Una política del síntoma

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Una política del síntoma

Una política del síntoma

Luis Tudanca

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Capítulo I. Lo impolítico y la acción política propiamente dicha

Capítulo II. Del malestar en la cultura al malestar en la civilización

Capítulo III. Notas sobre el racismo

Capítulo IV. Una lectura impolítica de la biopolítica

Capítulo V. Senderos que se bifurcan

Capítulo VI. La evaluación: algunos ejemplos

Capítulo VII. De los intelectuales, de la izquierda y la derecha y de la política del psicoanálisis aun

Capítulo VIII. De Borges a Jauretche, una hipótesis restringida sobre a qué nos identificamos los argentinos

Capítulo IX. La época de la vecindad

Capítulo X. ¿Qué del psicoanalista en el siglo XXI?


Tudanca, Luis Una política del síntoma / Luis Tudanca. - 1a ed . - Olivos : Grama Ediciones, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-8372-30-31. Psicoanálisis. I. Título.CDD 150.195

Diseño de tapa: Mario Merlo (mario@kilak.com)

© GRAMA ediciones, 2012.

Av. Maipú 3511, 1° A (1636) Olivos

Pcia. de Buenos Aires.

Tel.: 5293-2275 • grama@gramaediciones.com.ar

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© Luis Tudanca, 2012.

Digitalización: Proyecto451

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Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-8372-30-3

CAPÍTULO I Lo impolítico y la acción política propiamente dicha

a) Una política...

Este libro retoma, amplía y precisa uno anterior: De lo político a lo impolítico. Una lectura del síntoma social. En su título ya está delineada esa perspectiva.

Si hablamos de una política es porque seguimos sosteniendo una idea que es base para nuestros desarrollos: no hay La política.

Eso abre la posibilidad de políticas, en plural, que varían en cada ocasión que aparecen, para desaparecer al momento siguiente en que ya no se las necesita o caen por su propio peso.

Aceptado este argumento comienzan ciertas complicaciones.

¿Cómo lograr una constante, un invariante de alguna política, una, que se imbrique con las políticas de cada vez?

Ahí aparece lo impolítico. Lo impolítico es una política que intenta intervenir en las políticas ocasionales, en la diversidad de las mismas.

Así que, una política: lo impolítico.

Una de las características fundamentales de lo impolítico es la no-acción, a entender como una acción no activa.

La no-acción es tanto más decidida, tanto más responsable, que la acción que vira al activismo.

Sin embargo se trata de un doble aspecto de la acción política: en uno, lo impolítico le quita el activismo a la acción por lo que ésta queda “privada de efectos impositivos apropiativos”. (1)

Sigue siendo acción política pero es una acción que no actúa en el sentido del activismo, se sostiene en una eficacia indirecta, interviene de costado, en los márgenes de una situación dada.

El otro aspecto, que llamaremos acción política propiamente dicha, se sostiene en un axioma: la política es acción aun antes de su desvío en activismo.

Ahora bien, una acción es acción política propiamente dicha si contribuye al despliegue y afianzamiento de una política, por más coyuntural que ella sea, o impide dicho despliegue por considerarlo infructuoso o contrario a los intereses que se defienden.

Una acción política, por lo tanto, incluye la decidibilidad: qué hacer, cada vez. Y quizás sea ese el aspecto más difícil y determinante a la vez.

Lo impolítico favorece a la acción política propiamente dicha. Pero a la vez puede decirse que la acción política propiamente dicha es el límite mismo de lo impolítico.

Desde su no-acción lo impolítico contribuye a restar activismo a la acción política.

El límite de ese proceso lo instituye la acción política propiamente dicha.

Para que haya acción política propiamente dicha, se espera de ella que esté lo más alejada posible de cualquier ajetreo.

Cuando menor es éste, más límpida y efectiva es la acción política.

Pero el modelo ideal, puro, no existe.

Hay que acostumbrarse a la idea paradojal de una acción sostenida en la no-acción y la inversa, una no-acción que solo puede desplegarse en una acción concreta.

Diríamos, a la vez, que lo impolítico es un suplemento inconsciente de la acción política propiamente dicha, pero que una situación dada se define en el terreno de la acción política propiamente dicha.

Pero recordemos algunos puntos en que lo impolítico actúa en la acción política concreta.

Si se restringe el activismo a la acción, la acción es la favorecida ya que, en términos de Spinoza, no dilapida su potencia.

Si se disminuye la injerencia en la acción, se fortalece la misma ya que no se extravía en ningún forzamiento.

No se trata de inacción sino de todo lo contrario. Se trata de fortalecer y expandir la acción política propiamente dicha en una perspectiva de pleno rendimiento de la eficacia.

Como nos acostumbramos a leer en François Julien: “...no actúo (en un plano determinado, de manera puntual, forzando las cosas), pero tampoco permanezco inactivo puesto que acompaño a lo real a lo largo de su desarrollo”. (2)

En el mismo movimiento se recupera la espera como posición que sostiene la acción política que “en ningún caso debe ser confundida con una actitud quietista o con cualquier forma de inercia”. (3)

Subrayamos el lado activo de la espera muy lejos de la pasividad o del desinterés.

La espera, si se traduce como paciencia, ni posterga ni suspende la acción política, sino que la hace emerger en el momento oportuno.

b) ...del síntoma

¿En qué lo que hemos llamado lo impolítico y la acción política propiamente dicha competen al psicoanálisis?

Únicamente por la vía del síntoma.

Es que, para Lacan, “El síntoma instituye el orden en que se revela nuestra política. Implica por otra parte que todo lo que se articule por este orden sea pasible de interpretación”. (4)

Tomaremos la interpretación como saber leer. Lo que se lee es el síntoma, allí donde lo encontremos. Dicha lectura se aplica tanto a un sujeto singular como a lo social.

Una lectura del síntoma lleva a cercar, circunscribir lo que no funciona, que es la definición, a la vez, más general que Lacan da de síntoma.

Pero a la vez, una lectura del síntoma debería rodear lo ilegible. Solo a partir de ese “lo que no funciona” es posible, y no en todos los casos, que eso que es del orden del síntoma sea pasible de interpretación.

Aquí entra en juego nuevamente lo impolítico. Lo impolítico es una manera de leer el síntoma fundamentalmente en lo social.

Con el término social abarcamos diferentes campos: las instituciones, la llamada sociedad, pero también las otras lecturas que vienen de otros discursos sobre estos temas, etc.

De dicha lectura impolítica es posible derivar una acción política propiamente dicha o no, esperar, hacer silencio, etc.

Es propio del psicoanálisis “que el bien decir se funde sobre el saber leer”. (5)

Con esa herramienta, el saber leer, se aborda el síntoma.

Pero todavía un aspecto más: ese leer el síntoma consiste en privarlo de sentido. La interpretación apuntará entonces al fuera de sentido.

De allí, en tanto lo impolítico da marco al bien decir, se hace necesario insistir con dicha categoría.

Recordemos que lo impolítico no es antipolítica o ausencia de política, es una política. No encubre ni está al servicio de una caída de interés por las políticas, ni su desmerecimiento, ni su crítica mordaz.

Por el contrario: es política encarnada y conlleva una cierta radicalización de las políticas.

Podemos ya dar un ejemplo de una lectura impolítica del síntoma en lo social.

Se puede decir que la despolitización se ha convertido en La política contemporánea, es decir, se extiende y eso marca un rumbo: he allí un síntoma.

Leer ese síntoma permitiría desplegar una acción que vehiculice un retorno a las políticas.

Cuando alguien dice “no me interesa la política” expresa una política muy particular: la despolitización.

Cuando Foucault expresa: “El problema del neoliberalismo pasa por saber cómo se puede ajustar el ejercicio global del poder político a los principios de una economía de mercado”, (6) lee un síntoma muy actual.

 

Indiquemos de paso que la lectura de ese síntoma se produce a través de la reducción al máximo de los sentidos que proliferan en torno al tema.

Foucault va de los muchos temas, de los muchos sentidos, a un tema, una noción.

Por ejemplo, cuando desarrolla la cuestión del homo economicus se pregunta: “¿En qué medida es legítimo y fecundo aplicar la grilla, el esquema y el modelo del homo economicus a cualquier actor?”. (7)

Se nota en este autor un esfuerzo por orientar la acción política en dirección a un retorno a las políticas por sobre la economía. Por eso concluye que “la economía es una ciencia lateral con respecto al arte de gobernar”. (8)

Y se observa a partir de los ejemplos, y tomando diversos autores, la imposibilidad de ser neutral. Nadie es neutral, lo sepa o no lo sepa.

La inacción política, a no confundir con la no-acción impolítica, es despolitización. En términos de Rancière despolitizar es: “El más antiguo de los trabajos del arte político”. (9)

Y si seguimos la idea de Foucault de la existencia de dos razas que llevan inevitablemente a lo que el autor llama una guerra perpetua (dedicaremos un capítulo a dicho tema) estamos tentados de afirmar que hay la raza de los que sostienen la despolitización y hay la raza de los que sostienen las políticas.

Despolitización y políticas muestran los extremos, los dos polos donde multiplicidad de argumentos y sentidos intentarán dar cuenta de los beneficios o peligros de uno y de otro.

Leído ese síntoma, reducidos los sentidos al máximo, quedando como resto dos polos ¿qué política?

Una política del síntoma, de ese síntoma por ejemplo, se ocuparía de lo imposible: mostrar el borde de ese agujero donde se montó el dos de la confrontación.

Aun sabiendo de la conformación de ese dos, llamemos a ese dos: dos familias, dos grupos, dos razas, dos bandos, etc., apuntar a no favorecer la consolidación del dos.

No tanto pretender disolver ese dos –eso sería imposible– sino, simplemente, quitarle consistencia.

¿Y si no se logra? No se puede ser neutral. Veremos más adelante que aun en ese caso puede conservarse el pudor.

Pero la decisión siempre se impone: elección forzada.

Los sentidos que lo impolítico puede rasurar, restar a las políticas apuntalando la acción política propiamente dicha, son variados.

Empezando por lo propio: ausentándolo lo más posible sin por eso no intervenir.

Pero también aportando comunidad en lo disperso, el munus en el nada en común que nos caracteriza como parlêtres, en la no relación de base de la que provenimos.

¿Disolver los contrarios? No.

No se consigue ningún consenso real entre intereses contrarios, no hay posibilidad de armonía alguna y menos de adaptación.

Sí es posible alguna regulación “en los términos de una paz armada”. (10)

Y no alcanza con eso ya que se constata que siempre existe “al lado de un espacio reglamentado, un espacio no reglamentado; una zona de no derecho que produce el culto de las normas”. (11)

c) El “algunos otros” lacaniano

Spinoza decía que la potencia se ejerce con otros.

Leemos ese “otros” como el “algunos otros” que hace decir a Lacan que el analista se autoriza de sí mismo y de algunos otros: he allí una política del síntoma.

Ni la singularidad aislada, ni la masa.

El “algunos otros” no aspira a ninguna representación: nadie representa a nadie, pero tampoco es exacto que uno se represente a sí mismo.

El “algunos otros” es inclusión, espacio común, agregación, e implica una apertura sostenida en una expansión sin cierre.

La lógica de agregación característica del “algunos otros” se sostiene en un montón, en redes, sin apuntar a un todo.

Lo impolítico refuerza la existencia del “algunos otros” evitando la pendiente al grupo-masa que llevaría a los dos polos-bandos.

Spinoza lo dice así: “Entiendo por cosas singulares las cosas que son finitas y tienen una existencia limitada, y si varios individuos cooperan a una sola acción de tal manera que todos ellos sean a la vez causa de un solo efecto, los considero a todos ellos, en este respecto, como una cosa singular”. (12)

Aun faltan las consecuencias. La acción política desplegada, verifica su potencia circunstancial, episódica, en las consecuencias que produjo, lo que hace decir a Miller que “...Lacan implica la consecuencia, la serie de una cadena significante. Quizás el acto es un comienzo, incluso un origen, pero solo se lo puede juzgar como acto retroactivamente. Es necesario esperar para saber si lo fue”. (13)

Si hay acto político solo es a través de la acción política y sus consecuencias.

Como dice Lacan: “El verdadero original solo puede ser el segundo, por constituir la repetición que hace del primero acto”. (14)

Lo impolítico, si lo consigue, trae a colación el acto en la acción política propiamente dicha, o espera.

1- ESPÓSITO, R., Categorías de lo impolítico, Katz, Bs. As., 2006.

2- JULLIEN, F., Tratado de la eficacia, Ciruela, Madrid, 1999, pág. 139.

3- Ibíd., pág. 220.

4-LACAN, J., El Seminario, Libro 18, De un discurso que no fuera del semblante, Paidós, Bs. As., 2009, pág. 115.

5- MILLER, J.-A., “Leer un síntoma”, EOL Postal 18/07/11.

6- FOUCAULT, M., El nacimiento de la biopolítica, Clase del 14/02/79, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2.007, pág. 157.

7- Ibíd., pág. 306.

8- Ibíd., pág. 330.

9- RANCIÈRE, J., En los bordes de lo político, Hebra, Bs. As., 2007, pág. 41.

10- ESPÓSITO, R., Categorías de lo impolítico, op. cit.

11- LAURENT, E., “El lazo social en el mundo contemporáneo”, en El Caldero de la Escuela N° 8. Nueva serie, Bs. As., 2009.

12- SPINOZA, B. de, Ética demostrada según el orden geométrico, Orbis, Madrid, 1980.

13- MILLER, J.-A., Política lacaniana, Colección Diva, Bs. As., 1999.

14- LACAN, J., “Proposición del 09/10/67”, en Momentos cruciales en la experiencia analítica, Manantial, Bs. As., 1987, págs. 17/18.

CAPÍTULO II Del malestar en la cultura al malestar en la civilización

El malestar en la cultura

Freud escribió sobre el malestar en la cultura en 1930 pero, poco a poco se produce un desplazamiento del término cultura al de civilización cada vez que ese texto es citado por diversos autores.

Freud utilizó efectivamente el término Kultur, cultura, y con él designó “la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí”. (1)

Pero la cultura falla irremediablemente en el cumplimiento de sus fines, lo que genera el malestar que es inherente y consustancial a ella.

Especialmente el segundo fin –regular las relaciones de los hombres entre sí– pareciera incumplible.

En las relaciones que competen a un sujeto en tanto vecino, colaborador, miembro de una familia, etc., siempre habrá posibilidad de desencuentros, enemistades, segregación.

Aun en el caso en que el poder de la comunidad reemplaza al del individuo, paso decisivo hacia la cultura, encontramos que ese poder de la comunidad es resistido, trasgredido, cuestionado.

Es que la cultura impone restricciones que no son fáciles de tolerar: la cultura incomoda, insatisface.

Del individuo a lo colectivo el equilibrio fracasa por lo que Freud concluye parcialmente que: “Uno de los problemas del destino humano es el de si este equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto es en sí inconciliable”. (2)

Tomemos nota de la aparición en el texto freudiano de la constitución de dos polos que nos vienen del capítulo anterior y que reaparecerán como tema en todo el desarrollo del presente libro.

Ahora bien, si seguimos sus argumentos nos encontramos con la manera en que él ya leía el síntoma en lo social en su época. Comienza diciendo que hay un ideal común en los individuos que es: aspirar a la felicidad. Pero la felicidad es un fenómeno episódico. Uno le dedica más tiempo a evitar el sufrimiento.

El sufrimiento para Freud proviene de tres fuentes: el cuerpo, el mundo exterior y las relaciones con otros seres humanos.

En la tercera de las fuentes hay un eje de todo el texto que lleva directamente al malestar.

En ese contexto Freud explica un síntoma: el aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, que lee como “el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas”. (3)

Su conclusión en esta parte de su desarrollo vale la pena recordarla: “La felicidad... es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos, cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz”. (4)

Tenemos entonces en relación al malestar la presencia de la satisfacción –es decir el goce– y cómo cada individuo se las arregla con eso.

Pero en tanto la cultura pretende ligar a los miembros de una comunidad con lazos libidinales se encuentra con que: “Las pasiones pulsionales son más poderosas que los intereses racionales”, por lo que “siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes”. (5) El texto incorpora a partir de allí las tendencias agresivas, es decir, la puerta por donde se va a colar la pulsión de muerte.

Pero antes de desplegar ese tema nos encontramos con el narcisismo de las pequeñas diferencias, algo aparentemente inofensivo que satisface las tendencias agresivas de una comunidad logrando la cohesión de sus miembros precisamente por la diferencia con otra comunidad. Distintos nombres que van tomando en Freud la segregación y el racismo.

Ahora sí estamos en condiciones de decir cuál es el mayor obstáculo con el que tropieza la cultura: la pulsión de muerte.

Que la llame impulso de agresión y destrucción si se manifiesta en el exterior o sentimiento de culpa si se manifiesta en el interior del individuo, nos orienta en las maneras en que el malestar se expresa.

El nombre del malestar en la cultura es: pulsión de muerte.

De la mano del concepto de pulsión de muerte Freud escribe dos textos sobre la guerra en los cuales el término cultura cede terreno al de civilización, en el propio Freud.

Mientras se trate de “regular las relaciones de los hombres entre sí” el término que predomina es el de cultura, pero en cuanto pasamos a las relaciones entre naciones, pueblos, razas, empieza a predominar el término civilización.

Pero ya sabemos que la pulsión de muerte está presente en una y en otra, que ella es inherente a cada individuo pero “pasa” a la cultura/civilización y da el fundamento, el soporte del malestar.

Así que, hablemos de cultura o civilización, el malestar es estructural.

Y Freud advierte que “no se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas humanas, se puede intentar desviarlas, al punto que no necesiten buscar su expresión en la guerra”. (6)

Tenemos en esa definición un Freud impolítico que demanda un imposible pero no deja de intentarlo, aun a sabiendas de que hay “muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados”. (7)

Su pregunta de si se necesita o no una dosis de hipocresía para conservar la cultura no hace más que revelar el costado pesimista de su concepción. Retomaré esta cuestión.

 

Resumiendo: pensemos los dos términos, cultura y malestar tal cual se presentan en Freud en esa época.

Cultura viene a reemplazar a naturaleza, ese es el primer paso. Segundo paso, el malestar viene al lugar de un bienestar supuesto, perdido, mítico.

¿Qué quiere expresar Freud con estos desarrollos? Que algo de indomable, imposible de regular, ajeno a la cultura debe tener la naturaleza... humana, que resulta necesario “culturizarla” aun sabiendo que tratamos con un imposible.

Pero también algo falla siempre en el bienestar posible, tanto de un individuo como de un conjunto de ellos, que el malestar se impone, que la felicidad queda recluida a un fenómeno episódico.

Recordemos que Freud ya escribió “Más allá del principio del placer” y se encontró con la pulsión de muerte.

Hasta ese texto Freud se hacía la idea de que el principio del placer se correspondía de alguna manera con el bienestar y se reducía a mantener la tensión lo más baja posible.

El programa del principio del placer se orienta a obtener placer y evitar el displacer.

Pero a partir de “Más allá del principio del placer” la teoría freudiana cambia radicalmente. Hay allí lo que Freud llama la compulsión a la repetición, que es la manifestación en un sujeto de la pulsión de muerte.

Pero ya sabemos que esta pulsión de muerte puede manifestarse en el exterior a través de lo que Freud llama el impulso de agresión y destrucción, por lo que el destino de la pulsión de muerte termina siendo la cultura.

No se resuelve la cuestión pensando que la cultura misma es represora y al individuo no le queda más remedio que la trasgresión. Mucho menos en esta época.

Siempre fallamos de la misma manera (compulsión a la repetición), pero esa manera de fallar es diferente en cada quien. Trasladada a la cultura garantiza la continuidad del fallar en relación al semejante, y eso es estructural.

Pero aparte, el psicoanálisis verifica que en ese sufrimiento que conlleva la compulsión a la repetición hay satisfacción-goce. Esa satisfacción-goce en el sufrimiento es lo que Freud denomina “más allá del principio del placer”.

Concretamente a veces nos gusta lo que nos hace daño, nos atrae lo que nos hace mal.

Puede ser: una comida, una bebida, una droga, una idea, un amor...

La civilización contemporánea favorece, empuja y promueve el malestar y lo lleva lejos. En el horizonte nos encontraremos con el racismo, como la expresión máxima del fracaso de la regulación de las relaciones de los hombres entre sí en que tanto insistió Freud.

Cultura y civilización

Pero todavía no hemos avanzado lo suficiente en la distinción entre cultura y civilización.

Un autor que avanzó en esa dirección fue Lévi-Strauss. Él define la cultura como “todo conjunto etnográfico que desde el punto de vista de la prospección presenta, con relación a otros conjuntos, variaciones significativas”. (8)

Se nota en la definición el espíritu del estructuralismo que tanto influyó en Lacan en su primera enseñanza.

Dicha definición nos sirve a los efectos de subrayar lo que el autor llama “variaciones significativas”. Hablar de cultura siempre nos lleva a hablar de diferencias: una cultura se caracteriza por su diferencia con otra cultura que es diferente a otra y así sucesivamente.

Ahora bien, Lévi-Strauss también subraya que hay varios sistemas de cultura simultáneos a los cuales pertenecemos: somos de un barrio, de una provincia, de un país y al mismo tiempo pertenecemos a una familia, tenemos o no una religión, una ideología, etc.

El autor se da cuenta que todo ese nominalismo no puede ser llevado hasta sus últimas consecuencias pero quiere fundamentar la cultura en la diversidad, en la diferencia, o como la llama él mismo, en la distancia diferencial.

Las costumbres particulares, las maneras de vivir y, en nuestro lenguaje, las distintas maneras de gozar de conjuntos de individuos, hacen a toda cultura en su diferencia con otras culturas.

Pero además Lévi-Strauss se da cuenta también que “Ninguna cultura es capaz de emitir un juicio verdadero sobre otra, puesto que una cultura no puede evadirse de ella misma”. (9)

En cambio, cuando empezamos a hablar de civilización, se terminaron las diferencias y/o la diversidad.

A la civilización hay que pensarla como un todo que incluso abarca varias culturas.

El término globalización indica ese pasaje de cultura a civilización.

Pero no se termina la cuestión en la globalización. Ésta también implica uniformidad y así, lentamente, entramos en el malestar en la civilización.

Lo que se intenta volver uniforme es el goce y ese programa entra en contradicción con las formas de goce culturales.

Los términos: pensamiento único, unisex, etc., indican ese intento de hacer equivalentes cosas que no lo son. Lo veremos más en detalle.

Así, de a poco, se consigue en muchos casos eliminar, hacer desaparecer las diferencias y ya se nota el peso de imposición que conlleva la uniformidad y el malestar que provoca.

La civilización fuerza lo igual y las culturas resisten con la diferencia.

El mantenimiento de ciertas costumbres culturales entra en contradicción, choca con la civilización. De allí que se hable de la necesidad de asimilarse, adaptarse. ¿A qué? A la civilización, dejando un poco de lado las costumbres culturales.

Así que hay un doble aspecto del malestar: el correspondiente a cada cultura y el que viene de la mano de la civilización.

La clave del malestar en la civilización lo da el objeto de consumo. No tanto el consumo en general, sino el objeto de consumo en particular.

No es que no se trate del consumo en las culturas. Pero el consumo que impone la civilización es un consumo muy especial.

El plus de gozar es lo que permite aislar la función del objeto de consumo en la globalización.

Cualquier mercancía se adquiere por su valor de goce, pero ese valor de goce está sostenido sobre un trasfondo de pérdida de goce, de insatisfacción.

Este circuito está anclado exclusivamente en la ambigüedad de la función que caracteriza al plus de gozar: evocar un menos de goce ofertando un más de goce, ambigüedad que explica el porqué de la urgencia por derrochar los objetos en los que se encarna, en las mercancías en las que se adhiere, un plus de gozar que se revela como un goce que no es suficiente, que reaviva de inmediato la insatisfacción de base.

De allí que cualquier objeto de consumo que se adquiere en el mercado provea de una satisfacción fugaz, evanescente, transitoria. El objeto es efímero en tanto no se lo usa sino que se lo consume. El movimiento de consumo como tal lleva a querer volver a consumir, por la insatisfacción que renueva.

Lacan estableció lo que para él representaba el malestar en la civilización: “Un plus de gozar que se obtiene de la renuncia al goce, si se respeta el principio del valor del saber”, saber inscripto en la homogeneización de los saberes en el mercado. (10)

Allí, en ese movimiento perpetuo, ubicamos el malestar en la civilización como heredero del malestar en la cultura o, lo que es equivalente, el pasaje del discurso de amo antiguo al discurso capitalista.

Tendremos oportunidad de retomar estos temas en otros capítulos, pero en éste queremos subrayar que en ambos se trata de satisfacción, pero que en uno –el primero– la satisfacción queda restringida a un cierto límite que se pierde en el segundo.

En el discurso capitalista el plus de gozar sostiene la realidad ayudado por el saber científico y sus aplicaciones técnicas, lo que hace decir a Miller que “la ciencia integrada al discurso capitalista nos da un plus de gozar desregulado”. (11)

A pensar, en el psicoanálisis, las consecuencias en el cuerpo del malestar en la civilización actual, ya que Lacan tiene la idea de que lalengua civiliza el goce.

Esa civilización que el cuerpo consigue es por la vía del objeto. Hasta allí no podríamos hablar de ningún tipo de desregulación. Todos gozamos de objetos y, de alguna manera, somos ese objeto.

Pero al entrar ese objeto en el circuito del plus de gozar que describimos, la desregulación se hace presente.

El malestar en la civilización

Lévi-Strauss observó muy tempranamente que la civilización occidental provocaba que “el mundo entero tome prestado progresivamente de ella sus técnicas, su género de vida, su modo de entretenerse e incluso su modo de vestir”. (12)

Él detectó la universalización de la civilización occidental y resume en la definición que acabamos de citar mucho del desarrollo que realizamos, a saber: el papel de la técnica de la ciencia en la civilización contemporánea, el intento de instaurar un modelo de vida único, la uniformidad del goce, etc.

Y, anticipadamente, adjudica dos valores a la civilización occidental: el procurar incrementar continuamente la cantidad de energía por habitante, y proteger y prolongar la vida humana, es decir, plus de gozar y biopolítica. Lo retomaremos.

Nos entrega finalmente su idea de “preservar la diversidad de las culturas en un mundo amenazado por la monotonía y la uniformidad”. (13)

Conclusiones

De lo diferente a lo mismo, de lo distinto a lo igual, hay el pasaje de la cultura a la civilización.

En el retorno la civilización diluye, difumina y en el límite disuelve culturas.

La civilización consolida lo uniforme sostenido en el plus de gozar y eso hace al malestar que la caracteriza correlativamente a todo lo que se ha indicado de decadencia de la función del padre en nuestra civilización, que es también la decadencia del discurso del amo y su reemplazo por el discurso capitalista.

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