir resulta que se pasa la pena y cuando uno no quiere salir, llega la mamá y lo saca a uno en auto.

Se me desparramó la sopa en la cama y me pusieron la colcha limpia. También se me rompió el reloj que me prestó el papá. Pero no me retaron porque tenía fiebre. Me gusta estar enfermo porque entonces me llaman “el niño” y me hacen sopa especial y me piden que me la tome así como suplicándome. También me prometen todo lo que necesito y, cuando mi mamá le cuenta al doctor lo de la fiebre y tos, me da pena-gusto y es como reír y llorar. Y también me lavo con agua tibia y, si no quiero, no me lavo tampoco.

Parece que mi timbre sonó toda la noche.

Inventé enseñar a moscas mensajeras. Se me murieron cuatro en el invento, pero ya tengo pensado otro sistema nuevo que voy a ensayar mañana. Y creo que hasta puede llevar un átomo y servir de bomba.

La Domitila está bien todavía, pero la noto más gorda y quién sabe si es el comienzo de una enfermedad mortal.

De todos modos, si ella se muere o no se muere, yo voy a ser santo, así es que no necesito entrar a la cárcel.


Tuve que levantarme en camisa por obligación, porque me caí de la cama y porque se quebró un vidrio con un disparo de mi escopeta y tuve que recogerlo y sacar los pedazos para que no se vieran. Así le ahorré una rabia a mi mamá.

Tengo tan buena puntería que maté la mosca que había en el vidrio y otra que se quedó clavada con la flecha en el techo.


Ahora resulta que nos vamos a veranear a la costa y toda la casa se vuelve maletas y mi mamá está tan confundida que se le pierden las llaves a cada rato y nos reta a nosotros. La Domitila no contesta cuando uno le habla y todo el mundo arma una pelotera porque se rompe una llave del lavatorio. Es una lata estar de viaje porque a uno ni lo dejan salir ni hacer nada y lo echan de todas partes. Uno se siente preso y claro que uno piensa en los presos y cuando ve a su canario enjaulado claro que le abre la puerta y el pobrecito se va. Y mi mamá arma otra pelotera porque se fue el canario, y eso que el canario es de uno.

Por suerte en la tarde vino el gásfiter, ese con olor a maestro y que tiene los dedos tiesos. A mí me quedaron un poco tiesos después de que usé sus herramientas. Lo malo fue que se me cayó la llave inglesa y se quebró una baldosa del baño. Pero como mi mamá está tan confundida, no la vio y cuando volvamos del verano va a hacer tanto tiempo desde que se había roto que ya no va a importar.


Mi papá se enojó porque fui a la mesa con las manos tiesas, pero yo me apuré en contarle un choque que sucedió el otro día y no le dije cuándo fue y él me dijo que tomara agua porque me encontraba pálido.

No es que uno sea hipócrita si lo creen pálido cuando uno está pálido.

¡Qué felicidad es salir a veranear a la costa! Yo no la conozco, pero se me ocurre que debe estar llena de aventuras y además debe ser donde fabrican el chocolate Costa.

Hice mi maleta y no cabía nada más que mis cosas y le pedí a Javier que me llevara mi ropa y no quiso. Así es que la escondí debajo del colchón y cuando vuelva va a estar limpiecita y planchadita, y esa es una gran cosa. Yo no necesito más que lo puesto para el veraneo y cuando se ensucie eso, me pongo el traje de baño y listo.


Por fin llegamos a la costa. Se llama Viña del Mar y la estación es muy fuñingue. La casa tiene jardín con flores muy lindas, pero todo lo demás es feo. Lo terrible de la costa es que se siente tanta hambre que uno tiene que pasársela en la cocina. Además no hay cómo entretenerse. Uno no puede ir a la playa todavía y quieren que esté contento.

Resulta que se me ensuciaron los pantalones con ese aceite que había en un tarro y los lavé y quedaron peores. Mi mamá me retó porque andaba en traje de baño, pero yo le dije que quería acostumbrarme. Creo que lo mejor será que meta los pantalones enteros en el aceite ese y así quedarán parejos.

Los metí y tuve que ponerlos a secar debajo del colchón para que no los vieran y resulta que se retrataron en el colchón que no es de nosotros. Ya es de noche y todavía no se piensan en secar y yo no sé si mañana tenga que estar enfermo o cosa por el estilo. No puedo ir a la playa sin pantalones.

Se me ha ocurrido una cosa estupenda. Le pedí prestados unos pantalones a Javier, es decir, se los arrendé por tres pesos. Me quedaban tan largos que tuve que cortarles una tajadita y Javier armó un boche y dijo que me iba a acusar y tuve que regalarle mi escopeta. De todas maneras, ya puedo ir a la playa y no me importa no tener escopeta en la costa.

En mi cuarto hay olor de garaje.


Hoy nos fuimos a bañar y el mar es brutal. Las olas se vienen encima como con rabia y no se puede nadar. La arena es macanuda para jugar, pero más me gusta el mar y querría ser marino. Lo único es que se ve que el mar es muy peligroso, porque cuando yo estaba mirando un buque bien lejos desapareció. Yo creo que naufragó, pero no dije nada, porque qué sacaba con decir cuando estaba tan lejos y ya había naufragado de todos modos. Pero ahora que es de noche pienso en los náufragos y me acuerdo de sus hijos y me da pena.

También me gustaría ser buzo, porque, como hay tantos naufragios, es muy fácil recoger tesoros del fondo del mar.

Mi mamá encontró los pantalones de Javier y armó una pelotera, pero, por suerte, mi papá le dijo que no se hiciera mala sangre y me comprara otros nuevos y se acabó el cuento. Pero el cuento no se acabó cuando supo que no tenía más que los pantalones aceitados y tuvimos que salir a las tiendas y me retó de ida y de vuelta sin parar, es decir, paró nada más que mientras me probaba los pantalones en la tienda. Yo me sentía bastante mal, pero me tragué el cototo.

En la tarde, no me dejaron salir en castigo, pero con Javier nos subimos al tejado y lo pasamos regio. Encontramos una pelota seca y un calcetín guacho.

La Domitila estaba hecha una furia porque llegamos tarde a comer, porque ella tenía que ir al casino y se atrasó. Por suerte, mañana, papá y mamá están convidados a comer. Yo le di a la Domitila mis diez pesos para que me los jugara. ¿Cómo se jugarán?

Hay unos chiquillos en la casa de al lado que nos sacan la lengua cada vez que nos ven, hasta que nos cansamos y les tiramos agua y vinieron a reclamar; pero por suerte no estaba mi mamá, así es que después nos hicimos bien amigos y vamos a tirarles agua a los del otro lado.


Mi papá dice que él, a la edad de nosotros, nunca se aburría, pero yo creo que les voy a decir lo mismo a mis hijos. La cuestión es que, por lo menos cuando uno está veraneando, no debe aburrirse. Por eso es que, cuando mi mamá se fue al puerto, nosotros con Javier nos fuimos al garaje de enfrente, y Buzeta, el mecánico, que es tan bueno, nos dejó ayudarlo y todo. Después fuimos a probar un auto que él estaba arreglando y resulta que nos quedamos en pana y empezamos a trabajar y trabajar en él y era como un piano. No se movía. Por fin, se vino encima la noche y ya lo íbamos a hacer andar y a cada rato hacía explosión. Otra vez iba a andar y así hasta que fue tan de noche que tuvimos que llamar al garaje para que vinieran a buscar el auto y remolcarlo y claro que llegamos en medio de la pelotera. Mamá estaba como loca y me dio diecisiete pellizcos. Teníamos tanta hambre y tanto sueño que yo me dormí sin mascar la carne y me amaneció en la boca.

Javier dice que él va a ir mañana de todas maneras a buscar el auto con Buzeta, porque el gusto es más largo que el reto. Pero a mí me pasa al revés: el gusto se me pasa y el reto se me queda dando vueltas.

Me gustaría ver un incendio bien grande, porque no hay esperanzas de ver naufragios. A veces me dan ganas de quemar la casa, pero desde antes ya me vienen los remordimientos y me echan todo a perder.

Yo siempre estoy con remordimientos antes de hacer las cosas y Javier no.

Cuando mi mamá me castiga, pienso que los padres son muy distintos de los de los cuentos y casi me dan ganas de ser huérfano. Otras veces me dan ganas de haberme muerto para que aprendan a ser justos.


Me voy de la casa. Me voy para correr por el mundo y para huir de las injusticias de la vida. Me voy a la montaña, donde nadie me insulte y me desentienda. Mi padre es cruel y me aborrece. Todo porque le di uno de sus trajes al pobre Buzeta, que tiene ocho hijos. Me dijo que yo había tomado lo ajeno. Eso no es verdad, porque lo de los padres de uno es también de uno. Al principio me sentí ladrón y me dieron ganas de morirme, pero después pensé y vi que yo tenía razón y él no. Los ricos no saben lo que es pobreza. Yo sé.

Después, en la noche, Javier me despertó, porque yo estaba llorando y él se durmió muy tranquilo y me dejó a mí despierto. Y, cuando estaba despierto, me acordé de ese día en que Javier quebró la lámpara y creyeron que era yo y él se quedó callado y me castigaron a mí. Así me di cuenta de que mi hermano tampoco es bueno conmigo. Y, aunque mi mamá es tan buena, de todas maneras le hace bien ver que su hijo la abandona, para que lo defienda de las injusticias.

En la tarde

Después que escribí mi diario me levanté en puntillas y salí a la calle con mi paquete de pan y mi diario. No había nadie en las calles, pero ahora no me gusta la gente, así es que me sentí muy feliz. Y me puse a andar y andar y a ratos me daban ganas de volverme. La montaña está sumamente lejos, pero de todas maneras estoy en un cerro. Me quedé dormido y, cuando desperté, vi jugar fútbol y ganaron los azules por tres goles.


Ahora estoy en una casita pobre y me convidaron con estofado y una agüita de café y yo les pagué con mi cinturón, pero tengo que sujetarme los pantalones con la mano. Yo les conté que era huérfano y que andaba perdido, pero que luego iba a llegar a mi casa, porque conocía el camino.

¿Qué dirá Javier de mí?

¿Mi papá estará arrepentido de haber sido injusto? Pobre mamá, sin su hijo. Debe ser terrible ser madre y que se le desaparezca su hijo de ocho años. Pero mi papá no me da nada de pena, porque es tan injusto.

Estoy sentado a la orilla de un estero y no me dan ganas de bañarme aunque hace mucho calor. Es raro, pero cuando uno puede hacer todo lo que quiere, no dan tantas ganas de hacerlo como cuando no se puede.

A ratos me dan ganas de volverme a mi casa, porque tengo hambre y porque veo todo el tiempo a mi mamá llorando. Pero pienso que mi papá me va a castigar otra vez y se me quitan las ganas.

Más tarde

Resulta que de repente me dieron ganas de volverme a la casa, porque ya era casi de noche, pero me perdí mucho más. Ahora estoy perdido de veras y tal vez para siempre.

La noche es muy terrible cuando uno está solo y además uno tiene que pensar todo el tiempo que es muy valiente para que no le dé miedo. Yo no sé qué será de mí. Soy un hijo perdido. Los hijos perdidos generalmente se van al circo, pero resulta que no hay circos aquí, sino puros potreros.

Tal vez me dormiré en la casa de una señora que me invitó porque uno no sabe lo que puede pasar si uno se duerme en un potrero donde hay animales salvajes que salen solo de noche.


Resulta que un caballero que pasó en auto me llevó otra vez a Viña y ahora estoy en la casa. Yo pensaba que mi mamá iba a llorar de gusto al verme, pero fue todo lo contrario. Resulta que ella venía llegando de Zapallar con el papá y ni supo que yo estaba perdido.

Javier me retó porque había vuelto; porque ya que me había ido, ¿para qué volvía? Y también me amenaza a cada rato con que le va a contar a la mamá o al papá, y tengo que hacer todo lo que él quiere. La Domitila es tan buena, que me compró helados y me regaloneó mucho cuando volví.

Resulta que mi papá me trajo un cartucho de dulces de Zapallar y a mí me dio como arrepentimiento y ganas de llorar, pero le regalé los dulces a la Domitila y se me pasó eso de que yo era hipócrita. De todas maneras, la Domitila me da dulces a cada rato.

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€5,99
Altersbeschränkung:
0+
Umfang:
123 S. 90 Illustrationen
ISBN:
9789563634051
Verleger:
Rechteinhaber:
Bookwire
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