Huérfanos de Dios

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Aus der Reihe: Narrativa #1
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Huérfanos de Dios
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Huérfanos de Dios

MARC BIANCARELLI

Huérfanos de Dios

Traducción de Antonio Roales Ruiz

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Orphelins de Dieu

Edición original: Editions Actes Sud, Arles, © Actes Sud, 2014

1.ª edición en papel: febrero 2016

1ª edición en ebook: agosto 2021

Ilustración de cubierta: Eugène Delacroix (1798-1863), Jeune orpheline au cimetiere.

Foto © RMN-Grand Palais (musée du Louvre) / Gérard Blot

Ilustración de solapa: Marc Biancarelli, © Diane Egault

Copyright © Marc Biancarelli, 2014

Copyright © de la traducción, Antonio Roales Ruiz, 2015

Copyright de la edición en español © Armenia Editorial, 2016, 2021

Armaenia Editorial

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulars del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-30-2


Este libro está dedicado a la memoria

de mi amigo, mi hermano, Pierre Ciabrini.

“When the legend becomes fact, print the legend.”

John Ford

The Man Who Shot Liberty Valance, 1962

“...oggi sono venuti da me diversi da Castelnuovo, ed altri luoghi raccontendo di avere veduti de Corsi ne boschie e chiedendomi riparo per la loro sicurezza. Ho procurato di fargli animo ma la paura, e l’immaginazione sono difficili a vincersi.”

Carta al Signore Siminetti,

Segreteria Civile, Livorno, 1773

(Archivio di Stato di Livorno)

“A la gente no le parece posible que una muchacha de catorce años abandone su casa en pleno invierno para vengar la muerte de su padre, pero entonces no pareció tan extraño, aunque he de admitir que no era una de esas cosas que ocurren a diario.”

Charles Portis

Valor de Ley, 1968

1

Una casa de piedras secas situada sobre la plataforma erosionada, en la cumbre de la colina. Ninguna rama alta de los olivos de las laderas llegaba a ocultarla realmente, no tenía edad. La base de las paredes parecía más vieja, de una vejez indeterminada, compuesta aquí y allá por bloques rústicos y casi ciclópeos que se alzaban sobre un trozo de pared, estrechándose y dejando adivinar la existencia primitiva de una atalaya. El resto de la casa, como si hubiera que haber reconstruido sobre las viejas ruinas para exorcizar sus ultrajes, revelaba un extraño mosaico de sillares de granito rojo y proporciones diversas. Los dinteles macizos que antes habían sido ídolos venerados estaban situados sobre los marcos de las aspilleras y las puertas bajas.

La puerta de entrada estaba al otro lado, daba a una placita de tierra arcillosa y, más lejos, a la zona umbría de otra colina desgarrada por rocas monstruosas a las que venían a anidar perdices. Al mirar desde más alto aún, en las crestas, se tenía una impresión muy clara de que la casa se había concebido como un bastión, una fortaleza que surgía de los olivares para desafiar ella sola al mar y a las islas que emergían de un horizonte brumoso.

Para acceder a la plataforma, había que remontar el sendero de baldosas encajonadas entre muretes que el tiempo había destrozado. La cuesta del sendero era bastante empinada y, a cada lado de los muretes, prados y huertos parecían olvidados por la labor del hombre, y ningún animal pasaba ya por allí desde hacía años.

De vez en cuando, una mujer salía de la casa. Llevaba un cántaro o un fardo de ropa hasta la alberca acondicionada más abajo, justo donde discurría el único manantial permanente de los alrededores. La mujer tomaba un momento el sendero, andando con paso demasiado rápido. A veces tenía que reajustar la carga, con dificultad, nerviosamente incluso, agachándose y blasfemando; luego, retomaba la marcha y parecía un animal acorralado. El cabello le brotaba de debajo de un pañuelo atado en la cabeza, del que casi nunca se separaba, y sus ojos de un azul demasiado claro expresaban más las punzadas de la fiebre que la limpieza de sentimientos. La mujer llevaba siempre el mismo vestido gris, entallado y arremangado. En los pies, unos borceguíes desgastados que le habían traído cuando aún era una jovenzuela.

A veces la mujer se paraba, mirando los arbustos, observando las rocas recubiertas de humus. Sus ojos inyectados de odio surcaban la densa vegetación y nadie habría podido decir lo que miraba exactamente. Recogía piedras del suelo y las lanzaba hacia el bosque, como para alejar los espíritus malignos que la acosaban. Llovían los insultos, amenazas casi incomprensibles, y entonces la mujer se quedaba ahí, abandonada a su sueño aterrador, o como atrapada por un momento en la demencia de su actitud.

Se llevaba después la mano a la boca, como para imponerse definitivamente el silencio, o como si lamentara haber insultado así al vacío absurdo que la rodeaba. Luego, algo interior la devolvía a su tarea, o incluso llegaba a olvidar por completo todo lo que acababa de experimentar, y regresaba a la casa de piedra de la plataforma y no volvía a salir durante horas.

Avanzada la tarde, brotaba el olor a sopa y caía la noche en miríadas de rojos y azules oscuros, luego negros, y cualquier ruido de vida dejaba de ser perceptible en ninguna parte, salvo algunos perros que se sacudían junto a sus comederos y se disponían a aventurarse por los arcos naturales de debajo de las rocas para afrontar las tinieblas.

Tú, decía ella en la penumbra, tú eres mi condena. Cómo te odio. ¿En qué te han convertido? Ven, no hables. No llores. Cállate. No tienes que hablar, nunca, ni tener miedo. No volverán. ¿Estás temblando? No intentes hablar. Toma. Sé un hombre, quiero que seas un hombre. Muérete, si no, nos matarán. No. Ya no somos nada, nada en absoluto. Ya no los verás. Cierra los ojos. Toma.

Por la mañana, ella bajaba de su habitación y el hombre ya estaba sentado cerca de la chimenea. No hacía nada y no esperaba nada, no la miraba y se conformaba con estar allí sentado, tampoco intentaba hablar. Llevaba una camisa y un pantalón de paño marrón y unos grandes zapatos de piel. Por la aspillera, el amanecer se colaba con dificultad y la puerta apenas entreabierta indicaba que el hombre probablemente había salido, a su hora, antes incluso de que se levantara el viento. Después, había vuelto a agazaparse junto a la chimenea y ya no se había movido. No se le veía el rostro en la oscuridad de la habitación, y la leña apenas reavivada no daba suficiente llama para poder verlo, aunque él no quisiera dejarse ver. Pero la mujer se le acercaba y le tendía un cuenco de sopa recalentada en la que flotaba pan duro. Cuando cogía el cuenco, ella le veía el rostro, pero no se paraba a observarlo, acostumbrada a desviar la mirada, no por asco, sino porque creía que mantener demasiado la mirada sin duda lo habría ofendido. El hombre cogía el cuenco y señalaba una cafetera que estaba calentándose cerca de las brasas. La mujer le servía café en un vaso y lo colocaba frente a él, directamente sobre la piedra de la chimenea. Ella le hablaba por fin y recordaba el viento. Por la noche había oído a los perros. Quizá habían olfateado un zorro, pero ella no pronunciaba el nombre del zorro y usaba un apodo para nombrarlo. El hombre apartaba la mirada de ella mientras tomaba la sopa, después se acababa el café y se levantaba, subía por la escalera y desaparecía en la planta de arriba, volviendo a su cama para dormir o simplemente para quedarse allí, tumbado, sin pensar en nada. Ella aprovechaba para reavivar el fuego, echando ramitas secas a las brasas y soplándole a los troncos de la víspera. Cuando brotaban las llamas, se reflejaban intensamente en los ojos claros de la mujer. Probablemente fue guapa, años atrás, mucho antes de que una máscara de arrugas viniera prematuramente a cincelarle en la piel morena finas grietas atormentadas. Pero que hubiera sido guapa ahora ya no tenía la menor importancia. Nada importaba salvo ese hombre que era su hermano y que se pasaba los días enclaustrado en la planta de arriba, nada más le importaba que compadecer sempiternamente a ese miserable al que el destino y la mano del hombre habían ataviado con una fealdad mayor aún que la propia. Ella solo llevaba en el rostro el peso precoz de los años, quizá también la costumbre de los sufrimientos más vivos del alma a los que llamamos locura, mientras que el rostro de él decía algo muy distinto. Hablaba únicamente de la vergüenza eterna y de las manchas del pasado.

Vista desde las áridas crestas, la casa de piedras secas parecía aplastada por un tiempo y unas escenas inmutables. Incluso los perros, que ya no corrían, habrían podido estar esculpidos en restos de rocas. Las sombras lejanas de la hermana o del hermano contaban ahora la supervivencia y el hastío de vivir. Sombras que no se cruzaban entre sí ni se encontraban con nadie. Solo la noche y el secreto de esas cuatro paredes podían, tal vez, unirlos. Aquello podría haber sido el fin del mundo, o el fin de los tiempos.

El pueblo más cercano estaba a horas de camino y la ciudad era un lugar al que ya no iban. Ni para vender los pocos productos de la tierra que aún producían, ni para rezar a un dios al que habían olvidado hacía tiempo. Su padre y su madre, y todos sus antepasados conocidos o desconocidos, descansaban en un campo en el que se pudrían sin que nadie cuidase las cruces de sus tumbas. Ella se llamaba Vénérande. Él habría dicho, en la época en que aún abría la boca, que un día lo habían bautizado como Charles-Marie, pero todo el mundo lo llamaba Petit Charles, no por su estatura, sino porque un primo mayor tenía el mismo nombre.

 

Estaban completamente aislados de sus semejantes y, si no hubiera sido porque a veces algún cazador a caballo se perdía en el laberinto de cercados y senderos llenos de maleza que circundaban su universo, detrás de un perro levantador o de una presa herida, seguramente ya no habrían sabido, ni se habrían preocupado de saber si el mundo exterior seguía existiendo. Y si, más recientemente, no hubieran enviado allí a un escuadrón de la gendarmería montada para ayudar en la elaboración del futuro censo, nunca se habrían enterado siquiera de que el Imperio había muerto en Sedán.

Pese a todo, a veces Vénérande montaba guardia en la entrada, al anochecer, con una escopeta al alcance de la mano, como si temiese que el pasado surgiera de su propia nada, como si los fantasmas pudiesen reencarnarse y reclamar sus deudas.

Pero ya solo había fantasmas en su espíritu alienado. Ya no había respuesta al pasado porque el pasado había muerto y de él solo quedaba ese hermano desdichado que arrastraba su rostro mutilado cuando nacía el amanecer o se dolía la noche, y que expectoraba ruidosamente en la habitación de arriba los últimos sonidos viscosos que podía expresar. Ese era el momento de decirse que a él ya no le quedaba mucho para liberarse de una vez, y entonces Vénérande volvía a ver con claridad ese pasado que estaba muerto, pero que se obstinaba en oprimirla.

2

Ange Colomba recordaba la vez en que le habían cortado la cabeza al verdugo, en una cueva. Pensaba en ello mientras bebía otro trago de aguardiente, y la ironía y el asco se repartían en él todo el espacio que la vacuidad de su alma dejaba libre. Nunca había matado por placer, pero no abundaban las veces en que eso le había tocado la fibra, lo había perturbado. Quizá aquella vez, por el verdugo. De hecho, no fue especialmente bonito, y se habían echado a suertes quién cogería el cuchillo y quién lo inmovilizaría cuando estuviera debatiéndose. Cortarle la cabeza al verdugo. La idea solo había podido ser de Antomarchi. Un experto en materia de símbolos. Decapitar ante la muchedumbre aterrada a quien decapitaba a sus amigos. Coger al verdugo y someterlo a su propio castigo. Y esa fue, pues, la demostración de su fuerza, ese fue el mensaje implacable que enviaron a las autoridades. La idea habría podido revelarse genial, habría podido hacer que las opiniones se decantaran a su favor si las autoridades no se hubiesen burlado de sus pobres símbolos y si el pueblo que recibió el mensaje no se hubiera quedado aterrorizado y atónito por la dimensión de una provocación tan abominable, o incluso si los tiempos no hubiesen cambiado. Cosa que los adoradores de símbolos ignoran siempre.

En su juventud, Ange Colomba había hecho correr mucha sangre, y a veces también cortado cabezas, cuando eso había parecido razonable o así lo había imaginado. Evocar su nombre era evocar al diablo en acción, era invocar al mal absoluto. Por esa razón lo llamaban l’Infernu, el Infierno, y ese triste antropónimo había estado ocultando desde hacía muchísimo tiempo en la mayor de las insignificancias su verdadera identidad. Probablemente, en otra vida, había sido uno de los rebeldes más jóvenes que acompañaban a las funestas bandas que habían asolado la región, pero el tiempo de las rebeliones había pasado y, como muchos de los rebeldes que un buen día se encuentran sin dinero, l’Infernu debía únicamente a su reconversión en asesino a sueldo poder seguir alimentando las abyectas e innombrables crónicas funerarias.

Pero hay que reconocer que aún había gente que consideraba a este tipo de personajes como héroes. Para otros, más modestamente, solo representaba una solución elemental a sus problemas de vecindario. Pero si l’Infernu podía tener alguna especie de mérito, sin caer en la fascinación morbosa de la eficacia de su trabajo, se lo debía a su longevidad. Ahora se acercaba a los sesenta, y para alguien cuya vida era un valor de cambio indudable, esa resultaba la más inverosímil de las proezas. ¿Qué lo había mantenido en vida tanto tiempo? Su salvajismo se consideraba sin parangón. En cuanto a su instinto de supervivencia, parecía simple y llanamente satánico. Esa peligrosidad innata, mezclada con una reputación de maldad extrema, era lo que mantenía a distancia la venalidad de sus enemigos.

En la época de los voltigeurs, algunos canallas uniformados habían intentado cobrar la recompensa que ofrecían por su cadáver. Lo único que consiguieron fue, como se suele decir, encontrarse con la horma de su zapato. Y el bandolero no había perdido la oportunidad, siempre que había podido, y como era costumbre, de clavar en estacas de madera de castaño las cabezas de sus enemigos vencidos. Con el paso de los siglos y el refinamiento de las costumbres, semejante ritual puede parecer hoy la mayor de las barbaries; pero en un país donde la estima no vale nada, l’Infernu sabía que el terror que inspiraba era la mejor garantía de su supervivencia.

Lo cierto era que el tiempo había pasado y que ya no buscaban a ese viejo malhechor de antaño. ¿Lo imaginan yendo como un animal acorralado a los románticos refugios agrestes de los forajidos de su época? Nada más lejos de la realidad. L’Infernu envejecía llevando una vida monótona de jornalero cansado. Se deslomaba serrando troncos y acondicionando carboneras en los valles, con los obreros de Lucca, anónimamente. Luego, cuando la labor lo fatigaba en exceso, cuando su sombría condición empezaba inexorablemente a pesarle en el alma castigada, atracaba la caja del capataz y desaparecía, amenazando con masacrar a todos los leñadores y a los empleados que vivían del sudor de los miserables, pero también con volver para exterminar a sus hijos si se atrevían a perseguirlo en su camino. Así pues, dejaban que se marchase, puesto que sabían que sus palabras podían convertirse en realidad; incluso, más por despecho que por esperanza, ponían por enésima vez precio a su cabeza y rezaban para que la fortuna le diera la espalda definitivamente y lo encontraran con una bala en el pecho, como al final ocurría siempre con los de su especie.

L’Infernu estaba ahora en una taberna de los arrabales, muy cerca de la ciudad a la que tan poco se aventuraba a ir. Había dejado sus andrajos en un escondite e iba vestido como un habitante de la ciudad, con el cuello bien puesto y la chaqueta abotonada con elegancia. Un sombrero flexible de fieltro y ala estrecha le daba apariencia de extranjero, e incluso se había retocado la barba gris con una navaja de afeitar. Se había sentado a una mesa, con la espalda contra la pared para poder vigilar a todos los clientes, carreteros y criadores de ganado que, en su mayoría, regresaban de los mercados; y allí estaba bebiéndose, con la absenta o el aguardiente áspero, el fruto de su último latrocinio.

La muchacha entró y se sentó sola a una mesa, frente a él, casi avasalladora, pero era fácil ver que en ella nada destilaba alegría. Una campesina pobre más bien, y, como tantas otras, que se había vestido lo mejor que podía para ir a la ciudad. Al principio, apenas le prestó atención y nadie parecía tampoco querer ocuparse de la mujer. Todos los clientes seguían a su manera el natural discurrir de la nada que los había dirigido hacia esa mazmorra. En el fondo de la sala tenía lugar una partida de cartas y se oían las risas e imprecaciones de los jugadores, que maldecían todos los sietes que se les iban de las manos.

A otras horas, las cartas y la absenta probablemente habrían causado más estragos. Habría habido puñetazos. Resonaría el disparo de una muerte estúpida. En ese sitio, donde el aburrimiento y la desesperación de los hombres ya habían hecho correr tanta sangre insignificante. De esa sangre indigente y anónima que jamás cambia el curso de la historia. La mujer bebía en su rincón una ridícula bebida de mujer, y nada de lo que ocurría en ese despreciable ambiente le interesaba: ni los jugadores de cartas, ni los soñadores solitarios; bebía en su mesa, indiferente a todo, salvo a l’Infernu, al que ahora escrutaba con mirada febril, torpemente invasiva. Él poseía ese instinto de las fieras al acecho y sentía el peso de esa mirada sobre él. Sin embargo, ni se planteaba que el deseo pudiera ser la causa. Ya había visto esa mirada muchas veces. Conocía de memoria el tipo de deseo que su talento inspiraba.

¿Qué?, le preguntó desde su mesa.

Tengo que hablar con usted.

Más vale que vuelvas a tu pueblo. Tu madre va a preocuparse.

Murió. Hace mucho tiempo. Y mi padre también murió.

Qué triste.

Necesitaría que habláramos, de verdad.

No tengo nada que decirte, jovencita. Aquí van a violarte, o yo voy a violarte. Y abandonarte muerta en una fosa. Lárgate, y rápido. Aquí no tienes nada que hacer.

Usted no es así. Usted combatió junto a Poli. Lo sé. Él le devolvía a los pobres lo que le quitaba a los curas.

Sabes demasiado. Pero, en todo caso, no quién era Poli. Esas historias de curas son una patraña. De todos modos, él no habría seguido escuchándote.

Sé quién es usted.

Ten mucho cuidado. Y baja la voz. Puede que tú me conozcas, pero ellos no me conocen. Yo no solo tengo amigos. Y ya que lo sabes todo, sabrás también lo que vale mi cabeza.

No he venido para causarle problemas con la gente.

Sé muy bien por qué has venido. La respuesta es no. Vuélvete a casa.

Tengo dinero. Tengo todo el necesario.

Está claro que hablas demasiado, más de la cuenta. A ver si te enteras de que algunas cosas no se dicen. No del modo en que tú lo haces. Y ahora ya basta. Estoy harto de oírte decir tonterías. Tienes la lengua muy suelta y al final nos van a pillar. Y si me identifican, tu dinero no bastará.

Precisamente. De eso más o menos quiero hablarle.

Me estás enredando. No entiendo nada de tus líos.

De un asunto de lengua. De eso quiero hablarle. Y de cuatro canallas que se la cortaron a mi hermano.

Empezó a contarle su historia, y aunque él se sentía acosado por la mocosa y lo exasperaba hasta el extremo, no podía engañarse: la necesidad de dinero no lo dejaba insensible. No obstante, la interrumpió, mirando una última vez a derecha e izquierda para estar seguro de que nadie aguzaba el oído inoportunamente. Más tranquilo, sacó unas monedas, las colocó delante de él en la mesa de madera y, levantándose, le hizo un gesto a la muchacha para que lo siguiese al exterior.

No es aquí donde hay que hablar de estos temas. Ven conmigo afuera y cuéntame más exactamente lo que te trae.

Ella lo siguió hasta la calle, y mientras él soltaba su caballo de una anilla incrustada en la pared, escuchaba distraído lo que iba contando la muchacha, y su espíritu derivaba hacia otras contrariedades que padecía desde hacía algún tiempo, y en las que no dejaba de pensar. Unos días antes había orinado sangre, y hacía algunos meses que estaba cansado, harto de esa vida de bohemio que llevaba, esa vida inútil. Veía la sangre en la orina como un mal presagio y hasta como una advertencia que el mismo Dios le enviaba, sobre todo porque desde siempre imaginaba que el Altísimo no estaba de su lado y no tardaría en pedirle que rindiera cuentas por todos los actos innombrables que había cometido. Conque estaba dispuesto a abandonarlo todo por un respiro, una señal, y se decía: ¿por qué no entregarse al cuidado de los monjes, en un convento, durante el poco tiempo que ya debía de quedarle? Tal vez ansiaba un arrepentimiento imposible, algunos meses de paz antes de que lo enterrasen por ahí perdido, bajo una cruz anónima. Sin eso, podía estar seguro de que vendrían a ultrajar su tumba y desenterrar su cadáver para echarles los huesos a los perros. Había imaginado esa paz definitiva, esa jubilación lejos de la escoria que tanto se le parecía, esos meses de silencio para reflexionar sobre sí mismo o para no pensar en nada; y sin embargo allí estaba ella, guapa aunque delgaducha, vestida sin ningún gusto, pero sobre todo con la determinación de una furia y, antes de nada, con la determinación de hacer que muriera con el cuerpo lleno de plomo, plomo que por fin él había decidido abandonar. Pero ahí la tenía, poniéndole delante de las narices esa última tentación, y quizá (le costaba trabajo no imaginarlo) la posibilidad de retirarse con los bolsillos llenos, como él quería.

 

Dices que eran cuatro, le soltó al cabo del agotador soliloquio. Bien. Tu idea es enviarme a una matanza. Así que serán tres mil quinientos francos de oro. Y como favor te hago un descuento por el último. Ese lo haré a mitad de precio. Diremos que solo estaba al cuidado de los caballos.

Es un robo. Es lo único que puedo decir, replicó la muchacha sin inmutarse. No dispongo de esa cantidad y, en cualquier caso, todos estaban implicados, de modo que guárdese sus favores por el cuarto. Quiero la cabeza de todos.

Entonces, si soy un ladrón, vuélvete a casa. No tienes nada que hacer con un ladrón. Eres tan virtuosa, tú que deseas la muerte de unos hombres.

No digo que sea una virtuosa. Sé el valor de mi acto. Sé bien qué pecado cometo. Sin vuelta atrás. Pero otros han hecho cosas mucho peores. Ya le he dado todas las vueltas que debía, y al final he tomado las decisiones que me parecían correctas. Para mí y para mi hermano.

Sí, pero estás regateando en el precio, y no tienes en cuenta que estaré solo frente a cuatro hijos de puta. Eso conlleva riesgos.

Es usted el único que puede hacerlo.

Olvídalo. Creo que estás completamente loca. Y como las locas son más o menos sagradas, te perdono y ya te violaré en otra ocasión. De todos modos, con tus obsesiones homicidas me extrañaría que perdieras el tiempo y te fueras de la lengua. Y ahora déjame, me voy.

¿Mis qué?

Que te lo explique otro. Encima eres una ignorante. Y eso sin tener en cuenta que tampoco eres muy guapa, pero tu mayor defecto está claro que es la ignorancia.

Necesita ese dinero.

Tú qué sabrás. Quítate de mi vista.

Dos mil francos de oro por los cuatro, no valen más. E insisto: usted lo necesita más que yo, se ve claramente. No se marcha de la taberna porque yo lo esté molestando y para no tener que seguir escuchando mi historia. Solo faltaría que una muchacha, ignorante, además, como dice usted con tanta amabilidad, y como si eso fuera culpa mía, provocara la desbandada de l’Infernu. No, esa no es la razón por la que se larga. Ni tampoco se va por miedo a firmar un contrato.

¿Y tú de dónde sales? ¿Dónde están tus otras dos hermanas arpías? ¿No estabas en la puerta de los infiernos?

Búrlese de mí, pero lo cierto es que hace un momento se ha gastado todo lo que le quedaba en los bolsillos. Y da usted pena. En realidad, si huye es porque es pobre y le da vergüenza que se note.

Subió a duras penas a la silla del caballo y, cuando lo logró, la miró con frialdad, mordiéndose el labio y preguntándose por qué no le pegaba. Seguro que se daba cuenta de toda la ira que iba creciendo en él, pero no dejaba de mirarlo fijamente, tenía agallas. A no ser que hubiera percibido cierta fragilidad bajo la coraza que él fingía llevar, una fragilidad que bien podía llamarse codicia o necesidad o incluso deseo. Fuera lo que fuese, parece que lo tenía, y ya estaba tardando demasiado en darse la vuelta como para no estar interesado por la propuesta. Ella lo sentía. Y él sentía que ella lo sentía, lo que lo ponía doblemente furioso. Pero era como si ya un vínculo, un mal vínculo, los uniese.

Tienen que pagar, dijo ella bajando la voz, hay que encontrarlos y que paguen por el daño que han causado. Si yo fuera un hombre, sé muy bien cómo lo haría. Los atraparía y, uno tras otro, los ataría a mi caballo y los arrastraría por los zarzales para desollarlos hasta los huesos. Por desgracia soy solo una desdichada, y los hombres de mi familia son demasiado cobardes para vengar a mi pobre hermano. Y nadie quiere oírme.

Vas a tener que explicarme eso, pequeña. Por qué no hay hombres en tu casa para ocuparse del trabajo. Por qué tu hermano es tan cretino como para no buscar él mismo a los tipos que lo desfiguraron. Vas a tener que explicarme por qué todo el valor de los tuyos solo sale por la boca de una campesina degenerada e irrespetuosa.

Se miraron un instante, él dispuesto a tirar de la rienda del caballo y a irse definitivamente, dejando allí a esa mujer tan inoportuna como desesperante, pero dispuesto también a sentarse en un buen fardo de dinero. ¿Acaso no es la vida una sucesión de elecciones más o menos deplorables, pensó, elecciones que consisten ante todo en renunciar a un millón de deseos, para satisfacer solo uno de ellos, que al final se revelará perfectamente insignificante y que, llegado el momento, habrá que olvidar ahogándolo en alcohol? Y ella sin saber en esta ocasión a qué carta quedarse, diciéndose que lo había atrapado, pero que se escapaba con la misma rapidez, y que su búsqueda corría el riesgo de acabar ahí mismo.

Perdón, profirió. Dígame dónde puedo encontrarlo. Ya hablaremos mejor del precio. Es verdad que no debería haberlo ofendido como lo he hecho. Ya ha podido ver que no tengo mucha educación. Pero tengo miedo sobre todo de no saber a quién dirigirme.

Me agotas. ¿Es que solo me has encontrado a mí? Estoy a esto de la jubilación. Ni siquiera, ya tengo los dos pies dentro. Ni te imaginas lo harto que estoy, jovenzuela.

No tome ahora la decisión. Piénselo y ya hablaremos. Se lo ruego.

Él deseaba estar en otro lugar. Que ella desapareciese delante de él como una nube que el viento hubiera diluido. Le daba fiebre, o quizá era todo ese aguardiente que bebía, o la absenta, lo que le estaba agujerando el cerebro. Por un instante pensó que, a pesar de todo lo que él le había dicho, debería haberla matado. Ella lo había encontrado y sabía quién era él, seguro que ella se iría de la lengua. Vendrían a buscarlo y no estaba realmente seguro de que le reservaran un juicio. Más bien una bala en la sien, que dispararía un miserable. Un grumete del puerto, o incluso un temporero de Lucca que quisiera lucirse ante ella. Temía morir así, asesinado con su propia escopeta una vez que lo hubiesen tirado al suelo. Ya había visto cosas iguales. Pero también volvió a pensar en el dinero. Incluso con las condiciones que ella proponía, la cantidad no era despreciable. Quizá fuera también uno de los mejores tratos que jamás le habían propuesto. La mayoría de la gente moría por menos de eso, asesinada por un inútil, que es lo que él había sido y seguía siendo, escondiéndose, buscando una madriguera a la que no vinieran a buscarlo. La absenta era necesaria. Para olvidar todo lo que había hecho. Para curar también los dolores que le destrozaban el cuerpo, el cansancio desde que había orinado rojo. Ese trato podía ser una gran oportunidad. Ella ahora lo miraba desde debajo de la montura, en la que él dominaba como un viejo espantapájaros. Nerviosa, impaciente. Tal vez lista para abandonar, para soltar la presa. Estúpida pero con un ápice de belleza. Curiosa mezcla. Una mirada de niña desquiciada. Peligrosa. Al final, abrió la boca, sin siquiera escucharse a sí mismo.

Cerca de las salinas hay una cabaña. Cruza la pasarela y el río. Hay un islote lleno de juncos. Mañana, pongamos, hacia las doce. Y procura que te oiga, que aún sé disparar.

Allí estaré, dijo, allí estaré sin falta.

Y la dejó en aquel lugar, mientras desaparecía por la esquina, montado en su caballo, al que se agarraba como si fuera a caerse. Aun así, pensó que había tenido que ser un buen jinete, y de eso ella sabía. Conocía dónde estaba el islote, ella era de la tierra, no como él; se trataba, incluso, de un sitio donde en otro tiempo su padre disparaba a los lobos con mosquetón, cuando subían hacia el río. De modo que iría mañana, sin equivocarse.

Ahora estaba sola en las afueras de la ciudad. Tenía parientes casi en cualquier parte, hasta una vieja tía en cuya casa pasar la noche; pero ¿adónde ir mientras tanto para estar tranquila, sin encontrarse con todos esos parientes, y poder pensar?

Abandonó el barrio del puerto y recorrió los muelles de tierra de los que salían pontones de madera. Allí estaban amarradas algunas barcas de pescadores, incluso oía hablar a los hombres en los botes mientras trabajaban, palabras en napolitano, que no entendía. Debían de decirse cosas de la mar, todo un mundo que le era ajeno.