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Mi hermana Ji, por Papelucho
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Antes, cuando era chico, yo quería tener una hermana menor, para poder mandarla. Pero ahora que la tengo, me arrepiento. Es completamente fatal. Porque las mujeres son fatales y también las mamás no saben educarlas. Y la prueba es que desde que tengo hermana, mis notas en el colegio son casi puros 2 o casi todos 1.
Resulta que en vez de poderla mandar, tengo que llevarme todo el día haciéndola aparecer. Porque mi hermana Ji es lo más desaparecida que hay, y también es creída. Y cuando no se cree la Caperucita Roja, se cree la Bella Durmiente o sencillamente la Cenicienta, y estrepitosamente se desaparece. Entonces a la mamá ni siquiera le importa que yo tal vez voy a hacer una tarea, sino que me implora que la busque.
—¡Mi hijito, se perdió la niña! —declama con ojos de lumbago—. Búscamela, que estoy desesperada...
—Que la busque la Domi —digo, mostrando mis cuadernos.
—Nunca la encuentra... Por favor, Papelucho, que voy a enloquecer... —y pone cara de ídem.
—Es que iba a hacer tareas.
—Las haces después, mi lindo —y asoma lagrimones. Yo pienso que para los santos milagrosos debe ser aburrido estar en el cielo y oír puras súplicas y ver puras caras rogonas. Con tal de no verlas creo que hacen el milagro.
—¿Dónde la vio usted la última vez? —le pregunto.
—Dice la Domitila que estaba comiéndose el dulce de castaña en la despensa.
—¿Qué día? ¿A qué hora y disfrazada de qué?
—Hoy mismo, hace como dos horas y podría estar creyéndose el ratón Mickey porque se había puesto tus pantalones en la cabeza...
—Entonces ¿cómo no se les ocurre que un ratón, cuando lo pillan, corre a esconderse en su cueva?
Me saco los zapatos y me trepo por el montón de botellas y mugres que guarda el jardinero. Ahí están mis pantalones, pero ya están fríos...
—Mamá, hace rato que la Ji dejó de ser ratón —le digo—. Déme otra pista.
—¡No hay otra pista! —y se retuerce las manos—. Por favor, piensa un poco, lindo. Eres el único que la encuentra, y si tú...
—No lo diga. Ya sé que se volverá loca, pero no me amenace.
Veamos qué cosas faltan...
—¿Como qué cosas faltan?
—Necesito una pista. ¿Le falta alguna ropa?
—¡Vaya uno a saberlo, entre tanta cosa!
En ese momento aparece la Domi.
—Señora, cómpreme un cedazo.
—Pero si hace apenas tres días que te compré uno.
—Pero ahora no está en ninguna parte...
—Mamá, la Ji está en la plaza —digo paulatinamente.
—¿En la plaza? ¿Cómo lo sabes?
—Falta el cedazo...
—¿Y qué tiene que ver eso?
—Estará colando guarisapos en la pileta de la plaza. ¿Para qué otra cosa sirve un cedazo?
Claro, la Ji estaba en la plaza, y además ya no era hora de ponerse a hacer tareas. Entre los guarisapos había ocho sapos saltones, resbalosos y tan difíciles de pillar que se hizo noche y se perdieron rotundamente tres.
Cuando llegamos a la casa con los cinco sapos, el cedazo y la Ji, ya la mamá tenía armado el boche y ¡claro!, la descargó conmigo. ¿Por qué —digo yo— la gente es tan injusta? La perdida era la Ji y el cedazo. Yo los encontré a los dos... ¿entonces?
—¿Por qué me castiga a mí?
—Por inconsciente. Hace dos horas que saliste a buscar a tu hermana...
—Pero la encontré altiro. Hace dos horas.
—¿Y cómo iba yo a saber que la encontraste?
No se les ocurre nada a la gente grande. Cuando yo crezca, no pienso ser así. Pero mientras alegábamos me estaban palpitando los bolsillos de mi pantalón. Los sapos se habían puesto nerviosos.
—¡Y te vas a la cama! —ordenó la mamá con voz áspera—. ¡Y sácate las manos de los bolsillos!
Me las saqué, pero junto con sacármelas, saltaron los sapos por todos lados. La mamá cayó desmayada en un sillón mientras yo con la Ji nos apurábamos en cazar los sapos antes de que la mamá se desdesmayara.
La Ji se moría de risa; a ella todo le da risa porque es frívola. Y esto no era para reírse, porque chitas que es difícil pillar sapos sin cedazo. Porque ellos tienen los ojos justo en esa parte en que se puede ver para atrás, para adelante y para todos lados a un tiempo. También son a retroimpulso y carácter aeronáutico. Total, que mientras pillaba uno, al pillar otro se me escapaba el uno. No había solución.
—Ji, tengo una idea —le dije—. Tráeme una media de la mamá.
Ahí los fuimos echando con frecuencia modulada, hasta entrar los cinco, y cuando la mamá abrió los ojos, los sapos estaban a salvo en el clóset.
—En una de estas me van a matar del corazón —dijo ella sujetándoselo.
—Lo malo es que en su tiempo la gente no estudiaba ciencias —le explico—. El sapo es un batracio anfibio que no daña al hombre ni a la mujer.
—Es posible que no dañe, pero da asco —alega.
—El asco es un sentimiento anticristiano —digo—. Usted le tiene asco a las arañas, a los ratones, a las cucarachas y hasta a las culebras. Podría imitar a San Francisco que era íntimo amigo con los animales.
Pero mientras conversábamos, la Ji se había desaparecido otra vez.
—Papelucho, déjate de sermones y busca a tu hermana.
—Usted me había mandado a la cama castigado —y empecé a desvestirme.
—Antes buscarás a tu hermana. No puede estar muy lejos.
Estaba aquí hace un momento, cuando largaste los sapos.
—En primer lugar no los largué...
—No discutas y búscame a la niña. ¿Dónde dejaste los sapos?
—Por ahora están en tránsito.
—No sé lo que llamas tránsito, pero ahí debe estar la Jimena.
—No lo creo. Como es mujer, no le interesan los sapos.
—Di dónde puede estar...
—Tal vez en el balcón —y me metí a la cama, castigado.
Apenitas me arropé, llegó otra vez la mamá, con cara apremiada.
—Dime, Papelucho, ¿por qué pensaste que la niña estaría en el balcón?
—Porque antes yo había dicho “tengo una idea”.
—¿Y eso qué tiene que ver con el balcón?
—Ella cree que las ideas andan por el aire, y seguramente le dieron ganas de tener también una.
—Realmente tú eres para mí una gran ayuda con esta criatura —dijo mamá—. Te perdono el castigo y puedes ir a comer.
Mientras me ponía los pantalones yo también la perdoné a ella y además me dio pena que jamás nunca se le ocurra cómo encontrar a su hija.
De camino al comedor, fui a ver los sapos. Se sentían muy presos y acalambrados y enredados y uno tenía parálisis y otro un tizne nervioso. Los largué en el cuarto de baño y le eché llave con la esperanza de que nadie tuviera necesidad de entrar hasta el otro día.
—San Francisco —recé—, ayúdame a cuidar mis sapos en este triste valle de lágrimas y que nadie necesite. Amén.
Apenitas me había sentado a la mesa, cuando sentí la puerta de calle y creí que era el papá. A veces le da la manía de lavarse las manos, así que volé al baño para llegar antes que él y me encerré. Los sapos me miraron contentos. Me conocen, y a su manera me pedían agua. Eché a correr la llave de la tina para que se bañaran. Por encima del ruido del agua se oían gritos llamándome. Entonces, con violencia, metí los sapos en la pileta del cuarto de baño y coloqué la tapa. ¡Ahí estaban a salvo!
—¿Estás enfermo? —preguntó la mamá cuando volví a la mesa.
—No, ¿por qué?
—Saliste tan apurado...
—No estarías bañándote... sentí correr mucha agua —dijo el papá.
—¡Se le ocurre, papá! Pero mire mis manos —y se las mostré blancas y arrugadas de puro limpias.
—Al fin aprendes que hay que venir a la mesa con las manos lavadas. Solo hace falta que le enseñes a tu hermana —dijo la mamá.
—¿Yo? ¿Y por qué yo?
—Porque la llevas tan bien...
—Traerla, querrá decir, cuando se pierde.
—Yo no me pierdo —dijo la Ji—. Siempre sé dónde estoy.
—Es falta de educación —dijo la Domi sirviendo los porotos.
—Si tú supieras, Domitila, lo que cuesta educar a los hijos —y la mamá la miró con cara de Mater Dolorosa. Me dio pena.
—Si quiere yo se la educo —le ofrecí—, porque se ve que usted no tiene ni la mayor idea...
—Tú puedes ser su guardián —me dijo apasionadamente— y mientras lo seas no dejarás que ella desaparezca.
Yo me sentí feliz de ver que uno puede ayudar a la madre de uno, pero a la Ji le dio conmigo. Mientras comía los porotos me decía que yo era un ogro y que cada poroto era un niñito y yo me los comía con camiseta y todo. Ella ni los probó, y entonces le trajeron un huevo a la copa. Y eso es lo que la mamá ni se da cuenta, que le da gusto en todo. Así que yo le dije a la Ji:
—Si los porotos son niñitos, tu huevo es una princesa rubia y tú eres la mala bruja que se los va comer.
—Y para que veas que no soy bruja, pongo a mi princesa en las flores —y dicho y hecho, vació el huevo en el florero del comedor.
La mamá se quedó estítica y, claro enganchó primera contra mí.
—¡Papelucho, ya dejaste a la niña sin comer!
—¿Yo la dejé sin comer?
—¿Y quién otro? Decirle que era bruja si se comía el huevo...
—Mamá, la estoy educando.
—Dejar a un niño sin comer es criminal.
—¿Así que yo soy un criminal?
—No he dicho eso. Dije que dejarla sin comer es criminal. Y tampoco eres tú el llamado a educarla. Eres solamente su guardián.
Guardián. Antes me parecía como un honor, pero ahora la palabra me retumbaba en la cabeza. Por eso me fui a acostar.
Apenitas me había dormido, sentí la voz de la mamá:
—Papelucho, despierta, por favor...
Pero me acordé del “guardián” y apreté más los ojos.
—Hijito, siento tener que despertarte... —me remeció suavecito, pero no desperté. Llegó el papá, encendió la luz y me tiró las ropas para atrás.
—Papelucho, ¡despierta! —ordenó. Y desperté.
—Tu hermana se ha perdido. La hemos buscado en todas partes y no creo que tú puedas seguir durmiendo si sabes que no se encuentra.
Me senté en la cama tratando de abrir los ojos a la luz.
Eché los pies al suelo y como un autógrafo partí caminando por la senda del honor. Sentí que me seguían, y por las sombras reconocí al papá, a la mamá, a la Domi. Me daba rabia. ¿Por qué tendría la mamá tan poca confianza en el ángel de la guarda de la Ji? Y obligarlo a uno a ser guardián, hasta de noche... Todo eso me tentó de hacerlos ver lo difícil de la cuestión. Así que salí a la calle. Di vuelta a la manzana entera. Las sombras me seguían. Di otra vuelta y empezaba a dar otra más, cuando el papá me pescó de la oreja.
—¿Qué pretendes con esta ridiculez?
A la luz del farol lo miré perpetuo.
—Estoy pensando dónde debo buscarla. No tengo pista —dije.
—¡Caramba! ¿Y qué has pensado? Dilo.
—Muchas cosas. He pensado que si la Ji tiene hambre, podría estar comiendo en alguna parte. Si sigue con la idea de que los porotos son niñitos con camiseta, se habrá llevado el tarro de porotos muy lejos, para librarlos de la olla. Si todavía se cree bruja, andará a caballo en una escoba, y si se cree princesa de algún cuento...
—¡Eso! Si se cree princesa de algún cuento, ¿dónde podría estar?
—O en algún palacio de cristal o en un castillo de flores...
Bueno, y ahí estaba, de Bella Durmiente, echada encima de los pensamientos. Pero al menos se dieron cuenta de que es difícil pensar. Y la mamá me abrazó...
—¡Qué haríamos sin ti! Eres admirable —me dijo.
—¿Usted me encuentra admirable? —pregunté.
—Sí, hijo...
—Ahí tiene la prueba. Yo soy admirable y me educó muy distinto a la Ji. A mí me daba coscachos y a ella le tiene reverencia.
—Una niña es diferente, es tan sensible... Si me enseñaras tu sistema para saber buscarla…
—Es puramente cuestión que usted se crea la Ji y piense como ella. Lo que uno dice le da altiro la idea.
—Perfectamente. Hagamos un ensayo. Ahora soy yo la Ji y tú hablas...
—Bueno... Hoy es miércoles —digo.
La mamá se queda paralela casi una hora y por fin arrisca los hombros. No hay caso, no sabe pensar en Ji.
—Has buscado lo más difícil. No sabría cómo buscarla si ella oye esa frase...
—Yo sí. Iría a la carnicería. El perro del carnicero se llama Miércoles.
—Hagamos otro ensayo —suplica la mamá.
—Que traigan pan con mantequilla —digo.
—La buscaría en la cocina —dice la mamá radiante.
—No. Habría que ir a buscarla donde el Rudi, que siempre tiene mermelada en el comedor.
—Pero tú dijiste mantequilla... —alega.
—¡Claro! Pero lo que le gusta a la Ji es la mermelada.
—Trato de comprender, Papelucho. Hazme otra pregunta.
Puse cara de odio y dije con voz áspera:
—¡Tus notas están malas, Papelucho!
—La niña iría en busca de tus cuadernos.
—Todo lo contrario, mamá. Iría a la farmacia.
—¿A la farmacia? Pero ¿por qué a la farmacia?
—¡Claro! A comprar aspirina. Porque ella sabe que cuando el papá se siente mal siempre toma aspirina...
—No es fácil —dijo la mamá—. Es imposible —y me llevó a acostarme.
Esta mañana, cuando me fui al colegio, había en la puerta de la casa de enfrente un camión inmenso cargado de cajones. Los cajones tenían letreros de cuidado, atención, frágil y una pila de flechas, y venían desde Estados Unidos. Todos esos cajones quedaron como metidos en mi cabeza metida dentro de ellos. Todo el día estuve sacando aparatos fantásticos y frágiles: telescopios, cápsulas espaciales, cerebros electrónicos, ametralladoras interplanetarias... y contesté todo mal en la clase.
Cuando volví a mi casa, se había ido el camión, pero en el sitio pelado estaban tirados todos los cajones abiertos, y había cerros de papel para hacer grutas.
Me fui a ver al Jolly, mi amigo americano, decidido a formar con él la sociedad explotadora de inventos y sorpresas cooperativas trituritarias. Pero la casa del Jolly se había convertido en la feria de maravillas, porque entre todos estaban ordenando las cosas que traían esos cajones. Había desde pan de Pascua, patines eléctricos, jamones, ametralladoras de hormigas, columpio con música, jabones de batalla, etc., hasta televisor de bolsillo. Total, que se me hizo noche probando chocolates y cuestiones y la mamá de Jolly me dijo: “Good night!”, cuando yo ni pensaba en irme.
—Bueno, me voy —le dije—, pero usted nos regala los cajones y todo lo que tiró al sitio del lado, ¿no?
Ella dijo: “¡Ajá!”, que quiere decir conforme.
Mientras comíamos, le había dado otra vez a la mamá con el “problema” de la Ji y parece que hasta la llevó al médico, y le explicaba al papá lo que él le dijo.
—Tú quieres convencerme de que es una niña de las siete lunas... —decía el papá.
—Te digo lo que me explicó el médico. Tiene complejo de evasión.
—¡El médico es un ridículo! —tronó el papá y se atoró.
—No, es siquiatra —dijo la mamá. Pero el papá estaba tan furia y tan atorado que mientras más tosía, más se enojaba, y mientras más se enojaba más tosía, y no entendía nada. Yo sí que entendí. Evasión debe ser un pecado de mujer, del verbo Eva. Cuando el papá lograba respirar decía que lo que necesitaba la Ji era mano firme. La mamá le gritaba para que la pudiera oír y él le decía a grito pelado: “¡No me grites!”. Yo veía que se iban a divorciar. ¿Con quién me iría yo ahora que tengo hermana? Es tremendo tener una hermana con evasión y discutida. Resulta que uno la quiere igual que su propio yo, porque ve que al igual que a uno, no la entienden y da como congoja. Y cuando uno tiene congoja tiene que tragar y por eso me tragué todos los tallarines, que me cargan por resbalosos.
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