Buch lesen: «La tonalidad precisa del rojo»

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LA TONALIDAD PRECISA DEL ROJO

Manuel Broullón

Epílogo de Manuel Ángel Vázquez Medel

Kaótica Libros

© Kaótica Libros es un proyecto editorial de Ana Orantes, Sofía Sánchez y Lidia López.

© Texto original: Manuel Broullón

© Imagen de cubierta e ilustración de la guarda: Sofía Sánchez

© Diseño: Kaótica Libros

© Edición: Kaótica Libros

kaoticalibros.com

hola@kaoticalibros.com

Colección Multiverso, 1

Editado en Madrid, España

Primera edición: enero, 2021

ISBN: 978-84-122129-7-6

ROJO AMANECER

«Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con las palabras que la describen.

Y sin embargo, entre la una y la otra hay una relación».

Italo Calvino

Las coloridas y exactas palabras que componen el libro La tonalidad precisa del rojo del escritor y pensador Manuel Broullón sobrepasan la página, rompen la cuarta pared y rasgan el misterio, en esta obra encontrarán una voz poética, conceptual y exacta, que se engarza en potentes imágenes, que de pronto hablan un lenguaje tremendamente cinematográfico.

Presintiendo así los cimientos académicos del autor, que ya se atisban desde sus estudios sobre comunicación, literatura y semiótica.

Así como en Las ciudades invisibles (1972) de Italo Calvino, el baile simbólico que precenciamos en La tonalidad precisa del rojo, es un viaje continuo a la arquitectura interior de los lugares, las personas, sus deseos; «la ciudad roja» de Broullón es el hilo lírico que nos conduce entre las esquinas de estas ciudades semióticas que son las identidades y sus destellos.

El rojo se vuelve atmósfera, sensación y búsqueda feroz por el sentido. Este título nos ha dado la sensación de ser una obra nueva, que se puede convertir velozmente en un clásico, por su capacidad de recordarnos a las mejores prosas poéticas, por evocarnos a Cernuda, Calvino o Borges. Pero desde una renovada visión que apuesta por el diálogo con las estampas modernas, como esas ciudades futuristas, entre el rugido de los motores, o la vanguardista «Estridentópolis» y su cartografía interior en El Café de Nadie.

Manuel Broullón es un intelectual, investigador y profesor con una magnífica capacidad para el tejido creativo en el sentido de construir el texto, desde la complejidad y la intertextualidad que adivinamos en sus múltiples refencias literarias. De su cáliz de palabras ha bebido y como un «dragón en el subsuelo», también ha logrado digerir con erudición su magia.

Así mismo, nos invita precisamente a la «abstracción» desde la que comienza el libro, y desde allí nos dice tanto, pero siempre desde el misterio, dice por consecuencia, lo justo para invitarnos a descubrir: «el peso de las palabras entre ciudades simétricas».

Y en esa misma rojiza trama, sigue mago, tejiendo caminos, bosques y voluptuosidad: «En una esquina que podría haber sido la de cualquier otro lugar, la de cualquier otra ciudad no ya del entorno, sino del mundo entero, os encontráis para compartir un largo trayecto en coche, a través de las montañas, de los bosques pintados con los colores pardos del otoño».

Mítica y posmoderna se vislumbra La tonalidad precisa del rojo, y Kaótica Libros, decide comenzar su colección: «Multiverso», con la potente voz de un autor que nos ofrece el rojo, sus matices, y todos los colores posibles para recorrer el enigma de su maravillosa prosa, desde una sensibilidad única y enriquecedora.

Las editoras

Para Álvaro

Miro los viejos palacios [...], edificios antiquísimos donde quisiera vivir algún día,

con una ventana toda mía, con vistas sobre los techos

color arcilla,

sobre las persianas verdes de las ventanas, como en la tentativa de descifrar

de dónde vendrá este secreto que la ciudad murmura

y que yo continuaré escuchando, aunque no lo entienda, hasta el final de mi vida.

José Saramago.

– ¿Y qué han sacado en claro?

– Un racimo de heridas y una desorientación absoluta.

Federico García Lorca.

I

La lectura
(premisa)

Disculpa que este libro hable de todo y de nada.

La lectura es una proyección tuya y mía en alguna parte que nadie sabe dónde está. Ahí la magia de leer: «Je est un Autre». Pero ese encantamiento cesa cuando tu mano dobla la hoja de papel y los ojos siguen hacia la página siguiente. Siendo así, quisiera que ni tú ni yo concibiéramos durante dicha ilusión reflejo alguno de eso a lo que muchos llaman «realidad». Cierto que viajes, visiones o deseos preceden casi siempre a la escritura. Pero cuando ha pasado el tiempo, aquellos ya no pueden constituir más que un limo disperso en los márgenes de las hojas escritas.

En las miniaturas que te ofrezco a continuación, como si fueran trozos de fotografías desordenados, quizás puedas encontrar un destello de belleza o una intuición, al tomar distancia y contemplar el conjunto. Porque desde mi punto de vista, la Literatura, como el resto de las Artes, debe aspirar al máximo de abstracción posible si todavía pretende decir algo.

II
La ciudad y el deseo

Cuando viajes a la ciudad roja tendrás primero que desearla: esa es la única vía de acceso.

III
Íncipit

«Recuerde el alma dormida

avive el seso y despierte

contemplando […].»

Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre.

Comienzas por el principio, tratas de hacer memoria, escribes en presente del indicativo para tratar de comprender la secuencia de acontecimientos.

En las noches insomnes del final del verano, cuando el calor te obliga a dormir con la ventana abierta en la región del sur donde naciste, donde llegaste a ser tú, con la identidad que tirios y troyanos te otorgaron, la brisa azul del amanecer acaricia tu piel desnuda. Mientras, se desvanecen en tu subconsciente los planes premeditados. Los horarios fijados de antemano, repasados mentalmente una y otra vez durante la vigilia, demuestran su insolvencia. Y con la conciencia perdida, tu imaginación precipita la sustancia del deseo sobre la materia del cerebro: la sucesión vertical del relato.

IV

El doble

–Periodista: ¿Cómo ha llegado hasta

aquí, hasta Hollywood?

–John Ford: En un tren.

Este tren se agita en el silencio de la noche. Imposible saber dónde estás: la atmósfera nocturna priva a tus ojos de cualquier intuición del paisaje. Tan solo la luz interior del vagón en que viajas enciende las ventanillas como si fueran una multitud de pantallas cambiantes. Cada cristal duplica tu reflejo en dos imágenes simétricas, superpuestas. La noche oscura, al otro lado, devuelve a tu mirada una imagen de ti, escindida sobre la superficie de los improvisados espejos-pantalla.

El cristal también insonoriza el interior: acalla el estrépito que en verdad acontece afuera. Cesan también tus voces interiores, la multitud de yoes de tu identidad. Espejismos. Estímulos que desconocen que una conciencia los dota de presencia. Comunión total con el cristal. Materializarse en lo otro como un reflejo, secretamente deseado.

V
Impresiones (I)

«Vt pictura poesis; erit quae, si propius stes,

te capiat magis, et quaedam, si longius abstes;

haec amat obscurum, uolet haec sub luce uideri,

iudicis argutum quae non formidat acumen;

haec placuit semel, haec deciens repetita placebit.»

Horacio, Epistola ad Pisones.

A estas horas la oscuridad envuelve el tendido eléctrico, como la sustancia primigenia en que reposan todos los colores durante las horas de sueño.

El disco lunar, única cicatriz en un cielo sin firmamento, acompaña desde su altura a tu silueta, también sombría, hasta donde te aguarda un frugal recibimiento. Descubres el lugar preciso que por breve periodo ha de convertirse en tu hogar: techumbre alta, paredes blancas, insoportable olor a humedad.

Tu acto reflejo de abrir los postigos desafía la opacidad exterior.

Y he aquí que mientras se disipa la pestilencia melancólica de un cuarto olvidado de la vivienda, un fresco aroma a dama de noche escala por el muro hasta el umbral de la que a partir de este instante se convierte en tu ventana. Tuya y solo tuya. Entonces se alzan los telones, se apartan las veladuras de tu distraída conciencia: se revela la perfecta alineación del marco de la ventana con el límite de los edificios del vecindario, el friso horizontal de los tejados uniformes de la ciudad, y, perfectamente encuadrado, el delicado vigor de una torre, de repente blanca y roja, cuya lejana campana en el cuerpo superior regirá tus días y tus horas.

En el intervalo de silencio entre un repique y el siguiente, tu vista pronto se acostumbrará a escapar de todos los quehaceres prácticos, en dirección hacia el misterioso cuadro que, de improviso, derriba toda la pared para atraer la visión hasta la parte más interna de la estancia.

Tendrás que aguardar todo un equinoccio y dos cambios de estación para comenzar a intuir irracionalmente que aquel cuadro tan geométrico es la síntesis de una serie de impresiones lumínicas y cromáticas en variación constante sobre el mismo tema.

La torre, los tejados y las fachadas del vecindario, o el propio marco de la ventana, en sus días y sus horas, están suspendidos sobre la fragilidad de un solo instante, que exige ser amado hasta la extenuación, para –de inmediato– evaporarse.

VI
La ciudad en el tiempo

«[...] Bien sabes que cuanto me dices cumpliré para ti de la forma que tú me lo mandas.

[...] Acércate para que, estando abrazados,

podamos, aunque por un momento, saciarnos de llanto tristísimo.»

Homero, Ilíada, Canto XXIII.

Tu idea del tiempo: invención de quien mira hacia atrás y recuerda, colocando unas tras otras –como los hitos a lo largo de un camino– las cosas vistas y oídas en el transcurso de su propia vida. Esta idea debería permitirte averiguar las causas objetivas del azar propiciatorio, acaso de la voluntad escondida, que dictaminó que llegarías a la ciudad roja este día y a esta hora, mucho antes de que existieran los tiempos y los espacios.

Pero, ¿qué imágenes ven tus ojos? ¿Qué suelos pisan tus pies y qué aromas embriagan tu olfato? No es, no, una sola ciudad, sino una multitud laberíntica, terrible, monstruosa, infinita pero subyugante, la que tu conciencia se representa, recorridos todos los espacios por todos tiempos que existieron y existirán. Tal vez fueron tus ponderaciones previas a la llegada, marcada por el hado, las que produjeron una multitud de ciudades, como sucesivas visiones de Troya imaginadas por Aquiles antes de morir, contándole a Patroclo mientras le mira con ternura a los ojos, cómo se había figurado la apariencia de los palacios, de las fuentes, de los templos y los manjares ilíacos, mientras rodeaba la urbe con su carro durante la guerra, pero sin poder alcanzar a ver jamás uno solo de sus tejados por encima de la descomunal muralla. Si Troya existe es tan solo en los ojos de Patroclo, donde arden las historias que le cuenta Aquiles, enamorado, hasta consumirse la vida del devoto amante.

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