Buch lesen: «La ciencia y los monstruos»
Luis Javier Plata Rosas
LA CIENCIA Y LOS MONSTRUOS
Todo lo que la ciencia tiene para decir sobre zombis, vampiros, brujas y otros seres horripilantes
Plata Rosas, Luis Javier
La ciencia y los monstruos: Todo lo que la ciencia tiene para decir sobre zombis, vampiros, brujas y otros seres horripilantes.– 1ª ed.– Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2017.
Libro digital, EPUB.– (Ciencia que ladra… serie Clásica / dirigida por Diego Golombek)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-629-794-3
1. Divulgación. I. Título.
CDD 501
© 2017, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de portada: Eugenia Lardiés
Ilustraciones: Mariana Nemitz
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: diciembre de 2017
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-794-3
Este libro (y esta colección)
Ya lo dijo un tal Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”. ¿Y qué mejor sueño de la razón que la mismísima ciencia?
Porque los monstruos, esas maravillas del pensamiento, de los mitos y, sí, de los sueños, son de esas alteraciones de la naturaleza que nos obligan a apuntar hacia ellos nuestros telescopios, rayos X, microcámaras y termografías para entender por qué ese algo es diferente del resto, se destaca en un fondo homogéneo. Lo monstruoso, en este caso, es lo diferente, lo que no alcanzamos a comprender. Qué mejor entonces que exagerarlo, desgarrarlo hasta que resulte irreconocible y aterrorizante.
Hay de todo en este bestiario de Luis Javier Plata Rosas: hombres lobo, hongos alucinógenos, brujas, zombis, lunas llenas y hasta una curiosa monstruofilia que nos hace humanos y deseosos del terror en el cine a medianoche. Pero no siempre se trata de experiencias sobrenaturales. Recordemos que a veces estos bichos monstruosos son cosa de todos los días. Así, si tenemos en cuenta que “vampiro” significa, literalmente, “que se alimenta de sangre”, allí estarán los vampiros-pulga, los vampiros-mosquito y los vampiros-murciélago. En cierta forma, muchos de los monstruos más queridos tienen su origen en algún fenómeno natural que recorre cual fantasma estas páginas.
Y si hay un país que festeja a sus monstruos, a sus enmascarados y, mucho más, a sus muertos, es el querido México. “Qué parecidos son los gritos de amor y los de los moribundos”, nos enseña Malcolm Lowry en una novela que transcurre, justamente, en el día de los muertos. De allí viene, como no podía ser de otra manera, esta celebración de la ciencia monstruosa para inaugurar la publicación sistemática de autores mexicanos en esta colección. El experto colega y amigo Juan Nepote nos acercará a algunos de sus más notables científicos, que adoran contar la ciencia de una manera cercana y rigurosa, cotidiana y precisa. Sean bienvenidos al mundo de los ladridos científicos. Ciencia que ladra… festeja la gran tradición de la divulgación científica en tierras aztecas, de maravillas tecnológicas como el chicle, el caucho o los meteoritos acaba-dinosaurios.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil. México nos acompaña en esta aventura de contar el mundo con ojos soñadores y científicos.
Ciencia que ladra… no muerde, sólo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
Prólogo
El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar paisajes nuevos, sino en mirar con nuevos ojos.
Marcel Proust
¿Quién no se ha topado con un monstruo alguna vez en su vida? Desde los horrendos personajes que habitan los cuentos de nuestra infancia hasta los enormes y pequeños ogros con los que compartimos la vida diaria. Hemos inventando los monstruos para encarnar nuestros miedos y, como podemos descubrir en este libro, para convivir con lo que aún no entendemos. Por eso los monstruos y las monstruosidades son un tema relevante para la ciencia. Sobre todo, son muy importantes para la idea que nos hacemos acerca de la ciencia y los científicos. Ahí tenemos el caso de Abraham Stoker (“Bram”, para los amigos), matemático de formación y autor de un relato que pensó titular El no muerto, pero que con buen juicio científico acabó llamando con una palabra de potencia trágica y melodiosa: Drácula. Con su monstruo, Stoker contribuyó sustancialmente a moldear la opinión pública sobre la ciencia, sus alcances y usos, alimentó algunos temores ante lo desconocido y, de paso, le dio nombre a un género de orquídeas. De esta y otras monstruosidades se enterará el lector de este horripilante libro de Luis Javier Plata Rosas, un episodio más de la complicidad entre la Argentina y México, que ya ha dado importantes frutos. No podemos olvidar que fue en tierra azteca donde se instaló el doctor en ciencias químicas Arnaldo Orfila Reynal para ejercer su profesión de editor con maestría impar, y donde, después de padecer un ataque de censura del gobierno de turno, se aventuró a fundar una nueva editorial, Siglo XXI Editores, con el apoyo de personajes fundamentales de la cultura mexicana como el astrónomo Guillermo Haro, quien lo incitó a “iniciar o fortalecer decididamente la edición de libros científicos y técnicos que tanto necesitamos”.
En México existe una larga tradición científica que no hemos terminado de contarnos a nosotros mismos y que, por lo tanto, todavía no reconocemos. Ya estaba presente en Carlos de Sigüenza y Góngora y en Antonio Alzate ese interés por comprender el mundo que habitamos y el sitio que ocupamos en él; ya estaba presente en la experimentación con el chicle, con las bebidas surgidas del mezcal, con el chocolate, con los números, la astronomía e incluso con las tinturas para teñir las telas; y, sin dudas, en la búsqueda de nuevos materiales y arriesgadas tecnologías para construir tanto pirámides como ciudades sobre lagos, o en las técnicas para reconocer, organizar y clasificar nuestra biodiversidad.
La publicación de autores mexicanos en CQL es una forma de avivar y extender la conversación que hace ya varios años iniciaron Diego Golombek y Siglo XXI Editores Argentina para continuar este “camino apasionante y maravilloso, a lo largo del cual hemos creado una comunidad de científicos, escritores, lectores y editores, todos ladrando juntos para mostrar lo poderoso y divertido de ponerse ojos de científico y salir a mirar el mundo. La ciencia ladra… y cabalga”.
Juan Nepote
En otros terrenos se puede avanzar hasta donde han llegado otros antes y no pasar de ahí, pero en la investigación científica siempre hay materia por descubrir y de la cual asombrarse.
Mary Shelley, escritora
La ciencia occidental se distingue por su sentido de lo maravilloso. Los monstruos son y seguirán siendo una parte integral de ella. Maravillarse de los monstruos marca la ciencia temprana y lleva a la ciencia moderna.
Pierre Laszlo, químico
Introducción
Cuando era niño, era consciente de que, en la noche, la visión infrarroja revelaría monstruos escondidos en el armario del dormitorio sólo si eran de sangre caliente. Pero todo el mundo sabe que el monstruo promedio del armario es reptiliano y de sangre fría.
Neil deGrasse Tyson, astrofísico
Desde nuestra infancia –como individuos y como especie– hemos convivido con ellos. Los hemos buscado, sí, debajo de la cama, dentro del armario, detrás de las puertas…, pero también acechando detrás de todo aquello que, en la naturaleza, nos atemoriza y atrae a la vez. No podemos evitar cerrar los ojos, y hasta cubrirlos con nuestras manos, ante la advertencia de que está a punto de aparecer uno de ellos, pero tampoco nos es posible no entreabrirlos y hacer trampa separando un poco nuestros dedos: son los monstruos.
La palabra “monstruo” viene del francés monstre, que a su vez tiene su raíz en el latín monere, que significa “advertir”. Y es que, dado el aspecto de los monstruos, su presencia jamás puede pasar inadvertida entre nosotros.
En los comienzos de la ciencia moderna, durante los siglos XVI y XVII, el término “monstruo” no estaba asociado necesariamente a algo atemorizante. Otro era el adjetivo que describía mejor a un monstruo: “maravilloso”, algo que rompía por completo con las leyes que la naturaleza tenía que obedecer y que los científicos intentaban descubrir. Hallar algo que desafiaba la explicación científica a la mano no podía ser más que una excepción a la regla, una irregularidad, una aberración, una trampa con la que, para los creyentes, Dios se hacía presente con el objeto de demostrarnos que la ciencia no tenía la última palabra. Se trataba, en definitiva, de un monstruo.
Descubrir monstruos de todo tipo en una época en la que Europa estaba descubriendo el resto del mundo tampoco era tan difícil, y, en vez de museos, las colecciones privadas dieron lugar a los llamados “cuartos de curiosidades”, aunque una traducción más próxima al original en alemán, Wunderkammern, es la de “gabinetes de las maravillas”.
Escribí este libro teniendo en mente a estos gabinetes de las maravillas, con el propósito de que, al igual que en ellos, en sus páginas convivan, como en ese entonces, la ciencia y los monstruos inspirándose, atrayéndose y, en último término, maravillándose una con los otros. Espero que, al igual que los biólogos, físicos, químicos, ecólogos y otras criaturas de la ciencia que se sintieron atraídas e inspiradas por alguna de las horrorosas criaturas que aquí aparecen –al menos, lo suficiente para seguirlas y descubrir en ellas algo que al resto de nosotros se nos había escapado–, también los lectores exploren con placer, si bien no tan plácidamente, estos parajes.
No es esta, por lo tanto, una obra de criptozoología, en la que intentamos averiguar, de una vez por todas, si la evidencia con la que contamos es suficiente para concluir que Pie Grande o el Monstruo del lago Ness en verdad existen o si todo ha sido parte de un gran engaño. Tampoco se trata de un bestiario ni de una enciclopedia de monstruos. Mucho menos de un tratado sobre pastafarianismo, esa parodia de religión –y que conste que escribo esto como una simple descripción, no como una crítica– en la que se venera en broma al Monstruo Volador de Espagueti, cuyo poder es tan grande que le ha permitido colarse aquí y en uno que otro capítulo.
Agradezco a Diego “Gollumbek”, ese monstruo de la divulgación, a Carlos E. “de Espanto” Díaz, y a todos los librescos y fantásticos seres de “Ciencia que ladra”, por corregir y mejorar notablemente este experimento, así como a la doctora Liza Kelly, quien examinó el engendro que originó la criatura que el lector tiene en sus manos. Gracias también a Juan Nepote por incluir a mis monstruos en su selección mexicana.
A todos aquellos que más de una vez han sentido horror ante monstruos tan intangibles, pero igualmente universales, como el Coco1 y las matemáticas, dedico esta “ciencia monstruosa”. Mientras recorren estas páginas, en las que conviven los más grandes monstruos de la fantasía con auténticos monstruos de la investigación científica –algunos no tan afamados, aunque de igual modo trascendentes en la historia de nuestra especie–, tal vez no esté de más tomar en cuenta las palabras de Marie Curie: “En la vida no hay cosas que temer, sólo cosas por entender”.
Felices pesadillas.
1. Química quimérica
Cuando la mayoría de la gente piensa en la palabra “química”, piensa en un viejo siniestro con una bata de laboratorio riéndose maliciosamente sobre un vaso de precipitados que burbujea. Esta imagen acaso proviene de las películas y de la televisión, que en general representan a los químicos como creadores de monstruos terribles […]. Por fortuna, en años recientes los medios de comunicación han revisado su antigua imagen de los químicos: ahora a veces nos representan como seniles en vez de insanos.
Ian Guch, químico
Para tu información, todo el mundo sabe que los monstruos las prefieren rubias.
The Toxic Avenger (1984)
La química de los muertos vivientes: vudú, “zombificación”2 y neurotoxinas
1. ¡Organízate antes de que se pongan de pie!
2. Ellos no tienen miedo, ¿por qué deberías tenerlo tú?
3. Usa tu cabeza: corta la de ellos.
4. Los cuchillos no necesitan recargarse.
5. Protección ideal = ropas ceñidas, pelo corto.
6. Sube la escalera, luego destrúyela.
7. Sal del auto, sube a la moto.
8. Mantente en movimiento, mantente oculto, mantente quieto, ¡mantente alerta!
9. Ningún lugar es seguro, sólo más seguro [que otro].
10. El zombi puede haberse ido, pero la amenaza continúa.
Max Brooks, Zombi. Guía de supervivencia
Si alguna enseñanza práctica nos ha dejado el género de terror de los años recientes, en películas, televisión y cómics, es que nuestra especie no desaparecerá a un ritmo propio de la escala geológica y como consecuencia del calentamiento global. El apocalipsis, lo sabemos todos los amantes de los monstruos, se escribe con “z” de zombis.
En otra parte de este libro nos aterrará saber que, de existir los zombis, las matemáticas permiten predecir un holocausto similar a aquel contra el que lucha infructuosamente la todo menos horrorosa Milla Jovovich cada segundo de las seis películas de la saga Resident Evil; en otras palabras, un mundo en el que es altamente probable que nuestro vecino más cercano sea un muerto viviente y nuestros cerebros, su plato principal y en el que los días de la humanidad están contados –o, más bien, calculados mediante fórmulas en una computadora–. Pero no nos adelantemos, que eso es tema para otro capítulo.
Es verdad que, tratándose de criaturas biológicas, los zombis no podían escapar de la selección natural. También ellos han evolucionado: de lentos seres descerebrados –muy por debajo de Forrest Gump en la escala de estupidez– se convirtieron en caníbales con una marcada preferencia por los sesos y, en sus versiones más recientes, en criaturas hipercinéticas que pondrían en apuros a más de un maratonista. No obstante, lo que nos interesa en este capítulo es explorar primero los orígenes de estos monstruos de comportamiento tan gregario para, con ayuda de la química, ver luego de qué manera le era posible al antiguo hechicero vudú crear su propio zombi “folklórico”, de características más inofensivas que su contraparte popularizada por los éxitos de Hollywood.
En el folklore haitiano, un zombi es un cadáver humano (aunque, como dice cierta canción, en realidad “no estaba muerto”,3 o no del todo, según veremos más adelante) que un hechicero vudú –también llamado boko– ha reanimado mediante la magia o, más bien, con una muy “pequeña” ayuda de ciertos polvos “mágicos” cuyos ingredientes tendremos oportunidad de examinar en estas páginas.
El zombi carece de voluntad propia, lo que aprovecha el hechicero para ponerlo a trabajar como esclavo. Si existiera un “Manual del boko para el cuidado de su zombi”, la primera instrucción que contendría, en letra destacada, diría:
Muy importante: jamás alimente a su zombi con sal.
La consecuencia de infringir esta regla no es una transformación del zombi al estilo Gizmo-criatura pacífica/gremlin criatura diabólica; ocurre que, simplemente, el zombi deja de serlo y, una vez restituida su conciencia, es posible que el humano dezombificado sienta unos impostergables deseos de convertir a su esclavizante hechicero ya no en un muerto viviente, sino en un muerto-muerto.
Los zombiólogos, o como sea que se llamen a sí mismos los estudiosos de los zombis, han propuesto diferentes etimologías para la palabra que define a su objeto/sujeto de estudio. Algunos especialistas consideran que proviene de jumbie, término caribeño para “fantasma”; otros señalan nzambi como posible origen, que en el Congo significa “espíritu de una persona muerta”. También hay quienes aseguran que tiene su raíz en zonbi, palabra criolla para referirse, precisamente, a una persona que muere y es regresada a la vida, pero desprovista de voluntad y habla.
Una controversia académica mucho mayor generó a mediados de los años ochenta el etnobotánico estadounidense Wade Davis cuando, en su libro La serpiente y el arcoíris, publicado en 1985, afirmó que los zombis… ¡realmente existían! Aunque aclaró, casi de inmediato, que en rigor no se trataba de muertos vivientes, sino de individuos vivos mantenidos en estado de trance con la ayuda de drogas.
A la manera del ficticio Indiana Jones, Wade Davis había hecho una expedición a la isla que es cuna de los zombis para investigar supuestos casos de muertos vivientes en una sociedad en la que nadie tenía duda alguna de su existencia: la mismísima ley haitiana no requería mayor evidencia empírica para condenar como asesinato la zombificación de un individuo, sin importar que este siguiera vivo (art. 246 del Código Penal de Haití, en vigor desde 1835). El libro alcanzaría fama mundial al servir de inspiración para la película homónima (The Serpent and the Rainbow), dirigida por Wes Craven en 1988, director más conocido por la mayoría de los cinéfilos por A Nightmare on Elm Street (1984) y Scream (1996).
Mezcla de artículo científico con novela de aventuras y bitácora de viaje, La serpiente y el arcoíris, a la manera de los libros de Carlos Castaneda, autor de obras como Viaje a Ixtlán, llamó la atención de antropólogos y farmacólogos por igual. Sólo que en este caso se sustituyó el peyote empleado por el brujo don Juan –según Castaneda– por las sustancias que, de acuerdo con Davis, daban al hechicero vudú el poder de crear zombis.
Y es que, si lo pensamos un poco, no es cualquier cosa llevar a cabo un plan entero que involucre: 1) conseguir que una persona ingiera la cantidad adecuada de una sustancia que la haga parecer muerta hasta para el ojo entrenado, de manera que 2) pueda ser enterrada viva, 3) luego reanimada y, por último, 4) conservada durante tiempo indefinido en estado casi letárgico. La posible aplicación masiva de sustancias zombificantes excede su uso por parte de algún político vivillo e inescrupuloso. Ahora bien, más allá de la política mundana, imaginemos la aplicación de esta técnica en ciertos ámbitos, como el de la exploración espacial: en los viajes de larga duración a otros mundos lejanos, los zombinautas podrían ser reanimados una vez que llegaran a destino. Interesante, ¿no?
Introducción a la “zombicología”: peces globo y tetrodotoxina
Doctor Hibbert: Sí, de hecho consumió el veneno del pez globo, por lo que me dijo el chef, así que es muy probable que le queden 24 horas de vida, Homero.
Homero: ¿24 horas?
Doctor Hibbert: Bueno, 22, lamento haberlo hecho esperar tanto.
Homero: ¡Oh, Marge! ¡Voy a morir! ¡Voy a morir!
Doctor Hibbert: Bueno, si le sirve de consuelo, no sentirá ningún dolor sino hasta mañana por la noche, cuando su corazón explote de repente…
Los Simpson, “One Fish, Two Fish, Blowfish, Bluefish” (1991)
Es hora de que presten atención todos aquellos que alguna vez soñaron con convertirse en hechiceros vudús: la parte folklórica de la creación de un zombi señala que una persona tiene un corps cadavre (su cuerpo físico). Pero, a diferencia de las religiones judeocristianas, contaría también con un gwo bon anj, responsable de que el cuerpo esté vivo, y un ti-bon anj o ti bon ange, responsable de que uno esté consciente y cuente con memorias. Si uno quiere zombificar a alguien, tiene que atrapar el ti-bon anj del futuro esclavo en un recipiente cerrado; una vez que se halla atrapado en ese lugar, el ti-bon anj recibe el nombre de “zombi del espíritu” o “zombi astral”. El cuerpo reanimado, ya sin libre albedrío y listo para arar las tierras y seguir sin chistar todas las órdenes del hechicero vudú, correspondería a lo que los bokos conocen como “zombi de la carne” o zombi cadavre. En su libro, Wade Davis narra cómo algunos haitianos intentaron venderle algunos “zombis astrales”, previendo que serían mucho más fáciles de pasar como inmigrantes por la aduana estadounidense que los zombis cadavres.
No desesperen los lectores escépticos: es el momento de que la ciencia entre en auxilio de la zombificación; o, en todo caso, de una explicación para ella en la que no intervenga lo sobrenatural. En agosto de 2007, los físicos Costas J. Efthimiou y Sohang Gandhi publicaron un artículo4 en el que citaron al antiguo hechicero vudú y ahora predicador evangélico Frère Dodo. Abjurando de su pasada religión, Dodo reveló el ingrediente secreto de la pócima zombificadora: un polvo hecho con el hígado de Sphoeroides testudineus o de Diodon hystrix, dos especies de pez globo que habitan –no tan plácidamente, por lo visto– en las aguas de Haití. ¿Y qué es lo que contiene el hígado de estos peces que los hace tan especiales? Una poderosa neurotoxina –una sustancia que altera el funcionamiento del sistema nervioso– conocida como tetrodotoxina o, para abreviar, TTX.
Diez mil veces más letal que el cianuro, la tetrodotoxina ocasiona que, alrededor de media hora después de ser ingerida, la víctima sufra una parálisis motora (en términos menos médicos: que se quede petrificada), pero con plena consciencia de lo que está ocurriendo. En el lapso de unas horas sobreviene la muerte por sofocación o ataque cardíaco. La mala noticia es que no hay antídoto alguno para ella. La buena noticia es que, si el paciente logra sobrevivir más de veinticuatro horas, por lo general se recupera sin mayores complicaciones.
Uno pensaría que, con excepción de quien ya haya sido convertido en zombi, nadie que cuente con su ti-bon anj en plena libertad se arriesgaría a ingerir tetrodotoxina por error. Mucho menos a pagar por ella participando en una especie de “ruleta rusa” culinaria. Pero, al parecer, los japoneses –al igual que Homero Simpson– opinan de otra forma y, con una tasa de mortalidad del 50% en unos 200 casos anuales de envenenamiento por TTX, su corazón sigue siendo arrebatado por el suculento fugu –palabra japonesa que designa tanto el pez globo como el plato elaborado con su carne– sin temor alguno a morir o a convertirse en zombis del chef responsable de preparar este plato.
Conocedores de la máxima de Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, mejor conocido como Paracelso, según la cual “todas las cosas son veneno, y nada es sin veneno; sólo la dosis permite que algo no sea venenoso”, los hechiceros vudús administrarían la cantidad precisa de TTX para zombificar sin matar, mezclándola de manera subrepticia en la comida o en la bebida de su víctima.
No es difícil imaginar el porqué del estado mental pasivo de quien fue enterrado vivo, luego de la parálisis inducida por la TTX, en un ataúd. Si el hechicero no fue suficientemente rápido al desenterrar al futuro zombi, el daño cerebral ocasionado por la falta de oxígeno es más que probable. Si, para tener total control de su zombi, el boko añade lo que los haitianos nombran como concombre zombi (“pepino de zombi”), los botánicos como Datura stramonium y los mexicanos como “vil toloache”, los alcaloides contenidos en esta planta garantizarán obediencia de por vida mientras la víctima se mantenga drogada.
Para quienes siguen sin convencerse de que zombis caribeños deambulen por los campos de Haití, en 1997 los médicos Roland Littlewood y Chavannes Douyon analizaron tres casos clínicos de zombificación.5 En el reporte de estos casos tan macabros se nombra a los pacientes como FI (mujer, 30 años), WD (hombre, 26 años) y MM (mujer, 31 años). Una elección más sencilla, si bien políticamente incorrecta, habría sido etiquetarlos Z1, Z2 y Z3.
En el caso de FI, tres años después de haber sido enterrada, un amigo la reconoció cuando caminaba cerca de su pueblo. La gente la etiquetó de inmediato como zombi debido a que caminaba de manera muy lenta, con la cabeza baja y moviendo apenas sus brazos. El diagnóstico médico fue que se trataba de esquizofrenia catatónica.
En los otros dos casos, los análisis de ADN mostraron que WD y MM no estaban relacionados con quienes erróneamente los reconocían como familiares zombificados. Los diagnósticos médicos fueron epilepsia (WD) y problemas de aprendizaje (MM). Pero lo más interesante del estudio fue comprobar el grado en que los zombis están imbricados en la cultura haitiana, donde la zombificación llega incluso a aceptarse como una explicación más probable que una simple confusión de identidad cuando alguien asegura cosas como: “Acabo de ver al difunto y ahora zombi Sr. Z. cruzando la calle”.