Tres mil viajes al sur

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Tres mil viajes al sur
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MANUEL MACHUCA
Tres mil viajes al sur


Somos editorial y productores de cultura
Catálogo completo en www.anantescultural.net


Primera edición digital: Julio de 2020

© Manuel Machuca

© Anantes Gestoría Cultural

www.anantescultural.net

Diseño y maqueta: Anantes Gestoría Cultural

ISBN: 978-84-120602-9-4

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático o de venta por internet, ni compartirlo con fines lucrativos en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

A Anabel Caride, por su talento y su generosidad.

A Marina Machuca, por toda una vida juntos.

Al Polígono Sur, la verdadera Sevilla eterna.

Aurea mediocritas

El barrio que me habita sabe hablar en dialecto

como haría Berceo,

conoce cómo suena sin dudarlo la voz del tapicero,

no teme a que se manchen sus dedos

de albero enfanguecido,

aprendió cómo huele diciembre

en la nariz de un niño…

Vuelve cada dos lustros a acortarme la falda

cuando me salen granos,

no pide que dedique un poemario

a sus bancos sin pipas.

Cuando el mundo se torna árido rascacielos,

tribuna del pedante

vuelvo a sus plazoletas a esperar cómo el tiempo

se alarga a voluntad;

las líneas de mi mano adivinaron

que siempre se regresa torpemente

al lugar del delito.

Anabel caride

JOSEFA Veo un tren y se me cambia la cara

A Francisco José Torres Gutiérrez

Correspondencias

Las ciudades son trenes que cruzan sin mirarse,

transeúntes que ignoran

dónde irá el autobús de la acera de enfrente,

cuerpos desconocidos que olvidaron llamar

al otro por su nombre.

Las miras a los labios y descubres penínsulas

que escapan a los ojos del censo,

túneles sin retorno que acarician ausencias

en sus bancos vacíos.

Su fracaso es el nuestro al subir la persiana

y no hallar un motivo que el café nos endulce.

Caminan siempre a tientas

entre la dignidad y los achaques

como los desahuciados.

Sus adarves son almas

que olvidaron quién fue su maestro;

ya no saben saltar en los charcos

por miedo a constiparse.

Anabel caride

I

Me gusta mucho salir por la mañana a la terraza a ver pasar los primeros trenes. No importa que haga frío como hoy, para eso me pongo el abrigo sobre el pijama. Como cuando era pequeña y los veía desde el balcón de mi cuarto, en aquel lugar en el que vivíamos y que ha cambiado tanto. También allí me cegaban los primeros rayos de sol, y escuchaba los pitidos de ferrobuses, convoyes y otros trenes que no sabía cómo se llamaban, pero que era capaz de distinguir por los colores y los horarios.

Yo era feliz, igual que otras niñas que vivían en aquella casa grande de habitaciones pequeñas, que tenía un patio la mar de ruidoso por la cantidad de jaulas de canarios que colgaban de sus paredes. Entonces no nos imaginábamos las fatiguitas que pasaron nuestros padres para criarnos, aunque no creo que ninguna de nosotras echara en falta nada, ya se encargaban nuestras madres de que no nos diéramos cuenta. Sí, éramos felices y vivíamos como una gran familia. Las madres de aquellas niñas eran también mis madres y la mía la de ellas. Si una tenía que salir a trabajar, otras se hacían cargo de cuidar a sus hijos. Y si tardaba más de la cuenta, siempre había quien se quedara con ellos hasta que la madre regresara. Todas colaborábamos. Fue una suerte tener tantas madres, aunque ahora sólo me queda una, que está muy vieja y casi no se entera de nada. También he tenido muchas hermanas y hermanos. Algunos ya no están y de otros no sé qué ha sido. No fue hasta que tuve uso de razón, poco antes de que nos obligasen a marcharnos, cuando empezamos a saber que en realidad, salvo de cariño, carecíamos casi de todo.

Hoy aquella casa no existe, ya no quedan corrales de vecinos y apenas aguanta en tenguerengue, sostenida por puntales, alguna vivienda de las de entonces. Resulta difícil reconocer mi antiguo barrio. Han hecho muchas casas nuevas, aunque han mantenido algunas fachadas. La vieja fábrica no la han tirado, resiste con sus ventanas tapiadas. Sus antiguas chimeneas son hoy nidos de cigüeñas. Los adoquines de la calle que la rodea sí que no han cambiado. Más de una vez me desollé las rodillas al tropezar con ellos mientras jugaba con mis amigas. Pero no hay mucho más de aquella época, ni siquiera los naranjos que crecían alrededor de la iglesia. Hoy son otros, más jóvenes y de troncos menos retorcidos.

Tampoco vive allí nadie de los antiguos. Los que quedamos solemos juntarnos una vez al año, el día que sale el Cristo. Entonces sí que veo a algunos de los niños que jugábamos en los patios o en la calle a lo que se terciara. De los mayores, han muerto casi todos, salvo mis padres y pocos más, pero ninguno puede ir ya. De un año para otro siempre hacemos lo mismo, no hace falta que digamos nada. Nos reunimos para ver salir la procesión en la esquina de la calle donde vivía el Pisa-Pisa con su hermana, en un hueco donde antes había un jazmín enorme que talaron. Cómo olía aquel jazmín, era especial. Mi barrio olía a ese jazmín, al azahar de los naranjos en primavera y a dama de noche en verano. Ahora no huele a nada.

Desde donde estaba el jazmín podemos ver algo más tranquilos la salida del Cristo, aunque sea de lejos. Ese día es muy emocionante. Nos damos besos y abrazos cuando nos encontramos, se nos saltan las lágrimas, intentamos que no se nos vean los dientes que nos faltan; preguntamos por los que no han venido y nos llevamos algún que otro disgusto al enterarnos de los que han muerto. Y cuando todo termina, nos volvemos a abrazar antes de que cada cual coja camino para la barriada a donde nos mandaron hace tantos años, para no volver a estar juntos nunca más salvo en esta fecha tan señalada.

Nos despedimos con un hasta el año que viene, sabiendo que para algunos de nosotros éste será el último día que nos veamos. Para el próximo seré yo quien falte, no sé si alguien más caerá también, puede que mis padres. Pero me queda el consuelo de que seguro que me recordarán y rezarán al Cristo por mí.

El año pasado me enteré de que el Pisa-Pisa había muerto en un asilo. Qué disgusto más grande me dio saberlo, a pesar del pánico que sentía cuando era chica si me cruzaba con él por la calle. A aquel hombre de pies inmensos le encantaba privar. Los niños sabíamos cuándo iba calentito. Lo reconocíamos porque caminaba de lado con esos zapatos enormes. Si alguno lo veía entrar en el bar de la Peña, corría a avisarnos a los demás y lo esperábamos con paciencia. Y cuando salía dando camballadas, los más valientes se acercaban por la espalda para meterse con él.

Pisa-Pisa, ¿dónde vas con tanta prisa?

Pisa-Pisa no bebas más

que te piso y no me cogerás.

Yo siempre me quedaba atrás. Me daba mucha jindama, y no era la única. Alguna vez el pobre llevaba una papa tan grande que se trompicaba, y sólo las paredes lo salvaban de pegarse un buen jardazo. Cuando nos oía, siempre hacía lo mismo: se volvía hacia nosotros y levantaba la vista con los ojos entreabiertos. Parecía que le pesaban. Luego, sin decir nada, apenas un mugido, nos invitaba con las manos a que nos acercáramos a pisarle los zapatos. En ese momento todos nos callábamos, cagados de miedo. Los más gallitos se arrimaban despacio sin dejar de mirarle, con los ojos y la boca bien abiertos; incapaces de pestañear, dispuestos a gritar nada más que el Pisa-Pisa se moviera. Nos colocábamos uno detrás de otro; yo siempre al final. Y cuando el primero se atrevía a darle un pisotón, todos salíamos corriendo, chillando como puercos en matanza. Al principio era terror, pero luego, cuando pasaba el tiempo necesario para estar seguros de que ya no nos cogería, volvían las risas. Casi nunca pillaba a nadie, pero el día que lo hacía, le daba fuerte al que caía entre sus manazas, como la tunda que se llevó aquel muchacho que murió hace unos años al caerse de un andamio. Recuerdo cuando lo trincó por los pelos y le calentó el culo. Estuvo todo el día sin poder sentarse.

Al Pisa-Pisa ya no lo vi más. Alguien contó que le habían dado una vivienda en otro barrio, pero más adelante supimos que lo habían recogido en un pueblo, en la casa de unas monjas, con la cabeza perdida de tanto beber. En cambio, al que le zurró, raro era el día que no me lo encontraba, ya que se vino a vivir dos plazoletas más abajo de mi casa. Su viuda está como yo, que no levanta cabeza.

Asomarme a la terraza me trae recuerdos de aquellos tiempos en el corral de vecinos. Para mí, era la mejor casa del mundo, porque adoraba ver pasar los trenes, lo mismo que hago ahora entre tiritones. No sé si los echaré de menos cuando me vaya, no sé si en la otra vida se echan de menos las cosas. A mí me encantaría no dejar de verlos. Ojalá.

 

Salir de aquella casa fue para mí un disgusto enorme. No se me olvida lo mal que lo pasé el día en que mi padre me dijo que nos teníamos que mudar, que habían venido los del Ayuntamiento y que nos iban a desalojar porque la casa se estaba cayendo. Lo que yo lloraba. Y más cuando unos soldados nos llevaron a las antiguas cocheras de los tranvías. Aquellas naves enormes y desangeladas, con vías pero sin trenes. Había familias de todos lados, sólo nos separaban unos trapos colgados del techo. Me acuerdo perfectamente de aquello, de lo mal que olía, de la humedad, de cómo resonaban las voces. Parece que lo estuviera viviendo otra vez. Luego nos enviaron a un descampado muy triste, lleno de chozas todas iguales. Dentro de ellas no había nada, tan sólo un espacio vacío para vivir. Las letrinas quedaban muy a trasmano, a veces me meaba tanto que para no hacérmelo encima, orinaba detrás de mi casa. Pero mucho más se tardaba en llegar a la fuente a la que había que ir a por agua. Estábamos aislados, lejos de todo y no había trenes por ninguna parte. Ni siquiera se escuchaban.

Se me caían dos lagrimones cada vez que me levantaba en aquel lugar y no veía la estación. Tenía miedo de que fuera así para siempre, pero tuve suerte. No sé si fue casualidad o que mi padre insistió mucho ante el oficial que daba los pisos, pero cuando entré en el que nos tocó y salí a la terraza, se me quitaron las penas por haberme ido de aquella casa húmeda que se caía a pedazos. Allí estaban las vías del tren de nuevo, aunque no hubiera ninguna estación.

En mi casa antigua me entretenía mirando a la gente que subía y que bajaba de los vagones, o a los que entraban en la cantina. Escuchaba los pitidos del jefe de estación cuando un tren iba a salir, cómo movía arriba y abajo la vara, la porra o lo que fuera que llevara en la mano. Me encantaba el uniforme de aquel hombre. Yo creo que por eso me gustan tanto los uniformes. Lo que hubiera dado por que alguno de mis hijos hubiera salido ferroviario o policía. Hasta bombero, como los que había cerca, pero no habrá querido Dios que ninguno lo sea. Maldita droga.

Ahora la estación no la tengo frente a mi balcón. Para verla tengo que asomarme, pero la veo. Es más pequeña, un apeadero, y no tiene jefe de estación que yo sepa. O por lo menos no lleva uniforme. Allí se bajan sobre todo las personas que van al hospital que hay cerca. Un poco más adelante, las vías se meten por un túnel que atraviesa la ciudad por debajo. A partir de ahí ya no se ven más. Por mi casa antigua tampoco. Sentirse sé que se sienten porque vibra el suelo, que eso ya lo noté yo una vez que estuve allí, pero desde luego no se ven. Por eso me gusta vivir aquí, porque desde la terraza puedo verlos llegar. Y para mí es lo único que vale. Me da igual que lo que vea al otro lado sean casas que ya no son de mi barrio; no pasa nada porque el muro que tenemos delante de las vías esté hecho una porquería, y se junte allí mala gente a pincharse o a fumar porros. Veo un tren y se me cambia la cara.

Y me da mucha pena que no vaya a volver a verlos. Hoy será la última vez que me acerque. Voy a entrar por el agujero que hay en el muro y bajaré con cuidado entre los matorrales. Como cuando era pequeña en mi antiguo barrio, aunque en aquel tiempo tuviera que evitar alguna mierda del Pisa-Pisa, que le encantaba ir a cagar entre los jaramagos, y ahora el peligro sea que me pinche con las jeringuillas que dejan por ahí, o me corte con una botella de cerveza rota. Quiero sentir de cerca los pitidos del tren, tan diferentes a cuando se escuchan desde la terraza. Quiero taparme los oídos por última vez y sentir cómo se rompe el silencio al lado de las vías cuando llega. Voy a ir después de que deje a mis padres limpios y desayunados. Y cuando oiga el primer pitido, el que se escucha a lo lejos avisando de que llega el tren, llamaré a la del taller de la parroquia para despedirme. Todavía tengo saldo.

II

En cuanto acabe las cosas que tengo que hacer, llamo a Josefa. La semana pasada la encontré muy triste en la clase de manualidades. La veía en otro mundo y eso me preocupa. Le reñí de nuevo, le dije que no podía estar así y ella bajó otra vez la mirada. Siempre hace lo mismo con tal de no discutir. Me dio la razón, pero yo sabía que lo que no quería era hablar. Le pregunté por su hijo pequeño y me respondió que había vuelto a ir al colegio, pero sé que no es verdad, que sólo lo dijo porque era lo que yo quería escuchar.

Ya no la entretienen los trabajos, ni siquiera me dice que a ver cuándo hacemos un tren en la clase, como si eso fuera tan fácil. Estoy preocupada y no puedo esperar a la semana que viene para volver a saber de ella. No sé si estará tramando algo, si habrá dejado de tomar las pastillas de la depresión, como hizo cuando intentó cortarse las venas. Estoy hecha un lío, no sé qué más puedo hacer, qué es lo mejor. Me arrepiento de haberle reñido pero es que si no, no reacciona. Sé que no es bueno regañarla, pero es lo que me sale, porque cuando la veo así se me cruzan los cables. Aunque a veces ella no lo entienda, tiene que saber que lo hago por su bien; por el cariño que le tengo.

Voy a llamarla, no quiero que se me pase. Primero le daré instrucciones a la muchacha sobre lo que tiene que hacerme hoy en la casa. No quiero despistarme porque, como dicen mis amigas, o se está encima del servicio o hacen lo que les da la gana. Y como no me espabile, cambia las sábanas otra vez, y estoy de plancha hasta arriba. Mi marido, además, no tiene una camisa limpia para ir al bufete. Ayer por la noche tuve que ponerme a planchar si no quería que usara la misma de nuevo. Y acabé con la espalda hecha cisco. Así me encuentro hoy, que no me puedo ni mover.

La despensa está casi vacía y nadie en esta casa me dice nada. Esto no puede ser. No hay leche, no hay pizzas para un desavío, he abierto el último paquete de café. Además, encima se ha acabado el chocolate. No quiero ni pensar que Paco vuelva a casa y se encuentre con que no tiene su oncita para después del postre, con lo que le gusta. Voy a tener que bajar al supermercado a hacer una buena compra y que me la traigan a casa, porque la espalda la tengo hecha una porquería, y eso que anoche sólo planché un par de camisas. Será también por el frío que hace. No quiero cargar peso, pero voy a ir sola. Porque como me acompañe esta mujer, perdemos el día y la casa está que embiste. Vamos a dejar el pescado para mañana. Hoy tendré que hacer yo de comer para que la muchacha se meta a fondo con la plancha y con los cuartos de los niños, que parecen más una pocilga que otra cosa. No sé cómo pueden vivir entre tanto desorden.

Me parece que voy a hacer un cocido para salir del paso. Tres cuartos de hora en la olla y a hacer puñetas. Y si los niños se quejan, pues que se quejen, que nada más que comen a capricho. O que se compren una pizza y la hagan en el horno, que eso sí que lo saben hacer. Qué desastres son, con la edad que tienen. Van a lo cómodo, a que su madre les ponga todo por delante, y se quedan tan panchos. Y luego dice la tele que esta generación sigue en casa de sus padres hasta los treinta años por lo menos, porque no encuentran trabajo. Y porque las madres les ponemos todo por delante y viven como rajás.

No lo digo más, voy a bajar ahora mismo. A donde no iré será a la frutería. Total, para hacer un cocido, compraré en el supermercado las patatas, la calabaza y lo que se me ocurra echarle, aunque las verduras y las frutas sean allí tan caras y tan malas. Pero para un cocido no se va a notar. Paco nunca me ha dicho nada al menos. Con lo único que pone pegas es con la marca del chocolate. Un día la muchacha trajo uno de marca blanca y casi estalla de furia. Pero con lo demás, no. La carne y el chorizo también me los voy a traer de allí. Esto y el chocolate de Paco es lo que voy a subir; del resto, que se encargue el niño de los recados. Y en cuanto ponga la olla llamo a Josefa, antes de que el agua se ponga a hervir.

En el fondo entiendo a la pobre, cómo no la voy a entender con la vida que ha llevado. Es que se te ponen los pelos de punta nada más de recordarlo. Paco dice que no sabe para qué me meto, que lo de esta mujer no tiene solución, que ni la lotería lo arregla. Y no tengo más remedio que admitir que es verdad, aunque delante de él no lo haga. Porque como un día le toquen los cupones puede ser peor aún. Le pasaría como a aquella que venía antes al taller de manualidades. Con el dinero se compró un coche y ayudó a uno de sus hijos con la entrada de un piso. Luego le dio un regalito a los hermanos de éste para que no se encelaran y arregló un poco los cuartos de baño con lo que le quedó. Y al final, ¿qué? El que compró la vivienda se quedó parado y la casa se la quitó el banco. Ahora lo tiene de nuevo metido en la suya pero solo, porque su nuera se hartó de él y se largó. Para colmo, se llevó a la nieta y ahora no le deja ni verla. Y encima, han tenido que malvender el coche. La última vez que apareció por el taller me dijo que estaba limpiando la escalera de su bloque para pagar los gastos de comunidad que debía. Un desastre. Y esa familia era medio qué, de trabajadores, nada que ver con el desastre de la de Josefa.

Ella se siente más desgraciada que nadie, y aunque trate de dulcificarle la situación, cómo voy a decirle que no es verdad. Ni eso, ni que algo habrá hecho mal, porque desde luego que su familia no es muy normal que digamos. Tiene a los dos varones en la cárcel, pero lo de las niñas no sé si es peor. La mayor es puta, y a la pequeña, cuando consiguió un trabajo, lo primero que se le ocurrió hacer fue ponerse unas tetas y pagarlas a plazos. Después, cuando se quedó parada, dejó de pagar y ahora está pendiente de juicio. La niña encima vive en un pueblo y no tiene ni para pagar el billete de autobús que la lleve al Juzgado. Tendrá que acudir además con las tetas puestas. Como dice Paco, no va a poder esconder el cuerpo del delito.

Josefa no tiene ni idea de cuándo se va a celebrar la vista, mi marido dice que eso tarda. Pero de lo que sí estoy segura es de a quién le va a tocar pagar el autobús de la niña, como más de una vez le he pagado a su madre uno de los taxis ilegales que van a la cárcel, para que pueda ir a visitar a sus hijos. A quién se le ocurrirá hacer las cárceles tan lejos.

Paco dice que esto no tiene arreglo. Ya no le puedo contar nada de lo que pasa en ese barrio porque me quita las ganas de seguir yendo. Y lo peor es que tiene razón.

III

Qué frío hacía ahí afuera. Vaya con el invierno que llevamos este año. Me he quedado arrecía en la terraza, pero como se me va la olla cuando veo un tren, nada más que me doy cuenta cuando vuelvo a entrar a la casa pegando tiritones. He abierto la puerta de la habitación del niño y el hijo de la gran puta sigue durmiendo. Hoy no lo voy a despertar, no me voy a pelear con él, ya no tengo fuerzas. No me importa que la profesora me haya amenazado con dar parte a los servicios sociales para que me quiten la custodia. Después de lo de hoy seguro que se lo llevan, ya no merece la pena. No sé qué es lo que harán con él, pero por lo menos tendrá a alguien que trate de ponerlo derecho. Que lo consigan o no, con quince años que tiene, no se sabe. Pero yo desde luego ya no puedo.

A ver cómo reacciona. Lo mejor es que me quite de en medio. Si falto, puede que se estropee del todo o que se arregle, pero conmigo va a seguir haciendo lo mismo. Porque a mí me puede, a mí me tiene cogida la medida. No he sabido hacerlo con él. Ni con él ni con sus hermanos. Por eso me voy, porque me moriría del disgusto de ver que me lo quitan, y eso va a ser lo que pase cualquier día de éstos, que la asistenta social ya me lo tiene dicho. Así que prefiero no estar para entonces y que Dios haga con él lo que quiera.

Porque ya no puedo más, el niño me tiene alobada del todo y no quiero más problemas. Éste se va a quedar acostado hasta que le salga de los cojones levantarse. Con lo ilusionada que me tenía con sus estudios hace unos años, con lo bien que iba, con lo que lo querían sus profesoras. Siempre decían que él y el hijo de un chatarrero eran los mejores de la clase, los más listos. Se me caía la baba cuando le escuchaba decir que quería ser policía. Y al final ahí lo tengo, tirado en la cama sin hacer nada, hecho un golfo. Porque si no lo es ya, poco le falta.

Otro que ha salido como sus hermanos. Cómo me lo han estropeado sus amistades, esa partida de rateros con los que se junta. Al menos, desde que me echaron de la empresa de limpieza, ya no suben a casa porque estoy yo. En algo he salido ganando, porque ya no sabía dónde esconder el dinero. El niño siempre me cogía las vueltas y acababa faltándome.

 

Hay que ver lo que me cambia el ánimo cuando me meto para dentro y cierro la terraza, pero es que el niño me pone de los nervios, me saca de quicio. Y encima ayer me salió con que quería un móvil nuevo, que éste iba muy lento o yo qué sé qué coño le pasaba al móvil. Que se lo compre la asistenta social.

Desde luego ha salido a su padre, a ese hijo de la grandísima puta que se esté quemando en el infierno. Las hostias que me dio. Y yo que creía que había aprendido del padre de los otros cuatro, y que había jurado que ningún hombre me iba a poner otra vez la mano encima. Cómo caí, cómo volví a caer. Maldito sea el día en que me metí con él en aquel coche abandonado y dejé que me besara. Le dije que ya estaba, pero cuando me volvió a besar y me tocó, dejé que me tocara. Y luego le volví a decir que ya estaba. Por qué lo permití, por qué se me fue la cabeza. Fue cuando la sentí, la sentí ardiendo, dura, rozándose contra mi pierna mientras me mordía los pezones. Y ya no dije nada. Ya no hablé ni pensé. Me dejé ir, yo misma la busqué, la acaricié. Primero con la mano abierta, de abajo arriba, y después la apreté entre los dedos. No sé cómo pudimos hacerlo con tanta estrechura, en esos asientos medio rotos con el escay por fuera. Yo misma le bajé los pantalones y en un momento ya estaba dentro de mí. Empujaba, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Recuerdo cómo le bailaba la cadena con aquella Virgen en el cuello. O sería de otras veces, porque nunca se la quitó ni quiso venderla; ni en los peores momentos. Y lo que más me duele es que yo me corrí primero y él se dio cuenta. La de veces que me echó en cara lo caliente que estaba, lo puta que era, recordándome lo de aquel día. Ahora lo pienso y no me explico cómo fui tan idiota, cómo lo seguí, cómo después de la mala vida que me había dado el padre de los otros cuatro me pude enajenar tanto con este tío como para irme con él. Por qué me escapé del barrio para estar dando tumbos de un lado para otro, pidiendo por las calles, robando si se podía. Maldita sea la hora en la que me dejé preñar por él. No sé cómo se me ocurrió dejar mi casa, cómo le permití hacer todo lo que quiso sin saber ni quién era. Porque no me enteré de su verdadero nombre hasta que se estaba muriendo en el hospital y vino la Policía. Entonces supe que se llamaba de otra forma y que estaba en busca y captura. Hijo de la gran puta. Antes de que muriera le quité aquella medalla que nunca soltaba y la vendí. No quise esperar a que estuviera muerto. Era mi venganza por lo mal que me lo hizo pasar. No sé si llegó a darse cuenta, pero juro que no me importó que me dieran mucho menos de lo que pensaba.

Los recuerdos aparecen como les da la gana, soy incapaz de controlarlos. El último del que me hubiera gustado acordarme un día como éste es de esa mala persona, y se me ha venido a la cabeza. No sé por qué Dios me mandó ese castigo, qué le habré hecho yo para sufrir tantas desgracias. No quiero pensar en ese tío, ni en las cosas malas que me han pasado, pero parece que es lo único que me importa. En estos momentos me gustaría recordar mi niñez, la época más feliz de mi vida, cuando jugábamos en el patio mientras mi madre y otras señoras cosían para la calle o nos remendaban la ropa. De lo que tengo ganas es de acordarme de mis amigas, de aquella casa que ya no existe. Y de los trenes.

No hace mucho, antes de Navidad, estuve en mi antiguo barrio por última vez. Aproveché que fuimos a una iglesia que queda cerca a vender las manualidades que hacemos en el taller. A esa misa va gente de dinero y los curas nos dejan poner un tenderete en la puerta. Esta vez llevábamos adornos para los portales y los árboles de Navidad. Yo había hecho unas campanitas de colores que me encantaban. El dinero de la venta era para los negritos de un país de por ahí lejos. Me parece que se iba a dar para un colegio que atendían monjas como las que van por la iglesia. Ellas dicen que son más desgraciados que nosotros, que no tienen de nada, y que los chiquillos se mueren de hambre y que por eso vienen en las pateras. Yo no me lo imagino, pero si dicen que es así será así. Lo que sí sé es que en mi familia hay muchas bocas que alimentar y a mí no me llega para lo que necesitan.

Aquel día aproveché para pasarme por mi antiguo barrio con una vecina y su marido, que nos acercó en el coche. Donde estaba mi casa, hay ahora un bloque muy bonito y con mucho lujo. Las demás viviendas que daban a las vías del tren también las tiraron, todas menos el colegio antiguo, que ahora está lleno de tíos con crestas y de una gente tan rara que daba miedo acercarse. Las casas nuevas son bloques parecidos al que han hecho donde yo vivía. La estación la han convertido en un mercado feísimo y donde estaban las vías, ahora hay una avenida. El tren pasa ahora por abajo y se siente. Por lo menos yo escuché el traqueteo cuando cruzaba por allí. Otra vez con lo de que se siente el tren en esa calle, no sé por qué me repito tanto.

Por dentro del barrio las calles son las mismas de antes, pero todo está muy cambiado. Las casas no tienen nada que ver con las que había cuando yo era chica, aunque alguna engañe por fuera. Las hay con patios, pero la mayoría están vacíos y no se ven niños, todo lo más algunas macetas en el suelo. Tampoco hay jaulas de canarios colgadas en las paredes. El silencio de esos patios me daba como frío. Lo que sí que vi en uno de los portales fue que prohibían ir en bicicleta y llevar perros sueltos. Cuando era chica no teníamos bicicletas. Algún padre sí que usaba alguna para ir a trabajar. En cambio, perros sí que había unos cuantos, todos canijos y muertos de hambre, con más mataduras que pelo, y llenos de pulgas y piojos como nosotros.

Como era domingo, no había un alma por la calle. Olía a invierno. Parecía un cementerio con casas muy bonitas. La luna se veía en el mismo sitio que yo la recordaba. Entramos un momentito en la parroquia a ver al Cristo y a la Virgen. Como había misa, no nos paramos mucho tiempo. A mí me gustan más las imágenes en sus pasos, pero el Miércoles Santo hay tanto jaleo que no se pueden ver con tranquilidad, ni rezarle a gusto ni nada. Además, ese día no es para eso, es para volvernos a ver.

Después callejeamos las dos por detrás de la antigua fábrica para buscar la iglesia donde las demás ya habrían montado el puesto. Hacía un frío que pelaba. Mi antiguo barrio es más húmedo que el de ahora y sus calles son mucho más oscuras por la estrechez. Los adoquines estaban igual que antes, así que tuvimos que ir con cuidado de no caernos, que ya no tenemos los huesos como cuando éramos unas chiquillas y correteábamos por allí. En ese callejón al que me refiero vivía el Pisa-Pisa con su hermana. No estoy segura, pero me parece que me he vuelto a repetir. De lo que sí estoy segura es de que me acordé de sus sobrinos, que siempre andaban en pelotas cuando llegaba el verano. Me pareció verlos otra vez, agachados, agarrados a los barrotes de la terraza. Casi no cabían de estrujados que estaban, siempre pendientes del que pasara. La casa tenía ahora unos puntales sosteniendo el techo, las paredes de lo que era la salita estaban que daba penita verlas, con un papel pintado totalmente hecho jirones.

Todavía me acuerdo de cuando venía el padre de aquellos niños con un cochazo que casi no cabía por la calle. Subía a la casa y el primero que bajaba era el Pisa-Pisa, que se iba a la Peña con el dinerito que le daba el hombre. Ese día invitaba a la primera ronda al que pillara por allí. Había quien se iba al bar nada más que veía entrar el coche en el barrio, para así beber de gorra. Un rato después bajaban los niños, vestidos de domingo y repeinados, con un montón de chucherías, y dejaban a aquel hombre con su madre. Nadie regresaba a la casa hasta que el coche no se fuera. A mí me daban mucha envidia los sobrinos del Pisa-Pisa. Un día me dio por decirle a mi madre que quería que un hombre así viniera a verla y me arreó un guantazo del que todavía me acuerdo. Ya nunca más volví a decírselo, aunque sí que lo pensé. Y como yo muchas de mis amigas, aunque al verme la cara roja con la mano señalada de mi madre, no quisieran decirle nada parecido a las suyas.